Sexuar la historia probando con el feudalismo
La historia es una, los sexos son dos
La historia es una, los sexos que la viven, la piensan y la cuentan oralmente, por escrito o mediante imágenes son dos. 1Los sexos que son dos, mujer u hombre, no son sexos opuestos: no lo han sido del todo nunca, y no lo son, mas que residualmente, en nuestro tiempo, una vez terminado el patriarcado. No lo son porque cada sexo ofrece al otro la expresión primera e inagotable de la alteridad, de lo distinto de sí, con su enorme riqueza y potencial de riqueza: la riqueza de lo distinto, que no contrario ni antagónico. Por eso, puedo decir que la historia escrita por el sexo masculino es la historia; y la historia escrita por el sexo femenino, es la historia. Esto es así si el historiador, la historiadora, reconoce su sexuación, sin esconderse tras la máscara o “persona” (y “máscara” es el sentido griego clásico de “persona”) de un neutro pretendidamente universal, un neutro que no existe en la historia (aunque exista, y mucho, en los manuales corrientes de historia). Al final del patriarcado, 2 las mujeres y los hombres (más los hombres que las mujeres) estamos aprendiendo una vez más, y recalco el “una vez más” porque el patriarcado no ha ocupado nunca la realidad entera ni tampoco la vida entera de nadie aunque haya querido ocuparlas, estamos aprendiendo –decía–, más los hombres que las mujeres pues las mujeres de esto sabemos más, a vivir en el dos, libres por fin del pensamiento único que el patriarcado imponía; y lo imponía tanto en versiones conservadoras como en versiones progresistas, distinguiéndose estas entre sí por el sentido y el valor de la justicia social.
Al final del patriarcado, la historia se está abriendo, pues, a la sexuación humana, a esa experiencia histórica que, como la vida, es sexuada, siempre y en todas partes. 3
Pero ¿cómo llevar esta apertura fascinante al lenguaje de la historia? ¿Cómo sexuar la historia o, mejor, cómo reconocer la sexuación de la vida (esa sexuación que es una evidencia de los sentidos) y expresarla en la historia que escribimos? ¿Y cómo hacerlo sin humillar ni despreciar ni tampoco destruir la historia neutra ya escrita, solo discerniendo y entresacando, en nuestra enorme tradición historiográfica occidental, lo que responde a la experiencia y a la evidencia del ser mujer u hombre, de lo que es un constructo ficticio interpuesto entre la vida y la historiografía, constructo interpuesto para someter a unas a las exigencias del poder y, a otros, a la degradación de ejercerlo?
Probemos con el feudalismo: probemos a ver lo que ocurre con lo que las fuentes y la historiografía nos dicen de la Europa feudal, cuando eso que nos dicen es acercado a la luz de la diferencia sexual, diferencia sexual que es una expresión del pensamiento de las mujeres del siglo XX para referirse al sentido libre del ser mujer y al sentido libre del ser hombre. Recalco lo de “ libre ”, porque es lo que distingue, tanto en la vida como en la historia, la diferencia sexual del género o gender.
Al hablar de feudalismo, nos situamos fácilmente enseguida en los siglos XI, XII y XIII, en la Europa cristiana, dejando ahora de lado los debates sobre la feudalización en otras sociedades. La historia neutra nos informa fielmente de que Europa nació y se consolidó como cultura durante esos siglos.
