La revolución femenina: un cambio de orden simbólico
La revolución femenina de la que voy a hablar aquí comenzó hace aproximadamente cuatro décadas, cuando algunas mujeres universitarias y feministas tomamos conciencia de que la revolución no era neutra sino sexuada. Es decir, no la vivimos igual ni la entendemos igual las mujeres que los hombres. Sin determinismo alguno. Luce Irigaray avivó la lumbre cuando escribió, en su Ética de la diferencia sexual , que la vida, frente a la máquina, es sexuada, siempre y en todas partes. 1 Poco a poco, al ir interpretando nuestra propia experiencia a la luz de este descubrimiento, algunas nos dimos cuenta de que no solo la vida es sexuada, sino también todo lo que hace y piensa quien está vivo o viva. Siempre que no se deje llevar, inconsciente, sub o conscientemente, por las ideologías, es decir, por doctrinas impuestas o sostenidas desde instancias del poder social.Que la revolución sea sexuada, lo entendimos en la práctica. De mi propia historia en los años setenta del siglo XX recuerdo el momento decisivo de ponerme a mí misma en palabras este deseo: “No quiero hacer de mi novio, compañero o hermano, un patriarca”. Y no lo hice. Veinticinco años después, pudimos decir: el patriarcado ha terminado. 2 Y añadir: decir esto ha sido una revolución que ha transformado el mundo, y lo sigue transformando. Ha sido una revolución que no busca un nuevo paradigma o varios, sino un reencuentro con el orden simbólico de la madre. 3 Esta es, en mi opinión, la ofrenda que traemos bastantes mujeres de hoy a la reinvención de la convivencia política.
El no hacer de tu novio, amigo, marido, chico o compañero un patriarca, no fue una revolución social. 4 Aunque haya cambiado la sociedad desde su raíz, no ha sido una revolución social porque no ha ido en contra de nadie; es decir, no se ha servido de ninguna instancia de poder. Para ir en contra, hace falta poder. Ha sido y sigue siendo una lucha, pero no una lucha antagónica sino una lucha de transformación personal, transformación personal que repercute casi instantáneamente en la transformación del propio entorno y, en consecuencia, del mundo. Porque el protagonismo material de la historia es de la gente que habitamos el mundo, no del poder social. La propia transformación (y esta es una idea de Lia Cigarini) modifica la realidad porque modifica mi relación con la realidad; por eso –añade Lia Cigarini– es lo más genuinamente político que hay. 5
La veracidad de esta aseveración la muestra el hecho de que la violencia contra las mujeres, por enorme que haya sido o sea, no provoca ninguna contradicción social: ni siquiera la provoca cuando alguna de nosotras es asesinada diariamente en los países de Europa. Provoca desconcierto, sí, pero no contradicción social: el desconcierto es una cuestión del orden simbólico, precisamente.
Durante un tiempo, incluso las feministas creímos que el no hacer de tu hombre un patriarca era algo que iba en contra de él, ya que le deponía de prerrogativas que entonces eran consideradas privilegios: el principal, la prerrogativa de que una mujer le prestara gratuitamente todo tipo de servicios, incluido el importantísimo servicio simbólico (que no es un privilegio fantasioso sino de sentido y, por tanto, material) de reflejarle –como había escrito irónicamente mucho antes Virginia Woolf– al doble de su tamaño natural. 6 Pronto descubrimos que no, que no íbamos en contra de él, porque le amábamos (al menos de momento). Empezamos entonces a decir, en el movimiento político de las mujeres, que el feminismo valía para el mundo entero, no solo para la libertad de las mujeres ni para su liberación. Caímos así en la cuenta de que los hombres de entonces sufrían mucha opresión y tenían, por tanto, cosas muy importantes de las que liberarse: en primer y principal lugar, estaban sometidos a la obligación de sostener un sistema de opresión (el patriarcado) y, en consecuencia, a la penalidad de ejercer violencia patriarcal.
