Introducción
El despertar de la libertad femenina
El descubrimiento de la
libertad femenina es en una
mujer (y, a veces, en un hombre) una experiencia de despertar: despertar del
sueño de la
modernidad y, también, del
sueño de su agonía, la
postmodernidad. La
modernidad y la
postmodernidad se han esforzado mucho por inculcarnos a las mujeres una idea masculina de
libertad: la
libertad individual o individualista,
libertad que en el mundo se mide en términos de progreso ininterrumpido y de expansión sin límites, con o sin
sentido. La terquedad del esfuerzo ha adormecido lo femenino
libre, alienando de sí a muchas mujeres al olvidar o perder el
sentido relacional de la
libertad, un
sentido que la cultura europea premoderna había sabido valorar y atesorar, y que es lo que distingue a la
libertad femenina, que es
libertad relacional, no individualista. Sin determinismo alguno, ya que el ser
mujer se elige, siendo un hecho a un tiempo (e inseparablemente) recibido y creado o recreado por la propia elección, elección que se repite o se omite una y otra vez a lo largo de la
vida.
Hoy, concluida la
postmodernidad con el
final del patriarcado, bastantes mujeres occidentales (las educadas en la igualdad o
unidad de los sexos) se debaten entre una
libertad relacional que ya no aciertan a reconocer como femenina y el
sufrimiento de una cesión extrema de
autoridad y de simbólico a los hombres, que las amargan y dominan cuestionándoles o discutiéndoles todo lo que espontáneamente se les ocurre hacer como mujeres, particularmente en lo relativo a la
maternidad y al
deseo femenino
libre del
deseo y de la sexualidad masculinas.
Que la
libertad acaezca en el despertar, es una idea de
María Zambrano expuesta, por ejemplo, en su libro
Los sueños y el tiempo. Dice en una ocasión: “Sólo cuando el hombre acepta íntegramente su propio ser comienza a vivir por entero. Su diferir de su propio ser –es aquí indiferente el que esto suceda en
virtud de una dualidad, o en
virtud de un núcleo trascedente de su ser recibido– y la posibilidad que inexorablemente se le actualiza de hacer algo con él, frente a él, o contra él, ya que el hombre puede contra-serse, manifiesta en modo evidente la existencia en él de eso que se ha llamado
libertad. La tiene no ya cuando ha despertado, sino propiamente despertando. La
libertad le hace despertar. Despertar en el hombre es despertarse con su propio ser en la realidad y ante ella.”
1
Una
mujer comienza a vivir por entero cuando, despertando, descubre la
libertad femenina y empieza a traerla al mundo, a sentirse
libre en y ante su mundo. La realidad toma entonces otro color y tiene otro atractivo, de menos peso, menos gravedad y más sabor,
compañía,
placer y esperanza. Porque la noción de
libertad femenina transforma lo que toca, realizándolo, o sea, abriéndolo a su ser posible e imposible y curándolo de las quiebras derivadas del
miedo a la insignificancia, un
miedo que acompaña fielmente a la equiparación de las mujeres a los hombres padecida en Occidente desde que Occidente existe como cultura.
Lia Cigarini, la descubridora de la
libertad femenina a finales de la década de los años sesenta del siglo XX, ha descrito la experiencia de su despertar a la
conciencia de la sexuación de la
libertad con las siguientes palabras: “Aparte, finalmente, estaban los síntomas de un malestar profundo: una
frigidez sustancial y el bloqueo de la
palabra en las reuniones públicas más ritualizadas. Era, sin
duda, el inconsciente que avisaba, por falta de verbalización. Pero tal vez y con más exactitud me confrontaba con algo no pensado nunca antes. Por tanto, dos nudos no resueltos o, mejor, además, no
pensados nunca: hacer política mixta que, no obstante, me apasionaba, junto con el escaso o nulo valor atribuido a la
palabra de las mujeres, y la sexualidad masculina como
significante universal.”
2
La
libertad femenina ha nacido, pues, cuando algunas mujeres han o hemos dado el doble salto de separarnos de la política, del conocimiento y de las condiciones masculinas, y de convocar a los hombres no patriarcales a un nuevo encuentro de los sexos, un encuentro no orientado por el individualismo moderno y su peculiar noción de progreso sino por la
práctica de la relación y por la experiencia de que en el mundo hay dos sexos, cada uno de los cuales tiene, sin absolutos, su propia trascendencia y, con ella, su propio
sentido y valor de lo infinito. “Me parece” –ha escrito
Lia Cigarini– “que, en el presente, el
deseo de
libertad se expresa únicamente desde las mujeres. También ha sido así en el pasado (las místicas, las Preciosas, las sufragistas), porque el
deseo femenino no se objetiva. O está vivo o desaparece de la historia. No crea instituciones, jerarquías,
poder, o conceptos sobre la
libertad y la democracia –sea o no representativa– que valgan durante siglos.”
3
El doble salto de
separación femenina de las condiciones masculinas y de nueva convocatoria a los hombres no patriarcales por parte de algunas mujeres, inaugura una política sexual des-modernizada y descentralizada, capaz de reconocer valor a la
palabra de las mujeres porque la sexualidad masculina ha dejado de ser el
significante pretendidamente universal,
impuesto por la
fuerza, pero tiene sitio para expresarse libremente, confrontarse y dialogar, cuando dialogue, con el
deseo femenino. El óvulo de la política sexual desmodernizada es el
amor a lo vivo, tan querido históricamente por las mujeres porque es mucho más interesante que la
dialéctica de los sexos, y que en nuestro tiempo está encontrando escucha en cada vez más hombres. “No sé si hoy hay
autonomía simbólica de las mujeres” –seguía diciendo
Lia Cigarini en la entrevista citada de
2009 –, “pero pienso que muchas mujeres y algunos hombres tienen hoy
deseo de un simbólico vivo; es decir, de que el
sentido de la propia
vida en común con otras y otros esté siempre vinculado con la experiencia de la
relación. Una experiencia política de la que los hombres –me parece a mí– no pueden prescindir para llegar a aceptar su parcialidad simbólica.”
4
Los textos que ofrezco en este libro, escritos todos menos uno (el titulado
Haz el amor, no la guerra: vivir en el orden simbólico de la madre ) en el año
2011 , son una ofrenda de
mediación con la parcialidad simbólica masculina. Tienen el
deseo de ofrecer a la historiografía masculina, tanto a la que es
obra de autores como de autoras, un inicio de diálogo y de intercambio que propicie entre unos y otras la posibilidad de un despertar de su
conciencia a la
libertad femenina. Pienso que el despertar a la
libertad femenina modifica la historiografía actual restaurándola a la sensibilidad a lo vivo.
Karl Marx, por ejemplo, tuvo esta sensibilidad hace más de un siglo y medio, pero hoy su mensaje está cumplido (la derecha enarbola el ideal de justicia social). El pensamiento de
Marx sobre la historia ha sido desplazado por el
final del patriarcado, por la política de lo simbólico (Marx ignoró lo simbólico, ha escrito
Lia Cigarini) y por el
advenimiento de la
libertad femenina; es decir, por experiencias humanas independientes ya de la
modernidad y de su noción de progreso, experiencias que buscan simbólico vivo, palabras u otros signos para decirse y decir la experiencia de la
relación.
Todos los textos son resultado, más o menos logrado por mi parte, de la
relación, porque han sido suscitados por el
deseo de otra, deseo de otra de que yo interviniera en un contexto mixto de mujeres y de hombres, unas veces un contexto universitario abierto al público en general, otra el del Foro social catalán y mundial, otra el de una
Orden religiosa mixta, y otras el de la política de las mujeres, que no es excluyente. Son textos cuya sintaxis y
composición ha sido ordenada, no sé cómo, por la
música, precisamente por su ejemplo de ponderación compositiva, de salidas de tono, de desintegración y de
belleza inculcadas por la escucha, por el oído. Y, paralelamente, por la vivencia de lo difícil que es vivir y, no obstante, de la esperanza, dicho todo ello (y más) de la siguiente manera por
María Zambrano: “'La vie est impossible', ha dicho Simone Weil, añadiendo 'C'est le malheur qui le sait'. Mas en
verdad, ser es imposible; ser como
criatura sin más. Lo que quiere decir como
criatura nacida de una sola vez y pasivamente. Que despertar es seguir naciendo de nuevo, recrearse”.
5
Seguir naciendo de nuevo, recrearse, significa para mí en este tiempo, aprender la
compasión. Aprender la
compasión ayuda a reducir el individualismo y, así, ayuda a
desmodernizarse. Por
compasión entiendo algo que está muy cerca de la empatía tal y como la definió hace un siglo (en
1916 )
Edith Stein: “experiencia de la
conciencia ajena; experiencia vivida no-originaria que manifiesta una originaria”. A lo que añade: “Viviendo en la
alegría del otro, yo no experimento una
alegría originaria, esta no surge viva en mi Yo ni tiene tampoco el carácter de haber-estado-viva-antes, como la
alegría recordada [...]; el otro sujeto es originario aunque yo no lo viva como originario, la
alegría que mana en él es originaria aunque yo no la viva como originaria. En mi vivencia no-originaria me siento, igualmente, acompañada por una vivencia originaria que yo no vivo y que, sin embargo, existe y se manifiesta en mi vivencia no-originaria”; concluyendo que se trata de “un tipo de acto de experiencia
sui generis ” que “pone al ser inmediatamente como acto experimentante y alcanza directamente su objeto, sin representantes”.
6 Yo necesito ahora recrearme en este pensamiento, entre otras cosas porque este año, sorprendentemente, la mayoría del alumnado de mis clases de historia son hombres, y yo no sé lo que es ser un hombre. Pero noto en algunos de ellos que el intercambio es posible.
El primer texto de este libro, titulado
La revolución femenina: un cambio de orden simbólico, responde a mi experiencia de que el feminismo de la diferencia o, mejor, la práctica y el pensamiento de la
diferencia sexual, es lo que ha quedado del feminismo del siglo XX y de los movimientos de
emancipación que distinguieron a ese siglo, una vez sometidos a la destilación del tiempo y del intercambio de relatos de la experiencia. Queda una revolución casi incruenta (“casi” porque sigue habiendo a
diario asesinatos de mujeres por sus parejas o exparejas hombre a consecuencia de ella) y un mundo transformado desde su raíz, que es su política sexual. Queda también una masculinidad nueva, tocada por el feminismo, que hoy está en lucha con la masculinidad patriarcal. Entiendo que la alianza entre las mujeres y los hombres libres del patriarcado puede contribuir a despertar las conciencias occidentales a la
libertad femenina y, con ella, a un simbólico vivo, digno del presente.
El segundo texto, titulado
Haz el amor, no la guerra: vivir en el orden simbólico de la madre , afronta la
contradicción propia de la historia masculina contemporánea que lleva a que coexistan en nuestra sociedad, sin producir ninguna
contradicción social, el
amor a la
paz y la violencia extrema contra las mujeres, violencia como, entre otras, las nuevas formas de
prostitución. De la enormidad de esta
contradicción que se arrastra sin producir otra
contradicción, da cuenta, por ejemplo, el continuo incremento de la afición masculina al deporte (más a su relato que a su práctica, porque es simbólico lo que buscan, sin saberlo), afición que supera en la mayoría de los hombres a la afición por la política. El deporte escenifica a
diario la
necesidad extrema de ética que aflige a muchos hombres de hoy a consecuencia de su deslealtad para con los ideales más significativos de la revolución cultural masculina de
mayo del mayo del 68 , ideales de
amor y de
paz como condición de la
vida humana que marcaron su juventud y que, en muchos casos, ellos han transmitido a sus hijos e hijas o a sus alumnas y alumnos, pero no han sabido cultivar.
El tercer texto,
La política de las mujeres, toca el error principal cometido por la política masculina del último medio siglo: la confusión entre el
poder y la política. De este error advirtió apasionada y certeramente
Simone Weil mostrando que el
poder degrada a quien lo sufre, sí, pero degrada también a quien lo ejerce, ya que la
fuerza nadie la posee realmente. Pero la revolución cultural de
mayo del mayo del 68 no pudo entenderlo, porque entre
Simone Weil y esta revolución había un
abismo del orden simbólico que resultó insalvable, aunque ambas hablaran aparentemente la misma lengua.
En el cuarto texto, titulado
El sentido femenino de la perfección en Teresa de Cartagena y Teresa de Jesús, intento
sexuar la
perfección contrastando el
sentido femenino de la
perfección con el masculino. Pienso que hay una evidencia de los
sentidos que indica que entre hombres se tiende a entender la
perfección como un crear
ex nihilo, es decir, desde la nada. Es esta la idea del héroe o del artista moderno y contemporáneo, un hombre que, oficialmente, no depende de nada ni de nadie. Entre mujeres, en cambio, se encuentra con frecuencia una idea y vivencia de la
perfección entendida como un llevar a su cumplimiento algo ya creado por otra o por otro (más por otra que por otro, ya que con frecuencia se trata de una
vida). Es decir, en el
sentido femenino de la
perfección tienen preeminencia la experiencia y la
práctica de la relación, no el individualismo.
En los dos textos siguientes
Sexuar la historia probando con el feudalismo e
Interpretar el trabajo para poder contemplar: beguinas y mendicantas, someto algunas nociones del materialismo histórico a la prueba de la
libertad femenina, concretamente la noción de modo de producción feudal y la de desarrollo de las fuerzas productivas. De la prueba resulta que la noción de modo de producción se muestra insuficiente para expresar y explicar la historia de las mujeres, requiriendo ser sexuada para empezar a responder a las necesidades simbólicas de las historiadoras y de las lectoras de historia.
En el séptimo texto,
La fecundidad y la pobreza , busco caminos para que la experiencia de la
relación y, también, el simbólico vivo que las universitarias hemos llevado a las universidades desde el siglo XX penetren en el conocimiento tradicionalmente masculino, abriéndolo a un intercambio verdadero entre los sexos que comience el proceso de sexuación de ese conocimiento.
En el siguiente,
Yo en la psique creo muy poco, afronto la cuestión
delicada de la
laicidad remitiéndola a la costumbre históricamente patriarcal de convertir en
antinomias del pensamiento experiencias que, en lo simbólico vivo, son de
conflicto relacional, no de
conflicto dialéctico.
Por último, en
El signo de la libertad femenina hace historia de las mujeres, propongo la experiencia de la
libertad femenina como indicador eminente de lo que es hoy la historia de las mujeres. Con frecuencia, la historia reivindicativa ha llamado historia de las mujeres a episodios y acontecimientos de sometimiento o de discriminación y violencia que eran, en realidad, historia de los hombres, de sus luchas de
poder y de sus prohibiciones. Esta equivocación ha ido desviando a otros lugares (la
novela histórica, por ejemplo) el interés de mujeres y hombres por la historia de las mujeres, de la civilización y del mundo. Entiendo y sostengo que la
libertad femenina es un
universal como mediación sexuado en femenino, lo cual quiere decir que tiene validez y
sentido para significar y escribir la experiencia de mujeres y de hombres.
En breve, la experiencia de la
libertad femenina es de nuestro tiempo y, desde nuestro tiempo, remite a la Europa premoderna, la Europa llamada medieval, una sociedad fundada en la
relación, no en el individualismo. Hoy se empieza a oír decir que nos acercamos a una Edad Media postmoderna, entendida como apertura, mezcla y posibilidad,
7 no como las
tenebrae o tinieblas que le fueron atribuidas por algunos famosos humanistas, precursores de la
modernidad. La
libertad femenina, por su peculiar
sentido relacional, responde precisamente a la apertura, la mezcla y la posibilidad que buscamos hoy la gente.
Genealogía del texto
Los textos que forman el libro
Signos de libertad femenina han sido escritos todos ellos menos uno (el titulado
Haz el amor, no la guerra: vivir en el orden simbólico de la madre ) en el año
2011 . Tienen, por tanto, la vertebración que procede del haber sido pensados en tiempos muy cercanos entre sí y, también, del responder a la
necesidad de la
mediación con el otro sexo –el masculino–,
necesidad derivada del hecho de que el público que los escuchó en primer lugar era, excepto en una ocasión, un público mixto de mujeres y de hombres, y, en todos los casos excepto en ese uno, la
mediación esperable en el lugar en el que fueron presentados en forma de conferencia (la universidad, CosmoCaixa, la Sociedad Española de Estudios Medievales, el Foro Social Mundial) era una
mediación masculina. Por ello, el libro lleva el subtítulo:
En diálogo con la historia y la política masculinas.
Para una
mujer que elige serlo, la experiencia de ser escuchada en un contexto en el que la
mediación es femenina, es muy distinta de la de intentar darse a entender en un contexto masculino; sin que ello quiera decir que la
mediación femenina se dé en todos los contextos de mujeres, ni la masculina en todos los contextos de hombres: tendencialmente sí, pero nada más. Cuando la
mediación es femenina, el
placer es
seguro, también aunque haya conflicto, porque es conflicto entre quienes se entienden,
conflicto relacional, por tanto. Cuando la
mediación es masculina, el
cuerpo a cuerpo está garantizado y, con él, el
sufrimiento y la imposibilidad, aunque ganancia haya casi siempre.
Hoy, en un mundo en el que la
mediación femenina está perdiendo
presencia y vigor, dañada por el triunfo del principio de igualdad o
unidad de los sexos, es interesante, en mi opinión, intervenir en los lugares de
mediación masculina, no solo para dialogar con los hombres sino, sobre todo, para sustraer a mujeres del régimen del
poder y de la
fuerza, régimen al que han sido conducidas por el principio de
igualdad de los sexos.
La
genealogía concreta de los nueve capítulos que forman el libro (la
Introducción ha sido escrita después) es la que sigue. El texto que le da inicio, titulado
La revolución femenina: un cambio de orden simbólico, lo escribí para el Seminario
Paradigmas de Convivencia Planetaria ¡Ahora! organizado por el Foro Social Catalán y el Foro Social Mundial en Barcelona, y celebrado el
15 y
16 de octubre de 2011 , en el
auditorio de La Pedrera, en el marco de las jornadas "8ª Diáspora Sin Fronteras", actos todos ellos gestionados por
Sandra Campos, con la que me puso en contacto
Elizabeth Uribe Pinillos. El día en el que me tocaba hablar estuve
enferma, de modo que la conferencia la di más tarde, el
14 de noviembre de 2011 , en otro contexto, la sede de Barcelona (
Casa Garriga Nogués) de la Asociación Alumni UB, es decir, de exalumnas y alumnos de la Universitat de Barcelona. El contexto fue un encuentro promovido por el
Centre de Recerca de dones Duoda para dar a conocer la ciencia que ahí se crea y se transmite.
El segundo texto,
Haz el amor, no la guerra: vivir en el orden simbólico de la madre , fue escrito por invitación de
Marta Selva Masoliver y
Anna Solà, entonces presidenta y vicepresidenta del Institut Català de les Dones de la Generalitat de Catalunya, para el acto "La relació dels sexes i entre els sexes", dentro del encuentro "Fer impensable la violència. Jornades per a la prevenció de les violències envers les dones", celebrado en la sala Ágora de CosmoCaixa en Barcelona el
18 -
19 de noviembre de 2005 .
El tercer texto,
La política de las mujeres, nació del
deseo de
Remei Arnaus, profesora de la Universidad de Barcelona y exdirectora de Duoda, de que el pensamiento de la
diferencia sexual estuviese presente en el acto ""Com governen les dones en el final del patriarcat" celebrado en el Aula Magna del edificio histórico de la Universidad de Barcelona el
10 de marzo de 2011 , acto organizado por la Unidad de
Género de la Facultad de Pedagogía.
El siguiente, titulado
El sentido femenino de la perfección en Teresa de Cartagena y Teresa de Jesús , me fue pedido por la carmelita italiana
Cristiana Dobner, entonces alumna del máster
online en Estudios de la
Diferencia Sexual, de Duoda. El contexto fue el "Segundo Congreso Internacional Teresiano:
Camino de
Perfección", celebrado en
Ávila, en el Centro Internacional Teresiano Sanjuanista (CITeS), Universidad de la
Mística, entre el
29 de agosto y el
4 de septiembre de 2011 , en el marco de la celebración del quinto centenario del nacimiento de
santa Teresa de Jesús, celebración que culminará en 2015.
Sexuar la historia probando con el feudalismo fue, en su primera versión, una conferencia que di en la Universitat de
Girona el
25 de enero de 2011 , invitada por
Mª Elisa Varela Rodríguez. La segunda versión fue preparada para una posible publicación en homenaje a
Cristina Segura Graíño.
Interpretar el trabajo para poder contemplar: beguinas y mendicantas, es un texto que desarrolla ideas expuestas en el anterior. Lo presenté en la Universidad de
Valladolid, en la Sala de Juntas de la Facultad de Filosofía y Letras, invitada por
Mª Isabel del Val Valdivieso y
Cristina Rosa Cubo, el
3 de octubre de 2011 , en el encuentro "
Ora et labora: dos facetas de la actividad femenina a través de la historia", organizado por el Grupo de investigación Leticia Valle.
