La mujer helada es aquella que habita un cuerpo leído por el patriarcado como útil para limpiar, alimentar, gestar y cuidar. Así es la protagonista de La mujer helada (2015), una autosociobiografía de Annie Ernaux. Su soledad, cansancio, aburrimiento y marginalidad encajada en los confines del hogar, junto a la idealización maternal de tal exclusión, la convertirán en una paria petrificada, una paria en proceso de devenir consciente de haberse tragado el cuento feliz y engañoso especial para mujeres: casarse es realizarse.

Previamente a ser ama de casa, la mujer helada ha ido a la universidad y ha leído fascinada a Simone de Beauvoir: “El segundo sexo me marca. Decisiones inmediatas, nada de matrimonio pero tampoco nada de amoríos con uno que te toma por un objeto” (Ernaux 130). Sin embargo, acaba casándose y empujando un cochecito sin demasiado entusiasmo. Su congelación es el intento de comprender como su vida acabó asfixiándola y abrumándola por ser el molde contrario a lo que aspiraba: “Toda mi historia de mujer es la de una escalera que se va bajando a regañadientes” (Ernaux 225). 

Al principio de la vida conyugal, la mujer helada no quiere quejarse por pelar patatas, no quiere ser la esposa castradora que exige más espacio público. Y mientras él sigue estudiando derecho constitucional, ella intenta perseguir la plenitud de la casada capaz de realizar múltiples tareas: estudiar mientras el bebé duerme, llegar al super antes de que cierre y que no se le corte la mayonesa. El proceso de helarse es también la asunción de esta diferencia entre géneros, es el resultado de la colisión entre la predicación de Beauvoir y lo que luego el mundo real del matrimonio heterosexual le ofrece.

Sus metas personales van inmovilizándose poco a poco, van quedando en el olvido, congeladas en el fondo de la nevera, en el pasado para ya nunca acontecer en el presente. La angustia de no ver la salida del encierro doméstico y el empequeñecimiento de los sueños es el motor con el que la mujer helada intenta deshelarse con pequeñas dosis de resistencia. Intenta trabajar, se convierte en profesora, pero nunca será trabajadora, siempre será madre-trabajadora, y su sueldo es secundario, la ayuda al marido. Algún día estallará con gritos y sollozos hacia el esposo, con remordimientos exigentes sobre la paridad en la casa y en la crianza. Pero son brotes anecdóticos, el patriarcado pesa más: se siente culpable por no haberse convertido en la mujer que recibe a su marido con una sonrisa, el pollo en el horno y el hijo dormido.

No llega. No aguanta, le han enseñado que “[r]ecibir la felicidad supone por ende permanecer cerca de esta escena de renuncia” (Ahmed 78). El sacrificio de los deseos propios sustituidos por pañales y detergente es lo que hiela por completo a la mujer helada. Solo conoce las calles útiles, las calles que llevan al parque, al súper, a la farmacia, al pediatra y a la lavandería. La mujer helada observa los pelos afeitados de la barba del cónyuge esparcidos en el baño, se mira a ella misma en el espejo y se queda quieta, muy quieta, paralizada en un eterno lamento sordo. Acepta tristemente su conversión en lo que siempre dijo que no sería, acepta las diferencias, “Diferencias, qué diferencias, había dejado de verlas” (Ernaux 228).

Las mujeres heladas siguen vigentes, porque del mismo modo que sigue vivo un modelo de familia que aparenta falsas creencias de paridad y igualdad en repartición de tareas, estas tareas, tal y como narra Federici, aún no han sido desvinculadas de las mujeres como un “atributo natural de nuestra psique y personalidad femenina, una necesidad interna, una aspiración” (Federici 37).