Fue así como caímos en la cuenta de que la revolución, si está viva, es sexuada: no es una sino dos. Nuestra revolución era y es una revolución femenina; la entonces llamada revolución, era una revolución masculina. Sin determinismo alguno, ya que un hombre podía entonces y puede hoy elegir nuestra revolución, y una mujer podía y puede no elegirla. Las que fundaron en 1975 y sostienen hoy la Librería de mujeres de Milán han escrito en un libro titulado No creas tener derechos : “El ser mujer se elige sabiendo que no es objeto de elección”. 7
Si la revolución femenina no ha sido una revolución social ¿qué ha sido? Ha sido un desplazamiento sin precedentes del sentido de la vida y de las relaciones. En otras palabras, ha sido y es una revolución del orden simbólico. Caer en la cuenta de que el poder degrada, sí, a quien lo sufre, pero degrada también a quien lo ejerce, 8 o, dicho más sencillamente todavía, que no es un privilegio el tener derecho a oprimir, es una revolución simbólica, una revolución que deja patas arriba el régimen de significado propio de nuestra cultura occidental desde la época moderna. Y si consigues que este antiguo régimen de significado no se te caiga encima, es una revolución que, sin nuevos derramamientos de sangre, alivia sufrimientos y desata cadenas que resultaban hasta entonces insoportables porque no accedían al lenguaje.
Para que el antiguo régimen de significado no se te caiga encima, las mujeres hemos inventado una política que distingue al feminismo de la diferencia de nuestro tiempo: es la política de las mujeres. La política de las mujeres consiste en el partir de sí, en la propia transformación y en la práctica de la relación. Laura Colombo y Sara Gandini, de la Librería de mujeres de Milán, han escrito recientemente, en un artículo en la página web de la Libreria delle donne di Milano de la que ellas son webmatres, un artículo dedicado a la política diez años después de los hechos de Génova de 2001 :
“El feminismo es un pensamiento y una práctica cotidiana, un deseo que trae cambios y revoluciones, es partir de sí para llegar al mundo: nada más alejado del poder y de sus lógicas. Se trata de conflictos de naturaleza simbólica, es decir, en el punto en el que nuestra experiencia es interpretada y representada. Es una cuestión de mirada: la política de las mujeres no pretende dar un vuelco a la realidad destruyéndola, sino que apuesta por el cambio del nexo que cada una, cada uno, entabla con la realidad. La revolución simbólica, o sea, la mirada nueva, tiene consecuencias profundas, no menos significativas que las de una revolución que pasa el sistema a sangre y fuego. Lo vemos: la libertad femenina ha sido pasada de una generación a otra en las familias, en las escuelas, en las universidades, en los lugares de ocio.” 9
Tomar conciencia de que la política consiste en partir de sí, en la propia transformación y en la práctica de la relación, es el inicio de la revolución simbólica. Porque es dejar definitivamente atrás el patriarcado y, con él, el Despotismo ilustrado y las ideologías que lo sustentaban. Dicho de otra manera, la globalización no pide más colonización. Lo que pide es lenguaje que traslade a la política la propia experiencia personal y la haga verdaderamente común. La filósofa María Zambrano lo atisbó en su libro Notas de un método al escribir en los años ochenta del siglo XX : “Una nueva concepción de la claridad, una atención a las formas discontinuas de la luz y del tiempo, se abre camino ya, aun dentro de la llamada psicología de lo profundo. Y así también, en la Fenomenología de Husserl. Ambas carecen de una última exploración metafísica. Una metafísica experimental, que sin pretensiones de totalidad haga posible la experiencia humana, ha de estar al nacer.” 10
La metafísica experimental que, sin pretensiones de totalidad, hace posible la experiencia humana, nació cuando en 1995 algunas feministas – las de la Librería de mujeres de Milán– tomaron conciencia y nombraron el final del patriarcado. Lo nombraron como una revolución simbólica o revolución de sentido. Escribieron en un texto titulado Ha ocurrido y no por casualidad:
