La población de Europa ha sufrido epidemias de peste desde su origen hasta el descubrimiento de los antibióticos sintéticos a mediados del siglo XX. En las ciudades se sufría más, por la rapidez mayor del contagio debida a la insalubridad del agua y del aire, y a la concentración humana en ellas. Para defenderse, quienes podían huían a lugares altos y sanos del campo. La epidemia más mortífera fue la Peste Negra de 1348. Se le llamó así porque la enfermedad producía manchas negras en la piel, llamadas carbuncos, que son derrames subcutáneos de sangre que podían ser muy grandes; también salían bultos llamados bubones o landres, de donde deriva el nombre de peste bubónica que también se le da.
Un recuerdo literario de la Peste Negra se conserva en la primera jornada del Decamerón de Giovanni Bocaccio: cuenta en él Boccaccio que este libro –que, en realidad, es una alegoría política muy inteligente y complicada- está formado por los cuentos que inventaron durante diez días para entretenerse mientras esperaban a que pasara la epidemia, un grupo de chicas y chicos jóvenes que habían huido de Florencia al llegar a esta ciudad el contagio de la Peste Negra .
Las epidemias de peste eran transmitidas por ratas que viajaban en los barcos comerciales, por los tejidos, por el contacto con personas enfermas... La muerte era rápida. Pero no toda la gente expuesta moría: algunas y algunos se curaban y, además, había mujeres y hombres que eran inmunes a esta enfermedad.
Al pasar, las pestes dejaban tras de sí poblaciones a veces diezmadas, familias trastocadas, criaturas sin madre, tierras de cultivo abandonadas, relaciones de producción más difíciles... En la segunda mitad del siglo XIV, las epidemias de peste fueron especialmente frecuentes en Europa. A consecuencia de ello, cambió el sentido del tiempo de la propia vida y la relación con la muerte.
La historiografía corriente ha estudiado, a veces con gran erudición y acierto, las transformaciones socioeconómicas que provocaron en Europa las epidemias de peste, en especial las de los siglos XIV, XV y XVI. Han sido analizados los cambios en la estructura poblacional, en las roturaciones, en la ganadería, en las relaciones de producción, en las luchas sociales, en las rentas señoriales, en las oscilaciones de precios y salarios, en los conocimientos médicos, en la relación con el propio cuerpo y con los cuerpos ajenos... es decir, en la experiencia histórica que cabe dentro del paradigma de lo social.
La fuente histórica extraordinaria que es el relato de las Memorias de Leonor López de Córdoba –una mujer que vivió directamente al menos dos de esas epidemias, sobreviviéndolas sin contagio– no da, sin embargo, apenas datos de carácter socioeconómico típico. Da, en cambio, muchos y muy buenos datos y valoraciones de otro orden de cosas y de relaciones. Otro orden de cosas y de relaciones que algunas hemos llamado prácticas de creación y recreación de la vida y la convivencia humana. Un orden de cosas y de relaciones que, con las palabras para decirlo,configura el orden simbólico de la madre.
Las prácticas de creación y recreación de la vida y la convivencia humana consisten en la obra materna (cuerpos y relaciones: cuerpos humanos, es decir, que han aprendido de la madre la lengua, o sea lo simbólico, la coincidencia entre las palabras y las cosas) y en todas las actividades vinculadas con: a) la cultura del nacimiento; b) el cuidado de los seres humanos no autónomos del grupo; c) el procesado y distribución de alimentos; d) la socialización de las criaturas; e) las prácticas y hábitos de higiene; f ) el descanso y cobijo; g) las técnicas relacionadas con todas esas tareas. La dimensión divina de estas prácticas la percibió genialmente Simone Weil en un texto de 1943 titulado Las necesidades del alma.
Reconocer y nombrar las prácticas de creación y recreación de la vida y la convivencia humana en el mundo de hoy y en la historia trae a la luz un gran ámbito de lo real: la obra primera de la civilización, una obra históricamente más femenina que masculina.
De entre los datos y valoraciones históricas que da Leonor López de Córdoba en los fragmentos citados de sus Memorias, destaco dos. En primer lugar, la importancia que tenía para ella la práctica de la relación o contexto relacional en que se movía su vida: las relaciones con sus hijos y su hija, con su tía, con sus primas, con el chico judío –bautizado Alonso- que ella había adoptado de niño cuando la judería de Córdoba fue brutalmente asaltada por los cristianos en 1392, con los antiguos seguidores de su padre el maestre de Calatrava y Alcántara Martín López de Córdoba... Estas relaciones no reciben su sentido de la riqueza o del dinero sino de lo que le den a la vida y a la convivencia: por eso las llamamos relaciones de autoridad, que es distinta del poder.