La fecundidad y la pobreza fue escrito por
deseo, de nuevo, de
Remei Arnaus i Morral, para la Jornada "Espai Gènere 2.0. Qüestió de sexe?" concretamente para la Mesa redonda "Què aporta el feminisme a la universitat d'avui?" celebrada en el
Espai Bar de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de
Barcelona el
26 de octubre de 2011 , organizada por la Unidad de
Género.
El octavo texto, titulado
Yo en la psique creo muy poco, me fue pedido por
Mercè Otero Vidal para un encuentro en Ca la Dona de Barcelona sobre Laïcitat i feminisme, celebrado el
24 de marzo de 2011 . Es el único texto del libro escrito para un espacio de
mediación femenina.
Por último,
El signo de la libertad femenina hace historia de las mujeres, lo escribí, por invitación de
Mª Isabel del Val Valdivieso, para el encuentro de la Sociedad Española de Estudios Medievales celebrado en
Murcia y
Lorca los días
16 -
18 de marzo de 2011 , presentándolo en la sala de conferencias del Museo de Bellas Artes de
Murcia.
Ninguno de estos textos habría sido escrito sin la existencia del Centro de investigación de mujeres Duoda y de las compañeras y amigas que lo sostienen (sostenemos) desde hace muchos años.
Publicaciones
La política de las mujeres está colgado en la página web de Duoda:
http://www.ub.edu/duoda
El sentido femenino de la perfección en Teresa de Cartagena y Teresa de Jesús está previsto que sea publicado en las "Actas del Segundo Congreso Internacional Teresiano:
Camino de
Perfección".
Sexuar la historia probando con el feudalismo podría ser publicado en el Homenaje a
Cristina Segura Graíño.
Interpretar el trabajo para poder contemplar: beguinas y mendicantas podría ser publicado a medio plazo por la Universidad de
Valladolid.
El signo de la libertad femenina hace historia de las mujeres está previsto que sea publicado por la Sociedad Española de Estudios Medievales.
Los textos restantes, así como la Introducción, son inéditos.
Versiones y traducciones
El texto
Yo en la psique creo muy poco ha sido traducido al catalán por Mercè Otero-Vidal:
Jo, en la psique hi crec molt poc, "Ca la Dona" 73-5 (junio 2011) 5-7,
http://wwwcaladona.org/revista
Otros estudios
Publicaciones relacionadas con este libro
DUODA. Revista de Estudios Feministas,
http://www.ub.edu/duoda.
Via Dogana. Rivista di pratica politica,
http://www.libreriadelledonne.it.
María-Milagros Rivera Garretas,
El Amor es el Signo. Educar como educan las madres. Madrid, Sabina Editorial, 2011;
http://www.sabinaeditorial.com.
La historia viviente
Signos de libertad femenina. (En diálogo con la historia y la política masculinas) es un libro que responde a la
necesidad de
mediación que siente una historiadora en la sociedad de hoy, una sociedad en la que las mujeres estamos presentes corporalmente en todos los lugares en los que deseamos estar, pero estamos con el
alma a medias, como sí pero no, como si una estuviera pero sin estar. “Y el hacer una cosa 'como si' fuese otra”, –escribió
María Zambrano en
Hacia un saber sobre el alma – “la resta y socava todo su
sentido, y pone en
entredicho su
necesidad ”.
8 Las mujeres, en general, seguimos sin entregarnos al régimen masculino de significado y a su
mediación imperante en la sociedad, aunque nos dejemos deportar a él, porque sabemos a ciencia cierta que nuestras necesidades simbólicas son distintas de las de los hombres.
Este libro reponde, pues, a mi
necesidad personal de no estar en la universidad, que es donde
trabajo y hago política, “como sí”, como si no fuera una
mujer, como si mi
alma no estuviera sexuada en femenino.
A lo largo de mi
vida universitaria, he compaginado casi sin interrupción la investigación y la docencia de la historia medieval (todavía de raíz y
mediación masculina) con la de la historia de las mujeres de
mediación femenina, es decir, atenta a la sexuación de la
libertad. Mi primer
trabajo reglado de investigación –la tesina de Licenciatura en Historia en la Universidad de
Barcelona– lo dediqué en el año
1970 a la Orden de Santiago en Uclés en el último cuarto del siglo XV. El segundo –la tesis de
Master of Arts en The University of
Chicago– lo dediqué, en
1977 , a la historia de las mujeres en la Edad Media. Mi primer libro publicado fue un estudio de historia social de los siglos XII y XIII; el segundo, una
obra de historia de las mujeres en la Europa medieval. El libro que ahora presento es una instancia más, transformada por lo que he ido conociendo por experiencia, de la que ha sido desde sus comienzos mi
vida profesional y política como historiadora;
vida orientada por la búsqueda de mediaciones que propicien el intercambio
libre entre la historia de las mujeres y la Historia, escrita con mayúscula por lo imponente de su masculina construcción.
De
Luisa Muraro aprendí, hace unos años, a expresar esta búsqueda en términos de
necesidad de conocer la
relación que existe entre el hecho de ser
mujer –un hecho casual pero necesario– y la historia de este mundo. Esta
relación, como todas las relaciones humanas no cristalizadas, es susceptible de historia, porque es una
relación que ha cambiado y que está cambiando de forma impresionante en nuestro tiempo; además, yo estoy dentro de ella en primera persona, es decir, por
necesidad. En la historia de este mundo, y todavía hoy, las mujeres somos una realidad muy presente pero que se queda en la sombra, como si no se encontraran las palabras para decirla. La historia de la historiografía revela que las mujeres estaban en los momentos en los que ocurrían las cosas, y que se les dejaba en la sombra solo en un segundo momento: por ejemplo, en el momento de hacer un relato oficial o de escribir una síntesis o un manual. Este libro indaga, desde su ámbito propio, en la misma pregunta en torno a la
relación entre el hecho de ser
mujer y la historia de este mundo.
Al repetido quedarse las mujeres en la sombra cuando se escribe Historia, se le ha dado con frecuencia la respuesta de la discriminación sexista. Esta respuesta surgió en el feminismo de las reivindicaciones, que interpretó la escasa
presencia de las mujeres en la Historia como una carencia cuya culpa le fue atribuida al patriarcado. Pero, como descubrimos hace años en el movimiento político de las mujeres cuando algunas caímos en la cuenta de que, atribuyéndoselo todo al patriarcado, nos quedábamos sin
libertad femenina, esa respuesta no basta. Hoy es posible decir que la ausencia de las mujeres de la Historia es
deseo de algo: deseo de estar en la Historia manteniendo viva la
fidelidad al hecho de ser
mujer, un hecho cuyo
sentido es reinterpretado una y otra vez en el tiempo.
9 Pienso que hay, en la Historia, una ajenidad femenina que se corresponde con una opción
bien precisa, aunque poco investigada. Y que hay una ausencia femenina que se corresponde con una forma de
presencia que nuestra cultura científica, marcada por el positivismo y por el paradigma de lo social, no consigue captar. Querría encontrar el punto de vista y la voz de esta
presencia y de esta opción, no para dejar testimonio de ella y nada más, sino para, partiendo de los puntos de vista femeninos, entablar una
relación libre de intercambio entre la investigación en historia de las mujeres y la investigación en Historia. Porque es un hecho aceptado que la investigación en Historia de las mujeres, aunque elaborada con los mismos métodos y, frecuentemente, con las mismas ideologías que la investigación en Historia, no ha entrado apenas en diálogo fructífero con ella. Interpreto este hecho como un defecto de
mediación.
¿Qué indicios mediadores he encontrado al ofrecer, oralmente y en
presencia, los textos que forman este libro?
De la presentación de
La revolución femenina: un cambio de orden simbólico, recuerdo la sala sorprendentemente llena (sorprende en contraste con la frecuentación de las conferencias en la universidad, tal vez porque la docencia ya satisface al alumnado), algunas caras de chicas jóvenes absorbidas como si bebieran algo deseado, otras impenetrables, la intervención de una
mujer preguntando qué hacer para sustraer de la deportación simbólica a políticas profesionales de la igualdad, y la de un hombre diciendo “me quedo con lo de una masculinidad tocada por el feminismo”.
De
Haz el amor, no la guerra: vivir en el orden simbólico de la madre , recuerdo la intensidad de la vibración suspendida en el aire, vibración que, en los pasillos, entendí que venía de mujeres con mucho saber de la experiencia que conectaban, felices, con la idea de orden simbólico de la
madre; y recuerdo también, a mi lado en la mesa, a un hombre conocido, esquivo conmigo, que –recuerdo confusamente– resultó algo después imputado de un grave delito contra el orden simbólico de la
madre.
De
La política de las mujeres recuerdo la
alegría de la mucha
presencia, en un acto universitario, de mujeres del feminismo; y, también, a una profesora presa del régimen masculino de significado.
De
El sentido femenino de la perfección en Teresa de Cartagena y Teresa de Jesús , recuerdo mi susto ante un auditorio lleno de monjas y monjes –una experiencia nueva para mí– y el
trabajo forzado de la
lectura, que no encontraba eco en cuerpos que me parecían separados por un muro invisible; y, poco a poco, las señales de incomodidad de algunos monjes y de
placer de algunas monjas, que luego se confirmó, esta última, por los pasillos. Yo no sabía, al ir, que había en las órdenes teresiana y sanjuanista (carmelita descalza) un conflicto profundo en torno a la
diferencia sexual en la
vida del
espíritu.
De
Sexuar la historia probando con el feudalismo recuerdo la sensibilidad de las alumnas y alumnos que han tenido en clase a una profesora que conoce y practica la
diferencia sexual, algo que ocurre, no sabemos con qué frecuencia, en la universidad.
De
Interpretar el trabajo para poder contemplar: beguinas y mendicantas, recuerdo la sensación de lucha a brazo partido con el régimen masculino de significado que sigue teniendo tanto sitio en la universidad, y mi
incapacidad de encontrar un lenguaje verdaderamente mediador.
De
La fecundidad y la pobreza recuerdo la preciosa sensación de estar ante un público –y había mucho público– que lo entendía todo, aunque no siempre estuviera de acuerdo (o precisamente por eso). Allí sí hubo
mediación con la política masculina y hubo, también,
mediación entre los sexos y descubrimiento mutuo. De un compañero que estaba en la mesa aprendí una expresión buenísima que después me dio juego en clase y que –tengo que decirlo– irritó bastante a algunos alumnos: la expresión “descentrarme”, descentrarse un hombre para empezar a entender la diferencia de ser
mujer y, también, su propia
diferencia sexual. Esos chicos o alguno de ellos, buenos estudiantes, vivieron la propuesta de descentramiento, muy emotivamente, como una amenza y una casi-ofensa.
De
Yo en la psique creo muy poco recuerdo el peso de la deportación simbólica de algunas mujeres cristianas luchando por la igualdad en la
Iglesia jerárquica, y la de algunas jóvenes anticristianas en lucha por desacralizar capillas.
Finalmente, de
El signo de la libertad femenina hace historia de las mujeres recuerdo la
presencia de una
magistra de Duoda y sus amigas, que con su atención me ayudaron a sacar adelante la presentación de un texto difícil, y, también, la actitud positiva de varias compañeras y compañeros medievalistas que, sin explicitar mucho, me tendieron su disponibilidad a la
mediación.
Enlaces de interés
http://www.libreriadelledonne.it/.
http://www.diotimafilosofe.it/.
http://www.donnealtri.it/.
http://www.donneconoscenzastorica.it/.
http://www.caladona.org/
http://www.unapalabraotra.org/.
http://www.madres.org/
http://www.creatividadfeminista.org/.
http://www.patcarra.it/
http://www.iaphitalia.org.
http://www.the-paraclete.com/
http://www.sabinaeditorial.com.
http://www.ub.edu/duoda/diferencia.
La revolución femenina: un cambio de orden simbólico
La revolución femenina de la que voy a hablar aquí comenzó hace aproximadamente cuatro décadas, cuando algunas mujeres universitarias y feministas tomamos
conciencia de que la revolución no era neutra sino sexuada. Es decir, no la vivimos igual ni la entendemos igual las mujeres que los hombres. Sin determinismo alguno.
Luce Irigaray avivó la lumbre cuando escribió, en su
Ética de la diferencia sexual , que la
vida, frente a la máquina, es sexuada, siempre y en todas partes.
10 Poco a poco, al ir interpretando nuestra propia experiencia a la
luz de este descubrimiento, algunas nos dimos cuenta de que no solo la
vida es sexuada, sino también todo lo que hace y piensa quien está vivo o viva. Siempre que no se deje llevar, inconsciente, sub o conscientemente, por las ideologías, es decir, por doctrinas impuestas o sostenidas desde instancias del
poder social.
Que la revolución sea sexuada, lo entendimos en la práctica. De mi propia historia en los años
setenta del siglo XX recuerdo el momento decisivo de ponerme a mí misma en palabras este
deseo: “No quiero hacer de mi novio, compañero o hermano, un patriarca”. Y no lo hice. Veinticinco años después, pudimos decir: el patriarcado ha terminado.
11 Y añadir: decir esto ha sido una revolución que ha transformado el mundo, y lo sigue transformando. Ha sido una revolución que no busca un nuevo paradigma o varios, sino un reencuentro con el orden simbólico de la
madre.
12 Esta es, en mi opinión, la ofrenda que traemos bastantes mujeres de hoy a la reinvención de la convivencia política.
El no hacer de tu novio, amigo, marido, chico o compañero un patriarca, no fue una revolución social.
13 Aunque haya cambiado la sociedad desde su raíz, no ha sido una revolución social porque no ha ido en contra de nadie; es decir, no se ha servido de ninguna instancia de
poder. Para ir en contra, hace falta
poder. Ha sido y sigue siendo una lucha, pero no una lucha antagónica sino una lucha de transformación personal, transformación personal que repercute casi instantáneamente en la transformación del propio entorno y, en consecuencia, del mundo. Porque el protagonismo material de la historia es de la gente que habitamos el mundo, no del
poder social. La propia transformación (y esta es una idea de
Lia Cigarini) modifica la realidad porque modifica mi
relación con la realidad; por eso –añade
Lia Cigarini– es lo más genuinamente político que hay.
14
La veracidad de esta aseveración la muestra el hecho de que la violencia contra las mujeres, por enorme que haya sido o sea, no provoca ninguna
contradicción social: ni siquiera la provoca cuando alguna de nosotras es
asesinada diariamente en los países de Europa. Provoca desconcierto, sí, pero no
contradicción social: el desconcierto es una cuestión del orden simbólico, precisamente.
Durante un tiempo, incluso las feministas creímos que el no hacer de tu hombre un patriarca era algo que iba en contra de él, ya que le deponía de prerrogativas que entonces eran consideradas privilegios: el principal, la prerrogativa de que una
mujer le prestara gratuitamente todo tipo de servicios, incluido el importantísimo
servicio simbólico (que no es un privilegio
fantasioso sino de
sentido y, por tanto, material) de reflejarle –como había escrito irónicamente mucho antes
Virginia Woolf– al doble de su tamaño natural.
15 Pronto descubrimos que no, que no íbamos en contra de él, porque le amábamos (al menos de momento). Empezamos entonces a decir, en el movimiento político de las mujeres, que el feminismo valía para el mundo entero, no solo para la
libertad de las mujeres ni para su
liberación. Caímos así en la cuenta de que los hombres de entonces sufrían mucha opresión y tenían, por tanto, cosas muy importantes de las que liberarse: en primer y principal lugar, estaban sometidos a la obligación de sostener un sistema de opresión (el patriarcado) y, en consecuencia, a la penalidad de ejercer violencia patriarcal.
Fue así como caímos en la cuenta de que la revolución, si está viva, es sexuada: no es una sino dos. Nuestra revolución era y es una revolución femenina; la entonces llamada revolución, era una revolución masculina. Sin determinismo alguno, ya que un hombre podía entonces y puede hoy elegir nuestra revolución, y una
mujer podía y puede no elegirla. Las que fundaron en
1975 y sostienen hoy la Librería de mujeres de Milán han escrito en un libro titulado
No creas tener derechos : “El ser
mujer se elige sabiendo que no es objeto de elección”.
16
Si la revolución femenina no ha sido una revolución social ¿qué ha sido? Ha sido un desplazamiento sin precedentes del
sentido de la
vida y de las relaciones. En otras palabras, ha sido y es una revolución del orden simbólico. Caer en la cuenta de que el
poder degrada, sí, a quien lo sufre, pero degrada también a quien lo ejerce,
17 o, dicho más sencillamente todavía, que no es un privilegio el tener derecho a oprimir, es una
revolución simbólica, una revolución que deja patas arriba el régimen de significado propio de nuestra cultura occidental desde la época moderna. Y si consigues que este antiguo régimen de significado no se te caiga encima, es una revolución que, sin nuevos derramamientos de
sangre, alivia sufrimientos y desata cadenas que resultaban hasta entonces insoportables porque no accedían al lenguaje.
Para que el antiguo régimen de significado no se te caiga encima, las mujeres hemos inventado una política que distingue al feminismo de la diferencia de nuestro tiempo: es la política de las mujeres. La política de las mujeres consiste en el partir de sí, en la propia transformación y en la
práctica de la relación.
Laura Colombo y
Sara Gandini, de la Librería de mujeres de Milán, han escrito recientemente, en un artículo en la página
web de la
Libreria delle donne di Milano de la que ellas son
webmatres, un artículo dedicado a la política diez años después de los hechos de
Génova de
2001 :
“El feminismo es un pensamiento y una práctica cotidiana, un
deseo que trae cambios y revoluciones, es partir de sí para llegar al mundo: nada más alejado del
poder y de sus lógicas. Se trata de
conflictos de
naturaleza simbólica, es decir, en el punto en el que nuestra experiencia es interpretada y representada. Es una cuestión de mirada: la política de las mujeres no pretende dar un vuelco a la realidad destruyéndola, sino que apuesta por el cambio del nexo que cada una, cada uno, entabla con la realidad. La
revolución simbólica, o sea, la mirada nueva, tiene consecuencias profundas, no menos significativas que las de una revolución que pasa el sistema a
sangre y
fuego. Lo vemos: la
libertad femenina ha sido pasada de una generación a otra en las familias, en las escuelas, en las universidades, en los lugares de ocio.”
18
Tomar
conciencia de que la política consiste en partir de sí, en la propia transformación y en la
práctica de la relación, es el inicio de la
revolución simbólica. Porque es dejar definitivamente atrás el patriarcado y, con él, el Despotismo ilustrado y las ideologías que lo sustentaban. Dicho de otra manera, la
globalización no pide más
colonización. Lo que pide es lenguaje que traslade a la política la propia experiencia personal y la haga verdaderamente común. La filósofa
María Zambrano lo atisbó en su libro
Notas de un método al escribir en los años
ochenta del siglo XX : “Una nueva
concepción de la claridad, una atención a las formas discontinuas de la
luz y del tiempo, se abre
camino ya, aun dentro de la llamada psicología de lo profundo. Y así también, en la Fenomenología de
Husserl. Ambas carecen de una última exploración metafísica. Una metafísica experimental, que sin pretensiones de totalidad haga posible la experiencia humana, ha de estar al nacer.”
19
La metafísica experimental que, sin pretensiones de totalidad, hace posible la experiencia humana, nació cuando en
1995 algunas feministas – las de la Librería de mujeres de Milán– tomaron
conciencia y nombraron el
final del patriarcado. Lo nombraron como una
revolución simbólica o revolución de
sentido. Escribieron en un texto titulado
Ha ocurrido y no por casualidad:
“El patriarcado ha terminado, ya no tiene
crédito femenino y ha terminado. Ha durado tanto como su capacidad de significar algo para la
mente femenina. Ahora que la ha perdido, nos damos cuenta de que, sin ella, no puede durar. No se trataba, por el lado femenino, de estar de acuerdo [...]. Era, más
bien, un hacer de
necesidad virtud. Pero que ahora ya no se hace. Ahora es otra época y otra historia, tanto que lo que se decidió sin o en contra de ella, se ha vuelto caduco, como si le hubiera obedecido siempre a ella. ¡Qué raro! Pero ¿vale, quizá, para las relaciones de dominio lo mismo que para el
amor, que hace falta ser dos? Ahora a ella ya no le va, ya no es la misma; ha cambiado, como se suele decir [...]. Lo decimos sin triunfalismos. Nos toca medirnos con la desmesura de un saber de la
vida demasiado grande, como es el nuestro, con el intercambio demasiado intenso que circula entre mujeres, con la enormidad de un logro histórico –el final del patriarcado– que se traduce, inevitablemente, en la enormidad de la tarea.”
20
¿Qué es, entonces, el
final del patriarcado? El
final del patriarcado es un proceso singular, que se da en cada
mujer, como se dio en singular la toma de
conciencia feminista, toma de
conciencia que transformó, de
mujer en mujer, la sociedad entera. Consiste en dejar de dar
crédito a un enemigo cuyo lugar en la
vida de esa
mujer ya no es el que era. Cuando una
mujer desplaza al enemigo fuera de ella, se le abre un espacio de ser en el que hay juego y sitio para la
libertad. Se da en una
mujer, sea esta
rica o
pobre,
emancipada o
ama de casa, sea cual sea el lugar que ella ocupe en el mundo. Porque la
libertad femenina no es un privilegio de Occidente.