“El patriarcado ha terminado, ya no tiene crédito femenino y ha terminado. Ha durado tanto como su capacidad de significar algo para la mente femenina. Ahora que la ha perdido, nos damos cuenta de que, sin ella, no puede durar. No se trataba, por el lado femenino, de estar de acuerdo [...]. Era, más bien, un hacer de necesidad virtud. Pero que ahora ya no se hace. Ahora es otra época y otra historia, tanto que lo que se decidió sin o en contra de ella, se ha vuelto caduco, como si le hubiera obedecido siempre a ella. ¡Qué raro! Pero ¿vale, quizá, para las relaciones de dominio lo mismo que para el amor, que hace falta ser dos? Ahora a ella ya no le va, ya no es la misma; ha cambiado, como se suele decir [...]. Lo decimos sin triunfalismos. Nos toca medirnos con la desmesura de un saber de la vida demasiado grande, como es el nuestro, con el intercambio demasiado intenso que circula entre mujeres, con la enormidad de un logro histórico –el final del patriarcado– que se traduce, inevitablemente, en la enormidad de la tarea.” 11
¿Qué es, entonces, el final del patriarcado? El final del patriarcado es un proceso singular, que se da en cada mujer, como se dio en singular la toma de conciencia feminista, toma de conciencia que transformó, de mujer en mujer, la sociedad entera. Consiste en dejar de dar crédito a un enemigo cuyo lugar en la vida de esa mujer ya no es el que era. Cuando una mujer desplaza al enemigo fuera de ella, se le abre un espacio de ser en el que hay juego y sitio para la libertad. Se da en una mujer, sea esta rica o pobre, emancipada o ama de casa, sea cual sea el lugar que ella ocupe en el mundo. Porque la libertad femenina no es un privilegio de Occidente.
Si no registra cambios de tanta importancia como este, el feminismo puede acabar domesticando; puede acabar convirtiéndose en lo que Vandana Shiva llamó feminismo patriarcal: un feminismo que no puede vivir sin el enemigo, quedándose en las reglas que él define. 12 Un feminismo que olvida que el patriarcado, como cualquier otro sistema de poder y de dominio, no ha ocupado nunca la realidad entera ni la vida entera de una mujer; excepto para una mirada totalitaria.
La transformación que propone el reconocimiento del final del patriarcado es política de lo simbólico. Política de lo simbólico que a mí me parece especialmente solicitada por el Occidente de hoy, entre otras cosas porque Karl Marx y Friedrich Engels no desarrollaron una filosofía del lenguaje; y no la desarrollaron porque en su época, la primera mitad del siglo XIX, no se sentía la necesidad de ella que hoy se siente. No se había, probablemente, empequeñecido la presencia del orden simbólico de la madre como se empequeñeció en el siglo XX, el siglo de la guerra incesante y del fraude de la igualdad.
Pienso que se puede conjeturar que la ocupación por mujeres de instancias de poder, si no va acompañada de simbólico propio, simbólico nacido del reconocimiento de autoridad femenina, es una fuente en potencia de violencia entre los sexos. Pienso que puede leerse en esta clave el horror de mucha de la violencia contra las mujeres, violencia que es, hoy, uno de los grandes escollos con que se encuentra la política masculina.
¿Por qué? Porque el apropiarse de relaciones sociales sin dotarles de simbólico original, de simbólico que no copie ni asuma lo ajeno sino que diga partiendo de sí lo que esas relaciones son ahora, es decir, relaciones con o de mujeres, deja una contradicción y un vacío de significado que obstaculizan o impiden la relación de confianza, produciendo caos en los cuerpos, produciendo rebelión en los cuerpos; esos cuerpos que son humanos precisamente porque simbolizan, porque hablan de sí, porque, llevando su experiencia a la lengua, hacen política auténtica, en el sentido más literal de la palabra, es decir, desde sí. Lo cual exige que en el pensamiento, en la política, el juego sea no a uno sino a dos: mujeres y hombres. Como en casa o en la calle. Sin que un sexo sea ni superior ni inferior ni igual que el otro: aunque uno sea el origen de los dos.
¿Qué quiero decir, entonces, con “un cambio de orden simbólico”? 13
Hay en el vocabulario común de lo político una palabra que persiste: es la palabra “ modernidad ”. Es una palabra que significa lo más nuevo, lo más de hoy, como en la moda; deriva del adverbio latino modo, “al presente”, “ahora”, que procede a su vez de la raíz indoeuropea *med-. “medir”. La modernidad es, pues, la medida del presente. Así la usaban, por ejemplo, en el siglo XII, hablando de sí misma como moderna la gente que marcaba o quería marcar las tendencias de su presente. Esta palabra, sin embargo, hace siglos que se detuvo en el tiempo, cristalizada en un significado que ha dejado de depender de la lengua materna y de su depositaria, la madre y, con la madre, la comunidad de hablantes. Es decir, la modernidad se ha vuelto inmovilista, a pesar o, mejor, a consecuencia de las agitaciones continuas que han jalonado su historia.