Que nazca y se consolide una cultura significa para mí, mujer, que el mundo, el mundo conocido y habitado, tomó, en ese territorio y tiempo, características nuevas y originales. Lo cual no quiere decir que estas características no tuvieran precedentes en épocas anteriores (en el caso del feudalismo europeo, en la Alta Edad Media) sino que la mezcla de tradiciones recibidas de las culturas germánica y romana altomedievales, se juntó con invenciones originales, invenciones que resultaron ser creativas y fértiles. Entre las tradiciones heredadas de la Alta Edad Media, hay en el feudalismo una especialmente significativa para mí, mujer, y también, aunque de modo distinto, para la historia neutra pretendidamente universal. Es la tradición que consistió en entender la política como una relación personal. Esta manera de entender la política procedía, de modos distintos, tanto de las tradiciones masculinas germánicas como de las tradiciones masculinas del Bajo Imperio Romano. En los pueblos germánicos, la estructura política más importante fue la relación personal de lealtad de un hombre con otro, concretamente de un hombre con su jefe, que solía ser su dirigente militar y de mando, tendencialmente de su misma tribu o clan. En el Bajo Imperio Romano de Occidente, a partir de las crisis del siglo III, la política consistió cada vez más en relaciones personales de clientela, lo que se llamaba relaciones de encomendación de un hombre con otro. La Roma republicana y altoimperial no entendía así la política del poder: la entendía como un sistema de representación muy jerarquizado, un sistema en cuya cúspide estaban el Senado y el emperador. Pero la decadencia de esta estructura, con la continua proclamación y deposición de emperadores fuera del Senado a partir de las crisis del siglo III, hizo que la gente buscara otras soluciones para seguir conviviendo políticamente, es decir, sin o con menos violencia.
La consecuencia más significativa de estas herencias y de su combinación con invenciones nuevas, fue que la sociedad feudal estuvo fundada en la relación. Fue, por tanto, la feudal una sociedad muy distinta de la moderna, sociedad (la moderna) que se distinguió por el predominio del individualismo (el llamado precisamente individualismo moderno) como valor político paradigmático o generalizable entre hombres orientados hacia el poder, entendiendo el poder como dominio, sostenido por la fuerza de la ley y de las armas, de unos hombres (sin excluir a las mujeres) sobre otras y otros.
Precisamente la relación es materia sensible o sensibilísima a la sexuación de la historia. Quizá la más sensible; y, en cualquier caso, tan sensible, aunque de modo muy distinto, como la representación política. Y como el individualismo.
Los libros neutros de historia hablan hasta la saciedad de relaciones feudales: mucho más que de relaciones capitalistas o de relaciones esclavistas, precisamente porque la relación fue el fundamento del feudalismo. Pero no se detienen en profundizar en el sentido de la relación que llaman feudal, aunque describan algunas variantes con detalle. Para el capitalismo o el esclavismo, esos libros suelen añadir la palabra “producción”: relaciones de producción capitalistas, relaciones de producción esclavistas. Yo, mujer e historiadora, en cambio, sospecho. Sospecho durante años, preguntándome qué más hay, qué más significan esos matices, matices nada banales por lo consistentes en el uso historiográfico masculino.
Es un signo de la diferencia de ser mujer el interés y el gusto por la relación. Lo es históricamente y lo es en el cuerpo. Lo es históricamente porque las mujeres, como han escrito Lia Cigarini y otras de la Librería de mujeres de Milán y de la comunidad filosófica Diótima de la Universidad de Verona, tenemos un sentido propio de la libertad, tan propio que esas pensadoras lo han llamado libertad femenina: una libertad que es precisamente relacional, libertad con, libertad que encuentra en otra “vínculo, intercambio y medida ”, una libertad que no es ni deducible de ni contraria de la libertad históricamente masculina y pretendidamente neutra universal. 4
La libertad es, por tanto, sexuada. Y si la libertad es sexuada, es fácil que también lo sea la historia, ya que es la libertad una de las expresiones de lo humano que más atraen hoy a quien estudia o a quien lee y escribe historia.
El interés por la relación es un signo de la diferencia sexual femenina que está también en el cuerpo. Lo está sin determinar nada, limitándose a sugerir una posibilidad de ser y de convivir. Es el signo que expresa la capacidad femenina de ser dos, o sea, de generar y albergar otro cuerpo en el suyo, aunque no se decida a albergarlo nunca. La capacidad femenina de ser dos es la expresión máxima de la relación y de su núcleo vivo, que es la alteridad. Es, precisamente, el saber de la relación, entendida como relación de alteridad, el fundamento del conocimiento sexuado en femenino: desde la Eva bíblica del Génesis, para entendernos, incluso en lo imaginario patriarcal, hasta las beguinas medievales, las Preciosas del siglo XVII o las feministas del siglo XXI. Y es un signo rastreable sin dificultad en la historia sexuada en femenino.
