«El hombre sólo puede ser lo que es, y sólo puede imaginar dentro de su capacidad» (II, cap. 12). «Estos humores trascendentes me asustan, como lugares elevados e inaccesibles» (III, cap. 13). Basándonos en numerosos pasajes similares a éstos, nos tienta decir que el eje del pensamiento de Montaigne es el rechazo de la trascendencia. Repite una y otra vez que para él toda trascendencia es imposible, incluso perjudicial: «incontables mentes se destruyen por su propia fuerza y flexibilidad» (II, cap. 12). El tono se intensifica cuando afirma la incapacidad del hombre para salir de sí mismo; y se vuelve solemne, muy distinto de su habitual gracejo irónico, cuando avisa de los riesgos que corremos cuando intentamos ir más allá de nuestros límites: «Sufrí más la aflicción que la compasión», etc. (II, cap. 12). Aunque la composición no le preocupaba demasiado, no es casual que estas frases aparezcan en los puntos cruciales de la obra, aquellos que nosotros, comprensiblemente, tendemos a interpretar como declaraciones de principio, como compendios de un pensamiento: al final del libro, al final del ensayo más largo y elaborado (III, cap. 13) y al final de la Apología. Es indudable que se da cierta relevancia al tema. En vista de ello, concluimos que Montaigne es un subjetivista, un cronista de la pura inmanencia. Le traemos a colación para calificar de extravagantes ciertas aventuras espirituales que tratan de extender los límites de lo humano. Entre nuestros contemporáneos, aquellos que afirman jactanciosamente que la existencia precede a la esencia hacen de Montaigne uno de los suyos; y un estudio (muy sensato) le rinde honores en una de nuestras revistas, cuyo nombre ya parece indicar una falta de interés por autores de tiempos tan remotosi. Así, los Ensayos son reflejo de una subjetividad absoluta, por decirlo en palabras de Hugo Friedrich: die flüssige Ausdruckslinie der flieszenden Subjektivität (la línea cambiadiza que expresa el fluir de la subjetividad). Por fin, Montaigne parece estar bien encerrado en una fórmula clara y definitiva. En cierto sentido, esto es así, pero debemos examinar las cosas más a fondo.
Pues es muy improbable que podamos encerrar a Montaigne en una fórmula decisiva, aunque sea una fórmula que le niegue toda generalidad. Él nos advirtió que nunca debemos tomarle en un sentido normativo, que él no hace sino describir, nunca pretende imponernos una opinión. Si alguna vez predica, como en los pasajes contra la trascendencia, no es tanto el tema de la predicación lo que importa, cuanto el fenómeno del hombre-Montaigne predicando. Todo lo que podemos concluir es que existe, entre Montaigne y la trascendencia, una relación especial que desata en el escritor el tono de la controversia. Pero en esta mente incomparablemente flexible, todo contra tiene un pro, y cuanto más vigoroso es el contra, más poderoso es el pro. A Montaigne no siempre le parece necesario aislar los dos polos de la dialéctica: circunscribirlos significaría volverlos estáticos, conferirles un valor de absolutos que los desvirtuaría. Las aspiraciones que menos expresa suelen ser las más intensas, las que más le preocupan, quizá aquellas en que más arriesga. Debemos andar con cuidado para no interpretar que las fuerzas que trata con aspereza o que no puede definir son para él inexistentes o incluso perversas.
Está, eso sí, el problema de la trascendencia, que preocupaba profundamente a Montaigne y que éste trató desde diversos ángulos que ahora intentaremos distinguir brevemente. También es cierto que uno de los motivos dominantes de los Ensayos es la negativa a salir de sí mismo. Pero antes de sacar de esta circunstancia ningún tipo de conclusión excluyente, debemos seguir el curso de su pensamiento y ver qué fases atraviesa hasta llegar a ese punto. Además debemos determinar si ese movimiento tiende hacia un equilibrio estático, como el de los platillos de una balanza, o si es una transformación de energía que va desplazando su dinámica de uno a otro ámbito de la mente, perpetuándose en infinitos reflejos.
