Haz el amor, no la guerra: vivir en el orden simbólico de la madre
La generación de mujeres y de hombres que era joven a finales de la década de los sesenta del siglo XX inventó una consigna que dio la vuelta al mundo y que ha quedado en la memoria corriente: “Haz el amor, no la guerra ”. La consigna tenía algo de la risa de la libertad y tenía la ligereza de una revolución simbólica. Una revolución simbólica es el descubrimiento instantáneo de sentido nuevo de la vida y de las relaciones, vida y relaciones que son lo que a la gente más nos importa en el mundo; una revolución simbólica es, pues, el soltarse un nudo de la luz que no me dejaba resolver un problema agobiante de comunicación con la realidad y con las mujeres u hombres con quienes estoy en relación.Hoy, esa consigna preciosa la seguimos recordando pero no la decimos ya. Su mensaje se ha quedado en suspenso, como si pidiera cuentas en torno a su cumplimiento, como preguntándonos qué hemos hecho de ella la gente que la inventamos, a la manera de un fantasma recurrente que reclama respuesta y que, por ser fantasma, resulta bastante incómodo. Hoy, las mujeres que dijimos esa consigna padecemos la violencia de los hombres que la dijeron, como si entre el mundo soñado entonces y el actual se hubiera colado un gran error. Pues es una evidencia que las mujeres estamos padeciendo la violencia de los hombres que soñaron con poner el amor en el lugar que entonces ocupaba la guerra. Como todo el mundo sabe, la violencia contra las mujeres está hoy en las casas, está en la calle, y está en ese espacio violentísimo, un espacio que no es ni casa ni calle, que es la prostitución.
Pienso que es muy importante tomar conciencia de que entre los hombres maltratadores de hoy están los que hace unas décadas gritaron la consigna “Haz el amor, no la guerra.” Es importante porque esta toma de conciencia trae el problema de la violencia contra las mujeres a mi realidad presente concreta, contaminando de realidad las memorias sagradas, y me permite afrontar el problema partiendo de mí, de mi experiencia personal, para ir desde ella a lo otro, a la política, sin fetiches.
La importancia de este choque de verdad, de veracidad, muchas mujeres la aprendimos en el feminismo. El feminismo se convirtió en un movimiento político verdadero cuando cada una se dio cuenta de que su lucha no era para otras, no era para mujeres lejanas o menos afortunadas, sino que era en primer lugar para ella misma y para las que tenía a su alrededor, porque el opresor lo teníamos en casa, en el trabajo, y lo teníamos, sobre todo, dentro de nosotras, en nuestra manera de ver el mundo. Yo daba clase hasta no hace mucho en una calle de Barcelona que diariamente, al atardecer, se convierte en un punto de compra de cuerpos de mujeres. La fila de coches de prostituidores, que no parecen pertenecer a una clase social ni a una especie distinta de la mía, es continua. Aunque me he resistido durante años a dejarla entrar en mi mente, esta experiencia me ha ido obligando a admitir que la violencia contra las mujeres que es la prostitución y la violencia en casa son inseparables: son inseparables porque los protagonistas son los mismos. 1
Pienso que tomar conciencia de esta conexión es necesario para ver la dimensión profundamente (a)política de la violencia contra las mujeres en nuestra sociedad.
La generación que gritamos “Haz el amor, no la guerra.”quisimos transformar la política sexual. La política sexual es la sustancia de lo político, porque el fundamento del mundo somos las mujeres y los hombres que poblamos nuestro querido planeta tierra. Las mujeres y los hombres entramos en relación al nacer y seguimos relacionándonos, más o menos intensamente según la necesidad y los gustos, a lo largo de toda la vida. A estas relaciones, a las que entablamos las mujeres con los hombres o los hombres con las mujeres para fines determinados, les solemos llamar relaciones entre los sexos. Además, cada mujer y cada hombre tiene una relación personal y propia con el hecho de haber nacido mujer u hombre, es decir, con la diferencia sexual, de manera que ella y él interpreta y reinterpreta una y otra vez en el tiempo su modo original de ser mujer u hombre; porque el ser mujer u hombre cambia con la realidad que cambia, no es una esencia fija en el tiempo. A la relación que cada cual tiene con su ser mujer u hombre, le llamamos relación de los sexos. Es una frase un poco oscura, esta de “ relación de los sexos”, porque en el siglo XX nos hemos ocupado sobre todo de las relaciones entre los sexos, pero ahí está, deseando que la miremos más, y yo pienso que su olvido tiene algo que ver con la violencia contra las mujeres. Por ejemplo, cuando la psicología me dice, si estoy sufriendo maltrato, que me falta autoestima, por lo general esto me ofende, aunque a la vez sepa, en el fondo de mí, que algo de verdad tiene. Pienso que este algo de verdad es que necesito dedicarle tiempo y reflexión a interpretar libremente el hecho de ser yo una mujer, porque esto me ayudará a desligarme de lo que el hombre violento concreto que me maltrata y los que son cómplices de él dicen que yo, mujer, soy. 2
Las chicas y los chicos que, hace unas décadas, gritamos “Haz el amor, no la guerra ” quisimos transformar la política sexual y, desde esta palanca extraordinariamente eficaz, transformar el mundo. Quisimos un mundo de amor, no de violencia y, al menos muchas mujeres, lo seguimos queriendo. Pero un error se coló por algún sitio, de manera que sigue pendiendo sobre nuestras cabezas, como una deuda sin saldar, el decir qué nos ha pasado, qué hemos hecho con esa oportunidad histórica, cómo es que el amor se ha quedado, una vez más, en el umbral de nuestra política, sin hueco ni modo para entrar en ella.