La relación feudal, los libros de historia neutra la llaman relación feudo-vasallática. La relación feudovasallática se dio solamente entre hombres (y ocasionalmente entre mujeres que sostuvieron o soportaron, con trabas, un simbólico masculino). Y yo me pregunto ¿cómo se puede deducir de la experiencia específica de los hombres lo que es una sociedad entera? Si ni siquiera fue, la feudal, una relación de alteridad, sino una relación instrumental: instrumental al control de la riqueza y al ejercicio del poder feudal. Además, el vasallaje fue un vínculo que se dio únicamente en la clase dominante: la aristocracia. Consistió, por lo demás, como es sabido, en la entrega por el noble más poderoso al noble menos poderoso de un beneficio (que podía ser un señorío, una jurisdicción, una villa, etc.) a cambio de vasallaje, siendo la relación de fidelidad mutua lo que sostenía el sistema de dominio, no un orden de vida común. La historia neutra añade que este sistema de dominio generó un imaginario llamado de los tres órdenes: los famosos oratores, bellatores y laboratores de escritores del siglo XI como Adalberón de Laon y Gerardo de Cambrai;
5 es decir, los que rezaban, los que iban a la guerra y los que trabajaban. De nuevo, se trató de un imaginario en el que se reconocieron bastantes hombres, ni siquiera todos ellos.
Una sociedad es, sin embargo, mucho más que esto. En realidad, yo, mujer que ha elegido serlo, puedo afirmar que la centralidad de la relación en la Europa feudal favoreció a las mujeres. Las favoreció precisamente porque es un signo de la diferencia de ser mujer el interés por la relación. Hasta el punto de que entiendo que la libertad relacional (la libertad femenina) es un universal como mediación sexuado en femenino. 6
Al decir que las favoreció quiero decir que la conciencia que hubo entre la gente de la importancia de la relación en su mundo (no del individualismo, propio de la época moderna) liberó energía creadora femenina fiel a su cuerpo, llevándolas a inventar formas de vida no patriarcales en las que pudieron imaginar y realizar deseos que el individualismo moderno volvería más tarde impracticables.
Por ello puedo decir que el paradigma de lo social a mí, historiadora, se me queda pequeño cuando quiero sexuar la historia: pequeño, no inválido. Se me queda pequeño porque, en la vida, las mujeres y los hombres experimentamos muchas cosas que quedan fuera del campo semántico que significa bien la palabra “social”. 7
El principal ejemplo de ello es, precisamente, la relación, la relación sin más, sin fin, la relación que no es instrumental a nada sino que se entabla y se sostiene por el gusto de estar en relación y por el abandono a lo que este placer pueda generar.
La fidelidad jerárquica y la fidelidad a los signos de Amor
Propongo, en consecuencia, un camino o método más sensible a la experiencia vivida y viva para alcanzar a comprender una civilización: un método con más capacidad de comprensión de la realidad humana que los que nos ha legado el racionalismo moderno, un método en el que quepa la sexuación humana con su riqueza significante, que es grande. Porque el ser mujer u hombre es, en realidad, un significante, es decir, una fuente inagotable de sentido. Y es sentido lo que el historiador o la historiadora busca, desde siempre pero especialmente hoy, en las fuentes históricas.Propongo un método que tenga en cuenta tres ámbitos de la experiencia humana: 1) la política sexual; 2) el modo de producción; 3) el orden simbólico. Cuando el mundo toma características nuevas, ello quiere decir que ha cambiado la política sexual, que ha cambiado el modo de producción y que ha cambiado el orden simbólico. Nuestro tiempo es un buen ejemplo de ello: la política sexual ha sido transformada radicalmente por la revolución femenina del siglo XX, siendo yo misma una prueba de ello, la prueba que me queda más a mano. El modo de producción capitalista ha alcanzado la globalización y, con ella, una desorientación inesperada y crítica. El orden simbólico patriarcal ha caído, como prueba la desesperación humana masculina, sin precedentes, que lleva a una violencia contra las mujeres que la propia sociedad desautoriza y rechaza estremecida, y lleva a algunos hombres a asesinar a sus mujeres o exmujeres y, seguidamente, a suicidarse o intentar suicidarse, algo que es totalmente nuevo.