Este autor, a quien nos complace considerar como un escritor guiado por el mero capricho, nos ofrece sin embargo una de las descripciones más completas y profundas del difícil problema de la trascendencia, el problema de la ambigua relación que mantenemos con nuestro propio ser. Montaigne no trató el problema en su dimensión metafísica, sino en su dimensión de experiencia vivida o, como diríamos ahora, en su dimensión existencial. Estaba muy al tanto de las diferentes maneras en que se manifiesta nuestra inquietud con respecto a nuestros propios límites: el ejercicio de la razón, la atracción hacia una moral absoluta y, por último, la creación de la forma. Su examen es epistemológico en su inicio, ético en una segunda fase, y después –aun vagamente– estético. Esta empresa es propia de una mente cuyos rasgos principales son la corrección y la escrupulosidad. Como es natural, esa sucesión no se expresa de manera sistemática: casi siempre, los tres tipos de análisis se presentan en simultaneidad y esta es una clara muestra de la extrema densidad de una mente que vuelve siempre a su complejo núcleo, brotando de él en espiral y continuándose hasta el infinito.
En la Apología de Raimond Sebond (II, cap. 12), hallamos la exposición más larga y detallada del tema, que nos ofrece una crítica más o menos coherente de la trascendencia buscada mediante el ejercicio de la pura razón: una crítica epistemológica que constituye una de las «tesis» más defendidas en los Ensayos. Por supuesto, la demostración no es rigurosa desde el punto de vista de la lógica formal, pero cubre sin grandes digresiones un terreno muy amplio y –cosa rara en Montaigne– no se sale del tema en más de cien páginas. Recordemos la idea central del ensayo: entre el hombre y Dios, principio trascendente, no hay contacto directo, ya sea mediante la comunicación mística o mediante el conocimiento racional. Debemos andar con cautela para no sacar la conclusión religiosa de que «el hombre ascenderá abandonando y renunciando a sus propios medios, dejándose alzar y elevar por medios puramente celestiales», como si Montaigne estuviera abogando por una trascendencia natural y, en cierto sentido, ingenua. Totalmente convencional, esta conclusión se limita a sacar del ámbito de la conciencia el problema de la Gracia y la salvación. En materia de religión, la actitud de Montaigne es, por supuesto, afirmar lo establecido; después veremos el significado de este hecho, pero por ahora conviene no dar a esta actitud más peso que el de un pasaje secundario. No es aquí donde encontraremos el núcleo de su actitud con respecto a la trascendencia.
La crítica epistemológica de Montaigne no se presenta en la forma de una fenomenología de la conciencia cognitiva considerada en sí misma, sino como una descripción del conocimiento como experiencia (connaissaince vécue); no es tanto una epistemología cuanto una psicología existencial de la conciencia reflexiva. Así pues, hablará de ella desde un ángulo que nos muestra el conocimiento en su concreción: como deseo subjetivo de conocer, y también como descubrimiento del bloque de conocimiento que nos han legado nuestros antepasados intelectuales. Ni quiere enfocar la cuestión de otro modo ni puede aprobar el tono despreocupado y pedante del escolasticismo aristotélico: «No reconozco en Aristóteles la mayoría de mis acciones: han sido cubiertas y disfrazadas con otros ropajes para uso de la escuela» (III, cap. 5). Como cualquier otra conducta, la acción del cogito le interesa sólo tal como aparece ante nosotros, en su forma más vivida.