Si no registra cambios de tanta importancia como este, el feminismo puede acabar domesticando; puede acabar convirtiéndose en lo que
Vandana Shiva llamó feminismo patriarcal: un feminismo que no puede vivir sin el enemigo, quedándose en las reglas que él define.
21 Un feminismo que olvida que el patriarcado, como cualquier otro sistema de
poder y de dominio, no ha ocupado nunca la realidad entera ni la
vida entera de una
mujer; excepto para una mirada totalitaria.
La transformación que propone el
reconocimiento del
final del patriarcado es política de lo simbólico. Política de lo simbólico que a mí me parece especialmente solicitada por el Occidente de hoy, entre otras cosas porque
Karl Marx y
Friedrich Engels no desarrollaron una filosofía del lenguaje; y no la desarrollaron porque en su época, la primera mitad del siglo XIX, no se sentía la
necesidad de ella que hoy se siente. No se había, probablemente, empequeñecido la
presencia del orden simbólico de la
madre como se empequeñeció en el siglo XX, el siglo de la
guerra incesante y del fraude de la igualdad.
Pienso que se puede conjeturar que la ocupación por mujeres de instancias de
poder, si no va acompañada de simbólico propio, simbólico nacido del
reconocimiento de
autoridad femenina, es una
fuente en
potencia de violencia entre los sexos. Pienso que puede leerse en esta clave el horror de mucha de la violencia contra las mujeres, violencia que es, hoy, uno de los grandes escollos con que se encuentra la política masculina.
¿Por qué? Porque el apropiarse de relaciones sociales sin dotarles de simbólico original, de simbólico que no copie ni asuma lo ajeno sino que diga partiendo de sí lo que esas relaciones son ahora, es decir, relaciones con o de mujeres, deja una
contradicción y un vacío de significado que obstaculizan o impiden la
relación de confianza, produciendo caos en los cuerpos, produciendo rebelión en los cuerpos; esos cuerpos que son humanos precisamente porque simbolizan, porque hablan de sí, porque, llevando su experiencia a la lengua, hacen política auténtica, en el
sentido más literal de la
palabra, es decir, desde sí. Lo cual exige que en el pensamiento, en la política, el juego sea no a uno sino a dos: mujeres y hombres. Como en
casa o en la
calle. Sin que un sexo sea ni superior ni inferior ni igual que el otro: aunque uno sea el
origen de los dos.
¿Qué quiero decir, entonces, con “un cambio de orden simbólico”?
22
Hay en el vocabulario común de lo político una
palabra que persiste: es la palabra “
modernidad ”. Es una
palabra que significa lo más nuevo, lo más de hoy, como en la
moda; deriva del adverbio latino
modo, “al presente”, “ahora”, que procede a su vez de la raíz indoeuropea *med-. “medir”. La
modernidad es, pues, la
medida del presente. Así la usaban, por ejemplo, en el siglo XII, hablando de sí misma como moderna la gente que marcaba o quería marcar las tendencias de su presente. Esta
palabra, sin embargo, hace siglos que se detuvo en el tiempo, cristalizada en un significado que ha dejado de depender de la lengua materna y de su depositaria, la
madre y, con la madre, la
comunidad de hablantes. Es decir, la
modernidad se ha vuelto inmovilista, a pesar o, mejor, a consecuencia de las agitaciones continuas que han jalonado su historia.
Lo que fue nuevo y moderno en el siglo XVI, que es cuando empieza la
modernidad o Edad Moderna, sigue siendo hoy moderno o postmoderno, sin que nuestra cultura occidental haya sabido o querido
dar a luz para decirse un nombre nuevo. La realidad ha cambiado, y mucho, desde el siglo XVI, pero la lengua indica que su sustancia más íntima sigue siendo la misma o muy parecida a la de entonces.
Los rasgos más visibles de la
modernidad y de la
postmodernidad son el absolutismo político, la catolicidad (hoy llamada
globalización), el imperialismo y la técnica. Más profundo y, por ello, menos visible es otro rasgo: la transformación radical de la política sexual.
23 Por política sexual entiendo dos tipos de relaciones que afectan a todo el mundo: las que entablamos y sostenemos las mujeres o los hombres con el otro sexo, y las que cada sexo entabla y sostiene consigo mismo, es decir, las interpretaciones y valoraciones que continuamente hacemos las mujeres y los hombres del hecho de haber nacido
mujer u hombre, ya que la sexuación humana pide ser continuamente interpretada porque es el primer dato histórico que el propio
cuerpo ofrece y padece. La política sexual impregna y matiza todas las relaciones humanas, tanto en
casa como en la
calle, tanto en el juego como en la
escuela, tanto en el
trabajo como en la
sanidad, el deporte, los medios de comunicación, el arte o la política profesional.
La transformación radical de la política sexual en la
modernidad no fue fruto del
amor entre mujeres y hombres sino de la violencia de algunos de estos contra aquellas. La violencia consistió principalmente en reducir el valor de lo femenino
libre persiguiendo, a veces implacablemente, las manifestaciones y las expresiones de la
libertad femenina. Esto no se hizo arbitrariamente ni en desorden sino para implantar en Europa un modelo nuevo de
Estado, modelo que suele llamarse
Estado moderno y que es el
estado absoluto o absolutismo moderno. El absolutismo es sencillamente
poder total y absoluto, o que aspira a serlo, porque la
fuerza nadie, en realidad, la posee verdaderamente.
Para implantar el absolutismo, fuera en el siglo XVI con la
monarquía asoluta o fuera en el XX con las dictaduras, tanto fascistas como del proletariado, hubo que resituar el
amor en la
vida de la gente. Hubo, por tanto, que hacer el
trabajo sucio de resituar a la
madre y al orden simbólico que ella enseña. Porque la
relación con la
madre es, para mujeres y hombres, la
escuela primera del
amor. Nadie hace guerras ni civiles ni imperiales ni de religión, con la destrucción de
vida y convivencia que ello comporta, nadie obedece ciegamente a un dictador o a un rey absoluto, con la destrucción de política que ello comporta, si la
relación con la
madre y con el orden simbólico que ella enseña está intacta.
Por eso, lo nuevo que la
modernidad trajo a
Europa, y lo trajo para quedarse hasta hace poco, hasta el
final del patriarcado, fue un cambio de orden simbólico. Para ello, la
madre fue apartada lo más posible de la
vida adulta de sus hijos e hijas, especialmente de sus hijos (hasta el punto de que en el siglo XX algunos pudieron hablar en serio de complejo de Edipo o de
envidia del pene), lo femenino
libre fue perseguido hasta hacerlo desaparecer de la enseñanza reglada, y la
competencia simbólica sobre el
cuerpo, que la
madre da con el
cuerpo que regala, se la fue atribuyendo legalmente el
Estado, aliado hasta hace poco con la
Iglesia jerárquica.
El cambio de orden simbólico que impuso a
Europa la
modernidad necesitó, logicamente, de la caza de brujas. Solo esto puede explicar esta tragedia insoportable de la historia humana masculina. Digo “lógicamente” con
ironía, porque el racionalismo moderno y su lógica triunfaron a costa de las mujeres y de lo femenino
libre,
24 que desborda los límites de la lógica en los que el hombre moderno estereotipado se sintió
seguro.
El final de la caza de brujas a partir de
1700 lo asocia la historiografía de todas las tendencias con el triunfo de la revolución científica del siglo XVII. Lo femenino
libre y las mujeres están del todo ausentes de esta revolución. Con la revolución científica triunfa el racionalismo, muere el demonio y la gente deja de creer en la existencia de las brujas y del demonio. La caza de brujas se vuelve impensable. ¿Triunfó el Racionalismo a costa de las mujeres? ¿Triunfó el Racionalismo a costa de la
madre y del orden simbólico que ella enseña?
Durante la
modernidad y la
postmodernidad, la garante de lo simbólico ha sido la ciencia. No podemos ni decir ni enseñar mas que lo que está científicamente probado y, si algo está científicamente probado, es decible aunque repugne a la experiencia (“
guerra humanitaria”, por ejemplo). Pero hoy, al
final del patriarcado, la ciencia se tambalea como garante del orden simbólico. Hoy sospechamos ya de la frase: “No hay pruebas científicas que demuestren que eso o aquello es tóxico”, por ejemplo. Es la ocasión para que la política no se confunda con el
poder y la gente tomemos
conciencia de que es posible y deseable cambiar de orden simbólico sin violencia y reconozcamos que la garante de lo simbólico es la
madre, que enseña a hablar a sus hijas e hijos en una
relación amorosa que no excluye a nadie. No hay revolución más grande y más pacífica que la que trae esta toma de
conciencia.
Para acabar de traerla al mundo, sirve hoy el interpretar la realidad que cambia en téminos, en primer lugar y en toda ocasión, de política sexual. Hasta hace muy poco, por ejemplo, hemos vivido en Libia una
guerra que muchos parlamentos democráticos han votado favorablemente y que la mayoría de las conciencias en ellos (supuestamente) representadas, en especial las femeninas, rechazan porque es pensable que la
guerra nunca es humanitaria ni la justifica el bienestar económico, por más luchas que haya costado el obtenerlo. La democracia ya no basta para salir de la
contradicción, ya que la
contradicción la ha planteado la propia democracia. Al mismo tiempo, la gente sabemos íntimamente que eso no significa que no sirva la democracia. ¿Cómo entenderlo? Tomando nota de algo que está a la vista: la
guerra de
Libia no ha sido un pulso por la democracia sino un pulso entre dos formas de masculinidad, dos formas de masculinidad que están escenificando su conflicto en la cúspide de las instancias del
poder, instancias que tienen ahora también actoras y espectadoras, de manera que también las mujeres podemos enterarnos
bien. Una de esas dos masculinidades es la
vieja, la patriarcal, la que responde a los
conflictos con guerras, no con palabras; la otra es la tocada por el feminismo, una masculinidad de
poder débil, más amorosa y mucho menos violenta, que dice no a la
guerra y sabe retirar las tropas de donde nunca debieron estar.
25 En
Libia, esta masculinidad
libre (libre de los mandatos que el patriarcado imponía al hombre) ha sido derrotada, en las figuras de
Obama y de
Rodríguez Zapatero, por la masculinidad patriarcal. Ha sido derrotada entrando en la
guerra. Lo acontecido en septiembre de 2011 en la base de
Rota lo confirma. Ha sido derrotada porque no se supo interpretar lo que estaba ocurriendo cuando la gente salió a la
calle para quitarse un patriarca que ejercía de dictador de izquierda, es decir, no se supo interpretar la realidad en términos de política sexual. Las nuevas masculinidades, si son libres, son hoy las nuevas brujas.
Si no se entiende esto, no se entiende eso tan urgente y tan difícil de entender que es el presente; y no se encuentra a sus
conflictos salida política. Para que el orden simbólico cambie sin violencia y sin caerse encima de la gente, es
imprescindible hoy, en mi opinión, registrar lo que ya está y no equivocarse de enemigo. Lo que ya está es que el patriarcado ha terminado y que, por ello, la
madre puede volver a ser reconocida como garante de lo simbólico. Nadie más: ni la
comunidad científica, ni el derecho, ni las iglesias jerárquicas, ni el dinero.
Haz el amor, no la guerra: vivir en el orden simbólico de la madre
La generación de mujeres y de hombres que era joven a finales de la década de los sesenta del siglo XX inventó una consigna que dio la vuelta al mundo y que ha quedado en la
memoria corriente: “Haz el
amor, no la
guerra ”. La consigna tenía algo de la
risa de la
libertad y tenía la ligereza de una
revolución simbólica. Una
revolución simbólica es el descubrimiento instantáneo de
sentido nuevo de la
vida y de las relaciones, vida y relaciones que son lo que a la gente más nos importa en el mundo; una
revolución simbólica es, pues, el soltarse un nudo de la
luz que no me dejaba resolver un problema agobiante de comunicación con la realidad y con las mujeres u hombres con quienes estoy en
relación.
Hoy, esa consigna preciosa la seguimos recordando pero no la decimos ya. Su mensaje se ha quedado en suspenso, como si pidiera cuentas en torno a su cumplimiento, como preguntándonos qué hemos hecho de ella la gente que la inventamos, a la manera de un fantasma recurrente que reclama respuesta y que, por ser fantasma, resulta bastante incómodo. Hoy, las mujeres que dijimos esa consigna padecemos la violencia de los hombres que la dijeron, como si entre el mundo soñado entonces y el actual se hubiera colado un gran error. Pues es una evidencia que las mujeres estamos padeciendo la violencia de los hombres que soñaron con poner el
amor en el lugar que entonces ocupaba la
guerra. Como todo el mundo sabe, la violencia contra las mujeres está hoy en las casas, está en la
calle, y está en ese espacio violentísimo, un espacio que no es ni
casa ni
calle, que es la
prostitución.
Pienso que es muy importante tomar
conciencia de que entre los hombres maltratadores de hoy están los que hace unas décadas gritaron la consigna “Haz el
amor, no la
guerra.” Es importante porque esta toma de
conciencia trae el problema de la violencia contra las mujeres a mi realidad presente concreta, contaminando de realidad las
memorias sagradas, y me permite afrontar el problema partiendo de mí, de mi experiencia personal, para ir desde ella a lo otro, a la política, sin fetiches.
La importancia de este choque de
verdad, de veracidad, muchas mujeres la aprendimos en el feminismo. El feminismo se convirtió en un movimiento político verdadero cuando cada una se dio cuenta de que su lucha no era para otras, no era para mujeres lejanas o menos afortunadas, sino que era en primer lugar para ella misma y para las que tenía a su alrededor, porque el opresor lo teníamos en
casa, en el
trabajo, y lo teníamos, sobre todo, dentro de nosotras, en nuestra manera de ver el mundo. Yo daba clase hasta no hace mucho en una
calle de
Barcelona que diariamente, al atardecer, se convierte en un punto de compra de cuerpos de mujeres. La fila de coches de prostituidores, que no parecen pertenecer a una clase social ni a una especie distinta de la mía, es continua. Aunque me he resistido durante años a dejarla entrar en mi
mente, esta experiencia me ha ido obligando a admitir que la violencia contra las mujeres que es la
prostitución y la violencia en
casa son inseparables: son inseparables porque los protagonistas son los mismos.
26
Pienso que tomar
conciencia de esta conexión es necesario para ver la dimensión profundamente (a)política de la violencia contra las mujeres en nuestra sociedad.
La generación que gritamos “Haz el
amor, no la
guerra.”quisimos transformar la política sexual. La política sexual es la sustancia de lo político, porque el fundamento del mundo somos las mujeres y los hombres que poblamos nuestro querido planeta tierra. Las mujeres y los hombres entramos en
relación al nacer y seguimos relacionándonos, más o menos intensamente según la
necesidad y los gustos, a lo largo de toda la
vida. A estas relaciones, a las que entablamos las mujeres con los hombres o los hombres con las mujeres para fines determinados, les solemos llamar relaciones entre los sexos. Además, cada
mujer y cada hombre tiene una
relación personal y propia con el hecho de haber nacido
mujer u hombre, es decir, con la
diferencia sexual, de manera que ella y él interpreta y reinterpreta una y otra vez en el tiempo su modo original de ser
mujer u hombre; porque el ser mujer u hombre cambia con la realidad que cambia, no es una esencia fija en el tiempo. A la
relación que cada cual tiene con su ser
mujer u hombre, le llamamos
relación de los sexos. Es una frase un poco oscura, esta de “
relación de los sexos”, porque en el siglo XX nos hemos ocupado sobre todo de las relaciones entre los sexos, pero ahí está, deseando que la miremos más, y yo pienso que su
olvido tiene algo que ver con la violencia contra las mujeres. Por ejemplo, cuando la psicología me dice, si estoy sufriendo maltrato, que me falta autoestima, por lo general esto me ofende, aunque a la vez sepa, en el fondo de mí, que algo de
verdad tiene. Pienso que este algo de
verdad es que necesito dedicarle tiempo y reflexión a interpretar libremente el hecho de ser yo una
mujer, porque esto me ayudará a desligarme de lo que el hombre violento concreto que me maltrata y los que son cómplices de él dicen que yo,
mujer, soy.
27
Las chicas y los chicos que, hace unas décadas, gritamos “Haz el
amor, no la
guerra ” quisimos transformar la política sexual y, desde esta palanca extraordinariamente eficaz, transformar el mundo. Quisimos un mundo de
amor, no de violencia y, al menos muchas mujeres, lo seguimos queriendo. Pero un error se coló por algún sitio, de manera que sigue pendiendo sobre nuestras cabezas, como una
deuda sin saldar, el decir qué nos ha pasado, qué hemos hecho con esa oportunidad histórica, cómo es que el
amor se ha quedado, una vez más, en el umbral de nuestra política, sin hueco ni modo para entrar en ella.
Pienso que el principal error estuvo en que la mayoría de los hombres entendieron el “Haz el
amor, no la
guerra ” en
sentido literal. El hacer el
amor lo interpretaron como promiscuidad sexual, y bastantes mujeres, concretamente la mayoría de las mujeres emancipadas, nos dejamos llevar. Es decir, no hubo una
revolución simbólica que transformara verdaderamente la política sexual, sino que nos limitamos a darle la vuelta a lo que ya había: de la represión de la sexualidad se pasó a la promiscuidad. No hubo apenas interpretación nueva y
libre del
sentido del ser
mujer y del
sentido del ser hombre: faltó reflexión sobre las relaciones de los sexos. Por eso, siguió la violencia contra las mujeres en
casa y siguió la
prostitución. Sobre esto leía yo en la revista
Boletín de AFESIP de
septiembre de 2005 un dato que me dio escalofríos: según el Instituto Nacional de Estadística, cada día los hombres pagan en
España un millón de lo que, por
miedo a decir la
verdad o por no encontrar las palabras para decirlo, se suele llamar “servicios sexuales”, en los que gastan diariamente cuarenta millones de euros.
28
Esto quiere decir que, para bastantes mujeres de hoy, es perfectamente pensable el
final del patriarcado,
29 y, sin embargo, no acaba de resultar, para muchas, pensable una sociedad sin violencias contra las mujeres, o sea, una sociedad sin maltrato y sin
prostitución.
Para contribuir a hacer impensable la violencia contra las mujeres, creo que sigue valiendo la consigna “Haz el
amor, no la
guerra.” Las consignas que traen al mundo simbólico nuevo tienen, al menos, tres niveles de
sentido: uno es el literal, otro es el metafórico, otro es el simbólico. El sentido literal ha sido el que más se ha difundido: el “haz el
amor ” entendido como sexualidad sin represión y quizá –esto no lo sé con seguridad– sin hipocresía; y, a su lado, ese gran movimiento que ha sido la objeción de
conciencia para suprimir el
servicio militar obligatorio. Que la interpretación literal, aunque pueda ser valiosa, no basta, lo muestra el problema del que estoy hablando, la
prostitución, y lo muestra también, desafortunadamente, la persistencia de las guerras a pesar de que tantos chicos se han negado y se niegan a hacer el
servicio militar.
El segundo nivel de
sentido, el metafórico, es el que interpretó el “Haz el
amor, no la
guerra ” a la manera hippie, como fraternidad universal en la que todo se compartía, en espacios alternativos al sistema. El límite de esta interpretación fue el quedarse en la espera del delicioso acuerdo, delicioso acuerdo que –según escribió
Simone Weil no recuerdo dónde– es, en realidad, (dice ella) “el
origen de todas las guerras”. Parece una
paradoja, pero es así porque en el delicioso acuerdo se acaba amando sobre todo eso, el delicioso acuerdo, y no se ama a la
mujer o al hombre que una o uno tiene delante y con quien convive o hace política.
El tercer nivel de
sentido, el simbólico, es el que se ha quedado pendiente, pendiente de interpretación y de compromiso con él: es el nivel de
sentido que se sigue asomando a la
memoria a la manera de un fantasma recurrente, pidiendo ser dicho, ser explicado, ser vivido.
Cuando se hace simbólico, se desencadena la energía que estaba atrapada en la literalidad y en la metáfora. La energía desencadenada es la que provoca el cambio de mentalidad o
revolución simbólica que nos puede hacer más libres, que nos llevará a dejar atrás, como inservibles, unas relaciones y unas costumbres que se han quedado por detrás del presente pero no sabemos cómo volver impensables. Porque lo que le puede salvar a una
mujer del maltrato no es el derecho, que actúa cuando el delito ya ha sido cometido, sino que es un cambio de mentalidad. Es una cuestión del orden simbólico, de
revolución simbólica: es que a los hombres con los que ella convive les resulte impensable la violencia contra las mujeres, como les resulta impensable hoy, por ejemplo, el canibalismo, o, cada vez más, les resulta impensable la
tortura.
30
Pienso que el significado profundo de “Haz el
amor, no la
guerra ” es que el
amor ocupe en nuestro mundo –en este mundo presente, no en otro– el sitio que en él sigue ocupando la
guerra. Es decir, que el
amor entre en la práctica política y sea su horizonte de
sentido, su
razón última.
María Zambrano escribió en los años cincuenta del siglo XX que el
amor fue expulsado de la ciudad, de la póliso unidad política, en la
Grecia clásica, con el nacimiento de la democracia.