¿Qué es la política sexual? La política sexual es el fundamento de la política, su expresión primera, porque la política sexual afecta a las mujeres y a los hombres por el hecho de serlo; y es una evidencia de los sentidos que el fundamento de una sociedad son las mujeres y los hombres que hay en esa sociedad. 8
Dicho muy en síntesis, consiste en dos tipos de relaciones: 1) las que una mujer o un hombre entabla a lo largo de su vida con el hecho de haber nacido mujer u hombre; 2) las relaciones entre mujeres y hombres. Estas relaciones –todas ellas– son históricas, es decir, cambian con el tiempo, cambian con la realidad que cambia. Lo cual implica que el ser mujer u hombre no es un mero hecho biológico –como se decía hace años– aunque sea, sí, fiel al lógos de la vida, a la palabra, a la interpretación continua de quien mujer u hombre nace.
En la Europa feudal, la política sexual estuvo muy marcada por el cristianismo. Concretamente, estuvo muy marcada por dos novedades sustanciales del cristianismo: por la idea de Dios y por la idea de cuerpo, de cuerpo humano, que trajo a nuestra historia el cristianismo.
El cristianismo tuvo en sus inicios y durante varios siglos una relación difícil con los politeísmos entre los que se difundió y a los que sustituiría. Fue una relación difícil porque al ser humano le cuesta prescindir de la gradación de las divinidades y, en particular, le ha costado mucho prescindir de la Diosa madre y aceptar un monoteísmo paterno, pues aunque los ángeles no tengan sexo, el Dios de las iglesias sí lo tiene. Por eso, porque al ser humano le repugna prescindir del principio de realidad que le da la madre, desde muy pronto, claramente desde el siglo II, convivieron y conviven en las sociedades cristianas dos ideas de Dios. Una, tal vez la original, es la idea de Dios Amor, interior al ser humano. La otra, la de la Iglesia constituida, es la idea de Dios Padre todopoderoso, creador, eterno y externo al ser humano. Mucha gente vio estas dos ideas de Dios expresadas en la performance que se hizo en torno a un suntuoso Benedicto XVI y su séquito durante la dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia de Barcelona, cuando salieron a entregar su ofrenda de manteles y a limpiar los excesos de la aspersión de santos óleos, unas monjas muy discretas en noviembre de 2010 , performance que los medios de comunicación recogieron con enorme curiosidad y polémica. La primera idea de Dios, la del Dios interior, la del Dios Amor, coincide con la Gran Madre, ahora innombrada e inombrable, sacrificada al monoteísmo masculino. Coincide con ella porque la madre, cada madre concreta y personal o quien ocupe su lugar, es la primera escuela del amor, la escuela en la que se aprende a hablar en una relación de gran intimidad.
La idea de Dios Amor, del Dios interior, tuvo una gran aceptación pública entre mujeres y hombres hasta finales del siglo III. Fue esta la época de la gnosis. La gnosis sostiene que el ser humano conoce a Dios porque Dios Amor está precisamente dentro de él. En los siglos II y III, se escribieron muchos y preciosos evangelios gnósticos (distintos de los evangelios canónicos). Los escribieron mujeres y hombres. Son evangelios inspirados, inspirados por el espíritu divino que lleva dentro de sí cada criatura humana que nace y aprende a hablar.
La segunda idea de Dios, la del Dios padre todopoderoso, externo al ser humano, es la de la Iglesia constituida: la de Roma, primero, y de las demás iglesias cristianas, después. La Iglesia es la institución que administra la relación con ese Dios desconocido, ajeno y poderoso. Esta idea de Dios justifica la existencia y la utilidad de la jerarquía eclesiástica, siempre masculina aunque haya sacedotisas o papisas. La administración de esa relación es el fundamento del poder de la Iglesia. Y por aquí, precisamente, entraron en conflicto en el siglo III las dos ideas del Dios cristiano. Fue un conflicto duro y armado (y de la dureza de los conflictos entre cristianos da una idea la vida de Hipatia de Alejandría, asesinada por monjes cristianos en marzo del año 415),
9 un conflicto que terminó con la desarticulación del gnosticismo.