Pero toda esta crítica viene a ilustrar una sola intuición fundamental: si despojamos al conocimiento de todos sus atavíos suntuosos, de todo el aparato de que se engalana para presentarse como un absoluto, vemos que en el fondo es tan sólo un apetito humano, frágil y arbitrario como todos nuestros apetitos. En la masa inmensa de la sabiduría de nuestros antepasados abundan las contradicciones y los errores. Esto no pasaría de ser una ligera molestia para un racionalista que intentara encontrar algún principio constante en esa acumulación de errores e hipótesis; Montaigne, por el contrario, declara sin más que no existe tal principio. La razón no funciona como si un principio superior influyera en ella atrayéndola como el imán atrae las limaduras de hierro. No se dirige a tientas hacia un orden que la trasciende. Ante todo, no es un movimiento conseguido sin nuestra participación. Nuestras facultades racionales no actúan pasivamente bajo la fuerza de un poder sobrehumano; al contrario que las mareas, no están sujetas a ninguna fuerza gravitatoria. Su móvil esencial es una intencionalidad totalmente subjetiva: el hombre piensa, no porque la verdad le obligue a hacerlo, sino porque el pensamiento le procura una satisfacción humana. En último término, las construcciones de la razón no ocultan ninguna verdad objetiva, sino que son mera expresión del placer que obtenemos al construirlas. «No puedo creer que Epicuro, Platón y Pitágoras nos dieran sus Átomos, sus Ideas y sus Números como verdaderas explicaciones del Universo [...] Cada uno de esos grandes hombres [...] ejercitó su mente en tales conceptos porque al menos tenían una apariencia agradable y sutil [...] La búsqueda de cosas grandes y ocultas es en sí misma muy agradable [...] Pues el estudio es de por sí una ocupación agradable, tan agradable que entre otros placeres, los estoicos prohibieron también el que se deriva del ejercicio de la mente» (II, cap. 12).
Pero, ¿cuál es el origen de esa satisfacción? Las palabras «deseo» o «apetito» son conceptos cerrados en sí mismos: todo deseo es deseo de algo. Decir que el conocimiento depende de una intencionalidad plantea el problema de definir su mecanismo. Y el carácter contradictorio de esa intencionalidad es bien conocido para Montaigne, a quien viene pequeño el lugar común de que todo conocimiento se mueve por el deseo de conocer. Las cosas empiezan a complicarse cuando nos damos cuenta de que este deseo quiere destruirse, desintegrarse en un mundo de leyes fijas en el que la subjetividad está abocada a anularse. El conocimiento no es un deseo como otro cualquiera, que va buscando su objeto y toma posesión de él. El objeto del pensamiento es esencialmente contradictorio: está en contradicción con la existencia de su propia estructura intencional. En todo acto de conocimiento hay una profunda grieta que conduce a un dilema insoluble: su objeto sólo puede ser conocido si deja de existir el agente que conoce (la conciencia cognitiva). Sin este sacrificio, no puede existir un conocimiento verdaderamente objetivo.
Montaigne es perfectamente consciente de ello, y por eso habla del conocimiento como acción peligrosa. Por su origen, como hemos visto, el impulso del conocimiento es «agradable»; por sus consecuencias, es el impulso más terrorífico que se pueda imaginar, ya que puede llevar a la destrucción total del ser pensante. «Eudoxo anhelaba y suplicaba a los dioses el poder ver algún día de cerca, entender su forma, su grandeza, su belleza, a cambio de ser consumido en llamas por él en ese mismo instante. Deseaba, a costa de su propia vida, adquirir un conocimiento cuyo uso y posesión le serían arrebatados en el mismo momento mismo de adquirirlos; deseaba perder, a cambio de ese conocimiento instantáneo y efímero, todo el conocimiento que tenía y todo el que podría haber adquirido después» (II, cap. 12). También debemos aducir aquí el pasaje sobre la locura de Tasso: «¿No tiene razón al mostrarse agradecido a esa mortífera vivacidad de su mente, a ese brillo que le ha cegado, a esa exacta y atenta capacidad de su razón que le ha privado de la razón, a esa rara aptitud para el ejercicio de la mente que le ha dejado sin ejercicio y sin mente?» (II, 2). El conocimiento es imposible: «No, no, no percibimos nada, no vemos nada: todas las cosas están ocultas para nosotros, no podemos determinar lo que es ninguna de ellas». Y sin embargo el conocimiento persiste como tentación, porque es fuente de placer, y como tentación peligrosa, porque conduce a la locura.
