Aunque históricamente las mujeres han tenido especiales dificultades en el acceso y tenencia de un patrimonio propio, ello no fue así en determinados tiempos y espacios. Es el caso de la Edad Media. Los monasterios, por ejemplo, pudieron ser plataformas de promoción y poder económico. Cierto que la economía de la vida monástica se cifraba en la pobreza individual y la propiedad común. Pero la sociedad y la Iglesia aceptaron que este patrimonio, además de asegurar el funcionamiento de las instituciones, pudiese otorgarles poder y preeminencia. Incluso aceptaron el origen y desarrollo de la propiedad privada de los individuos aun cuando con ello se incumpliesen el carisma espiritual y la normativa regular.
El fenómeno de las monjas propietarias figura frecuentemente asociado al desarrollo de estructuras de poder y autonomía femeninos. Vamos a mostrarlo aquí empleando la rica información aportada por un monasterio concreto en su realidad local: Santa Clara de Córdoba.
Se trató de una fundación real impulsada por el rey de Castilla Alfonso X el Sabio, que encomendó su ejecución al arcediano don Miguel Díaz. En 1268 surgía una entidad rica, privilegiada y vinculada al poder. Los reyes le otorgaron protección y privilegios y fue estrecha la conexión con los poderes urbanos. Las monjas ejercían una función público-cívica al rezar por la monarquía y el gobierno concejil, lo cual repercutía en beneficio y honra de la ciudad. También el reclutamiento monástico estuvo en conexión con los poderes fácticos urbanos, oficiales del concejo y canónigos.
El origen de la propiedad privada debió estar conectado con el peso de los poderes político-religiosos en la definición del derecho de herencia de las monjas y la organización de la vida económica de los monasterios. Los papas marcaron directrices en la Orden de Santa Clara reconociendo a monasterios concretos el derecho de sus monjas a recibir su herencia incluso tras la profesión. Este mismo planteamiento fue seguido por los reyes en su interés por asegurar las bases económicas de los monasterios femeninos. En el privilegio otorgado por Sancho IV a la comunidad cordobesa en 1284, las monjas obtenían licencia para adquirir bienes raíces por donación o compra y veían reconocido su derecho a heredar tras la profesión.
Para llegar a la completa privatización patrimonial, sin embargo, se siguió un proceso en el que debieron incidir decisivamente tanto la gran crisis del siglo XIV como la progresiva aristocratización sociopolítica urbana. Las primeras referencias seguras se retrasan al último tercio de esta centuria. La existencia de monjas propietarias coincidió con el desarrollo de un peculiar régimen monástico. En un contexto de definición aristocrática y progresivo incremento del poder económico y político nobiliario, el monasterio de Santa Clara ofrece un paralelo de intensificación del control material por parte de las monjas a su vez sintonizado con su propia aristocratización comunitaria.
El régimen de propiedad privada no conllevó la pérdida de conciencia comunitaria ni significó una autonomía completa de la monja con efectos disgregadores sobre la familia monástica. Lo que había eran propietarias individuales en el marco general de la persona jurídica comunitaria que era el monasterio. Se distinguía entre propiedad privada y común y, aunque las monjas gozaban de capacidades autónomas en el disfrute y distribución de sus bienes, mostraban conciencia de interés común. De hecho, el monasterio se sostenía sobre este modelo de propiedad de auto-alimentación material, básicamente fundado en los aportes de las monjas: donaciones de entrada tipificadas como dotes, herencias y otros aportes efectuados en vida y que podían ser fruto de su actividad personal de gestión e incremento patrimonial. Las donaciones de monjas podían beneficiar a otras en una dimensión retributiva o de caridad intracomunitaria que revela la existencia de solidaridades internas. Estos traspasos eran supervisados por la autoridad conventual, es decir, los vínculos personales especiales entre las religiosas no eludían el lazo de la familia espiritual ni el concepto comunitario. Por otra parte, la destinataria de las cesiones podía ser también la comunidad misma.
Este circuito de auto-alimentación material contribuye a explicar los aspectos de autosuficiencia económica propios de Santa Clara y su peculiar estructuración de las redes de transmisión de bienes. Además del gran peso de las donaciones de monjas y su variedad tipológica, el menor peso de las fundaciones litúrgicas perpetuas, los enterramientos y encargos de misas. Explica también una gestión económica orientada hacia la eficacia y la rentabilidad en abierto contraste con el panorama monástico femenino general. Hubo coordinación frecuente entre la actividad particular y los intereses comunitarios, de modo que el monasterio desarrolló una política adquisitiva que complementaba las iniciativas de sus monjas con las de la comunidad; las primeras bascularon hacia los bienes más rentables o las áreas en crecimiento mientras el segundo intervenía cuando la seguridad estaba garantizada o bien aquéllas cubrían los huecos cronológicos de éste. El dinamismo adquisitivo y el afán especulativo mostrado por las monjas a título particular no halla paralelo en otros cenobios.