La idea de Dios Amor no se perdió, sin embargo. Persistió y persiste en el inconsciente colectivo, y no solo en el inconsciente sino en muchas relaciones y formas de vida creativas que la Europa feudal desarrolló en lenguaje cristiano, como las que se suelen asociar bajo el gran nombre de Movimiento del Libre Espíritu. 10
Un ejemplo es el comienzo de una carta de Hadewijch de Amberes, mística y teóloga beguina, a una amiga y discípula a principios del siglo XIII, que dice: “Querida mía: yo te saludo con ese amor que es Dios y con el que yo soy y es también él, de algún modo, Dios. Y te agradezgo por lo que tú lo eres, y te reprendo por lo que tú no lo eres.” 11
A mediados del siglo XX, en 1955 , la escritora nacida en Barcelona Carmen Laforet ( 1921 - 2004 ), escribía en el momento más significativo de su novela La mujer nueva, cuando la protagonista, en un tren, tiene una visión, una visión al estilo de nuestro tiempo: “El Amor es Dios –supo Paulina–; Dios, esa inmensa hoguera de felicidad y bien, en la que nos encontramos, nos colmamos, a la que tendemos, a la que tenemos libertad para ir y vamos, si no nos atamos nosotros mismos piedras al cuello”. 12
Las dos ideas de Dios que he expuesto brevemente se mezclaron en las novedades que trajo el cristianismo sobre el origen y el sentido del cuerpo humano. El origen y el sentido que se le dé al cuerpo humano son fundamentales para la política sexual de una época.
El cristianismo dice que el cuerpo es creado por Dios, del que se dice comunmente que todos somos hijos. Dice también que Dios crea y da el cuerpo a todos los seres humanos, hombre y mujer, libre y esclavo o esclava. El cristianismo se separó así de la idea griega ateniense y democrática del origen del cuerpo. Por eso, el cristianismo originario (hasta que surgió el concepto de reconquista en el Reino astur-leonés del siglo IX) fue contrario a la guerra por la fe y por la patria, aunque haya excepciones como el asesinato de Hipatia de Alejandría que he citado. Dios da el cuerpo, no para que se le defienda con la guerra, sino para que con él se le honre y se le alabe. Por eso, también, el cristianismo fue contrario al suicidio o a la mutilación.
En términos de política sexual, las ideas cristianas de Dios y del origen y sentido del cuerpo humano fueron extraordinariamente fértiles. Lo fueron por su originalidad y, también, por su ambigüedad. Por una parte, autorizaron a la Iglesia a imponer un patriarcado cristiano. Para ello, la Iglesia intentó gobernar duramente los cuerpos mediante la moral cristiana, con el fin de controlar el nacimiento, el matrimonio y la muerte, que son los momentos y los ritos de paso principales que atraviesa el ser humano. Opinó y legisló sobre la maternidad, introdujo lentamente desde el año 1000 el matrimonio monógamo e indisoluble, cristianizó las necrópolis y cementerios. Todo ello justificado por su papel de administradora de la relación con Dios Padre.