El problema ha ganado en densidad, pues el conocimiento aparece ahora complicado por dos profundas dimensiones: su esencial imposibilidad y el peligro que esa imposibilidad entraña para el ser. Muchos filósofos y poetas han llegado a este punto sin salida: la desesperación de Igitur, el silencio de Rimbaud, el primer monólogo de Fausto; muchos han experimentado el drama del conocimiento con mayor rigor que Montaigne y quizá también con mayor intensidad (aunque, claro está, no sabemos qué impulsos pudieron atormentar al joven Montaigne antes de empezar a escribir los Ensayos). Montaigne dio un viraje mental cuya originalidad y validez serán siempre admirables. Intuitivamente, sin entrar en las ramificaciones metafísicas de semejante decisión, pero con el vigor de una inteligencia tan cómoda en su ejercicio que no puede tolerar ni por un instante la idea de su propia destrucción, Montaigne escapó del callejón sin salida al que le habría podido llevar su pirronismo axiomático. Si la subjetividad interpone una barrera infranqueable entre el objeto y la mente, entonces la mente se ejercitará a la altura de esa misma barrera y encontrará en el reconocimiento de su fracaso su única función positiva. El objeto principal del conocimiento viene a ser así el conocimiento de su propia imposibilidad; no de sus límites, pues eso sería una actitud banal. La limitación del conocimiento es total, tanto en los problemas simples como en los complejos, pues esa limitación se inscribe en la constitución misma del conocimiento y afecta a todas sus actividades, grandes o pequeñas. Pero la mente lúcida puede conocer su propia subjetividad, precisamente en el punto en que la subjetividad destruye su propio funcionamiento. La mente reconoce que su vida consiste en una serie interminable de fracasos de esta índole, y ve que conserva el poder para hacer inventario de todos ellos. Gracias a un sorprendente cambio cualitativo, este poder se afirma como fuerza positiva: justo cuando la mente cae en la desesperación de su impotencia, recupera toda su elasticidad al percibir su propia impotencia. Vemos cómo el tono de Montaigne gana en vitalidad cuando puede entregarse a esta práctica. El largo, interminable pasaje de la Apología que se demora en enumerar una tras otra las razones externas por las cuales no se puede confiar en la razón, hemos de admitirlo, es un texto que resulta muy fatigoso. Y entonces, súbitamente, cambia el tono: ahora Montaigne nos va a decir que sabe, por propia experiencia, que su conocimiento es incapaz. «Yo, que me espío a mí mismo con gran cuidado, que mantengo la mirada fija constantemente sobre mí mismo [...] casi no me atrevo a decir la vanidad y la debilidad que encuentro en mí» (II, cap. 12). E inmediatamente vemos a Montaigne en su modo verdadero y mejor: irónico, juguetón, elocuente, admirablemente perspicaz y sutil. Nadie habla de sí mismo con tal agudeza e ingenio, y ello se explica, en último término, porque esta es la única actividad que conviene a la mente: la mente sólo puede justificarse precisamente en el punto en que deja de ser pura.
Estamos lejos de una total inmanencia. La subjetividad no conoce la palabra: ríe, gruñe, chilla o llora, pero nunca describe. No nos llamemos a engaño: cuando Montaigne habla de la imposibilidad de conocerse a sí mismo, está metido de lleno en la trascendencia. Habla de sí mismo, se conoce, se observa: está fuera de sí, se trasciende. Pero no del todo, ya que, al actuar con toda sinceridad, está totalmente a merced de cada uno de sus cambios de ánimo. Entre el Montaigne de carne y hueso, al que una mera molestia física puede volver inaccesible, y el Montaigne que percibe lo absurdo de su incoherencia, hay que hacer una distinción: aquél es siempre objeto de la reflexión de éste; impone su ley a esa reflexión los más mínimos detalles y le arrebata toda capacidad de coherencia o de verdad absoluta, pero no su carácter reflexivo. Los gozos de la mente se mantienen en una trascendencia que, negando la trascendencia racional, la supera.