31
De la expulsión del
amor de la ciudad nos ha quedado
memoria en la tragedia
Antígona, la
chica que fue
condenada a morir enterrada viva por haber enterrado ella a su hermano desobedeciendo las órdenes de la ciudad;
Antígona dio sepultura a su hermano en atención a que ella y él eran hijos de su
madre. Es, en realidad,
Antígona, el fantasma recurrente que sigue enterrado vivo en nuestra
memoria.
Antígona es la
memoria de la expulsión del
amor y de la
madre de la democracia.
¿Cómo hacer que el
amor y la
madre entren en la política? No se trata de redactar un plan de actuación que les haga un sitio en lo que ya hay, desviando los recursos de otra partida presupuestaria, sino de usar los recursos que la gente ya tenemos dentro y que, por ello, están al alcance de cualquiera. Cada
madre le deja a su
criatura su
legado de recursos vitales y políticos en la lengua que ella enseña y que llamamos precisamente la lengua materna. La lengua materna, la lengua que hablamos, es el orden simbólico de la
madre.
32
La
madre –o quien, en ausencia de ella, esté en su lugar– nos enseña a hablar en una
relación amorosa, no a gritos ni con violencia. El
amor y el orden de
sentido nos los enseña así, en la primerísima infancia,
gratis et amore, es decir, por
gracia y por
amor, inculcando en mí su molde para siempre.
El orden simbólico de la
madre es un orden de
sentido y es
sentido de lo que es orden, del cosmos como mundo distinto del caos. El núcleo del orden simbólico de la
madre es la
palabra, la
palabra en lengua materna, la palabra que comunica. La política cuyo horizonte último de
sentido es la
palabra, es absolutamente distinta de la política cuyo horizonte último de
sentido es la
guerra. En el orden simbólico de la
madre, las palabras, las cosas y el
cuerpo coinciden: coinciden en la
felicidad que da la comunicación, aunque no se esté de acuerdo, aunque haya conflicto. En la política cuyo horizonte de
sentido es la
guerra, las palabras y las cosas coinciden solo en parte, porque no se dice que en el trasfondo de las actuaciones está la
guerra, y los cuerpos lo notan, inquietándose a consecuencia de esta ocultación y del riesgo siempre presente, aunque silenciado, de violencia. El
amor y la
madre están ausentes de la política cuyo horizonte de
sentido es la
guerra o la amenaza de
guerra. Porque a hablar se aprende en una
relación de
autoridad, no de
poder. Pero, en las democracias (que son, seguramente, la mejor forma de gobierno inventada por Occidente), muchos hombres y algunas mujeres están poniendo el
poder en el lugar de la
madre y del orden simbólico que ella enseña, olvidando que tanto las niñas como los niños nacemos de
mujer, con las luces y las sombras que conlleva este hecho histórico inaugural de cada
vida.
En
febrero de 2003 , cuando empezó la
guerra de
Irak, muchas casas de muchas ciudades y pueblos de
Europa y de
América –también de los
Estados Unidos– se llenaron de telas multicolores con las que la gente hablamos en lengua materna: porque las telas multicolores que colgamos de las ventanas no eran banderas, eran palabras.
33
Este es un ejemplo del
sentido verdadero del “Haz el
amor, no la
guerra ”. El
amor entró entonces en la ciudad con la
madre y con el orden simbólico que ella enseña.
Es, pienso, muy importante hoy que inventemos prácticas que traigan el
amor y la
madre a la política, y que acertemos a reconocer las prácticas que otras u otros han inventado ya y que, en realidad, están haciendo habitable nuestro mundo.
Mucha de la violencia contra las mujeres viene de hombres que no aceptan que la
mujer tenga su propio mundo, un mundo que no se deja absorber por el
poder, que no entabla siquiera con el
poder una interlocución significativa, ni para acogerlo ni para rechazarlo. Es un mundo que prefiere hablar en lengua materna, anteponer la
palabra a la
fuerza y al dinero, tener como horizonte de
sentido el
amor, no la
guerra.
La política de las mujeres
En
1939 -
40 , en el texto
La Ilíada, o El poema de la fuerza , la filósofa de lengua francesa
Simone Weil (
1909 -
1943 ) escribió pensamientos grandísimos sobre el ejercicio del
poder fundado en la
fuerza, en la
fuerza que el
poder da a quien lo detenta.
Simone Weil tenía entonces treinta años, había conocido brevemente la
Guerra civil española (
1936 -
1939 ) y viviría la Segunda
guerra mundial hasta su
muerte en
1943 . Escribió, en ese texto, cosas tan impresionantes como estas:
34 “La
fuerza manejada por otro es imperiosa sobre el
alma como el hambre extrema, puesto que consiste en un perpetuo
poder de
vida y
muerte. Y es un imperio tan frío y duro como si fuera ejercido por la materia inerte. [...] Tan implacablemente como la
fuerza aplasta, así de implacablemente embriaga a quien la posee o cree poseerla. Nadie la posee realmente” (p. 5). “Al usar su
poder nunca piensan que las consecuencias de sus actos los obligarán a inclinarse a su vez” (p. 6). “Tal es la
naturaleza de la
fuerza. El
poder que posee de transformar a los hombres en cosas es doble y se ejerce en dos
sentidos: petrifica diferentemente, pero por igual, las almas de los que la sufren y de los que la manejan. [...] esta doble propiedad de petrificación es esencial a la
fuerza, y un
alma colocada en contacto con la
fuerza sólo escapa por una especie de
milagro. Tales milagros son raros y cortos” (p.12). “Todo lo que, en el interior del
alma y en las relaciones humanas, escapa al imperio de la
fuerza, es
amado, pero
amado dolorosamente por el peligro de destrucción continuamente suspendido” (p. 15). [...] “Un uso moderado de la
fuerza, que es lo único que permitiría escapar del engranaje, demandaría una
virtud más que humana, y tan rara como el mantenerse digno en la
debilidad ” (p. 9).
Las ideas de
Simone Weil sobre el ejercicio del
poder no fueron entendidas por mucha gente de su tiempo. Un general famoso entonces, que gobernó durante muchos años la República francesa, la calificó de “
loca ”, no por estos pensamientos, pero por otros parecidos. Hoy, el cambio enorme de sensibilidad y de civilización que ha traído a muchas mujeres y bastantes hombres el
final del patriarcado, permite darse el lujo de escucharlas y discutirlas sin
miedo.
Simone Weil asocia con naturalidad el
poder con la
fuerza. Esto era habitual en el siglo XX, a consecuencia del triunfo del tipo de política que todavía hoy se suele considerar
la política, que es la fundada en los partidos políticos, partidos que, por lo demás, no esconden que entienden la política como un juego de fuerzas. La originalidad del pensamiento de
Simone Weil está en que opina que la
fuerza degrada (porque convierte en cosa, en materia, en piedra) a quien la sufre, sí, pero también, implacablemente, a quien la ejerce y maneja. Hasta hace poco, mucha gente creía que el
poder es bueno sin fisuras, y que el obtenerlo da
felicidad y permite hacer muchas cosas, sin preguntarse si lo que permite hacer es sobre todo cosas equivocadas.
Al hablar del
poder y de la
fuerza,
Simone Weil habla siempre en masculino y sus interlocutores parecen ser hombres. Las mujeres aparecemos de vez en cuando, pero en otro lugar y en otro simbólico, es decir, en otro régimen de significado. Ella supo reconocer el valor de la ausencia histórica de la mayoría de las mujeres de los círculos y circuitos del
poder y de la
fuerza, y se aprovechó de esta ausencia para pensar y escribir libremente como
mujer.
Hoy, también esto ha cambiado. El triunfo del principio de
unidad de los sexos ha hecho que, en las últimas décadas, bastantes mujeres se hayan desplazado a los circuitos del
poder y de la
fuerza y estén intentando ver qué es lo que pueden hacer ahí. Todavía no sabemos a ciencia cierta si sus experiencias confirman o no el pensamiento de
Simone Weil que dice que la
fuerza "petrifica diferentemente, pero por igual, las almas de los que la sufren y de los que la manejan". Sí sabemos, en cambio, y yo puedo decir que lo he visto más de una vez, que algunas o muchas han conocido la
impotencia del
poder fundado en la
fuerza, ese “Nadie la posee realmente” que decía
Simone Weil, aunque diría que sin
conciencia clara de ser poseídas por ella.
Cuando yo era
estudiante, la seducción del
poder era grande para una
mujer, tanto que ni se nos ocurría pensar que su ejercicio pudiera degradarnos. A
Simone Weil no recuerdo que se la citara nunca, y lo que en la universidad se explicaba entonces solo podía ayudar a no entenderla, no tanto por la dictadura como por el patriarcado, pues también en la universidad, como en la
escuela, se nos enseñaba entonces a admirar precisamente lo que es resultado de la
fuerza. De todo ello resultó que las que se desplazaron a los circuitos del
poder pudieron hacerlo, aunque ciertamente no siempre, con cierta ingenuidad, ingenuidad que ocasionalmente llevó a las mejores a intentar gobernar de otra manera, una manera que consistió en intentar hacer un uso moderado de la
fuerza, eso que (decía
Simone Weil) es una
virtud “tan rara como el mantenerse digno en la
debilidad ”.
Pero otras muchas no nos desplazamos a los circuitos del
poder y de la
fuerza y, estuviéramos donde estuviéramos, intentamos vivir ahí fieles a las certezas que las mujeres conocemos por experiencia. La principal de estas certezas era y es que las mujeres y los hombres no somos iguales (sin ser tampoco desiguales) y que no somos iguales entre nosotras las mujeres, si
bien toda
criatura humana es igual en valor y en
necesidad.
35 Estas no son certezas del orden social, que las niega continuamente, sino que son certezas del orden simbólico, más precisamente del orden simbólico de la
madre.
De estas certezas fueron naciendo un pensamiento político femenino y una práctica política de las mujeres de los que servirse en la parte de las vidas femeninas de mi generación que se desarrolla en los circuitos del
poder y de la
fuerza, y no quiere entrar en el régimen del
poder y de la
fuerza sino atenerse a las certezas que las mujeres conocemos por experiencia. Es pensamiento político practicado y creado sobre todo en Italia, en la Librería de mujeres de Milán desde su
fundación en
1975 , y en la
comunidad filosófica femenina Diótima de la Universidad de
Verona desde 1984.
Este pensamiento político afronta la
contradicción (¿paradoja?) importantísima que se habrá notado ya en algo que acabo de decir. He hablado de mujeres que se han desplazado a los circuitos del
poder y de la
fuerza, y de mujeres –yo, por ejemplo– una parte de cuyas vidas se desarrolla en los circuitos del
poder y de la
fuerza, y, aun estando ahí dentro, no quieren entrar en el régimen del
poder y de la
fuerza. ¿Cómo lo hacen? ¿Cómo vivir continuamente en vilo entre la
fuerza que ordena tradicionalmente un espacio y lo que a estas mujeres nos gusta que ordene ese mismo espacio, y que es el
sentido: el
sentido de lo que ahí haces y de lo que ahí vives? Pienso que en esta
contradicción o
paradoja está el
secreto de las creaciones políticas femeninas para gobernar obtenidas en estos tiempos de
final del patriarcado. Una orientación la da la propia lengua, que desvela la
contradicción dejando que la
palabra “ordenar” exprese dos significados completamente distintos: ordenar entendido como imponer, como ordeno y mando, o sea, en el régimen de la
fuerza, y ordenar entendido como poner orden colocando cada cosa en su sitio, sin violencia.
Pongo un ejemplo bastante corriente hoy. Una
chica quiere dedicarse a la carrera universitaria. Presta a ello toda su atención, lee su tesis doctoral y entra en un Departamento como profesora asociada, por ejemplo. No tendría nada de especial que, entonces, ella deseara ser
madre: una vez, o dos, incluso tres veces, aunque esto último parezca casi una
herejía. Toma pronto
conciencia de que, si decide ser
madre, el régimen de la
fuerza que es propio de la universidad (y esto no es algo que haya descubierto yo) la obligará a vivir durante años en el error de epistemología que deriva del ser sometida a la
contradicción continua entre la carrera y el
amor, en este caso el amor a la
criatura que ha deseado tener y que lo espera de ella y no de cualquiera para estar
bien. Todo ello a pesar de que “el
amor es una creación espiritual como el arte, como la ciencia”.
36 Y es de creaciones espirituales de lo que se ocupa la universidad.
La sustancia de la política de las mujeres que permite sustraerse del régimen del
poder y de la
fuerza para gobernar, es la
práctica de la relación de
autoridad. “El máximo de
autoridad, con el mínimo de
poder ”, hemos dicho.
37
Autoridad es una
palabra que ha sido completamente resignificada por el pensamiento de la
diferencia sexual femenina en la segunda mitad del siglo XX. Fue resignificada en un momento en el que la
autoridad había llegado a confundirse con el
poder, tanto que el abuso de
poder era llamado corrientemente “autoritarismo”, en vez de “poderismo”, como sería justo llamarlo.
Autoridad deriva del latín
augere, que significa “crecer, acrecentar”, y de este
origen conserva lo esencial de su
sentido.
Lia Cigarini, de la Librería de mujeres de Milán, ha escrito que la
autoridad es una “cualidad simbólica de las relaciones”, o sea, la cualidad de
sentido, el más de
sentido de la
vida, que genera la
relación por sí misma, por el gusto de estar en
relación. El más generado por la relación, se lo queda quien lo reconoce, quien reconoce
autoridad. Por eso, se puede decir que la
autoridad es de quien la reconoce, frente al
poder, que es de quien lo detenta y lo ejerce sobre otras u otros. Por eso, también, la
autoridad no se encarna en nadie (nadie es la
autoridad) ni tampoco se acumula, sino que existe en tanto que circula.
38
La
autoridad es de raíz femenina, han escrito las filósofas de
Diótima. El oír esto molesta, porque el principio de igualdad universal nos ha constreñido mucho. Pero si nos tomamos la
libertad de pensar que el ser
mujer es una
riqueza y el ser hombre es una
riqueza (la riqueza inagotable de la
alteridad) deja de molestar.
En los circuitos del
poder, la
práctica de la relación de
autoridad permite a las mujeres y a los hombres ganarle espacios al régimen de la
fuerza: día a día,
vida a vida, incansablemente. Sin excluir el conflicto, pues el conflicto ni se deja abolir ni se desea abolir. La
práctica de la relación de
autoridad ayuda a que el conflicto no sea destructivo sino, precisamente, relacional.
Pienso que la recuperación del
sentido original de la
autoridad explica que esté disminuyendo el número de mujeres en las cúpulas del
poder en este momento. Lo cual es bueno, porque indica que más mujeres han visto que el
poder “petrifica” también a quien lo ejerce. Las estadísticas dicen que en algunos países de la
Unión Europea ha disminuido el número de mujeres en los gobiernos entre
2008 y
2009 , pasando, por ejemplo, en el
Reino Unido del 27,27% en
2008 al 23,81% en 2009, en
Austria del 40% en 2008 al 33,33% en
2009 , en
Francia del 30,77% al 23,81%, en los
Países Bajos del 39,29 al 17,65%.
39 Esta disminución no es consecuencia de que falte igualdad, sino de que sobra. Es consecuencia de la imposición social y legal del principio de igualdad o
unidad de los sexos, una imposición que destruye
autoridad femenina,
autoridad femenina cuyo
reconocimiento es –yo pienso– lo único que permite que una
mujer gobierne como mujer y no como aspirante a hombre.
El sentido femenino de la perfección en Teresa de Cartagena y Teresa de Jesús
La significación libre de la propia experiencia
Teresa de Cartagena (hacia
1425 –después de
1478 ) y
Teresa de Jesús (
1515 -
1582 ) fueron dos mujeres que, con un siglo de diferencia, compartieron signos existenciales importantísimos; tantos, que
Teresa de Cartagena ha sido considerada precursora de
Teresa de Jesús.
40 Destacan entre estos signos la estirpe
judía del padre y no de la
madre, el
amor a la
lectura, el talento para la
escritura, el
sentido del valor político de la
espiritualidad y de la
mística, y, sobre todo, la
fe en la veracidad de la propia experiencia.
41 La
fe en la veracidad de la propia experiencia distanció a ambas pensadoras de la nueva empiria o empirismo de la ciencia moderna, una empiria esta no fundada en el
reconocimiento de
autoridad a la experiencia real vivida y descifrada, sino fundada en la
fe en el experimento de laboratorio, un experimento, el de laboratorio, hecho en condiciones condicionadas, condicionadas por la pretensión del hombre moderno de controlar el
azar,
azar que las mujeres espirituales sabemos que es intrínsecamente
libre. Todo ello llevó a esas dos Teresas a desarrollar una sensibilidad espiritual finísima hacia la
riqueza ofrecida por las diferencias incondicionales, las diferencias que acaecen, que se dan porque sí, porque es así, y que reclaman una búsqueda confiada de caminos y de lenguajes que ayuden a vivir, entender y expresar libremente esas diferencias.
La primera diferencia con la que la
criatura humana se encuentra al ser traída al mundo por su
madre es la
diferencia sexual. Esta es la diferencia humana primera y la primera
fuente de
riqueza humana.
42
Los términos de la expresión “
diferencia sexual ” son, como es probablemente sabido, de la segunda mitad del siglo XX.
43 Nacieron en el movimiento político de las mujeres de esos años, particularmente en
Francia y en
Italia, fruto de la
insatisfacción, las contradicciones y el
sufrimiento (en forma de alienación y de aburrimiento) que el lenguaje científico generó entre parte de las universitarias jóvenes de esos años,
insatisfacción derivada de la costumbre moderna y postmoderna de hablar científicamente en un neutro pretendidamente universal que ignoraba o prohibía la experiencia y la
palabra femenina libres. La
diferencia sexual es distinta del
género: el
género es un conjunto de normas de existencia y de conducta que dicen lo que debe ser una
mujer, o lo que debe ser un hombre, en cierto lugar y tiempo. La
diferencia sexual es lo que una
mujer o un hombre dice libremente que es su ser
mujer u hombre, y lo dice no por la prepotencia del decir, sino partiendo de sí, de su propia experiencia, experiencia que ella o él descifra teniendo en cuenta a lo otro. El movimiento hacia lo otro vuelve político y común el partir de sí, partir de sí que, de otra manera, se queda en el testimonio, la denuncia, la protesta o el
narcisismo.
Tanto
Teresa de Cartagena como
Teresa de Jesús se distinguieron como místicas y como escritoras precisamente por el esfuerzo sostenido de significación
libre de su experiencia, experiencia que entendieron siempre como experiencia sexuada, es decir, femenina
libre, no neutra. En otras palabras, ellas fueron conscientes de que nadie nace en neutro, y reconocieron el valor universal y mediador de este hecho, un hecho, por lo demás, recibido y, al mismo tiempo, escogido.
Teresa de Cartagena repite una y otra vez en sus obras expresiones análogas a esta:“E yo, haziendo cuenta con mi
pobre juyzio, estando presente la espirençia, la qual en esta çiençia me haze saber más de lo que a(l)prendo, hallo que...”.
44 En la
obra de
Teresa de Jesús son innumerables las advertencias del tipo: "No diré cosa que, en mí o por verla en otras, no la tenga por experiencia" (CV,
Prólogo, 3).
Pienso que la metáfora de la
honra que recorre la
obra de
santa Teresa, y de la que tanto se ha escrito en términos sociales de desigualdad, está también y sobre todo por la diferencia de ser
mujer, diferencia
libre que el absolutismo (masculino) del siglo XVI combatió violentamente por todos los medios a su alcance para, separándose de la cosmogonía feudal, intentar convertirla en una deshonra de la condición humana.
La sexuación del deseo de perfección
Se suele decir que la primera versión del
Camino , la del códice autógrafo conocido como
Códice de El Escorial, llamó la atención por la
libertad con la que
santa Teresa escribió sobre las mujeres, corrigiendo poco después ella misma lo censurado por fray
García de Toledo sobre esta cuestión y otras, al reescribir la
obra en el códice, también autógrafo, de
Valladolid. Al decir esto, se suele aludir a la“penosa situación” de las mujeres en la
España y en la
Europa del siglo XVI. Sin desdecirlo y sin olvidar que el relato de las penalidades de las mujeres tranquiliza a sus opresores y a sus críticos mucho más que el relato de su
libertad, yo voy a preguntarme en este texto por una experiencia femenina concreta, genuinamente
libre, que es la experiencia del
deseo (y del
anhelo) de
perfección. Entiendo que si
bien la
perfección es, en abstracto, una, su vivencia y la expresión de su vivencia es o femenina o masculina, es decir, es dos: es sexuada, sin determinismo alguno, ya que el
cuerpo señala una posibilidad de ser, sin obligar a nada. La idea o
conciencia de la sexuación de la
perfección aparece repetidamente en el
Camino . Dice
Teresa de Jesús (en
CV, 37.3), hablando de la excelencia del Padrenuestro como
oración con cuya ayuda sencilla se puede llegar a la
perfección:“Mas miren que estas dos cosas, que es darle nuestra
voluntad y perdonar, que es para todos.
