El discurso amoroso, por lo general, es un envoltorio liso que se ciñe a la Imagen, un guante muy suave en torno del ser amado. Es un discurso devoto, bienpensante. Cuando la Imagen se altera, el envoltorio de devoción se rasga; una conmoción trastoca mi propio lenguaje. Herido por un propósito que lo sorprende, Werther ve de pronto a Carlota como una parlanchina cualquiera y la incluye en el grupo de amigas con las cuales parlotea (no es ya la otra, sino otra entre otras), y dice entonces desdeñosamente: “mis mujercitas” (meine Wiebchen). […]. Horrible re-flujo de la imagen.
(Roland Barthes, Fragmentos del discurso amoroso)
A partir de este momento, la descendencia de vástagos rusos no dejó de aumentar, sucediendo al primero; y como el conde, en uno de sus momentos de felicidad, preguntara cierto día a su esposa por qué, aquel fatídico día 3, había huido de él como del demonio, ella le contestó, echándole los brazos al cuello, que no le habría visto como el demonio si antes –al verle por primera vez–, no se le hubiera aparecido como un ángel.
(Heinrich von Kleist, La marquesa de O.)
Rusbrock está enterrado desde hace cinco años; lo desentierran; su cuerpo está intacto y puro (¡evidentemente!, si no se acabaría la historia); pero: “había solamente un pequeño punto de la nariz que llevaba una marca ligera, mas una clara marca de corrupción”. Sobre la figura perfecta y como embalsamada del otro (tanto me fascina), percibo de repente un punto de corrupción. Este punto es menudo: un gesto, una palabra, un objeto, un traje, algo insólito que surge (que despunta) de una región que jamás imaginé, y que vincula bruscamente al objeto amado con un mundo simple. ¿Será vulgar el otro, de quien yo alababa su elegancia y originalidad? De pronto hace un gesto por el cual se descubre en él otra raza. Estoy atónito: escucho un contrarritmo: algo como una síncopa en la bella frase del ser amado, el ruido de un desgarrón en el envoltorio liso de la Imagen.
Como la gallina del jesuita Kirchner, a la que se libera de la hipnosis con una leve palmada, estoy provisionalmente de-fascinado, no sin dolor.
(Roland Barthes, Fragmentos del discurso amoroso)
¿Hay que continuar? Guillermo, el amigo de Werther, es el hombre de la moral, ciencia segura de las conductas. Esta moral es de hecho una lógica: o bien esto o bien aquello. Amas a Carlota: o bien tienes alguna esperanza y entonces actúas; o bien no tienes ninguna y entonces renuncias. Tal es el discurso del sujeto “sano”: o bien, o bien. Pero el sujeto amoroso responde (es lo que hace Werther): trato de deslizarme entre los dos polos de la alternativa. Es decir: no tengo ninguna esperanza, sin embargo… O incluso: elijo obstinadamente no elegir, elegí la deriva: continúo.
(Roland Barthes, Fragmentos del discurso amoroso)
Te amo- yo también.
Yo también no es una respuesta perfecta, puesto que lo que es perfecto no puede ser sino formal, y aquí no se retoma literalmente la proferición. Sin embargo, al ser fantasmada, esta respuesta basta para poner en marcha todo un discurso del júbilo. Júbilo tanto más intenso cuanto que surge por un cambio: Saint Preux (personaje de Rousseau) descubre bruscamente después de algunas negativas altaneras, que Julie lo ama. Es la verdad loca, que no llega por razonamiento o preparación lenta, sino por sorpresa, por revelación (satori), por conversión. El niño proustiano – al pedir que su madre duerma en su habitación- quiere obtener el yo también: lo desea locamente, a la manera de un loco.
[…] Yo también inaugura una mutación: las viejas reglas desaparecen, todo es posible –incluso, entonces, esto: que renuncie a asirte. Una revolución, en suma – no lejos, tal vez, de la revolución política-: puesto que, en uno y otro caso, lo que fantaseo es lo Nuevo absoluto.Y, para colmo de paradojas, eso nuevo absolutamente está al final del más gastado de los estereotipos. Todavía ayer lo escuché en una pieza de Sagan: una de cada dos noches, en la TV, se oye: te amo.
(Roland Barthes, Fragmentos del discurso amoroso)
Cuando amo soy muy exclusivo, dice Freud (que se tomará aquí por arquetipo de la normalidad). Ser celoso es algo propio. Rechazar los celos (“ser perfecto”) es pues transgredir una ley. Zulayha intentó seducir a José y el marido no se indignó por ello; es preciso dar una explicación de ese escándalo. La escena transcurre en Egipto y Egipto está bajo un signo zodiacal que excluye los celos: Géminis.
¿Y si me forzara a dejar de ser celoso por vergüenza de serlo? Son feos, son burgueses, los celos: son un afán indigno, un celo –y es este celo el que nosotros rechazamos.
(Roland Barthes, Fragmentos del discurso amoroso)
-Os libré del monstruo, y de este modo he conquistado a Isolda la Rubia, la bella. Y puesto que la conquisté, me la llevaré en mi nave... sabed que el rey Marcos, mi amado señor, se casará con ella.
Isolda, temblaba de vergüenza y de angustia. ¡Así era como Tristán, después de haberla conquistado, la rechazaba! El hermoso cuento del cabello de oro era sólo una mentira, y ahora iba a entregarla a otro.