Por otra parte, el Dios Amor fue una fuente extraordinaria de creatividad para mujeres y hombres, y lo fue sin inducirles a marginarse; es decir, desde el centro o desde cualquier lugar de la sociedad cristiana. Más las mujeres que los hombres, inventaron formas de vida muy diversificadas que les permitieron evitar el patriarcado y vivir de espaldas a él, siguiendo su propio deseo, un deseo libre. Y hacerlo, insisto, sin marginarse y, en ciertas épocas, sin molestarse mucho siquiera en luchar contra el patriarcado. En realidad, toda la Europa propiamente feudal, es decir, los siglos XI, XII y XIII, fueron siglos de libertad femenina y, quizá pues está menos estudiado, también de libertad masculina, exenta de la alienación de sí que a un hombre le imponía el patriarcado. Fueron formas de vida orientadas por el amor, por sus signos. 13
Muchas de estas formas de vida trabajaron y practicaron una idea que desde la revolución cultural del mayo francés o mayo del 68 nos cuesta un poco entender, una idea y una práctica que fue la castidad. En la cultura cristiana, la castidad es entendida como inhibición del deseo heterosexual. Lo cual no significa que la heterosexualidad fuera siempre patriarcal. La Europa feudal recuperó, por ejemplo, en el siglo XII, el Cantar de los Cantares, un canto veterotestamentario a la heterosexualidad exquisitamente sensual, y ya no lo apartó nunca de su cultura poética. Y, sobre todo, la cultura feudal conservó y desarrolló la tradición hermética helenística sobre la heterosexualidad, que es entendida por el hermetismo filosófico antiguo y medieval en términos amorosos, no jerárquicos. Entender algo en términos amorosos quiere decir que eso que se está entendiendo adquiere sentido nuevo, sentido indisponible, o sea, se vuelve algo trascendente, algo divino, algo que lleva más allá de la repetición, más allá del ciego mecanismo de las cosas, más allá del aburrimiento. Como cuando alguien, al enamorarse, dice: “ha dado sentido a mi vida ”.
En realidad, se puede decir que en la Europa feudal convivieron dos lealtades políticas: una fue la fidelidad feudal, la otra fue la fidelidad al Amor, a sus signos. La fidelidad feudal es la más conocida porque es la que ha sido estudiada más por el positivismo científico, por la historia social y por el materialismo histórico. Pero la otra fidelidad está también ampliamente documentada; lo que ocurre es que el amor no reificado (no cristalizado) le ha resultado opaco al positivismo, a la historia social y al materialismo histórico de los siglos XIX y XX.
Sabemos que la Europa feudal (y, luego, Occidente) estuvieron atravesados por un gran movimiento político, de mujeres y de hombres, pobres y ricos, con o sin privilegios, que se dedicaron al amor, que intentaron vivir en la fidelidad amorosa. Se llamaron a sí mismas y a sí mismos Fideles Amoris, fieles a Amor, a sus signos. Se les encuentra por todas partes, aunque no formaran un movimiento organizado, pero sí un movimiento político. Eran mujeres y hombres que se reconocían entre sí: se reconocían por un anhelo peculiar y por un lenguaje peculiar, como nos ocurrió, por ejemplo, a las feministas en los años setenta del siglo XX, cuando también entonces se dijo: “Haz el amor, no la guerra ”. Un anhelo de algo otro, de algo que libere del ciego mecanismo de las cosas, de la jerarquía, del endurecimiento de lo real: un anhelo de algo que en la Europa feudal llamaron visión (de la raíz indoeuropea *Fid, como en videre, wissen, wise, ver, idea… al modo de “tengo una idea” como epifanía de realidad).
Ejemplos de la época feudal son: la cultura trovadoresca o cortés, la religión cátara, la cultura de la homosexualidad (en particular la homosexualidad monástica), las beguinas y beatas, la mística femenina o teología en lengua materna... 14
La importancia social del movimiento de los y las Fideles Amoris la testimonia un tópico historiográfico que dice que la principal preocupación del hombre medieval fue el adulterio, y no, por ejemplo, el sexo de la persona con la que se cometía. 15
Este tópico es también una muestra de coexistencia histórica de la fidelidad feudal con la fidelidad a los signos de Amor. El adulterio preocupó, y mucho, a la jerarquía feudal por cuestiones de propiedad privada, ya que los aristócratas vivieron en el temor de que sus bienes no los heredaran sus hijos sino los hijos de otro hombre. Y preocupó a los y las Fideles Amoris, por otro motivo mucho más civilizador: porque el adulterio es una traición y un delito precisamente contra la fidelidad al amor, a Amor-Dios, a sus signos.