Pienso que el principal error estuvo en que la mayoría de los hombres entendieron el “Haz el amor, no la guerra ” en sentido literal. El hacer el amor lo interpretaron como promiscuidad sexual, y bastantes mujeres, concretamente la mayoría de las mujeres emancipadas, nos dejamos llevar. Es decir, no hubo una revolución simbólica que transformara verdaderamente la política sexual, sino que nos limitamos a darle la vuelta a lo que ya había: de la represión de la sexualidad se pasó a la promiscuidad. No hubo apenas interpretación nueva y libre del sentido del ser mujer y del sentido del ser hombre: faltó reflexión sobre las relaciones de los sexos. Por eso, siguió la violencia contra las mujeres en casa y siguió la prostitución. Sobre esto leía yo en la revista Boletín de AFESIP de septiembre de 2005 un dato que me dio escalofríos: según el Instituto Nacional de Estadística, cada día los hombres pagan en España un millón de lo que, por miedo a decir la verdad o por no encontrar las palabras para decirlo, se suele llamar “servicios sexuales”, en los que gastan diariamente cuarenta millones de euros. 3
Esto quiere decir que, para bastantes mujeres de hoy, es perfectamente pensable el final del patriarcado, 4 y, sin embargo, no acaba de resultar, para muchas, pensable una sociedad sin violencias contra las mujeres, o sea, una sociedad sin maltrato y sin prostitución.
Para contribuir a hacer impensable la violencia contra las mujeres, creo que sigue valiendo la consigna “Haz el amor, no la guerra.” Las consignas que traen al mundo simbólico nuevo tienen, al menos, tres niveles de sentido: uno es el literal, otro es el metafórico, otro es el simbólico. El sentido literal ha sido el que más se ha difundido: el “haz el amor ” entendido como sexualidad sin represión y quizá –esto no lo sé con seguridad– sin hipocresía; y, a su lado, ese gran movimiento que ha sido la objeción de conciencia para suprimir el servicio militar obligatorio. Que la interpretación literal, aunque pueda ser valiosa, no basta, lo muestra el problema del que estoy hablando, la prostitución, y lo muestra también, desafortunadamente, la persistencia de las guerras a pesar de que tantos chicos se han negado y se niegan a hacer el servicio militar.
El segundo nivel de sentido, el metafórico, es el que interpretó el “Haz el amor, no la guerra ” a la manera hippie, como fraternidad universal en la que todo se compartía, en espacios alternativos al sistema. El límite de esta interpretación fue el quedarse en la espera del delicioso acuerdo, delicioso acuerdo que –según escribió Simone Weil no recuerdo dónde– es, en realidad, (dice ella) “el origen de todas las guerras”. Parece una paradoja, pero es así porque en el delicioso acuerdo se acaba amando sobre todo eso, el delicioso acuerdo, y no se ama a la mujer o al hombre que una o uno tiene delante y con quien convive o hace política.
El tercer nivel de sentido, el simbólico, es el que se ha quedado pendiente, pendiente de interpretación y de compromiso con él: es el nivel de sentido que se sigue asomando a la memoria a la manera de un fantasma recurrente, pidiendo ser dicho, ser explicado, ser vivido.