En segundo lugar, destaco su osadía en decidir sobre la vida o la no vida. Me refiero al proceso que lleva a la muerte de su hijo Juan, el cual, como escribe Leonor, “era muy enfermizo”. Ante la necesidad de velar al judío converso Alonso –que es quien ha llevado la peste a Aguilar pero no debe perder el vínculo con las y los vivos porque este vínculo puede ahuyentar a la muerte-, Leonor, autora de vida, administra con estremecedora libertad la vida de quienes de ella dependen: libertad que llamamos, con otras, l ibe r t ad f emenina , porque es libertad relacional. La capacidad de ser dos con que nace una mujer implica que tiene que tomar decisiones fundamentales sobre la vida y la no vida: por ejemplo, cuando libremente aborta o excluye de su experiencia el embarazo y la maternidad. Digo vida y no vida, y no vida o muerte, porque estoy hablando de algo muy distinto de lo que han hecho históricamente más los hombres que las mujeres en las guerras y en los homicidios. Estoy hablando de la decisión de dar o no dar a luz, o de atender o no atender la prosecución de una vida, que es una decisión fundamental y terrible que, históricamente, ha sido y es una decisión más de mujeres que de hombres. Una decisión que se sitúa en un ámbito que está más allá de la ley, no en contra de la ley.
Al ir relatando en sus Memorias lo que le ocurre, Leonor López de Córdoba hizo simbólico. Esto quiere decir que puso libremente en palabras lo que le ocurría, captando y matizando con cuidado, amor a la verdad y fidelidad a sí misma el sentido de los acontecimientos que vivió.
De todo esto no habla un libro de historia corriente sobre las epidemias de peste, ni siquiera los libros que siguen el paradigma de lo social y su aspiración a escribir historia total. No lo hacen, no porque los historiadores sociales olviden que en la historia hay mujeres y niñas, ni tampoco necesariamente porque sean misóginos –como decíamos las feministas en los años setenta y ochenta del siglo XX-, sino porque el paradigma de lo social se le queda pequeño a la experiencia humana femenina.
Es útil comparar y contrastar en clase el texto propuesto de Leonor López de Córdoba con el principio de la Primera jornada del Decamerón de Giovanni Boccaccio Boccaccio redacta una descripción objetiva de los hechos y una crítica de la profesionalización de la medicina en el siglo XIV, profesionalización que pasó por su progresiva masculinización, dotación de instancias de poder y significabilidad en dinero; su voz es, por tanto, un buen ejemplo de historia social. El texto de Leonor es ejemplo de historia en primera persona, partiendo de sí, una historia en la que lo más significativo es el contexto relacional en el que viven ella y quienes le rodean; su voz está, por tanto, en el orden simbólico de la madre.
“Y digo, pues, que ya habían los años de la fructífera encarnación del Hijo de Dios llegado al número de mil trecientos cuarenta y ocho, cuando en la egregia ciudad de Florencia, bellísima entre todas las de Italia, sobrevino una mortífera peste. La cual, bien por obra de los cuerpos superiores, o por nuestros inicuos actos, fue en virtud de la justa ira de Dios, enviada a los mortales para corregirnos, tras haber comenzado algunos años atrás en las regiones orientales, en las que arrebató innumerable cantidad de vidas y desde donde, sin detenerse en lugar alguno, prosiguió, devastadora, hacia Occidente, extendiéndose de continuo. Y no valían contra ella previsión ni providencia humana alguna, como limpiar la ciudad operarios nombrados al efecto, y prohibirse que ningún enfermo entrase en la población, y darse muchos consejos para conservar la salud, y hacerse, no una, sino muchas veces, humildes rogativas a Dios, en procesiones ordenadas, y de otras maneras, por las personas devotas. En todo caso, lo cierto fue que, al principiar la primavera del año anterior comenzaron a manifestarse, horrible y milagrosamente, los dolorosos efectos de la pestilencia. Mas no obraba como en Oriente, donde el verter sangre por la nariz era signo seguro de muerte inevitable, sino que aquí, al empezar la enfermedad, nacíanles a las hembras y varones, en las ingles o en los sobacos, unas hinchazones que a veces alcanzaban a ser como una manzana común, y otras como un huevo, y otras menores y mayores otras. Daba la gente ordinaria a estos bultos el nombre de bubas. Y, a poco espacio, las mortíferas inflamaciones empezaron a aparecer indistintamente en todas partes del cuerpo; y enseguida los síntomas de la enfermedad se trocaron en manchas negras o lívidas que en brazos, muslos, y demás partes del cuerpo sobrevenían en muchos, ora grandes y diseminadas, ora apretadas y pequeñas. Y así como la buba primitiva era, y seguía siendo, signo certísimo de futura muerte, éranlo también estas manchas. Para curar tal enfermedad no parecían servir ni consejos de médicos ni mérito de medicina alguna, bien porque la naturaleza del mal no lo consintiera, o bien porque a la ignorancia de los medicamentos (cuyo nombre, aparte del de los hombres de ciencia, había, entre hombres y mujeres carentes de todo conocimiento de medicina, héchose grandísimo) se escapase el origen del daño y el modo de atajarlo. Y así, no sólo eran pocos los que curaban, sino que casi todos, a tercer día de la aparición de los supradichos signos, cuando no algo antes o algo después, morían sin fiebre alguna ni otro accidente.” (Giovanni Boccaccio, El Decamerón, trad. Juan G. de Luaces, Barcelona, Plaza y Janés, 1980, 4ª ed., 13-14).