Esta actitud es fácil sólo aparentemente. El hombre que ha admitido de una vez por todas la imposibilidad de una verdad formulada en abstracto se priva de toda la falsa seguridad que hay en la ilusión de gobernar la realidad y de gobernarnos a nosotros mismos. Se priva de toda posibilidad de súbita expansión, de toda pasión en la que pueda emplearse del todo y olvidarse. Quita a la mente de esa especie de continuidad que ha inspirado tantas y tan audaces interpretaciones de la identidad. Irónico, siempre lúcido y curioso, impone una retirada al interior del yo y no consiente trampa alguna: se queda extrañamente desnudo y vulnerable a las fuerzas que inevitablemente le atacan y con las cuales no se permite ninguna identificación. Hay una alegría en Montaigne, como hay también una sabiduría, pero no son las de un ser normal y corriente. Este hombre que dice ser mediano –moyen– es más heroico que muchas otras almas espectaculares. La suya no tiene nada de esa pereza escéptica que reposa en la ignorancia de su conocimiento. Por el contrario, es ésta una mente que se nutre y renueva gracias a esa ignorancia, siguiendo los nuevos e incesantes caminos sin otro apoyo que su propia energía.
Hugo Friedrich acierta al situar esta actitud en el comienzo de una gran tradición filosófica que todavía está muy vivaii. «Er ist die (literarische) Schöpfung der anderen, von den Naturwissenschaften getrennten groszen Bewegung lodernen Geistes: der moralistischen Phänomenologie» (Es la creación [literaria] del otro gran movimiento del pensamiento moderno, el que se aparta de las ciencias naturales: la fenomenología moral). Desde Husserl, hemos aprendido a hallar en esa humildad fundamental de la mente, que no pretende legislar sino sólo describir, la mejor fuente de resistencia contra las aberraciones de nuestro tiempo. Si observamos las conclusiones éticas a que nos llevan las premisas de la singularísima trascendencia epistemológica de Montaigne, esto se confirma claramente.
La negación de un conocimiento absoluto implica la negación de un bien conocible. «Por lo general, lo que la razón nos aconseja como más prudente es que cada hombre obedezca las leyes de su propio país. [...] Por lo tanto, ¿qué cosa significa la razón, sino que nuestro deber no tiene más ley que lo fortuito?» (I, cap. 23). A Montaigne no le es posible aducir el concepto aristotélico de felicidad como principio regulador absoluto en la esfera ética (Ética a Nicómaco, 1-7), ya que la noción misma de felicidad nunca es pura y neta; como el conocimiento, la felicidad es un producto arbitrario del momento, sin consistencia alguna y acompañado siempre de su dolorosa antítesis. Y el hecho de que podamos hablar de nosotros mismos no quiere decir que podamos gobernarnos a nosotros mismos. Los valores éticos son totalmente relativos: los recibimos casualmente al nacer. Son tan individuales como las facciones de nuestro rostro e igualmente intransferibles.
Pero, del mismo modo que el funcionamiento de la razón se debe mantener como parte integrante de nuestra actividad vital, el sentido ético no puede desaparecer en un cinismo pluralista que nos dejaría en un estancamiento empobrecedor. El gesto ético debe continuar y, como es natural, ese gesto habrá de iniciarse en la continuidad de una ortodoxia que podemos aprender: no hay razón para abandonarlo, pues no existe ninguna jerarquía de sistemas éticos. Le cabe la opción válida de repetir los rituales que ha aprendido sin que ello implique necesariamente una profunda adhesión a ellos, pues no es el bien lo que importa, sino el procedimiento formal del ejercicio ético. El conservadurismo de Montaigne es esencialmente ritualista: reza sus oraciones y recibe la absolución como el buen cristiano que cree ser. Pero ante todo, se observa y describe practicando esos ritos, con una mirada que es mitad humorística y mitad seria, exactamente como cuando se observaba pensando sin esperanza de verdad. El ritual es lo que queda de la moralidad cuando ésta se vacía de absolutos, del mismo modo que la fenomenología es lo que queda del conocimiento cuando éste se vacía de verdad objetiva.