Verdad es que hay más y menos en ello, como queda dicho: los perfectos darán la
voluntad como perfectos y perdonarán con la
perfección que queda dicha: nosotras, hermanas, haremos lo que pudiéremos, que todo lo recibe el
Señor ”. Basta, pues, un gesto, casi un ademán, para hacer orden simbólico, y
Teresa de Jesús sabe que ha de ser un ademán finísimo, porque sabe también que vive en un mundo en el que la
diferencia sexual es temida, como muestra el hecho de que la caza de brujas sea el signo distintivo de la
Europa moderna y, por qué no aunque de modo distinto, es decir, con medios más simbólicos que sociales, también del Occidente postmoderno.
45
También en las obras de
Teresa de Cartagena se percibe una y otra vez su
conciencia de la sexuación de lo creado. Escribió en la
Admiraçión operum Dey, su segundo libro conservado, que es el primer tratado escrito en lengua castellana por una
mujer en defensa precisamente del valor y capacidad de las mujeres por su ser mujeres (no a pesar de su sexo) para hacer ciencia libremente, es decir, sin medidor medido:
“Dezidme,
virtuosa señora, ¿quál varón de tan fuerte e valiente persona ni tan esforçado de coraçón se pudiera hallar en el tienpo pasado, ni creo que en este que nuestro llamamos, que osara llevar armas contra tan grande e fuerte prínçipe como fue
Olinfernes, cuyo exérçito cobría toda la haz e término de la tierra, e no ovo pavor de lo fazer vna muger? E
bien sé que a esto dirán los varones que fue por espeçial graçia [e] yndustria que
Dios quiso dar a la prudente Iudit. E yo así lo digo, pero segund esto,
bien paresçe que la yndustria e graçia soberana exçeden a las fuerças naturales e varoniles, pues aquello que grant exérçito de onbres armados no pudieron hazer, e fízolo la yndustria e graçia de vna sola
mujer. E la yndustria e graçia ¿quién las ha por pequeñas preminençias syno quien no sabe qué cosas son?”
46
En la actualidad, como al comienzo de la
modernidad, es decir, como en los siglos XV y XVI, los siglos de
Teresa de Cartagena y de
Teresa de Jesús, tenemos
miedo de las diferencias, porque tememos que traigan desigualdad y exclusión. La
modernidad ha
impuesto un pensamiento único, un pensamiento y una política hostil a las diferencias (aunque no a las desigualdades, más
bien al contrario). Pero precisamente una de las determinaciones grandes de esas dos Teresas (como de muchas místicas y algunos místicos de su tiempo) fue la de detener en lo posible la supresión de lo femenino
libre impuesta por la
modernidad,
47 la supresión, por tanto, de la
diferencia sexual femenina. Esta determinación es lo que ha hecho que, casi sin querer, bastantes feministas no particularmente religiosas del siglo XX hayamos
amado su
escritura, desde
Edith Stein hasta
Rosa Rossi o
Diana Sartori, por ejemplo.
Teresa de Jesús defendió el
sentido libre del ser
mujer muy especialmente (aunque no solo) en el
Camino de perfección .
Teresa de Cartagena, en su segunda
obra conservada, la
Admiraçión operum Dey o
Admiración de las obras de Dios , que es, como he dicho, el primer tratado conocido escrito en lengua castellana por una
mujer en el contexto de la
Querella de las mujeres, para defender y explicar la capacidad femenina de escribir y hacer ciencia originalmente, o sea, con soberanía, no copiando ni emulando los modos históricamente masculinos de hacerlo ni sirviéndose de ellos como
medida de
grandeza.
Hay una manera, históricamente más femenina que masculina, de entender la
perfección. Consiste en hacer, en obrar, en actuar espiritualmente sobre algo ya creado, sobre algo recibido que, precisamente, una perfecciona. Hay una manera, históricamente más masculina que femenina, de entender la
perfección que consiste en hacer, en obrar, en actuar espiritualmente sobre una
tabula rasa, creando
ex nihilo es decir, desde la nada. Ambas maneras entendidas como tendencias en el tiempo, sin determinismo alguno.
En el
origen de esta bifurcación está la
madre, cada madre concreta y personal y, con ella, la
autoridad (que es distinta del
poder) que le sea o no le sea reconocida a su
obra,
obra (la
obra materna) que consiste en cuerpos que hablan, es decir, cuerpos humanos, cuerpos que han aprendido de ella el orden simbólico, y en relaciones primarias. A la
madre se le puede llamar con este nombre, que es el nombre común de una
relación necesaria para la
vida, o se le puede llamar
Dios, o
Diosa, o Materia primera.
48
La manera históricamente más femenina que masculina de practicar y de entender la
perfección, reconoce la
obra de la
madre y busca, mediante el
camino espiritual, perfeccionarla, acabarla, completarla, llevarla a su cumplimiento, cumplimiento que es el
amor, en cuya estela fue creada. Reconoce que el
cuerpo es un
don de la
madre, un
don del que se hace
responsable quien lo recibe y lo goza continuando la
obra de ella en una secuencia relacional que hace
genealogía política. La
obra de cada
madre es un
cuerpo de
mujer, un
cuerpo de hombre, cada sexo con su dimensión infinita singular.
Las dos Teresas de las que estoy hablando investigaron caminos de
perfección del
cuerpo de
mujer, porque lo que primero recibe cada
ser humano es precisamente la
diferencia sexual. En cambio, quienes pretendieron en su tiempo o han pretendido después obtener la
perfección de algo no recibido sino creado
ex nihilo, de la nada, abstraen la
diferencia sexual, que les resulta indiferente o molesta. ¿Para qué abstraer la
diferencia sexual? Para contribuir a la homogeneización de la sociedad y, de este modo, facilitar la gobernabilidad de las personas y su control desde las instancias del
poder. Este fue, en realidad, el fundamento del poder
impuesto a las sociedades de Occidente por el absolutismo moderno.
Pero las místicas como
Teresa de Cartagena o
Teresa de Jesús no buscaron el dominio sino su propia
salvación; salvación que
Teresa de Jesús describió de muchas maneras, de entre las que escojo la que dice que consiste en llegar a ser“almas reales”.“Son estas personas, que
Dios las llega a este
estado, almas generosas, almas reales” –escribe– (
CV, 6.4). Para
Teresa de Cartagena, su
salvación consistió en transformarse hasta resucitar: en transformar la
relación con su
enfermedad (la sordera) en un signo del
amor singular de
Dios hacia ella. Escribió hacia el final de su difícil
camino hacia el
amor a su
cuerpo enfermo:“Mi
deseo es ya conforme con mi pasyón, y mi querer con mi padesçer son asy abenidos, que nin yo deseo oyr nin me pueden hablar, nin yo deseo que me hablen. Las que llamaua pasyones agora las llamo resureçiones”.
49 Resurrección aquí en la tierra que
María Zambrano equipararía con
libertad: "la
vida no se compone exclusivamente de infortunios," –escribió en su libro
España, sueño y verdad – "y, aunque se compusiera, sería menester abrir paso a una energía propiamente
creadora que transforme la desdicha haciéndola punto de partida de una resurrección."
50 Al leer a esas dos Teresas, se presiente que ellas sabían algo que a mi generación le sería descubierto por otra
mística, esta del siglo XX,
Simone Weil.
Simone Weil afirmó que el
poder degrada a quien lo sufre, sí, pero degrada también a quien lo ejerce: “Tal es la
naturaleza de la
fuerza ” –escribió–. “El
poder que posee de transformar a los hombres en cosas es doble y se ejerce en dos
sentidos: petrifica diferentemente, pero por igual, las almas de los que la sufren y de los que la manejan.”
51 Ni
Teresa de Cartagena ni
Teresa de Jesús enseñaron a transformar a los hombres en cosas, sino a transformarse a sí mismas conociendo el
Amor que es
Dios, lo cual hicieron aprendiendo a“mirar dentro de sí a este
Señor ” (CV, 26.8).
La independencia simbólica
¿Cómo lo hicieron? ¿Dónde lo aprendieron? ¿Cómo documentar estas afirmaciones?
Teresa de Jesús enseñó a sus monjas y amigas la
independencia simbólica, y lo hizo sin tregua. Lo hizo inculcándoles la
oración, a un tiempo mental y vocal, porque la comparecencia de la oración en la
criatura humana, de la
oración con sintaxis, es decir, con
relación y
sentido, cuando aprende a hablar, inaugura y señala en ella la comparecencia de lo simbólico, que no es ni más ni menos que el
sentido libre de la
vida y de las relaciones. ¿Qué era para una
mujer de la temprana edad moderna la
independencia simbólica? Fiarse, según escribió
Cristina de Pizán a principios del siglo XV,“de lo que sentía y sabía en mi ser de
mujer ”,
52 es decir, fiarse del orden simbólico de la
madre,
53 sin medirse, ni siquiera luchando en contra, con el régimen históricamente masculino de significado dominante en su época, fuera de poderosos o de letrados o de ciertos prelados o de ciertos maridos: sin atenerse –escribe
santa Teresa–“como muchas veces acaece con decirnos: [...] 'no es para mujeres, que les podrán venir ilusiones', 'mejor será que hilen', 'no han menester estas delicadeces' [
sic], 'basta el Paternóster y Avemaría'” (
CV, 21.2). La
oración es, para
Teresa de Jesús, el cimiento de la
perfección:
oración entendida como expresión de lo que la realidad es, según su experiencia de
mujer. Escribe, por ejemplo en un pasaje decisivo del
Camino (
CV, 27.7):
“Yo no hablo ahora en que sea mental o vocal para todos; para vosotras digo que lo uno y lo otro habéis menester: este es el oficio de los religiosos. Quien os dijere que esto es peligro, tenedle a él por el mismo peligro y huid de él; y no se os olvide, que por ventura habéis menester este
consejo. Peligro será no tener humildad y las otras virtudes; mas
camino de
oración,
camino de peligro, nunca tal
Dios quiera. El demonio parece ha inventado poner estos miedos, y así ha sido mañoso a hacer caer a algunos que tenían
oración, al parecer.”
“Tener
oración ” es –insisto– tener
independencia simbólica:“quedaremos señoras” –escribe refiriéndose a la
independencia de
sentido que da el perder el
miedo, incluido el miedo a la muerte–:“Procurad no temerla y dejaros toda en
Dios, venga lo que viniere. ¿Qué va en que muramos? De cuantas veces nos ha burlado el
cuerpo ¿no burlaríamos alguna de él? Y creed que esta determinación importa más de lo que podemos entender; porque de muchas veces que poco a poco lo va[ya]mos haciendo, con el favor del
Señor, quedaremos señoras de él. Pues vencer un tal enemigo es gran
negocio para pasar en la batalla de esta
vida. Hágalo el
Señor como puede.
Bien creo que no entiende la ganancia sino quien ya goza de la victoria, que es tan grande –a lo que creo–, que nadie sentiría pasar
trabajo por quedar en este sosiego y señorío.” (CV, 11.5).
A finales del siglo XIV, en 1390, un
tribunal de la
Inquisición había juzgado y condenado a
muerte en
Milán a dos mujeres,
Sibila y
Pierina, que declararon que veneraban una
divinidad que ellas llamaron “
Señora del juego” y, también, “Madonna Oriente”.-->
54 Con “
Señora del juego” se referían al juego simbólico y al señorío femenino en este juego en el que participamos durante la
vida entera mujeres y hombres para seguir siendo“almas reales” (
CV, 6.4), es decir, para vivir con
sentido la realidad que cambia. Con “Madonna Oriente”,
Sibila y
Pierina aludían a la
Aurora (inspiradora, en el siglo XX, del pensamiento de
María Zambrano), la
Mater Matutao
Madre de la Mañana de la cultura latina clásica y medieval, tres de los muchos nombres de la que trae la
luz y da a luz, tres de los muchos nombres de la
relación necesaria para la
vida que es la
madre.
Teresa de Cartagena enseñó la
independencia simbólica enseñando la práctica de la
admiración. Consistió esta práctica precisamente en la
admiración de lo creado, como indica el título de su segundo libro conservado:
Admiraçión operum Dey o
Admiración de las obras de Dios . Este fue el signo que ella eligió para expresar su
sentido femenino de la
perfección, entendido –repito– como
perfección de algo recibido, de algo ya creado por otro o por otra, algo que es admirado por quien lo recibe. La
admiración de lo creado,
Teresa de Cartagena la sexuó: ella escribe de una
admiración hacia la
criatura mujer, hacia la
criatura que nace
mujer y escoge serlo (sabiendo que no es objeto de elección).
55 Otros han escrito de la
admiración a la
criatura hombre, otros y otras de la
admiración de lo creado interpretado en neutro pretendidamente universal.
Para hacerlo, tuvo que salvar el
obstáculo que era la declaración de
herejía, por dos concilios de principios del siglo XIII, de la doctrina medieval de los dos infinitos, en su versión amalriciana, doctrina muy popular entonces, que defendía la
divinidad de la
materia prima o materia primera, es decir, de la
obra de la
madre.
56 Pero antes, entre
1163 y
1173 ,
Hildegarda de Bingen, entre otras y otros, había escrito un
Liber divinorum operum o
Libro de las obras divinas, que contribuyó a que esta tradición, teológicamente más femenina que masculina, no se perdiera.
¿Por qué es esta tradición de la
admiración como
camino de
perfección más femenina que masculina? Porque enseña a admirar la
libertad de
espíritu como mujeres,
libertad de
espíritu consistente en la humildad (“humilldat voluntaria”, dice
Teresa de Cartagena)
57 y en el desapego del yo. Lo hace en una Europa cuya cultura, también
religiosa, se estaba orientando hacia el individualismo llamado precisamente moderno, individualismo que, como prepotencia de la subjetividad y del yo, degrada la humildad y la apertura a lo otro que el
cuerpo femenino señala siendo un
cuerpo abierto a lo otro y que escoge, si lo escoge, albergar a lo otro, incluido a
Dios, como indica ese
misterio tan
amado por las mujeres cristianas de todos los tiempos que es la
Encarnación del verbo.
Escribió, por ejemplo,
Teresa de Cartagena:“De ser la henbra ayudadora del varón, leémoslo en el Génesy, que después que
Dios ovo formado el onbre del limo de la tierra e ovo yspirado en él
espíritu de
vida, dixo: 'No es bueno que sea el onbre solo; hagámosle adjutorio semejante a él.' E
bien se podría aquí argüir quál es de mayor vigor, el ayudado o el ayudador: ya vedes lo que a esto responde la
razón. Mas porque estos argumentos e quistiones hazen a la arrogançia mundana e vana e non aprovechan cosa a la devoçión e huyen mucho del propósito e final entençión mía, la qual no es, ni plega a
Dios que sea, de ofender al
estado superior e onorable de los prudentes varones, ni tanpoco fauoresçer al fimíneo, mas solamente loar la onipotençia e
sabiduría e magnifiçençia de
Dios, que asy en las henbras como en los varones puede yspirar e fazer obras de grande admiraçión e magnifiçençia a loor y
gloria del
santo Nonbre”.
58
Teresa de Jesús perfeccionó la práctica de la
admiración desarrollando lo que esta práctica contiene de desapego del yo. Escribió (CV, 12.1-2):“
Trabajo grande parece todo –y con razón–, porque es
guerra contra nosotros mismos. [...] Torno a decir que está el todo o gran parte en perder
cuidado de nosotros mismos y nuestro regalo; que quien de
verdad comienza a servir al
Señor, lo menos que le puede ofrecer es la
vida; pues le ha dado su
voluntad ¿qué teme?”
Teresa de Cartagena no desconocía esta parte del
camino de
perfección espiritual. Había escrito, refiriéndose a su
Arboleda de los enfermos:“E quando escriuí aquel tractado que trata de aquesta yntelectual
Luz e sobredicha çiençia, la qual es alabança e conoçer a
Dios e a mí misma e negar mi
voluntad e conformarme con la
voluntad suya”.
59
La
admiración de lo creado y el desapego del yo son, precisamente, los signos principales de que una
criatura, sea hombre o
mujer, sigue en la
genealogía materna en la que fue dado o dada a
luz. El yo destructivo y autodestructivo, el yo moderno y postmoderno que, con su subjetividad, impide el avance en el
camino de
perfección, surge cuando se abandona o se menosprecia la
genealogía materna. Porque la subjetividad es una sujeción del
espíritu.
Teresa de Jesús lo recuerda irónicamente cuando les dice a sus compañeras de San José de
Ávila, refiriéndose a su elección de no casarse, es decir, de no asumir un rol socialmente predeterminado:“mirad de qué sujeción os habéis librado, hermanas” (CV, 26.4).
La
obra de la
madre no consiste en sujetos sino en cuerpos que hablan (es decir, que han aprendido de ella el orden simbólico) y en relaciones primarias, todo ello abierto a lo infinito. A llevar este
legado a su cumplimiento mediante el
amor aprendido al aprender a hablar, se orienta y dedica el
sentido femenino de la
perfección. Este es, en mi opinión, uno de los
sentidos principales del
Camino , un
sentido recogido ya en el título, que dice:
camino de, no camino a ni hacia, es decir, camino de
perfección de algo ya creado por la
madre.
Sexuar la historia probando con el feudalismo
La historia es una, los sexos son dos
La historia es una, los sexos que la viven, la piensan y la cuentan oralmente, por escrito o mediante imágenes son dos.
60
Los sexos que son dos,
mujer u hombre, no son sexos opuestos: no lo han sido del todo nunca, y no lo son, mas que residualmente, en nuestro tiempo, una vez terminado el patriarcado. No lo son porque cada sexo ofrece al otro la expresión primera e inagotable de la
alteridad, de lo distinto de sí, con su enorme
riqueza y potencial de
riqueza: la
riqueza de lo distinto, que no contrario ni antagónico. Por eso, puedo decir que la historia escrita por el sexo masculino es la historia; y la historia escrita por el sexo femenino, es la historia. Esto es así si el historiador, la historiadora, reconoce su sexuación, sin esconderse tras la máscara o “persona” (y “máscara” es el
sentido griego clásico de “persona”) de un neutro pretendidamente universal, un neutro que no existe en la historia (aunque exista, y mucho, en los manuales corrientes de historia). Al
final del patriarcado,
61 las mujeres y los hombres (más los hombres que las mujeres) estamos aprendiendo una vez más, y recalco el “una vez más” porque el patriarcado no ha ocupado nunca la realidad entera ni tampoco la
vida entera de nadie aunque haya querido ocuparlas, estamos aprendiendo –decía–, más los hombres que las mujeres pues las mujeres de esto sabemos más, a vivir en el dos, libres por fin del pensamiento único que el patriarcado imponía; y lo imponía tanto en versiones conservadoras como en versiones progresistas, distinguiéndose estas entre sí por el
sentido y el valor de la justicia social.
Al
final del patriarcado, la historia se está abriendo, pues, a la sexuación humana, a esa experiencia histórica que, como la
vida, es sexuada, siempre y en todas partes.
62
Pero ¿cómo llevar esta apertura fascinante al lenguaje de la historia? ¿Cómo
sexuar la historia o, mejor, cómo reconocer la sexuación de la
vida (esa sexuación que es una evidencia de los
sentidos) y expresarla en la historia que escribimos? ¿Y cómo hacerlo sin humillar ni despreciar ni tampoco destruir la historia neutra ya escrita, solo discerniendo y entresacando, en nuestra enorme tradición historiográfica occidental, lo que responde a la experiencia y a la evidencia del ser
mujer u hombre, de lo que es un constructo ficticio interpuesto entre la
vida y la historiografía, constructo interpuesto para someter a unas a las exigencias del
poder y, a otros, a la degradación de ejercerlo?
Probemos con el feudalismo: probemos a ver lo que ocurre con lo que las fuentes y la historiografía nos dicen de la
Europa feudal, cuando eso que nos dicen es acercado a la
luz de la
diferencia sexual,
diferencia sexual que es una expresión del pensamiento de las mujeres del siglo XX para referirse al
sentido libre del ser
mujer y al
sentido libre del ser hombre. Recalco lo de “
libre ”, porque es lo que distingue, tanto en la
vida como en la historia, la
diferencia sexual del
género o
gender.
Al hablar de feudalismo, nos situamos fácilmente enseguida en los siglos XI, XII y XIII, en la
Europa cristiana, dejando ahora de lado los debates sobre la feudalización en otras sociedades. La historia neutra nos informa fielmente de que Europa nació y se consolidó como cultura durante esos siglos.
Que nazca y se consolide una cultura significa para mí,
mujer, que el mundo, el mundo conocido y habitado, tomó, en ese territorio y tiempo, características nuevas y originales. Lo cual no quiere decir que estas características no tuvieran precedentes en épocas anteriores (en el caso del feudalismo europeo, en la Alta Edad Media) sino que la mezcla de tradiciones recibidas de las culturas germánica y romana altomedievales, se juntó con invenciones originales, invenciones que resultaron ser creativas y fértiles. Entre las tradiciones heredadas de la Alta Edad Media, hay en el feudalismo una especialmente significativa para mí,
mujer, y también, aunque de modo distinto, para la historia neutra pretendidamente universal. Es la tradición que consistió en entender la política como una
relación personal. Esta manera de entender la política procedía, de modos distintos, tanto de las tradiciones masculinas germánicas como de las tradiciones masculinas del Bajo Imperio Romano. En los pueblos germánicos, la estructura política más importante fue la
relación personal de lealtad de un hombre con otro, concretamente de un hombre con su jefe, que solía ser su dirigente militar y de mando, tendencialmente de su misma tribu o clan. En el Bajo Imperio Romano de Occidente, a partir de las crisis del siglo III, la política consistió cada vez más en relaciones personales de clientela, lo que se llamaba relaciones de encomendación de un hombre con otro. La Roma republicana y altoimperial no entendía así la política del
poder: la entendía como un sistema de representación muy jerarquizado, un sistema en cuya cúspide estaban el Senado y el emperador. Pero la decadencia de esta estructura, con la continua proclamación y deposición de emperadores fuera del Senado a partir de las crisis del siglo III, hizo que la gente buscara otras soluciones para seguir conviviendo políticamente, es decir, sin o con menos violencia.