La decisión de las siervas
He dicho antes que cuando un mundo toma características nuevas, ello quiere decir que ha cambiado la política sexual, que ha cambiado el modo de producción y que ha cambiado el orden simbólico.¿Qué pasó en la Europa feudal con el modo de producción? Ocurrió que Europa dejó definitivamente atrás el modo de producción esclavista y desarrolló hasta su máximo apogeo otro modo de producción, el feudal.
El modo de producción esclavista, como es sabido, fue propio de las sociedades clásicas, la griega y la romana. Durante la Alta Edad Media, se dio en Europa un lento proceso de transición o paso de un modo de producción a otro. Que se pasara del esclavismo al feudalismo no quiere decir que dejara de haber esclavos y esclavas en la Europa feudal. Hubo menos, sí, y, sobre todo, fueron menos o mucho menos significativos en la producción que en la época anterior. De modo que apareció una relación de producción nueva, y esta nueva relación de producción pasó a ser la dominante, la que marcó originalmente tanto la economía como la sociedad y lo imaginario de la Europa de entonces. Esta nueva relación de producción fue la servidumbre, la relación servil. Ya no la relación amo/esclavo de Grecia y Roma, sino la relación entre terratenientes (hombres y mujeres) y siervos o siervas. ¿Por qué terratenientes? Porque el principal medio de producción de esta sociedad fue la tierra. Aunque hubo ciudades siempre, y fueron importantes a partir del siglo XIII, la sociedad feudal fue una sociedad rural, agraria.
¿Qué era un siervo, una sierva? Era un hombre o una mujer adscrito/a a la tierra. Esto quiere decir que su libertad de movimiento y de trabajo estuvo limitada por el derecho, por los derechos señoriales de la clase privilegiada. ¿En qué se diferenciaba de un esclavo o esclava? En que los esclavos y esclavas no tenían personalidad jurídica, es decir, no formaban parte de la sociedad o, mejor, de lo que la sociedad decía que era. En el derecho romano, el esclavo o la esclava es llamado instrumentum vocale, instrumento o útil que habla, para distinguirles de lo animales de labranza (instrumentum semivocale) y de la tierra (instrumentum mutum), y son vendidos con la tierra. Los siervos y siervas tienen personalidad jurídica, aunque incompleta.
Para probar a sexuar la historia, es interesante notar que, la personalidad jurídica, los esclavos y esclavas la adquirieron mediante el matrimonio, es decir, mediante la conyugalidad legal. Ya en la documentación bajoimperial aparecen como novedad los servi casati, que significa “esclavos casados”, lo cual quiere decir que tienen una casa y están casados. Es un tema confuso, pues servus, serva significa esclavo/a en latín clásico. Esclavo, esclava, es un término medieval, por los muchos esclavos eslavos que hubo. El pueblo eslavo era y es un pueblo indoeuropeo que había invadido el Imperio bizantino en el siglo VI, en la época de Justiniano, llegando a las puertas de Constantinopla y siendo obligado a retroceder al otro lado del Danubio; una parte emigró más tarde del Centro/Este de Europa a los Balcanes, que fue un lugar de captura y trata de seres humanos para la esclavitud en los siglos IX y X, también para los ejércitos, por ejemplo el de Al-Ándalus; más tarde, el lugar de captura sería la piratería.
En cualquier caso, el paso de la esclavitud a la servidumbre se hizo mediante el matrimonio regulado por el derecho. Este paso, que el materialismo histórico nos enseñó a interpretar como prueba de desarrollo de las fuerzas productivas y de avance en las relaciones de producción, le plantea a una historiadora preguntas que son de política sexual, no o no solo de economía política. Las preguntas son: ¿qué sentido tiene para una esclava la interposición, ahora, entre ella y su antiguo dueño, de un nuevo señor, su marido? ¿Cuáles son los vínculos históricos entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el patriarcado? ¿Son las fuerzas productivas masculinas las que se desarrollan, cuando se desarrollan, y no las femeninas, o no el mismo tiempo? Estas preguntas están pendientes de ser pensadas.