Así pues, la historia interviene como fuerza determinante sólo en el presente, como portadora de un determinado sistema ético que aceptamos como nuestro. Cierto, este punto de vista parece no dar explicación alguna de los movimientos históricos y excluir toda posibilidad de invención o rebelión de carácter moral. Al fin y al cabo, también el ritual cristiano fue inventado... ¿Rechaza Montaigne toda acción creativa? No nos precipitemos. Su pensamiento tuvo la suficiente coherencia como para, al defender el relativismo histórico, respetar ese relativismo en sus propios juicios históricos. Su conservadurismo es estrictamente un conservadurismo de su época: presupone la existencia de una ortodoxia sólida, madura, flexible, adaptada a las exigencias de la subjetividad; una ortodoxia que lleva en su seno una larga serie de meditaciones y que es sensible a las contradicciones de la condición humana. La religión católica del siglo XVI, como dice de forma tan admirable Montaigne, había «perdido muchísimos años madurando este fruto precioso” (I, cap. 23). Oponerse a ella exigiría una actitud violenta y temeraria que Montaigne comprende pero a la que no tiene intención de ceder: «Pues quienquiera que se ponga a elegir y a cambiar usurpa la autoridad del juez, y tiene que estar muy seguro de ver los puntos débiles de lo que quiere derribar y los fuertes de lo que quiere ensalzar». Su conservadurismo es, como decimos hoy en día, totalmente «situacional». En la perspectiva de la época, el catolicismo aparece como la doctrina probada y tolerante, y el protestantismo como un movimiento fanático. Cien años después, ¿podemos dudar que Montaigne habría estado con Pierre Bayle? Si la ortodoxia dominante se endurece, cristaliza en agudas puntas, se vuelve masiva y opaca, hiriendo a todo aquel que se le opone; si sólo preocupa de perpetuarse como institución, si su ritual se convierte en una normativa policial, entonces Montaigne será el primero en detestarla, y podemos imaginar la rebeldía de que era capaz. Escuchémosle despotricando contra la Santa Alianza, en un breve discurso que habría de ser aplicable a tantos excesos posteriores del catolicismo: «Pero si los inventores [los protestantes] han hecho más daño, los imitadores [los católicos] son más depravados, por cuanto siguen de todo corazón ejemplos cuyo horror y maldad han sentido y castigado. Y si hay cierto honor en hacer el mal, deben conceder a los otros la gloria la invención y la valentía de hacer el primer esfuerzo» (I, cap. 23).
Recordemos estas palabras antes de invocar un conservadurismo como el Montaigne para atenuar una injusticia nuestra. ¿Qué ortodoxia puede hoy día arrogarse la amplitud abarcadora del cristianismo postmedíeval? No bien han nacido, los miserables mitos que nos rodean degeneran en burocracias escleróticas. Tienen que apelar a las más facticias lealtades –lealtad a la raza, a la nación– para ganar algún vigor. Imaginemos a Montaigne en semejante ambiente: sin duda estaría del lado de los rebeldes.
Estaría de su lado, pero sin por ello tomarse en serio. En la esfera moral, trascendencia no admite otra protesta que no sea contra la estupidez; de ser así, se entretiene, se justifica y se contenta con hacer un paciente inventario de las peligrosas estructuras que los hombres han producido con la esperanza de alcanzar algún tipo de norma rectora. La trascendencia de Montaigne es indulgente al describir esas estructuras, haciéndolo con respetuosa ironía y absoluta sinceridad, afirmando siempre su carácter esencialmente absurdo, pero deleitándose como experto en el espectáculo de su belleza. Es ésta una fenomenología del más alto rango, es decir, en último término, de un rango formal y estético. Por ella, Montaigne se aproxima mucho más a los poetas que a las mentes sistemáticas, ya sean éstas de filósofos, científicos o escritores. Friedrich cita a Dilthey, que acierta de pleno cuando dice de esas mentes: «Su mirada está fija en el enigma de la vida, pero desesperan de resolverlo mediante una metafísica de validez universal basada en una teoría de la coherencia del universo. La vida debe interpretarse a sí misma: no otra es la gran idea que vinculaba esta filosofía de la vida con la experiencia del mundo y con la creación literaria». Tampoco escapa a la atenta mirada de Friedrich la expresión admirablemente concisa que Valéry dio a esa misma idea: «La duda lleva a la forma».