La consecuencia más significativa de estas herencias y de su combinación con invenciones nuevas, fue que la sociedad feudal estuvo fundada en la
relación. Fue, por tanto, la feudal una sociedad muy distinta de la moderna, sociedad (la moderna) que se distinguió por el predominio del individualismo (el llamado precisamente individualismo moderno) como valor político paradigmático o generalizable entre hombres orientados hacia el
poder, entendiendo el
poder como dominio, sostenido por la
fuerza de la ley y de las armas, de unos hombres (sin excluir a las mujeres) sobre otras y otros.
Precisamente la
relación es materia sensible o sensibilísima a la sexuación de la historia. Quizá la más sensible; y, en cualquier caso, tan sensible, aunque de modo muy distinto, como la representación política. Y como el individualismo.
Los libros neutros de historia hablan hasta la saciedad de relaciones feudales: mucho más que de relaciones capitalistas o de relaciones esclavistas, precisamente porque la
relación fue el fundamento del feudalismo. Pero no se detienen en profundizar en el
sentido de la
relación que llaman feudal, aunque describan algunas variantes con detalle. Para el capitalismo o el esclavismo, esos libros suelen añadir la
palabra “producción”: relaciones de producción capitalistas, relaciones de producción esclavistas. Yo,
mujer e historiadora, en cambio, sospecho. Sospecho durante años, preguntándome qué más hay, qué más significan esos matices, matices nada banales por lo consistentes en el uso historiográfico masculino.
Es un signo de la diferencia de ser
mujer el interés y el gusto por la
relación. Lo es históricamente y lo es en el
cuerpo. Lo es históricamente porque las mujeres, como han escrito
Lia Cigarini y otras de la Librería de mujeres de Milán y de la
comunidad filosófica Diótima de la Universidad de
Verona, tenemos un
sentido propio de la
libertad, tan propio que esas pensadoras lo han llamado
libertad femenina: una
libertad que es precisamente relacional,
libertad con,
libertad que encuentra en otra “vínculo, intercambio y
medida ”, una
libertad que no es ni deducible de ni contraria de la
libertad históricamente masculina y pretendidamente neutra universal.
63
La
libertad es, por tanto, sexuada. Y si la
libertad es sexuada, es fácil que también lo sea la historia, ya que es la
libertad una de las expresiones de lo humano que más atraen hoy a quien estudia o a quien lee y escribe historia.
El interés por la
relación es un signo de la
diferencia sexual femenina que está también en el
cuerpo. Lo está sin determinar nada, limitándose a sugerir una posibilidad de ser y de convivir. Es el signo que expresa la capacidad femenina de ser dos, o sea, de generar y albergar otro
cuerpo en el suyo, aunque no se decida a albergarlo nunca. La capacidad femenina de ser dos es la expresión máxima de la
relación y de su núcleo vivo, que es la
alteridad. Es, precisamente, el saber de la
relación, entendida como
relación de
alteridad, el fundamento del conocimiento sexuado en femenino: desde la
Eva bíblica del Génesis, para entendernos, incluso en lo imaginario patriarcal, hasta las beguinas medievales, las Preciosas del siglo XVII o las feministas del siglo XXI. Y es un signo rastreable sin dificultad en la historia sexuada en femenino.
La
relación feudal, los libros de historia neutra la llaman
relación feudo-vasallática. La
relación feudovasallática se dio solamente entre hombres (y ocasionalmente entre mujeres que sostuvieron o soportaron, con trabas, un simbólico masculino). Y yo me pregunto ¿cómo se puede deducir de la experiencia específica de los hombres lo que es una sociedad entera? Si ni siquiera fue, la feudal, una
relación de
alteridad, sino una
relación instrumental: instrumental al control de la
riqueza y al ejercicio del
poder feudal. Además, el vasallaje fue un vínculo que se dio únicamente en la clase dominante: la aristocracia. Consistió, por lo demás, como es sabido, en la entrega por el
noble más poderoso al
noble menos poderoso de un beneficio (que podía ser un señorío, una jurisdicción, una villa, etc.) a cambio de vasallaje, siendo la
relación de
fidelidad mutua lo que sostenía el sistema de dominio, no un orden de
vida común. La historia neutra añade que este sistema de dominio generó un imaginario llamado de los tres órdenes: los famosos
oratores,
bellatores y
laboratores de escritores del siglo XI como
Adalberón de Laon y
Gerardo de Cambrai;
64
es decir, los que rezaban, los que iban a la
guerra y los que trabajaban. De nuevo, se trató de un imaginario en el que se reconocieron bastantes hombres, ni siquiera todos ellos.
Una sociedad es, sin embargo, mucho más que esto. En realidad, yo,
mujer que ha elegido serlo, puedo afirmar que la centralidad de la
relación en la
Europa feudal favoreció a las mujeres. Las favoreció precisamente porque es un signo de la diferencia de ser
mujer el interés por la
relación. Hasta el punto de que entiendo que la
libertad relacional (la
libertad femenina) es un
universal como mediación sexuado en femenino.
65
Al decir que las favoreció quiero decir que la
conciencia que hubo entre la gente de la importancia de la
relación en su mundo (no del individualismo, propio de la época moderna) liberó energía
creadora femenina fiel a su
cuerpo, llevándolas a inventar formas de
vida no patriarcales en las que pudieron imaginar y realizar deseos que el individualismo moderno volvería más tarde impracticables.
Por ello puedo decir que el paradigma de lo social a mí, historiadora, se me queda pequeño cuando quiero
sexuar la historia: pequeño, no inválido. Se me queda pequeño porque, en la
vida, las mujeres y los hombres experimentamos muchas cosas que quedan fuera del campo semántico que significa
bien la
palabra “social”.
66
El principal ejemplo de ello es, precisamente, la
relación, la
relación sin más, sin fin, la
relación que no es instrumental a nada sino que se entabla y se sostiene por el gusto de estar en
relación y por el abandono a lo que este
placer pueda generar.
La fidelidad jerárquica y la fidelidad a los signos de Amor
Propongo, en consecuencia, un
camino o método más sensible a la experiencia vivida y viva para alcanzar a comprender una civilización: un método con más capacidad de
comprensión de la realidad humana que los que nos ha
legado el racionalismo moderno, un método en el que quepa la sexuación humana con su
riqueza significante, que es grande. Porque el ser
mujer u hombre es, en realidad, un
significante, es decir, una
fuente inagotable de
sentido. Y es
sentido lo que el historiador o la historiadora busca, desde siempre pero especialmente hoy, en las fuentes históricas.
Propongo un método que tenga en cuenta tres ámbitos de la experiencia humana: 1) la política sexual; 2) el modo de producción; 3) el orden simbólico. Cuando el mundo toma características nuevas, ello quiere decir que ha cambiado la política sexual, que ha cambiado el modo de producción y que ha cambiado el orden simbólico. Nuestro tiempo es un buen ejemplo de ello: la política sexual ha sido transformada radicalmente por la revolución femenina del siglo XX, siendo yo misma una prueba de ello, la prueba que me queda más a mano. El modo de producción capitalista ha alcanzado la
globalización y, con ella, una desorientación inesperada y crítica. El orden simbólico patriarcal ha caído, como prueba la desesperación humana masculina, sin precedentes, que lleva a una violencia contra las mujeres que la propia sociedad desautoriza y rechaza estremecida, y lleva a algunos hombres a asesinar a sus mujeres o exmujeres y, seguidamente, a suicidarse o intentar suicidarse, algo que es totalmente nuevo.
¿Qué es la política sexual? La política sexual es el fundamento de la política, su expresión primera, porque la política sexual afecta a las mujeres y a los hombres por el hecho de serlo; y es una evidencia de los
sentidos que el fundamento de una sociedad son las mujeres y los hombres que hay en esa sociedad.
67
Dicho muy en síntesis, consiste en dos tipos de relaciones: 1) las que una
mujer o un hombre entabla a lo largo de su
vida con el hecho de haber nacido
mujer u hombre; 2) las relaciones entre mujeres y hombres. Estas relaciones –todas ellas– son históricas, es decir, cambian con el tiempo, cambian con la realidad que cambia. Lo cual implica que el ser
mujer u hombre no es un mero hecho biológico –como se decía hace años– aunque sea, sí, fiel al lógos de la
vida, a la
palabra, a la interpretación continua de quien
mujer u hombre nace.
En la
Europa feudal, la política sexual estuvo muy marcada por el cristianismo. Concretamente, estuvo muy marcada por dos novedades sustanciales del cristianismo: por la idea de
Dios y por la idea de
cuerpo, de
cuerpo humano, que trajo a nuestra historia el cristianismo.
El cristianismo tuvo en sus inicios y durante varios siglos una
relación difícil con los politeísmos entre los que se difundió y a los que sustituiría. Fue una relación difícil porque al
ser humano le cuesta prescindir de la gradación de las divinidades y, en particular, le ha costado mucho prescindir de la
Diosa madre y aceptar un monoteísmo paterno, pues aunque los ángeles no tengan sexo, el
Dios de las iglesias sí lo tiene. Por eso, porque al
ser humano le repugna prescindir del principio de realidad que le da la
madre, desde muy pronto, claramente desde el siglo II, convivieron y conviven en las sociedades cristianas dos ideas de
Dios. Una, tal vez la original, es la idea de
Dios Amor, interior al
ser humano. La otra, la de la
Iglesia constituida, es la idea de
Dios Padre todopoderoso,
creador, eterno y externo al
ser humano. Mucha gente vio estas dos ideas de
Dios expresadas en la
performance que se hizo en torno a un suntuoso
Benedicto XVI y su séquito durante la dedicación de la
iglesia de la Sagrada
Familia de Barcelona, cuando salieron a entregar su ofrenda de manteles y a limpiar los excesos de la aspersión de santos óleos, unas monjas muy discretas en
noviembre de 2010 ,
performance que los medios de comunicación recogieron con enorme
curiosidad y polémica. La primera idea de
Dios, la del Dios interior, la del Dios
Amor, coincide con la Gran
Madre, ahora innombrada e inombrable, sacrificada al monoteísmo masculino. Coincide con ella porque la
madre, cada madre concreta y personal o quien ocupe su lugar, es la primera
escuela del
amor, la
escuela en la que se aprende a hablar en una
relación de gran
intimidad.
La idea de
Dios Amor, del
Dios interior, tuvo una gran aceptación pública entre mujeres y hombres hasta finales del siglo III. Fue esta la época de la gnosis. La gnosis sostiene que el
ser humano conoce a
Dios porque Dios
Amor está precisamente dentro de él. En los siglos II y III, se escribieron muchos y preciosos evangelios gnósticos (distintos de los evangelios canónicos). Los escribieron mujeres y hombres. Son evangelios inspirados, inspirados por el
espíritu divino que lleva dentro de sí cada
criatura humana que nace y aprende a hablar.
La segunda idea de
Dios, la del
Dios padre todopoderoso, externo al
ser humano, es la de la
Iglesia constituida: la de
Roma, primero, y de las demás iglesias cristianas, después. La
Iglesia es la institución que administra la
relación con ese
Dios desconocido, ajeno y poderoso. Esta idea de Dios justifica la existencia y la utilidad de la
jerarquía eclesiástica, siempre masculina aunque haya sacedotisas o papisas. La
administración de esa
relación es el fundamento del
poder de la
Iglesia. Y por aquí, precisamente, entraron en conflicto en el siglo III las dos ideas del
Dios cristiano. Fue un conflicto duro y armado (y de la dureza de los
conflictos entre cristianos da una idea la
vida de
Hipatia de Alejandría,
asesinada por monjes cristianos en marzo del año 415),
68
un conflicto que terminó con la desarticulación del gnosticismo.
La idea de
Dios Amor no se perdió, sin embargo. Persistió y persiste en el inconsciente colectivo, y no solo en el inconsciente sino en muchas relaciones y formas de
vida creativas que la Europa feudal desarrolló en lenguaje cristiano, como las que se suelen asociar bajo el gran nombre de Movimiento del
Libre Espíritu.
69
Un ejemplo es el comienzo de una
carta de
Hadewijch de Amberes,
mística y teóloga
beguina, a una
amiga y discípula a principios del siglo XIII, que dice: “Querida mía: yo te saludo con ese
amor que es
Dios y con el que yo soy y es también él, de algún modo, Dios. Y te agradezgo por lo que tú lo eres, y te reprendo por lo que tú no lo eres.”
70
A mediados del siglo XX, en
1955 , la
escritora nacida en
Barcelona Carmen Laforet (
1921 -
2004 ), escribía en el momento más significativo de su
novela La mujer nueva, cuando la protagonista, en un tren, tiene una
visión, una visión al estilo de nuestro tiempo: “El
Amor es
Dios –supo Paulina–; Dios, esa inmensa
hoguera de
felicidad y
bien, en la que nos encontramos, nos colmamos, a la que tendemos, a la que tenemos
libertad para ir y vamos, si no nos atamos nosotros mismos piedras al cuello”.
71
Las dos ideas de
Dios que he expuesto brevemente se mezclaron en las novedades que trajo el cristianismo sobre el
origen y el
sentido del
cuerpo humano. El
origen y el
sentido que se le dé al
cuerpo humano son fundamentales para la política sexual de una época.
El cristianismo dice que el
cuerpo es creado por
Dios, del que se dice comunmente que todos somos hijos. Dice también que Dios crea y da el
cuerpo a todos los seres humanos, hombre y
mujer,
libre y esclavo o
esclava. El cristianismo se separó así de la idea griega ateniense y democrática del
origen del
cuerpo. Por eso, el cristianismo originario (hasta que surgió el concepto de reconquista en el Reino astur-leonés del siglo IX) fue contrario a la
guerra por la
fe y por la
patria, aunque haya excepciones como el asesinato de
Hipatia de Alejandría que he citado.
Dios da el
cuerpo, no para que se le defienda con la
guerra, sino para que con él se le honre y se le alabe. Por eso, también, el cristianismo fue contrario al
suicidio o a la
mutilación.
En términos de política sexual, las ideas cristianas de
Dios y del
origen y
sentido del
cuerpo humano fueron extraordinariamente fértiles. Lo fueron por su originalidad y, también, por su ambigüedad. Por una parte, autorizaron a la
Iglesia a imponer un patriarcado cristiano. Para ello, la
Iglesia intentó gobernar duramente los cuerpos mediante la moral
cristiana, con el fin de controlar el nacimiento, el
matrimonio y la
muerte, que son los momentos y los ritos de paso principales que atraviesa el
ser humano. Opinó y legisló sobre la
maternidad, introdujo lentamente desde el año
1000 el
matrimonio monógamo e indisoluble, cristianizó las necrópolis y cementerios. Todo ello justificado por su papel de administradora de la
relación con
Dios Padre.
Por otra parte, el
Dios Amor fue una
fuente extraordinaria de creatividad para mujeres y hombres, y lo fue sin inducirles a marginarse; es decir, desde el centro o desde cualquier lugar de la sociedad
cristiana. Más las mujeres que los hombres, inventaron formas de
vida muy diversificadas que les permitieron evitar el patriarcado y vivir de espaldas a él, siguiendo su propio
deseo, un
deseo libre. Y hacerlo, insisto, sin marginarse y, en ciertas épocas, sin molestarse mucho siquiera en luchar contra el patriarcado. En realidad, toda la Europa propiamente feudal, es decir, los siglos XI, XII y XIII, fueron siglos de
libertad femenina y, quizá pues está menos estudiado, también de
libertad masculina, exenta de la alienación de sí que a un hombre le imponía el patriarcado. Fueron formas de
vida orientadas por el
amor, por sus signos.
72
Muchas de estas formas de
vida trabajaron y practicaron una idea que desde la revolución cultural del mayo francés o mayo del 68 nos cuesta un poco entender, una idea y una práctica que fue la
castidad. En la cultura
cristiana, la
castidad es entendida como inhibición del
deseo heterosexual. Lo cual no significa que la heterosexualidad fuera siempre patriarcal. La Europa feudal recuperó, por ejemplo, en el siglo XII, el
Cantar de los Cantares, un canto veterotestamentario a la heterosexualidad exquisitamente sensual, y ya no lo apartó nunca de su cultura poética. Y, sobre todo, la cultura feudal conservó y desarrolló la tradición hermética helenística sobre la heterosexualidad, que es entendida por el hermetismo filosófico antiguo y medieval en términos amorosos, no jerárquicos. Entender algo en términos amorosos quiere decir que eso que se está entendiendo adquiere
sentido nuevo,
sentido indisponible, o sea, se vuelve algo trascendente, algo
divino, algo que lleva más allá de la repetición, más allá del ciego mecanismo de las cosas, más allá del aburrimiento. Como cuando alguien, al enamorarse, dice: “ha dado
sentido a mi
vida ”.
En realidad, se puede decir que en la
Europa feudal convivieron dos lealtades políticas: una fue la
fidelidad feudal, la otra fue la
fidelidad al
Amor, a sus signos. La
fidelidad feudal es la más conocida porque es la que ha sido estudiada más por el positivismo científico, por la historia social y por el materialismo histórico. Pero la otra
fidelidad está también ampliamente documentada; lo que ocurre es que el
amor no reificado (no cristalizado) le ha resultado opaco al positivismo, a la historia social y al materialismo histórico de los siglos XIX y XX.
Sabemos que la
Europa feudal (y, luego, Occidente) estuvieron atravesados por un gran movimiento político, de mujeres y de hombres, pobres y ricos, con o sin privilegios, que se dedicaron al
amor, que intentaron vivir en la
fidelidad amorosa. Se llamaron a sí mismas y a sí mismos
Fideles Amoris, fieles a
Amor, a sus signos. Se les encuentra por todas partes, aunque no formaran un movimiento organizado, pero sí un movimiento político. Eran mujeres y hombres que se reconocían entre sí: se reconocían por un
anhelo peculiar y por un lenguaje peculiar, como nos ocurrió, por ejemplo, a las feministas en los años setenta del siglo XX, cuando también entonces se dijo: “Haz el
amor, no la
guerra ”. Un
anhelo de algo otro, de algo que libere del ciego mecanismo de las cosas, de la
jerarquía, del endurecimiento de lo real: un
anhelo de algo que en la Europa feudal llamaron
visión (de la raíz indoeuropea *Fid, como en
videre, wissen,
wise, ver, idea… al modo de “tengo una idea” como epifanía de realidad).
Ejemplos de la época feudal son: la cultura trovadoresca o cortés, la religión
cátara, la cultura de la homosexualidad (en particular la homosexualidad monástica), las beguinas y beatas, la
mística femenina o teología en lengua materna...
73
La importancia social del movimiento de los y las
Fideles Amoris la testimonia un tópico historiográfico que dice que la principal
preocupación del hombre medieval fue el
adulterio, y no, por ejemplo, el sexo de la persona con la que se cometía.
74
Este tópico es también una muestra de coexistencia histórica de la
fidelidad feudal con la
fidelidad a los signos de
Amor. El
adulterio preocupó, y mucho, a la
jerarquía feudal por cuestiones de propiedad privada, ya que los aristócratas vivieron en el
temor de que sus bienes no los heredaran sus hijos sino los hijos de otro hombre. Y preocupó a los y las
Fideles Amoris, por otro motivo mucho más civilizador: porque el
adulterio es una traición y un delito precisamente contra la
fidelidad al
amor, a Amor-Dios, a sus signos.
La decisión de las siervas
He dicho antes que cuando un mundo toma características nuevas, ello quiere decir que ha cambiado la política sexual, que ha cambiado el modo de producción y que ha cambiado el orden simbólico.
¿Qué pasó en la Europa feudal con el modo de producción? Ocurrió que Europa dejó definitivamente atrás el modo de producción esclavista y desarrolló hasta su máximo apogeo otro modo de producción, el feudal.
El modo de producción esclavista, como es sabido, fue propio de las sociedades clásicas, la griega y la romana. Durante la Alta Edad Media, se dio en Europa un lento proceso de transición o paso de un modo de producción a otro. Que se pasara del esclavismo al feudalismo no quiere decir que dejara de haber esclavos y esclavas en la Europa feudal. Hubo menos, sí, y, sobre todo, fueron menos o mucho menos significativos en la producción que en la época anterior. De modo que apareció una
relación de producción nueva, y esta nueva
relación de producción pasó a ser la dominante, la que marcó originalmente tanto la economía como la sociedad y lo imaginario de la Europa de entonces. Esta nueva
relación de producción fue la servidumbre, la
relación servil. Ya no la relación amo/esclavo de
Grecia y
Roma, sino la
relación entre terratenientes (hombres y mujeres) y siervos o siervas. ¿Por qué terratenientes? Porque el principal medio de producción de esta sociedad fue la tierra. Aunque hubo ciudades siempre, y fueron importantes a partir del siglo XIII, la sociedad feudal fue una sociedad rural, agraria.