Lo que fue nuevo y moderno en el siglo XVI, que es cuando empieza la modernidad o Edad Moderna, sigue siendo hoy moderno o postmoderno, sin que nuestra cultura occidental haya sabido o querido dar a luz para decirse un nombre nuevo. La realidad ha cambiado, y mucho, desde el siglo XVI, pero la lengua indica que su sustancia más íntima sigue siendo la misma o muy parecida a la de entonces.
Los rasgos más visibles de la modernidad y de la postmodernidad son el absolutismo político, la catolicidad (hoy llamada globalización), el imperialismo y la técnica. Más profundo y, por ello, menos visible es otro rasgo: la transformación radical de la política sexual. 14 Por política sexual entiendo dos tipos de relaciones que afectan a todo el mundo: las que entablamos y sostenemos las mujeres o los hombres con el otro sexo, y las que cada sexo entabla y sostiene consigo mismo, es decir, las interpretaciones y valoraciones que continuamente hacemos las mujeres y los hombres del hecho de haber nacido mujer u hombre, ya que la sexuación humana pide ser continuamente interpretada porque es el primer dato histórico que el propio cuerpo ofrece y padece. La política sexual impregna y matiza todas las relaciones humanas, tanto en casa como en la calle, tanto en el juego como en la escuela, tanto en el trabajo como en la sanidad, el deporte, los medios de comunicación, el arte o la política profesional.
La transformación radical de la política sexual en la modernidad no fue fruto del amor entre mujeres y hombres sino de la violencia de algunos de estos contra aquellas. La violencia consistió principalmente en reducir el valor de lo femenino libre persiguiendo, a veces implacablemente, las manifestaciones y las expresiones de la libertad femenina. Esto no se hizo arbitrariamente ni en desorden sino para implantar en Europa un modelo nuevo de Estado, modelo que suele llamarse Estado moderno y que es el estado absoluto o absolutismo moderno. El absolutismo es sencillamente poder total y absoluto, o que aspira a serlo, porque la fuerza nadie, en realidad, la posee verdaderamente.
Para implantar el absolutismo, fuera en el siglo XVI con la monarquía asoluta o fuera en el XX con las dictaduras, tanto fascistas como del proletariado, hubo que resituar el amor en la vida de la gente. Hubo, por tanto, que hacer el trabajo sucio de resituar a la madre y al orden simbólico que ella enseña. Porque la relación con la madre es, para mujeres y hombres, la escuela primera del amor. Nadie hace guerras ni civiles ni imperiales ni de religión, con la destrucción de vida y convivencia que ello comporta, nadie obedece ciegamente a un dictador o a un rey absoluto, con la destrucción de política que ello comporta, si la relación con la madre y con el orden simbólico que ella enseña está intacta.
Por eso, lo nuevo que la modernidad trajo a Europa, y lo trajo para quedarse hasta hace poco, hasta el final del patriarcado, fue un cambio de orden simbólico. Para ello, la madre fue apartada lo más posible de la vida adulta de sus hijos e hijas, especialmente de sus hijos (hasta el punto de que en el siglo XX algunos pudieron hablar en serio de complejo de Edipo o de envidia del pene), lo femenino libre fue perseguido hasta hacerlo desaparecer de la enseñanza reglada, y la competencia simbólica sobre el cuerpo, que la madre da con el cuerpo que regala, se la fue atribuyendo legalmente el Estado, aliado hasta hace poco con la Iglesia jerárquica.
El cambio de orden simbólico que impuso a Europa la modernidad necesitó, logicamente, de la caza de brujas. Solo esto puede explicar esta tragedia insoportable de la historia humana masculina. Digo “lógicamente” con ironía, porque el racionalismo moderno y su lógica triunfaron a costa de las mujeres y de lo femenino libre, 15 que desborda los límites de la lógica en los que el hombre moderno estereotipado se sintió seguro.