Para pensarlas teniendo en cuenta que la experiencia humana es sexuada siempre y en todas partes, es necesario reconocer la sexuación de la economía política, y llevar esa sexuación al lenguaje de la historia. Ni Marx ni Engels lo hicieron, porque la economía política que ellos manejaron (por lo demás, con gran eficacia) estaba declinada en masculino no libre, ya que era funcional al sistema patriarcal de dominio, un sistema que somete al hombre al ejercicio de violencia, en especial si es o desea ser padre patriarcal.
La economía política de Europa cambió de raíz cuando, lentamente, en una larga transición, el modo de producción feudal sustituyó al esclavista. Las fuerzas productivas dejaron de ser los esclavos y esclavas sin madre obtenidos con la guerra o en el mercado de esclavos, y pasaron a ser mujeres u hombres criados en casa por su madre y adscritas/os a la tierra. Las siervas dibujaron el perfil de las nuevas relaciones de producción aceptando al señor interpuesto (su marido) y trabajando más, a cambio de que la violencia señorial no les impidiera hacer algo que a las mujeres nos suele gustar libremente hacer: amar y civilizar a quienes damos a luz y a quienes entran con nosotras en relación directa de intercambio. Las siervas introdujeron en la economía política del fundamento de la sociedad feudal –las casas de la clase productiva–, el amor y el sentido femenino de la civilización. El derecho se limitó a reconocer parcialmente esta obra respetando la maternidad. Para una mujer, las relaciones de producción avanzan o retroceden o, simplemente, se transforman, al compás de las condiciones de su maternidad, si la desea. Sus decisiones en este contexto no se entienden si no se conoce la libertad femenina.
En cuanto a los cambios del orden simbólico, recuerdo que el concepto de orden simbólico, la noción de su existencia, es del siglo XX, y es considerado una de las aportaciones importantes de la filosofía al pensamiento de ese siglo. Marx ignoró lo simbólico. Él habló de superestructura ideológico-jurídico-política, pero nada más. La ideología es pensamiento impuesto desde el poder social. Lo simbólico es lo que cada criatura humana dice libremente que el mundo es, usando los recursos que ofrece la lengua materna, la lengua que hablamos.
El cristianismo trajo a Europa un cambio de orden simbólico. Prueba de ello es el cambio espectacular y perdurable que se dio en el lenguaje: el lenguaje de la cultura europea pasó, progresivamente, a ser el lenguaje cristiano. Lo era ya sin duda en la Europa feudal, y lo siguió siendo hasta finales del siglo XVIII. El lenguaje de la cultura fue un lenguaje cristiano tanto hasta el siglo VII, siglo en el que el latín dejó de ser lengua materna, como después, cuando el latín pasó a convertirse en lengua solo escrita, no hablada. Durante la Alta Edad Media, la Iglesia constituida luchó por convertirse en garante de lo simbólico. Tuvo que luchar porque la garante verdadera de lo simbólico es la madre, que es quien enseña a hablar; es decir, la Iglesia tuvo que luchar para suplantar a la madre, y por eso le gusta referirse a sí misma como mater et magistra, madre y maestra. Si sexuo la historia, podré entender en esta clave (en clave de quién es garante de lo simbólico) ese asunto importantísimo y sangriento de nuestro pasado que es la heterodoxia y la ortodoxia: la madre enseña a hablar libremente, la Iglesia jerárquica dictamina o pretende dictaminar lo que se puede o no se puede decir cuando se habla, en particular, en la Europa cristiana, cuando se habla de Dios; y juzga y condena por ello, también a muerte. Por eso, fue un tiempo importantísimo de la cultura feudal el siglo XII, el XIII y el XIV, cuando algunas mujeres, las místicas beguinas (como Frau Ava, Hadewijch de Amberes, Margarita Porete, Matilde de Magdeburgo o Juliana de Norwich, entre otras), decidieron hablar y escribir de Dios en su lengua materna, no en latín. Lo hicieron precisamente porque querían hablar de Dios como Amor, y es difícil, a veces incluso imposible, hablar de Amor en una lengua que no sea la materna. El amor es una gran fuente de simbólico, como muestra la poesía.