¿Qué era un siervo, una
sierva? Era un hombre o una
mujer adscrito/a a la tierra. Esto quiere decir que su
libertad de movimiento y de
trabajo estuvo limitada por el derecho, por los
derechos señoriales de la clase privilegiada. ¿En qué se diferenciaba de un esclavo o
esclava? En que los esclavos y esclavas no tenían
personalidad jurídica, es decir, no formaban parte de la sociedad o, mejor, de lo que la sociedad decía que era. En el derecho romano, el esclavo o la
esclava es llamado
instrumentum vocale, instrumento o útil que
habla, para distinguirles de lo animales de labranza (
instrumentum semivocale) y de la tierra (
instrumentum mutum), y son vendidos con la tierra. Los siervos y siervas tienen
personalidad jurídica, aunque incompleta.
Para probar a
sexuar la historia, es interesante notar que, la
personalidad jurídica, los esclavos y esclavas la adquirieron mediante el
matrimonio, es decir, mediante la conyugalidad legal. Ya en la documentación bajoimperial aparecen como novedad los
servi casati, que significa “esclavos casados”, lo cual quiere decir que tienen una
casa y están casados. Es un tema confuso, pues
servus,
serva significa esclavo/a en latín clásico. Esclavo,
esclava, es un término medieval, por los muchos esclavos eslavos que hubo. El pueblo eslavo era y es un pueblo indoeuropeo que había invadido el Imperio bizantino en el siglo VI, en la época de Justiniano, llegando a las puertas de
Constantinopla y siendo obligado a retroceder al otro lado del Danubio; una parte emigró más tarde del Centro/Este de
Europa a los Balcanes, que fue un lugar de captura y trata de seres humanos para la esclavitud en los siglos IX y X, también para los ejércitos, por ejemplo el de
Al-Ándalus; más tarde, el lugar de captura sería la piratería.
En cualquier caso, el paso de la esclavitud a la servidumbre se hizo mediante el
matrimonio regulado por el derecho. Este paso, que el materialismo histórico nos enseñó a interpretar como prueba de desarrollo de las fuerzas productivas y de avance en las relaciones de producción, le plantea a una historiadora preguntas que son de política sexual, no o no solo de economía política. Las preguntas son: ¿qué
sentido tiene para una
esclava la interposición, ahora, entre ella y su antiguo dueño, de un nuevo
señor, su marido? ¿Cuáles son los vínculos históricos entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el patriarcado? ¿Son las fuerzas productivas masculinas las que se desarrollan, cuando se desarrollan, y no las femeninas, o no el mismo tiempo? Estas preguntas están pendientes de ser pensadas.
Para pensarlas teniendo en cuenta que la experiencia humana es sexuada siempre y en todas partes, es necesario reconocer la sexuación de la economía política, y llevar esa sexuación al lenguaje de la historia. Ni
Marx ni
Engels lo hicieron, porque la economía política que ellos manejaron (por lo demás, con gran eficacia) estaba declinada en masculino no
libre, ya que era funcional al sistema patriarcal de dominio, un sistema que somete al hombre al ejercicio de violencia, en especial si es o desea ser padre patriarcal.
La economía política de Europa cambió de raíz cuando, lentamente, en una larga transición, el modo de producción feudal sustituyó al esclavista. Las fuerzas productivas dejaron de ser los esclavos y esclavas sin
madre obtenidos con la
guerra o en el
mercado de esclavos, y pasaron a ser mujeres u hombres criados en
casa por su
madre y adscritas/os a la tierra. Las siervas dibujaron el perfil de las nuevas relaciones de producción aceptando al
señor interpuesto (su marido) y trabajando más, a cambio de que la violencia señorial no les impidiera hacer algo que a las mujeres nos suele gustar libremente hacer:
amar y civilizar a quienes damos a
luz y a quienes entran con nosotras en
relación directa de intercambio. Las siervas introdujeron en la economía política del fundamento de la sociedad feudal –las casas de la clase productiva–, el
amor y el
sentido femenino de la civilización. El derecho se limitó a reconocer parcialmente esta
obra respetando la
maternidad. Para una
mujer, las relaciones de producción avanzan o retroceden o, simplemente, se transforman, al compás de las condiciones de su
maternidad, si la desea. Sus decisiones en este contexto no se entienden si no se conoce la
libertad femenina.
En cuanto a los cambios del orden simbólico, recuerdo que el concepto de orden simbólico, la noción de su existencia, es del siglo XX, y es considerado una de las aportaciones importantes de la filosofía al pensamiento de ese siglo.
Marx ignoró lo simbólico. Él habló de superestructura ideológico-jurídico-política, pero nada más. La ideología es pensamiento
impuesto desde el
poder social. Lo simbólico es lo que cada
criatura humana dice libremente que el mundo es, usando los recursos que ofrece la lengua materna, la lengua que hablamos.
El cristianismo trajo a Europa un cambio de orden simbólico. Prueba de ello es el cambio espectacular y perdurable que se dio en el lenguaje: el lenguaje de la cultura europea pasó, progresivamente, a ser el lenguaje cristiano. Lo era ya sin
duda en la
Europa feudal, y lo siguió siendo hasta finales del siglo XVIII. El lenguaje de la cultura fue un lenguaje cristiano tanto hasta el siglo VII, siglo en el que el latín dejó de ser lengua materna, como después, cuando el latín pasó a convertirse en lengua solo escrita, no hablada. Durante la Alta Edad Media, la
Iglesia constituida luchó por convertirse en garante de lo simbólico. Tuvo que luchar porque la garante verdadera de lo simbólico es la
madre, que es quien enseña a hablar; es decir, la
Iglesia tuvo que luchar para suplantar a la
madre, y por eso le gusta referirse a sí misma como
mater et magistra,
madre y
maestra. Si sexuo la historia, podré entender en esta clave (en clave de quién es garante de lo simbólico) ese asunto importantísimo y sangriento de nuestro pasado que es la
heterodoxia y la ortodoxia: la
madre enseña a hablar libremente, la
Iglesia jerárquica dictamina o pretende dictaminar lo que se puede o no se puede decir cuando se
habla, en particular, en la Europa
cristiana, cuando se
habla de
Dios; y juzga y condena por ello, también a
muerte. Por eso, fue un tiempo importantísimo de la cultura feudal el siglo XII, el XIII y el XIV, cuando algunas mujeres, las místicas beguinas (como
Frau Ava,
Hadewijch de Amberes,
Margarita Porete,
Matilde de Magdeburgo o
Juliana de Norwich, entre otras), decidieron hablar y escribir de
Dios en su lengua materna, no en latín. Lo hicieron precisamente porque querían hablar de Dios como
Amor, y es difícil, a veces incluso imposible, hablar de
Amor en una lengua que no sea la materna. El amor es una gran
fuente de simbólico, como muestra la poesía.
Interpretar el trabajo para poder contemplar: beguinas y mendicantas
Sexuar la experiencia del trabajo
El
trabajo, asalariado o no, es una de las actividades humanas más (y más polémicamente) interpretadas a lo largo de la historia. San
Benito de Nursia es famoso desde el siglo VI por su modo de vincular el
trabajo con el rezo en el lema más conocido de la Orden que fundó en el año
529 ; en el siglo XVII, el
trabajo pasó a ser un componente fundamental de la masculinidad laica y privilegiada moderna, algo que no había sido hasta entonces. Solo en nuestro tiempo, sin embargo, hemos tomado
conciencia las historiadoras y la gente en general de la sexuación del
trabajo.
Cuando en el feminismo de los años setenta se habló críticamente de la división sexual del
trabajo o, mejor dicho, de la división del
trabajo en
razón de sexo, pensábamos que el
trabajo era uno: era uno en el
sentido de que entendíamos que valía igual y lo vivíamos igual las mujeres que los hombres, siendo la organización concreta de su reparto en una sociedad, un resultado más de la opresión histórica de las mujeres por los hombres. Es decir, las historiadoras (y las sociólogas) feministas pensábamos entonces que el
trabajo era un
neutro universal, indiferente a la sexuación de la experiencia humana e independiente de ella. Hoy sentimos que no es así: hoy notamos que existen, primero, dos experiencias del
trabajo: la del
cuerpo humano masculino, la del
cuerpo humano femenino, y, luego, sin
duda, muchas experiencias más.
¿Qué quiere decir que el
trabajo es sexuado? Quiere decir que cada una de sus manifestaciones históricas es, en realidad, dos: la que vive una
mujer, la que vive un hombre. Lo es ineludiblemente, sin serlo, al mismo tiempo, necesariamente. Porque responde a la sexuación humana, o sea, al
cuerpo, y porque, no obstante el
cuerpo, el ser
mujer u hombre se elige, sabiendo que no es objeto de elección. Es decir, el
cuerpo se obstina en ser y, simultáneamente, se limita a sugerir una posibilidad de ser, sin determinar nada. La
libertad humana radica precisamente aquí: he nacido
mujer, he nacido hombre; mi
cuerpo lo indicará siempre, pero el seguir esta indicación no es obligatorio y no ha sido obligatorio nunca (por eso se ha empleado tanta
fuerza en imponer el signo del nacimiento, en las sociedades patriarcales).
Clara de Asís (
1194 -
1253 ), que fundó en
1212 la forma de
vida que lleva su nombre (claras, clarisas), interpretó el
trabajo sexuándolo en femenino al pensar su Orden mendicante para mujeres que habían elegido serlo de manera que la
pobreza más rigurosa soportable fuera su
mediación con la
contemplación de
Dios.
Santa Clara interpretó el
trabajo tomando como
medida de él la
pobreza voluntaria (la “altísima
pobreza ”) con el propósito de excluir de su
vida y de la de sus hermanas de
comunidad todo lo que del
trabajo resultara superfluo, y todo lo que de él resultara ser
fuente lucro. ¿Para qué? Para que, quitándose el
trabajo de gestionar los beneficios de este, toda la energía humana femenina posible fuera dedicada a la
contemplación. Algo análogo hizo
Teresa de Jesús (
1515 -
1582 ) al pensar el
camino de
perfección que ella propuso a sus amigas cuando reformó el Carmelo en su
fundación de San José de
Ávila: también ella exigió una
pobreza rigurosa, no la combinación del rezo y el
trabajo propia de san
Benito; tan rigurosa fue que prohibió que pidieran
limosna, citando de
Clara de Asís la frase que dice: “grandes muros son los de la
pobreza ”.
75 Francisco de Asís, en cambio, entendió que para cumplir el
deseo espiritual de sus monjes era pertinente una interpretación distinta del
sentido y del valor del
trabajo en su Orden mendicante masculina, proponiendo una
pobreza y, con ella, una exclusión del
trabajo, menos rigurosa, ya que consintió la
mendicidad.
Eloísa (h.
1099 -
1164 ) describió con eficacia el
sentido femenino medieval de la experiencia de la sexuación humana cuando, ya
madre de su
hijo Pedro Astrolabio y viviendo en la
comunidad religiosa del Paraclète, pidió a
Abelardo en una
carta que redactara una
regla propia para mujeres argumentando que su experiencia de la
vida monástica es una experiencia
sui generis, es decir propia. Dice:
“que tú establezcas y nos escribas una
regla que sea especial para las mujeres, en la que se describa por entero el
estado de nuestra
conversación y el
hábito, porque nos hemos dado cuenta de que nada semejante ha sido hecho por los santos Padres. Por este defecto y carencia, se da de hecho que en los monasterios observen la
profesión de la misma
regla tanto los varones como las hembras y sea
impuesto el mismo yugo de la institución monástica por igual al sexo débil y al fuerte. Una única
regla de san
Benito profesan ahora entre los Latinos las mujeres al igual que los varones. Puesto que, según consta, fue escrita solamente para varones, solo ellos pueden cumplirla, sea como súbditos o como prelados”.
76
Las mujeres, por tanto, interpretamos el
sentido de la
vida y del
trabajo en el presente y lo hemos interpretado a lo largo de la historia. Unas veces lo hemos interpretado con el propósito de concordar la producción y conservación de bienes y de mercancías con las prácticas de creación y recreación de la
vida y la convivencia humana,
77 derivadas directa o indirectamente del signo exclusivo del
cuerpo femenino que es su
capacidad de ser dos. Otras veces lo hemos hecho para concordar la producción de bienes con la
contemplación. Otras, para dedicarnos solo a la
contemplación o solo a la
maternidad y lo que de ellas deriva.
El
deseo de
contemplación recorre con intensidad las vidas femeninas, con
independencia de las religiones instituidas, porque las mujeres somos las depositarias y garantes del orden simbólico, que es sencillamente la lengua llamada precisamente materna, es decir, la lengua que hablamos; siendo la
contemplación una práctica privilegiada de búsqueda de simbólico, que es, a su vez, una manera de llamar al
sentido libre que a la
vida y a las relaciones les damos la gente. En la
contemplación, a una
mujer se le hace epifanía de la realidad, que es la expresión con la que
María Zambrano llamó en el siglo XX a la
visión: “Es el entrar en la
conciencia, y, aun más que en la
conciencia, en la
luz, un suceso glorioso, la epifanía que tiene toda realidad que accede por fin a hacerse visible”.
78
En la
Europa medieval se dio un paso decisivo en la
concepción del
trabajo, un paso que ha dejado huella en la fisonomía de las fuerzas productivas y en la configuración básica de las relaciones de producción hasta la actualidad, aunque apenas haya dejado huella en la historiografía.
Sexuar la economía política
Es sabido, porque lo enseñó el materialismo histórico, que una de las características originales de una sociedad es la interpretación que esa sociedad haga del
trabajo. Una vía importantísima para conocer la interpretación del
trabajo propia de una sociedad es el estudio del grado de desarrollo de sus fuerzas productivas y, simultáneamente, de los cambios ocurridos en las relaciones de producción en las que en esa sociedad se trabaja, ya que el
trabajo se hace casi siempre, si no siempre, en
relación.
El cambio introducido en la Europa medieval en lo relativo a la interpretación del
trabajo y, por tanto, a su organización, fue el paso de la esclavitud como
relación de producción y, por ello, de
trabajo, dominante, a la
relación de producción servil. El materialismo histórico interpretó este paso en la
concepción del
trabajo como de desarrollo de las fuerzas productivas y como avance en las relaciones de producción.
Interpretó este cambio histórico con el lenguaje del derecho, diciendo que la servidumbre se distingue de la esclavitud en que los siervos y las siervas tuvieron
personalidad jurídica, aunque fuera incompleta.
Para interpretar sexuadamente el
trabajo, es importante recordar que, originariamente, la
personalidad jurídica, los esclavos y esclavas la adquirieron mediante el
matrimonio, es decir, mediante la conyugalidad legal. Ya en la documentación bajoimperial romana aparecen como novedad los
servi casati, o sea, los esclavos casados, que quiere decir que tienen una
casa y están casados. Es un tema confuso, pues
servus,
serva significa esclavo/a en latín clásico. Esclavo,
esclava, es un término medieval, por los muchos esclavos eslavos que hubo. La aparición de
servi casati indica que había habido en la sociedad una transformación de las fuerzas productivas y, por tanto, ha habido una transformación de algo fundamental relativo al
trabajo. Esto es así porque cuando la
relación de producción dominante era la esclavista, las fuerzas productivas procedían de la
guerra y de los mercados de esclavos/as, ya que en los
ergástula “no cunde el hombre”, por parafrasear a
Max Weber. Cuando la
relación de producción dominante pasó a ser la servil, fueron las mujeres siervas las que crearon y criaron las fuerzas productivas, y ya no, o no principalmente, el
mercado de esclavos y la
guerra. Este fue un cambio en sus vidas que intervino en el modo en el que muchas mujeres trabajaron e interpretaron el
trabajo.
Se trató de un cambio que el materialismo histórico (que de mujeres en la historia o, si se prefiere, de la diferencia de ser
mujer en la historia sabía poco) nos enseñó a interpretar como prueba de desarrollo de las fuerzas productivas y de avance en las relaciones de producción. Añado que fue un cambio que a una historiadora le plantea preguntas que son de política sexual, no o no solo de economía política. Las preguntas son: ¿qué
sentido tiene para una
esclava la interposición, ahora, entre ella y su antiguo dueño, de un nuevo
señor, su marido? ¿Cuáles son los vínculos históricos entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el patriarcado? ¿Son las fuerzas productivas masculinas las que se desarrollan, cuando se desarrollan, y no las femeninas, o no al mismo tiempo? ¿Es desarrollo para las fuerzas productivas femeninas lo que el materialismo histórico ha considerado desarrollo de las fuerzas productivas? Es decir ¿es posible e interesante
sexuar el desarrollo de las fuerzas productivas? Estas preguntas están pendientes de ser pensadas, más allá de las ideas expuestas por Friedrich Engels en
El origen de la familia, la propiedad privada y en Estado .
Para pensarlas teniendo en cuenta que la experiencia humana es sexuada siempre y en todas partes, es necesario reconocer la sexuación de la economía política, y llevar esa sexuación al lenguaje de la historia. Ni
Karl Marx ni
Engels lo hicieron, porque la economía política que ellos manejaron (por lo demás, con gran eficacia) estaba declinada en masculino no
libre, ya que era funcional al sistema patriarcal de dominio, un sistema que somete al hombre al ejercicio de violencia, en especial si es o desea ser padre dentro del patriarcado. Tanto
Karl Marx como
Engels ignoraron la política sexual; la política sexual es, sin embargo, el fundamento de la política y de la economía política, y cambia con la realidad que cambia, aunque la historiografía no lo reconozca.
La economía política de
Europa cambió de raíz cuando el modo de producción feudal sustituyó al esclavista. Las fuerzas productivas dejaron de ser los esclavos y esclavas (aparentemente) sin
madre obtenidos con la
guerra o en el
mercado de esclavos, y pasaron a ser mujeres u hombres criados en
casa por su
madre y adscritas/os a la tierra. Las siervas dibujaron el perfil de las nuevas relaciones de producción transformando la política sexual de su tiempo de un modo que al feminismo del siglo XX le costó mucho entender. Ellas –las siervas– dibujaron el perfil de las relaciones de producción aceptando al
señor interpuesto (su marido) y trabajando más, a cambio de que la violencia señorial no les impidiera hacer algo que a las mujeres nos suele gustar libremente hacer:
amar y civilizar a quienes damos a
luz y a quienes entran con nosotras en
relación directa de intercambio. Las siervas introdujeron en la economía política del fundamento de la sociedad feudal –las casas de la clase productiva, que es donde se dirimió lo principal de la política sexual–, el
amor y el
sentido femenino de la civilización. El derecho se limitó a reconocer parcialmente estas cosas (que algunas llamamos la
obra femenina de la civilización)
79 respetando la
maternidad de las mujeres no privilegiadas. Para una
mujer, las relaciones de producción avanzan o retroceden o, simplemente, se transforman o se estancan, al compás de las condiciones de su
maternidad, si la desea: también cuando no la desea, porque las relaciones de producción y, en consecuencia, el
trabajo, son distintos cuando el
cuerpo femenino es tenido eminentemente en cuenta al discernirse socialmente el
sentido y el valor del
trabajo. Ya que para las mujeres, es
trabajo la producción de bienes y mercancías, es
trabajo la creación y recreación de la
vida y la convivencia humana, es
trabajo la
relación y es
trabajo la
contemplación: si
bien lleva otro nombre, que en la Europa medieval suele ser el de “dedicación”, con toda la trascendencia que esta
palabra tiene.
También hoy nos cuesta decidir si el cambio causado por las siervas en la vivencia y el
sentido del
trabajo, trajo
libertad o trajo opresión. Nos cuesta sobre todo si la
libertad nos parece que es una, que es neutra, es decir, que sirve igual y la vivimos igual las mujeres que los hombres. Cuesta menos si se reconoce que la
libertad es sexuada, o sea, si se conoce la
libertad femenina, la cual es una modalidad de la
libertad en la que lo más importante es la
relación, no el individualismo.
La pobreza, medida secreta del trabajo
En la
Europa feudal, entre las mujeres no privilegiadas (o las que tuvieron privilegios de clase pero renunciaron a ellos) se pensó el
trabajo de forma original. En general, se puede decir que se pensó manteniendo en
relación íntima no jerárquica la acción y la
contemplación: sin proponer tampoco síntesis entre ellas y sin idealizar ni la acción ni la
contemplación. El pensamiento sobre el
trabajo se expresó en la invención de formas de
vida en cuyo núcleo estuvo en una complejísima interpretación de la
pobreza, de la
pobreza voluntaria,
pobreza que es, para quien no tiene o tiene pocos privilegios sociales, la
medida secreta del
trabajo.
Amar la
pobreza defendió a esas mujeres del
culto alienado al
trabajo que promovió primero la economía urbana mercantil y más tarde el modo de producción capitalista.