Cuando se hace simbólico, se desencadena la energía que estaba atrapada en la literalidad y en la metáfora. La energía desencadenada es la que provoca el cambio de mentalidad o revolución simbólica que nos puede hacer más libres, que nos llevará a dejar atrás, como inservibles, unas relaciones y unas costumbres que se han quedado por detrás del presente pero no sabemos cómo volver impensables. Porque lo que le puede salvar a una mujer del maltrato no es el derecho, que actúa cuando el delito ya ha sido cometido, sino que es un cambio de mentalidad. Es una cuestión del orden simbólico, de revolución simbólica: es que a los hombres con los que ella convive les resulte impensable la violencia contra las mujeres, como les resulta impensable hoy, por ejemplo, el canibalismo, o, cada vez más, les resulta impensable la tortura. 5
Pienso que el significado profundo de “Haz el amor, no la guerra ” es que el amor ocupe en nuestro mundo –en este mundo presente, no en otro– el sitio que en él sigue ocupando la guerra. Es decir, que el amor entre en la práctica política y sea su horizonte de sentido, su razón última. María Zambrano escribió en los años cincuenta del siglo XX que el amor fue expulsado de la ciudad, de la póliso unidad política, en la Grecia clásica, con el nacimiento de la democracia. 6
De la expulsión del amor de la ciudad nos ha quedado memoria en la tragedia Antígona, la chica que fue condenada a morir enterrada viva por haber enterrado ella a su hermano desobedeciendo las órdenes de la ciudad; Antígona dio sepultura a su hermano en atención a que ella y él eran hijos de su madre. Es, en realidad, Antígona, el fantasma recurrente que sigue enterrado vivo en nuestra memoria. Antígona es la memoria de la expulsión del amor y de la madre de la democracia.
¿Cómo hacer que el amor y la madre entren en la política? No se trata de redactar un plan de actuación que les haga un sitio en lo que ya hay, desviando los recursos de otra partida presupuestaria, sino de usar los recursos que la gente ya tenemos dentro y que, por ello, están al alcance de cualquiera. Cada madre le deja a su criatura su legado de recursos vitales y políticos en la lengua que ella enseña y que llamamos precisamente la lengua materna. La lengua materna, la lengua que hablamos, es el orden simbólico de la madre. 7
La madre –o quien, en ausencia de ella, esté en su lugar– nos enseña a hablar en una relación amorosa, no a gritos ni con violencia. El amor y el orden de sentido nos los enseña así, en la primerísima infancia, gratis et amore, es decir, por gracia y por amor, inculcando en mí su molde para siempre.
El orden simbólico de la madre es un orden de sentido y es sentido de lo que es orden, del cosmos como mundo distinto del caos. El núcleo del orden simbólico de la madre es la palabra, la palabra en lengua materna, la palabra que comunica. La política cuyo horizonte último de sentido es la palabra, es absolutamente distinta de la política cuyo horizonte último de sentido es la guerra. En el orden simbólico de la madre, las palabras, las cosas y el cuerpo coinciden: coinciden en la felicidad que da la comunicación, aunque no se esté de acuerdo, aunque haya conflicto. En la política cuyo horizonte de sentido es la guerra, las palabras y las cosas coinciden solo en parte, porque no se dice que en el trasfondo de las actuaciones está la guerra, y los cuerpos lo notan, inquietándose a consecuencia de esta ocultación y del riesgo siempre presente, aunque silenciado, de violencia. El amor y la madre están ausentes de la política cuyo horizonte de sentido es la guerra o la amenaza de guerra. Porque a hablar se aprende en una relación de autoridad, no de poder. Pero, en las democracias (que son, seguramente, la mejor forma de gobierno inventada por Occidente), muchos hombres y algunas mujeres están poniendo el poder en el lugar de la madre y del orden simbólico que ella enseña, olvidando que tanto las niñas como los niños nacemos de mujer, con las luces y las sombras que conlleva este hecho histórico inaugural de cada vida.
En febrero de 2003 , cuando empezó la guerra de Irak, muchas casas de muchas ciudades y pueblos de Europa y de América –también de los Estados Unidos– se llenaron de telas multicolores con las que la gente hablamos en lengua materna: porque las telas multicolores que colgamos de las ventanas no eran banderas, eran palabras. 8
Este es un ejemplo del sentido verdadero del “Haz el amor, no la guerra ”. El amor entró entonces en la ciudad con la madre y con el orden simbólico que ella enseña.
Es, pienso, muy importante hoy que inventemos prácticas que traigan el amor y la madre a la política, y que acertemos a reconocer las prácticas que otras u otros han inventado ya y que, en realidad, están haciendo habitable nuestro mundo.
Mucha de la violencia contra las mujeres viene de hombres que no aceptan que la mujer tenga su propio mundo, un mundo que no se deja absorber por el poder, que no entabla siquiera con el poder una interlocución significativa, ni para acogerlo ni para rechazarlo. Es un mundo que prefiere hablar en lengua materna, anteponer la palabra a la fuerza y al dinero, tener como horizonte de sentido el amor, no la guerra.