El monasterio desarrolló un sistema organizativo propio. La cúpula comunitaria se organizó como oligarquía monástica, grupo rector con tendencias al monopolio y la perpetuación en el cargo. Surgió así un cuerpo de élite, aristocrático e inmovilista, al frente de las principales funciones de gobierno. Ello condujo a prácticas individualistas, sobre todo en los oficios más importantes. Las abadesas y otras monjas nobles debieron hacer vida independiente, situación favorecida por la inobservancia de clausura; tenían criadas o podían recibir licencia para residir fuera del monasterio durante períodos de diversa extensión a fin de gestionar sus bienes o atender sus enfermedades.
Junto a la jerarquización interna, sociológica y de oficio, otro aspecto característico fue el peso de los vínculos consanguíneos. Las monjas favorecían con sus bienes el ingreso de sus parientas –frecuentemente sobrinas–, saltando por encima de otros posibles intereses familiares y, acaso, apoyando el deseo de éstas o sus necesidades. El gran peso del vínculo consanguíneo, sumado a la capacidad de propiedad privada y al sistema de ayudas intracomunitarias, dio lugar a numerosos subgrupos internos de dos o tres monjas que podían involucrarse en negocios o proyectos comunes –incluso nuevas fundaciones monásticas– y que debieron dar gran cabida a lo afectivo y a las prácticas de autoridad. Esto sin duda favoreció los particularismos. Mas, aunque se desgajaran del conjunto comunitario, acaso un microcosmos demasiado amplio y complejo, no parecen haber perdido el sentido de comunidad.
El contacto con los parientes de sangre fue muy frecuente. La posición de las monjas fue de protagonismo activo, igualitario y autónomo, situación en la que estuvieron apoyadas por la comunidad monástica. Este sistema alternativo de solidaridades radicó en una medida importante en la dimensión económica: las monjas eran receptoras de ayudas materiales familiares y mantenían contactos económicos habituales con sus parientes, a los que beneficiaban con sus bienes. Se revela el peso del entramado relacional horizontal y de los vínculos colaterales. Respondieron a la preservación del derecho femenino de herencia, pero, sobre todo, los intereses económicos compartidos podían manifestarse en la forja de solidaridades familiares en situaciones de conflicto donde las monjas participaban en igualdad de condiciones con sus parientes manifestando una conciencia de identidad de sangre perfectamente compatible con su pertenencia a una familia espiritual monástica que parece respaldar en todo sus decisiones y con una sorprendente fluidez comunicativa.
Santa Clara de Córdoba acabó constituyendo una agrupación humana que estimulaba el desarrollo de vínculos consanguíneos opuestos a la tendencia dominante hacia la patriarcalización y verticalidad en el conjunto social aunque no estuviese totalmente ajena a ella. Sobre todo, dado el origen oligárquico de sus protagonistas, revelaba, activaba y justificaba un concepto de parentesco alternativo, un concepto de colateralidad femenina o memoria femenina del grupo amplio que rompía con las tendencias nobiliarias agnaticias y permitía someterlas a control femenino contribuyendo a intensificar y otorgar autorización y visibilidad sacra a los lazos entre parientas. Fue escaso el peso específico del padre en los vínculos que las mujeres entablaron con él. Las primeras noticias de redes femeninas relacionadas con el reclutamiento vocacional se hacen esperar también a finales del siglo XIV: eran las mujeres de la familia quienes procuraban la dote para no menoscabar la herencia de la interesada. Lo cual, sumado a los privilegios de herencia de las monjas y su capacidad propietaria, generó un circuito de colateralidad femenina alternativa plenamente establecido durante el siglo XV. También fue preferentemente femenina la atracción que el monasterio ejerció sobre el mundo circundante. Además, contribuyó a configurar genealogías femeninas enraizadas en el espacio monástico. La más antigua fue la sucesión madre-hija en los enterramientos monásticos: ¿plasmación de una posible tendencia a enfatizar líneas nobiliarias matrilineales en un contexto de definición patriarcal de los linajes?
En definitiva, gracias a la autonomía económica y la propiedad privada, este monasterio diseñó su propia red de filiaciones sociales. Aunque reprodujo las estructuras aristocráticas, lo hizo desde una perspectiva de soberanía femenina. De algún modo, se convirtió en la caja de resonancia de una conciencia urbana pública especialmente manifestada por sus grupos dirigentes, pero sin servir a sus posibles intereses de diferenciación interna y potenciación individual ni entablar con ellos lazos de sometimiento señorial, aunque la mera integración de sus parientas en un mismo espacio religioso no dejase de constituir una herramienta de cohesión y otra forma de entablar vínculos entre sí alternativa al sistema de alianzas.
Casos como éste muestran la necesidad de investigar la realidad sociohistórica femenina en sus manifestaciones concretas y revelan la posibilidad de existencia libre y alternativa a las estructuras oficialmente establecidas. Todo un incentivo para seguir investigando la historia de las mujeres.
María del Mar GRAÑA CID