Plano del barrio o collación de Santa María o de la mezquita, de la Ciudad de Córdoba, en la época d...
Cristo crucificado (s. XIV). Real Convento de Santa Clara en Astudillo, Palencia
Plano de la Real iglesia conventual de San Pablo de Córdoba
Sepulcro de Leonor López de Córdoba
Portada de la capilla de la Trinidad (también llamada de Santo Tomás de Aquino, hoy del Rosario), de...
Patio del Real convento de Santa Clara (Astudillo, Palencia), fundado por María de Padilla. Siglo XI...
Sepulcro de Martín López de Córdoba. Capilla de la Trinidad, Real iglesia conventual de San Pablo de...
Blasón de la familia Hinestrosa
Capilla de la Trinidad, hoy de Nuestra Señora del Rosario. Real iglesia conventual de San Pablo de C...
Patio del Real convento de Santa Clara (Astudillo, Palencia), fundado por María de Padilla. Siglo XI...
Palacio mudéjar de Pedro I y María de Padilla (Astudillo, Palencia). Siglo XIV
Sepulcro de Ruy Gutiérrez de Hinestrosa y de Gutierre de Hinestrosa
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Dirección científica: Maria Milagros Rivera Garretas
Agradecimientos: La investigación para esta obra ha sido financiada por el Proyecto de Investigación del Instituto de la Mujer I + D titulado: "Entre la historia social y la historia humana: un recurso informático para redefinir la investigación y la docencia" (I+D+I 73/01).
Han contribuido a su elaboración y producción el Institut Català de la Dona de la Generalitat de Catalunya y la Agrupació de Recerca en Humanitats de la Universitat de Barcelona (22655).
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Correción: Gemma Gabarrò
Traducción al alemán: Doris Leibetseder
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María-Milagros Rivera GarretasNació en Bilbao, bajo el signo de Sagitario, en 1947. Tiene una hija nacida en Barcelona en 1975. Es catedrática de Historia Medieval y una de las fundadoras de la revista y del Centro de Investigación en Estudios de las Mujeres Duoda de la Universidad de Barcelona, que ha dirigido entre 1991 y 2001. También contribuyó a fundar en 1991 la Llibreria Pròleg, la librería de mujeres de Barcelona, y, en 2002, la Fundación Entredós de Madrid. Ha escrito: El priorato, la encomienda y la villa de Uclés en la Edad Media (1174-1310). Formación de un señorío de la Orden de Santiago (Madrid, CSIC, 1985); Textos y espacios de mujeres. Europa, siglos IV-XV (Barcelona, Icaria, 1990 y 1995; trad. alemana, de Barbara Hinger, Orte und Worte von Frauen, Viena, Milena, 1994, y Munich, Deutscher Taschenbuch Verlag, 1997); Nombrar el mundo en femenino. Pensamiento de las mujeres y teoría feminista (Barcelona, Icaria, 2003, 3º ed.; trad. italiana, de Emma Scaramuzza, Nominare il mondo al femminile, Roma, Editori Riuniti, 1998); El cuerpo indispensable. Significados del cuerpo de mujer (Madrid, horas y HORAS, 1996 y 2001); El fraude de la igualdad (Barcelona, Planeta, 1997 y Buenos Aires, Librería de Mujeres, 2002); y Mujeres en relación. Feminismo 1970-2000 (Barcelona, Icaria, 2001). |
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Valida de la reina regente de Castilla entre 1404 y 1412. Sus Memorias constituyen la primera autobiografía conocida en lengua castellana.
Enfermedad infecciosa, muy grave y contagiosa, causada por el bacilo de Yersin, transmitido por pulgas propagadas, a su vez, por la rata negra. Llegó a Occidente desde Kaffa, puerto exportador de cereal de la península de Crimea, en 1346; de ahí pasó a Constantinopla, Sicilia, Génova, Provenza, Inglaterra y Península Ibérica en 1348; en 1350 había alcanzado Alemania, Escandinavia y Polonia.