Esta observación viene que ni pintada a Montaigne. La trascendencia paradójica que se sitúa más allá de la imposibilidad, ese delicado equilibrio entre la serena estabilidad de los objetos y la fluidez de la conciencia subjetiva, tiene un nombre: es la forma, una estructura gratuita pero rigurosa que nuestras manos hacen y deshacen sin terminarla jamás. Esta forma inefable está en todo Montaigne. Podemos decir que los Ensayos, con todo el peso ontológico del término, son esa forma. Nunca nos maravillará bastante la naturaleza extraordinaria de la empresa. Un hombre se sienta ante su mesa de trabajo y escribe, sin tratar de comunicarse con nadie en particular, sin sentir la necesidad de expresar ningún sentimiento violento que le atormenta, sin desear explicarse ni justificarse moralmente a sus propios ojos, sin intento alguno de tabulación. Se ha hablado aquí de Proust, pero hay una diferencia fundamental en cuanto a la intención. Como en el caso de los simbolistas (o mejor dicho, por limitarlo más: como en el caso de Baudelaire y Mallarmé), lo que le importa a Proust es dar forma a lo subjetivo, transformar el caos de la experiencia en una construcción, en un sistema de relaciones. Su perspectiva temporal es por fuerza la del pasado, que ha congelado la acción en la inmovilidad de lo irrevocable, y su libro, en realidad, está escrito desde el punto de vista de la Muerte –de un hombre que ya está muerto–. Montaigne rompe incluso la ilusión de esta última trascendencia: por la naturaleza misma de su obra, asume el fracaso de lo estético, con la misma elegancia con que trasciende la imposibilidad del conocimiento y de la ética. Su tiempo es exclusivamente el presente: se mueve sin cesar por la estrecha cresta donde no puede acumularse ninguna densidad temporal, donde, por decirlo así, es blanco de todos los vientos que soplan. El pasado se hunde en seguida en el olvido, porque se desprende de la subjetividad de lo inmediato. ¿Hemos dado su justa significación al hecho extraordinario de que Montaigne no se refiera nunca a sus declaraciones anteriores? Literalmente, las ha olvidado. El futuro, no hace falta decirlo, queda abierto: ninguna conclusión es definitiva, y la contradicción es la ley de la mente. Pero –y esto es un matiz fundamental– ese tiempo presente no es el presente de Montaigne en el momento de tener tal o cual experiencia: es el presente de Montaigne en el momento de escribir. No se trata de una separación entre el fenómeno del que se escribe y el momento en que Montaigne escribe, sino de una separación formal entre la acción realizada y la observación que Montaigne hace de ella mediante el discurso. La imagen que nos queda de los Ensayos es la de un hombre que se observa en el gratuito y fundamentalmente fútil acto de escribir. Por la palabra, Montaigne se separa de sí; se trasciende, se refleja en la imposibilidad de sus infinitas trascendencias reflejadas, en la incapacidad de verse a sí mismo como forma, por muy transitoria que sea. Por la palabra, consigue, en frase de Merleau-Ponty, «estar en otro lugar», pero esta alteridad ha destruido su motivación habitual, que es la objetivación de la conciencia. Por eso, porque lo único que conserva de la intencionalidad estética es su movimiento, su actitud nunca podrá llegar a ser un valor: Montaigne queda lejos del (admirable) esteticismo simbolista. Se sitúa más allá del valor estético; incluso la pura belleza de su estilo, la fascinante sinuosidad de su pensamiento, constituyen para él tan sólo un fenómeno que contempla con tranquila ironía. La misma ironía con la que debe de contemplar nuestros incesantes esfuerzos ir entenderle a él.
[Extraido de Man, Paul de. Escritos críticos (1953–1978). Traducción de Javier Yagüe Bosch, con una introducción de Lindsay Waters. Madrid: Visor, 1996. 83-92 pp.]
NOTAS
ii Hugo Friedrich, Montaigne (Berna: Francke verlag, 1949.)
|