Un aforismo de Elias Canetti, publicado en El suplicio de
las moscas, dice que “habría que clasificar
los celos según lo que uno odiase más: los rivales
que fueron, que son, que serán”. Para mí no
hay celos más irracionales ni más dañinos
que los celos retrospectivos.
En Infiel, una desgarradora obra póstuma de Ingmar Bergman llevada
al cine magistralmente por Liv Ullmann, el amante maldice el momento en que su
cómplice contesta aquella pregunta aparentemente inocente: ¿cuéntame
tus anteriores historias de amor? El ya era consciente de su enfermedad, que
a partir de ese instante comenzó a crecer en su interior creando un infierno –ese
infierno tan temido que un día imaginó Onetti, pero ese es un cuento
de celos actuales, que ahora no nos interesan.
Celos retrospectivos son los que experimenta el profesor de historia que protagoniza
ese pequeño espléndido libro de Julian Barnes, titulado eficazmente Antes
de conocernos. A diferencia del director de teatro de Bergman, el profesor
descubre sus celos casi por casualidad, o mejor dicho, por una maldad de su ex
mujer, que lo manda engañado al cine con su hija a ver una película
donde aparecía su actual mujer cuando era una actriz del montón.
Es algo retrospectivo, confiesa a un amigo el profesor, “todo es retrospectivo.
Tengo celos de los tipos que conoció antes que a mí. Antes de conocernos”.
A partir de la visión de su mujer con otro hombre en la pantalla grande,
no pudo dejar de ir al cine a ver una y otra vez las mismas películas
mediocres donde ella intervenía, generalmente con papeles infames e insignificantes.
Perdió interés por su trabajo y por todo lo que no fuese investigar
el prontuario sexual de su otrora maravillosa mujer. Se había convertido
en un detective inmundo. El final se adivina fácilmente, otro infierno
previsible.
Como el infierno que acaece en la truculenta historia de celos retrospectivos
contada por Jorge Edwards en El origen del mundo. El título se
explica cuando el autor nos cuenta que todo empezó tras la muerte de un
buen amigo del Doctor Patricio Illanes. El difunto, en vida un chileno culto
y seductor exiliado en París, tenía una curiosa costumbre: fotografiaba
la zona genital de sus amantes. Entre la colección de fotos, por supuesto,
estaba la imagen de la entrepierna de la mujer de Illanes, que reconoció sorprendido
y abatido a la vez (no recuerdo cómo identifica su vagina, y seguramente
animaríamos una fútil polémica si afirmásemos que
tal identificación es imposible, y sin embargo en la novela ocurre). Y
ni siquiera la edad o el amor actual inmunizan contra los celos, porque el protagonista
de la novela ya ha sobrepasado los setenta y su mucho más joven mujer
lo ama sólo a él –aunque esto no es una novedad, es un dato
común a los tres relatos. En definitiva, sabe que está haciendo
el ridículo, pero ya ha caído en el temible infierno.
En un conjunto de poemas inéditos basados en una lectura íntima
y apasionada de Proust, escritos por Mario Paoletti en una cárcel de La
Plata durante la última dictadura argentina, hay una turbadora página
lamada “Los celos de Swann”. Dice así:
Ante cada nueva revelación
de Odette
el cuchillo de los celos hacía su trabajo.
A Swann lo admiraba la tremenda potencia de la Memoria
y confiaba que se calmase su tortura
cuando ella perdiera nitidez con los años.
Pobre Swann: No sabía que las confesiones nunca se olvidan
y que flotan eternamente por el río del alma
como cadáveres.
Con los celos
retrospectivos el infierno está asegurado.
Es por eso que el bolero que nos presta su nombre termina con una
suplica tremenda: “no me platiques ya, déjame imaginar
que no existe el pasado y que nacimos el mismo instante en que
nos conocimos”. |