(Bédier, Joseph. La historia de Tristán e Isolda)
He pensado en volver a ocuparme de Inés y el Tritón desde un punto de vista hasta ahora desconocido para los poetas. El tritón es un seductor, pero al conquistar el amor de Inés se siente tan conmovido que quiere pertenecerle por entero. No puede hacerlo, pues debería iniciarla en el misterio de su existencia y decirle que a una hora determinada se convierte en monstruo; por lo tanto, sus nupcias no pueden ser bendecidas por la Iglesia. El pobrecillo se desespera y se arroja al mar para no volver a surgir. Da a suponer a Inés que la ha engañado. Esto sí es una historia de amor, y no esos chismes ridículos y mezquinos que son pura farsa y necedad.
(Sören Kierkegaard, Diario íntimo.)
La estética trata a veces algo similar con su habitual galantería. Inés salva al tritón y todo acaba en un matrimonio feliz. ¡Un matrimonio feliz! Demasiado fácil. Si en cambio corresponde a la ética pronunciar la plática en la ceremonia nupcial, todo será —supongo yo— muy diferente. La estética envuelve al tritón en el manto del amor, y así todo queda olvidado. Es lo bastante negligente para suponer que en las cuestiones matrimoniales las cosas suceden de idéntico modo que en una subasta donde todo se vende en el estado que se encuentra en el momento que cae el martillo. Sólo se preocupa de que los amantes se tengan el uno al otro sin importarle nada más; el resto le tiene sin cuidado. Si pudiera ver lo que ocurre a continuación..., pero no tiene tiempo para eso, porque ya se encuentra una vez más en plena faena intentando lograr otra pareja. La estética es la más infiel de todas las ciencias. Todos los que la han amado sinceramente se convierten, en cierto aspecto, en infelices, pero quien nunca la ha amado es y será un pecus.
(Sören Kierkegaard, Temor y temblor)
Un golpe de viento brusco levantó las sábanas y vieron dos pavorreales, un macho y una hembra. La hembra se mantenía inmóvil, las corvas plegadas, la grupa al aire. El macho se paseaba alrededor de ella, desplegando su cola en abanico, sacaba el pecho, cloqueaba. Y después saltó encima batiendo sus plumas, que la cubrieron como una cuna y las dos grandes aves se estremecieron en un solo temblor.
(Flaubert, Bouvard et Pécuchet)
Hay dos afirmaciones del amor. En primer lugar, cuando el enamorado encuentra al otro, hay afirmación inmediata (psicológicamente: deslumbramiento, entusiasmo, exaltación, proyección loca de un futuro pleno: soy devorado por el deseo, por el impulso de ser feliz): digo sí a todo (cegándome). Sigue un largo túnel: mi primer sí está carcomido de dudas, el valor amoroso es incesantemente amenazado de depreciación: es el momento de la pasión triste, la ascensión del resentimiento y de la oblación. De este túnel, sin embargo, puedo salir; puedo “superar”, sin liquidar; lo que afirmé una primera vez puedo afirmarlo de nuevo sin repetirlo, puesto que entonces lo que yo afirmo es la afirmación, no su contingencia: afirmo el primer encuentro en su diferencia, quiero su regreso, no su repetición. Digo al otro (viejo o nuevo): Recomencemos.
(Friedrich Nietzsche. Cit. Barthes, R. Fragmentos de un discurso amoroso que a su vez lo cita de Deleuze, Nietzsche )
Mi pasión empezó ese día (...). Podría añadir que mis sufrimientos también empezaron ese mismo día. Sufría en ausencia de Zenaida. Mi mente no podía fijarse en nada y todo se me caía de las manos. Durante días enteros pensaba obstinadamente en ella... Sufría... pero en su presencia me sentía más aliviado. Tenía celos, comprendía que era poca cosa para ella, me enfadaba tontamente y tontamente me humillaba. A pesar de todo, una fuerza irresistible me llevaba hacia ella, y cada vez que traspasaba el umbral de su casa sentía una bocanada de felicidad. Zenaida comprendió enseguida que estaba enamorado, y yo no pensé nunca en ocultarlo.
(Iván Turguenev. Primer amor)
Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es sedentaria, el Hombre es cazador, viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es rondador (navega, rúa). Es la Mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción, puesto que tiene el tiempo para ello; teje y canta. (...) Se sigue de ello que en todo hombre que dice la ausencia del otro, lo femenino se declara: este hombre que espera y que sufre, está milagrosamente feminizado. Un hombre no está feminizado porque sea invertido, sino por estar enamorado.
(Victor Hugo. Cit. Barthes, R. Fragmentos de un discurso amoroso, 45.)
La catàstrofe amorosa está quizás próxima a lo que se ha llamado, en el campo psicótico, una situación extrema, que es “una situación vivida por el sujeto como algo que debe destruirlo irremediablemente”.
(Bruno Bettelheim, La fortaleza vacía, 89-90.)
Te consuela más la esperanza que tienes de ser querido, que no te fatiga el verdadero temor de ser olvidado.
(Miguel de Cervantes, La Galatea.)
La historia de la pasión de amor en todas las literaturas; del siglo XIII hasta nuestros días, es la historia de la degradación del mito cortés en la vida “profanada”. Es el relato de las tentativas cada vez más desesperadas que hace Eros para reemplazar la trascendencia mística por una intensidad emocionada.
(Denis de Rougemont, El amor y Occidente.)