El final de la caza de brujas a partir de 1700 lo asocia la historiografía de todas las tendencias con el triunfo de la revolución científica del siglo XVII. Lo femenino libre y las mujeres están del todo ausentes de esta revolución. Con la revolución científica triunfa el racionalismo, muere el demonio y la gente deja de creer en la existencia de las brujas y del demonio. La caza de brujas se vuelve impensable. ¿Triunfó el Racionalismo a costa de las mujeres? ¿Triunfó el Racionalismo a costa de la madre y del orden simbólico que ella enseña?
Durante la modernidad y la postmodernidad, la garante de lo simbólico ha sido la ciencia. No podemos ni decir ni enseñar mas que lo que está científicamente probado y, si algo está científicamente probado, es decible aunque repugne a la experiencia (“ guerra humanitaria”, por ejemplo). Pero hoy, al final del patriarcado, la ciencia se tambalea como garante del orden simbólico. Hoy sospechamos ya de la frase: “No hay pruebas científicas que demuestren que eso o aquello es tóxico”, por ejemplo. Es la ocasión para que la política no se confunda con el poder y la gente tomemos conciencia de que es posible y deseable cambiar de orden simbólico sin violencia y reconozcamos que la garante de lo simbólico es la madre, que enseña a hablar a sus hijas e hijos en una relación amorosa que no excluye a nadie. No hay revolución más grande y más pacífica que la que trae esta toma de conciencia.
Para acabar de traerla al mundo, sirve hoy el interpretar la realidad que cambia en téminos, en primer lugar y en toda ocasión, de política sexual. Hasta hace muy poco, por ejemplo, hemos vivido en Libia una guerra que muchos parlamentos democráticos han votado favorablemente y que la mayoría de las conciencias en ellos (supuestamente) representadas, en especial las femeninas, rechazan porque es pensable que la guerra nunca es humanitaria ni la justifica el bienestar económico, por más luchas que haya costado el obtenerlo. La democracia ya no basta para salir de la contradicción, ya que la contradicción la ha planteado la propia democracia. Al mismo tiempo, la gente sabemos íntimamente que eso no significa que no sirva la democracia. ¿Cómo entenderlo? Tomando nota de algo que está a la vista: la guerra de Libia no ha sido un pulso por la democracia sino un pulso entre dos formas de masculinidad, dos formas de masculinidad que están escenificando su conflicto en la cúspide de las instancias del poder, instancias que tienen ahora también actoras y espectadoras, de manera que también las mujeres podemos enterarnos bien. Una de esas dos masculinidades es la vieja, la patriarcal, la que responde a los conflictos con guerras, no con palabras; la otra es la tocada por el feminismo, una masculinidad de poder débil, más amorosa y mucho menos violenta, que dice no a la guerra y sabe retirar las tropas de donde nunca debieron estar. 16 En Libia, esta masculinidad libre (libre de los mandatos que el patriarcado imponía al hombre) ha sido derrotada, en las figuras de Obama y de Rodríguez Zapatero, por la masculinidad patriarcal. Ha sido derrotada entrando en la guerra. Lo acontecido en septiembre de 2011 en la base de Rota lo confirma. Ha sido derrotada porque no se supo interpretar lo que estaba ocurriendo cuando la gente salió a la calle para quitarse un patriarca que ejercía de dictador de izquierda, es decir, no se supo interpretar la realidad en términos de política sexual. Las nuevas masculinidades, si son libres, son hoy las nuevas brujas.
Si no se entiende esto, no se entiende eso tan urgente y tan difícil de entender que es el presente; y no se encuentra a sus conflictos salida política. Para que el orden simbólico cambie sin violencia y sin caerse encima de la gente, es imprescindible hoy, en mi opinión, registrar lo que ya está y no equivocarse de enemigo. Lo que ya está es que el patriarcado ha terminado y que, por ello, la madre puede volver a ser reconocida como garante de lo simbólico. Nadie más: ni la comunidad científica, ni el derecho, ni las iglesias jerárquicas, ni el dinero.