La
Regla de
Santa Clara, confirmada como forma de
vida poco antes de la
muerte de
Clara, por bula de
Inocencio IV de
1253 , interpretó en dos capítulos consecutivos (el VI y el VII) la
pobreza y el
trabajo, dando a entender que una y otro tienen entre sí un vínculo significativo. Dice la propia
Clara sobre la
pobreza:
“Y así como yo, a una con mis hermanas, fui siempre solícita en guardar la
santa pobreza que prometimos al
Señor Dios y al bienaventurado
Francisco, así también las abadesas que me sucedan en el oficio, y todas las demás hermanas, estén obligadas a observarla hasta el fin inviolablemente, es decir, no recibiendo ni teniendo, ni directamente ni por intermediarios, posesión o propiedad alguna, ni nada que razonablemente pueda considerarse propiedad, a no ser la porción de tierra que exige el necesario decoro y aislamiento del
monasterio; y esa tierra no se cultive sino como huerto, para las necesidades de las mismas hermanas”.
80
Mucho antes, en
1216 , cuatro años después de fundar su
comunidad femenina de San Damián,
Clara de Asís había obtenido de
Inocencio III el llamado
Privilegium Paupertatis o Privilegio de la
pobreza. En él se confirmaba su “propósito de altísima
pobreza ” y se concedía a las clarisas el privilegio de no
poder “ser obligadas por nadie a recibir posesiones”.
81
Sobre el
trabajo, dijo
Clara de Asís en su
Regla:
“Las hermanas, a las que el
Señor ha dado la
gracia de trabajar, después de la hora tercia trabajen fiel y devotamente en algún
trabajo humilde, honesto y de utilidad común, de modo que, 'desechando la ociosidad, enemiga del
alma', no apaguen el
espíritu de la
santa oración y
devoción, al que las cosas temporales deben servir. Y la
abadesa, o su
vicaria, está obligada a distribuir, en capítulo y ante todas las hermanas, lo que producen con sus manos”.
82
En esta interpretación, el
trabajo no es una
necesidad sino una
gracia: una gracia al
servicio de la
oración y de la
devoción, una
gracia que sirve a algunas para que la ociosidad no apague la
vida de su
espíritu. El
trabajo está aquí, en realidad, al
servicio de la
pobreza. La
pobreza está, a su vez, al
servicio de la
contemplación. A la
contemplación se llega mediante la
oración y la
devoción, entendiendo por
oración (como en la gramática) la frase con sintaxis y
sentido, es decir, el desvelamiento de lo simbólico; y entendiendo por
devoción lo que esta
palabra etimológicamente dice, que es “entrega a
Dios ”,
dios que es la
palabra que tiene nuestra lengua para referirse a lo más. La
contemplación es, pues, la tarea del ser, tarea que a una
mujer puede ocuparle la
vida entera, año tras año, día a día. Una tarea que necesita
deseo y tiempo.
La
Europa medieval fue sensible a la
necesidad humana de tiempo que dedicar a la tarea del ser. La
Europa moderna, en cambio, fue reduciendo este tiempo en beneficio del asignado al
trabajo,
trabajo que en la actualidad ocupa la mayor parte del tiempo, dejando a la tarea del ser solo su resto, al resto del tiempo. Por estos cambios nos hemos visto afectadas más las mujeres que los hombres.
Porque antes de
Francisco y
Clara de Asís, es decir, antes de la invención de las Órdenes mendicantes, hubo mujeres que inventaron una forma de
vida que interpretó el
trabajo y la
contemplación, y lo hizo reconociendo la
libertad que puede nacer de la
pobreza voluntaria. Fueron las beguinas. Las beguinas están documentadas en
Europa desde finales del siglo XI, como residentes en instituciones de canonesas sin ser miembras de la institución.
83 Las beguinas, como es sabido, fueron mujeres austeras, que vivieron solas, en relaciones duales o en pequeños grupos de mujeres, en casas de beguinas, a pie de
calle, en las ciudades o en el campo, humildemente vestidas, sin atenerse a los mandatos del patriarcado sobre su forma de
vida, ya que ni se casaron ni profesaron una
regla religiosa ni se dejaron ser prostituidas. Vivieron de su
trabajo, principalmente en la industria, en la enseñanza de niñas o en la atención a los cuerpos, y se dedicaron a la
contemplación. El
sentido de su
trabajo lo midieron con la
pobreza, trabajando lo necesario para vivir, con el fin de dedicarse precisamente a la
piedad y a la
contemplación. No hay que forzar las fuentes para decir que la forma de
vida beguina y su interpretación del
trabajo fue una de las fuentes de inspiración de la
espiritualidad mendicante y, en general, del movimiento del
Libre Espíritu.
84
Las beguinas de la época feudal se distinguieron de las siervas en su condición jurídica
libre y en su desinterés por la
maternidad. Pero, como las siervas, buscaron, con la
pobreza, la
relación de servicio, de
servicio a la
vida y al
espíritu humanos. Su
mediación con la
contemplación fue precisamente la
piedad, entendiendo (con
María Zambrano) que “
piedad es el saber tratar adecuadamente con lo otro”.
85 La
piedad es una
relación de servicio que, entre las beguinas, consistió en ponerse al
servicio del
Dios Amor. La
mística beguina lo muestra explorando y describiendo los caminos de conocimiento que llega a trazar el
deseo de una
mujer cuando tiene tiempo que dedicar a la tarea del ser (del suyo y del ajeno). Lo cual plantea la pregunta de hasta dónde queremos, quienes nos dedicamos a la historia, que el lenguaje moderno del
trabajo invada las interpretaciones de la experiencia humana, o sea, invada lo simbólico, la lengua que hablamos.
La fecundidad y la pobreza
Las universidades fueron fundadas en
Europa a finales del siglo XII como espacios de solo hombres para transmitir y generar conocimiento. Su principal originalidad consistió en unir escuelas catedralicias especializadas (también estas de solo hombres), en una única institución, como indica la propia
palabra universitas (que deriva de
universus,
unus-verto, en latín “vuelto al uno”). Las mujeres tenían ya y siguieron teniendo después sus propios espacios de creación y
transmisión de conocimiento. Fueron estos espacios las escuelas monásticas femeninas (el
monacato fue inventado por una
mujer, la teóloga griega
santa Macrina o
Macrina la Joven, que vivió en el
Ponto entre aproximadamente el año
330 y el
379 ),
86 las instituciones de canonesas y, desde el siglo XII, las escuelas de beguinas, llamadas la
Amiga, y las escuelas de cátaras, más otras cuya
memoria no hemos guardado las mujeres universitarias.
Las universidades tendieron, pues, desde su
fundación, al uno, como tiende al uno, a la
soledad, el
cuerpo de hombre, sin determinismo alguno. Antes del siglo XX, lo femenino
libre no formó parte de la
mediación de las universidades con el conocimiento y con la enseñanza. Estuvo muy presente lo femenino oprimido y subordinado, particularmente desde mediados del siglo XIII, cuando las universidades empezaron a difundir en
Europa una interpretación (atribuida a
Aristóteles) de la política sexual que decía que las mujeres y los hombres somos sustancialmente diferentes y que los hombres son superiores a las mujeres. Pero no estuvo –insisto– lo femenino
libre. Estuvo muy presente también la
Virgen María, siendo
María el nombre de las aguas amargas, “las aguas primeras de la creación” sobre las que el
Espíritu reposa,
87 anteriores a la idea bíblica y patriarcal de creación que cuenta el relato del Génesis; y estando la
Virgen por la
maternidad sin heterosexualidad, por la
fecundidad del
espíritu entendido como femenino. La
Virgen María fue y sigue siendo la
patrona de muchas universidades medievales y modernas, por ejemplo de la primera, la de
Bolonia, y también de la de
París, la de
Valencia, la de
Barcelona, etc., primero como
Virgen, luego como
Inmaculada.
¿Qué hace la
Virgen María en un espacio de solo hombres? Es una
alegoría del
deseo de que lo uno sea fecundo; o sea, es una
alegoría de la
fecundidad sin
alteridad: sin la
alteridad primera que a cada
criatura humana se le presenta en su
vida,
alteridad que es el otro sexo, el otro sexo (insisto), no el sexo opuesto, pues la contrariedad es poco fecunda, aunque pueda ser constructiva.
Lo uno, eso que a veces es llamado “
narcisismo ” es, sin embargo, poco fecundo, entendiendo la
fecundidad en su
sentido originario de “lo que es producto de un
parto ” (“
ventregada ”), compartiendo
fecundidad ,
femenino y
feto la misma raíz latina (del indoeuropeo *dhe, “chupar”). Es fecundo el dos. El uno construye.
Desde el siglo XX, la feminización de su alumnado y de su personal de
administración y, en menor
medida aunque también, de su profesorado, ha traído a la universidad la oportunidad de ser fecunda además de constructora de sistemas generales, por más grandes que ocasionalmente estos sean. La oportunidad de ser fecunda la ofrece día a día a la universidad la
presencia corporal de las mujeres reales, ya que es el
cuerpo de
mujer la primera
alteridad que conoce el hombre. Las mujeres, impulsadas por el feminismo, hemos traído a la universidad de hoy la posibilidad de que el conocimiento pase del uno al dos, pase de la construcción a la
fecundidad.
88
Esto se parece mucho a lo que hizo
Eloísa con el
amor poco antes de la
fundación de las universidades. Por eso es ella la protagonista del nuevo lema que las que sostenemos el Centre de recerca Duoda proponemos desde
2009 a la Universitat de Barcelona: “
Heloïse perfundet omnia luce”, “
Eloísa lo inunda todo de
luz ”, un lema en diálogo e intercambio con el actual “
Libertas perfundet omnia luce”.
Eloísa cumplió, en el siglo XII, la hazaña de llevar al
amor entre mujeres y hombres su
cuerpo real de
mujer, su
presencia y figura, como estaban haciendo las trovadoras o
trobairitz ,
89 dejando atrás las innumerables fantasías de mujeres idealizadas fabricadas por la
mente masculina. De ella escribió
María Zambrano: “
Eloísa. Tal es el nombre de una hazaña y de una especie: hay hazañas que conquistan un modo de ser. Bajo los nombres esclarecidos pululan criaturas oscuras, anónimos seres que cobran nombre por la
gracia de quien supo llevar a cabo la hazaña. Ningún héroe combate para sí solo; su
pasión sería entonces declinable, y no lo es. [...] Las hazañas históricas sólo tienen
sentido como nudos que se desatan para todos, dejando modos de ser libres, haciendo asequible para muchos lo antes cerrado, en
virtud de la
pasión de alguno. Así
Eloísa padeció un
destino al que acabó venciendo”.
90
Eloísa no se dejó idealizar jamás, ni siquiera cuando lo había perdido todo, ni siquiera ocho siglos después de su
muerte. La idealización anula la
potencia creadora de la
alteridad, desarticula la
provocación a la
riqueza que la
alteridad ofrece, porque omite el vínculo necesario entre el
cuerpo y la
palabra. Las mujeres de hoy hemos traído a la universidad lo irreducible de la
alteridad femenina, irreducible que, si no es sacrificado por nosotras mismas a la
voluntad de
poder, puede volver fecundo el conocimiento universitario. Y llevarlo verdaderamente, del uno, al dos. Dicho de otra manera, lo otro que es
mujer puede lograr que el conocimiento deje de ser académico sin dejar de ser excelente. En la universidad, la
fecundidad consiste en esto: excelencia máxima con el mínimo de
poder.
91
Virginia Woolf, en uno de sus ensayos feministas más famosos, el titulado
Un cuarto propio, escribió sobre la
fecundidad de la
alteridad femenina: “Él abriría la
puerta del cuarto de estar o del cuarto de la infancia –pensé– y la encontraría quizá entre sus hijas e hijos, o con un bordado en la rodilla: en cualquier caso, en el centro de un orden y de un sistema de
vida distintos, y el contraste entre el mundo de ella y el suyo, que podría ser el de los tribunales o la Cámara de los Comunes, le daría inmediatamente frescura y vigor; y seguiría entonces, incluso en la charla más nimia, tal diferencia de opinión que las ideas disecadas de él se verían fertilizadas de nuevo; y el verla creando en un medio distinto del suyo aceleraría tanto su
poder creador que, insensiblemente, su
mente estéril empezaría a tramar de nuevo, y él daría con la frase o la escena que le faltaba, cuando se pusiera el sombrero para ir a verla”.
92
Con la
fecundidad, las feministas hemos traído a la universidad, la
pobreza, la
pobreza elegida. Porque la
pobreza es la muralla que mejor defiende de la
voluntad de
poder. Precisamente la
fecundidad (y no la construcción) trae
pobreza de esta índole. Casi todas las madres lo saben, lo sabemos: la
fecundidad devora bienes para revitalizar la materia y, a la vez, hay que vaciarse para hacerle sitio al ser.
93 La
pobreza, si es elegida, consiste en tener para vivir. Así, el resto del tiempo se lo lleva la creatividad.
Se lo lleva la creatividad, que es una manera de llamar a la tarea del ser; no se lo lleva la captación y gestión de
poder social y de su
significante principal, el dinero, el dinero que sobra, que excede a lo necesario para vivir. Existe un exceso femenino, sí, que tiene que ver con la
fecundidad y la
pobreza, y existe un exceso masculino, que tiene que ver con la
voluntad de
poder. Si es que se les quiere llamar “exceso”, usando el lenguaje de la teoría psicoanalítica racionalista.
Hoy hay en la universidad alumnos, algunos profesores y algunos administradores no patriarcales, es decir, con poca o sin ninguna
voluntad de
poder. No son muchos, pero están. Pienso que aquí tenemos las universitarias una oportunidad de alianza para que la
alteridad femenina fecundice el conocimiento y la enseñanza, llevándolas del uno al dos. Y ellos tienen en nosotras una alianza para no desaparecer. Porque en nuestro mundo hay una
guerra nueva, de la que no se
habla porque se
habla poco de política sexual. Es un
estado de lucha continua entre dos formas de masculinidad: la patriarcal y la amorosa. He puesto ya el ejemplo de la
guerra de Libia, y a él me remito.
Pienso que el feminismo ha traído a la universidad esta enseñanza: la
fecundidad está en el dos, no en el uno, no en el individualismo moderno, no en el neutro pretendidamente universal propio del conocimiento universitario antiguo. La
fecundidad está en la
relación libre con lo otro, con ese otro “que paraliza a los hombres en el espanto”, según escribió
María Zambrano;
94 no está en su integración en lo que ya hay. En la universidad, y no solo en la universidad, este otro es hoy otra: es lo otro que es
mujer.
95
Yo en la psique creo muy poco
La
palabra laica, laico, deriva del griego laike, laicos, que a su vez procede de laos, que significa “la gente”, la “gente corriente”. Y lo significa en contraste con el clero, sugiriendo una división del mundo en dos tipos de criaturas humanas, dos tipos vecinos pero autónomos, a la manera de las identidades: como si existiera una identidad llamada “gente” y otra llamada “clero”. Es un contraste nacido de una manera patriarcal histórica de organizar el mundo, y la cultura occidental masculina se ha apoyado mucho en esta
separación entre la gente y el clero, expresándola con artilugios muy variados a lo largo del tiempo, mientras ha existido el patriarcado.
96 A las mujeres, en cambio, la
separación entre “gente” y “clero” es una
separación que nos repugna, aunque muchas veces acabemos usando el lenguaje de
moda, sea político, religioso, antropológico, psicológico, etc., que insiste en mantener la
separación, y lo usemos sencillamente porque está de
moda. Sobre la repugnancia femenina a separar a la gente corriente de la
administración de la
vida del
espíritu, recuerdo, de una
carta de
1966 de
María Zambrano a
Reyna Rivas escrita desde
La Pièce un poquito airada, un párrafo en el que
María dice: “Te quiero, sí, aclarar que yo no he confundido una
enfermedad física con una psíquica. No podría además, pues yo en la
psique creo muy poco. No es ella la culpable de nada, pues que sirve cuando
bien la mandan. La idea o
presupuesto de la
autonomía de la
psique es uno de los elementos que quería disipar en el estudio sobre los sueños y el tiempo. En realidad, en
verdad, a lo largo de toda mi
pobre obra lo he ido haciendo”.
97 Es muy interesante esta actitud de
María Zambrano de incredulidad en la
psique, pues ella escribió mucho sobre el
alma. Pienso que al hablar de la
psique,
María Zambrano se refiere precisamente al
negocio del clero y de otros funcionarios, un
negocio consistente en sostener la
autonomía de la
psique, precisamente porque la
psique no es autónoma y necesita ser sostenida.
Las mujeres sabemos que el
alma es sostenida por la materia o
cuerpo que la alberga. Por eso nos repugna la
separación entre “gente corriente” (o
laicidad) y “clero”. Las mujeres conocemos la cultura del nacimiento y sabemos que el
cuerpo humano es uno e indivisible, excepto para el pensamiento abstracto. En realidad, la división entre clero y gente corriente o laica es una división que fundamenta una idea masculina de
poder, que entiende que el poder es, ante todo, poder sobre los cuerpos, ejerciéndose este poder a través del dominio de la
psique por parte de los funcionarios especializados en ello, un grupo de los cuales es el clero. Fueron hombres quienes inventaron eso de “divide y vencerás”. Una
mujer sabe que el
cuerpo es uno y es un
don, un don de la
madre, no una instancia de
poder.
Una parte del feminismo de la zona occidental del mundo se ha opuesto a la división entre clero y laicado. Lo ha hecho dejando de reconocer
autoridad al clero para, así, prescindir de él y de su
poder sobre los cuerpos. Otra parte del feminismo ha reivindicado y reivindica el sacerdocio femenino y la participación de las mujeres en el estatuto clerical. Son dos opciones distintas entre sí pero, en mi opinión, no contrapuestas. Pienso que es muy importante no contraponer estas dos opciones (y lo dice una que no aspira para nada al sacerdocio) porque cuando una
mujer deja que lo que las mujeres hacemos sea encajado en las
antinomias del pensamiento binario, un pensamiento que es típicamente patriarcal, entonces la política de las mujeres se le escapa de las manos y ella dilapida su
inteligencia por el
camino.
¿Cómo se explica que no sean opuestas dos opciones que lo parecen? La explicación es que las mujeres sabemos que en la gente está todo: están todas las partes que, orgánicamente organizadas o aspirando a estarlo, constituyen un
cuerpo humano. Lo sabemos porque tenemos con el
cuerpo humano una familiaridad muy grande, nacida de la frecuentación. Y tenemos, por lo general, pocas aspiraciones al dominio de los cuerpos. Es
verdad que el pensamiento binario y sus
antinomias nos llevan a veces a equívocos y, por la
fuerza de la repetición, desde que vamos a la
escuela, de que el mundo está hecho de fuerzas contrarias, esta manera de razonar se nos imprime en la cabeza y se nos escapan testimonios de la
libertad femenina, pero solo a veces. Recuerdo, por ejemplo, hace treinta años, a
Victoria Sau advirtiéndonos en un acto feminista del peligro de las falsas alternativas: hay muchas oposiciones binarias que ni siquiera son tales, porque son falsas alternativas, y esta que me traigo entre manos es una de ellas, una de las varias traídas por el cristianismo.
Antes del cristianismo, en las religiones mediterráneas prepatriarcales, la
administración del principal
misterio de esta religión –la Trinidad– no necesitaba del clero, porque la
trinidad era una
trinidad femenina, compuesta por las tres madres (que ha estudiado
Esther Borrell en el libro
Les tres mares):
98 la
abuela, la
madre y la
hija. La
trinidad cristiana necesitó del clero porque es un lío, un lío que tapa con el discurso teológico la
verdad de la generación humana, que es muy sencilla dicha en lengua materna. El clero se encarga de sostener el discurso, dada la
fragilidad intrínseca a los discursos, intrínseca
fragilidad porque en el discurso las palabras y las cosas coinciden solo en parte.
Pienso que las feministas que reivindican o simplemente desean el sacerdocio femenino siguen la tradición femenina prepatriarcal, una tradición que sabe que los misterios de la
vida y del ser son cosa de mujeres. Ellas quieren estar en contacto con estos misterios, con estos secretos. Como si supieran (o porque saben) que una de las genialidades del cristianismo ha sido la de absorber mucho del orden simbólico de la
madre.
99 El riesgo está en dejarse deportar, sin querer, al régimen patriarcal de significado propio de la
jerarquía cristiana, del llamado cristianismo eclesiástico.
Porque la propia teología
cristiana le debe mucho a las mujeres prepatriarcales. Se lo debe la
concepción misma de
Dios. En el cristianismo, que insiste en ser monoteísta porque lo es a duras penas, conviven dos ideas de Dios. Una, tal vez la original, es la idea de Dios
Amor, interior al
ser humano. La otra, la de la
Iglesia de
Roma y las que le siguieron a partir de la Reforma, es la idea de
Dios Padre todopoderoso,
creador, eterno y externo al
ser humano. La primera idea de
Dios, la del Dios interior, la del Dios
Amor, coincide con la Gran
Madre, ahora innombrada e innombrable, sacrificada al monoteísmo masculino. Coincide con ella porque la
madre, cada madre concreta y personal, es la primera
escuela del
amor, la
escuela en la que se aprende a hablar en una
relación de gran
intimidad. Es también la de cristianismos no jerárquicos como el cristianismo gnóstico de los primeros siglos de nuestra era o la religión
cátara hasta que fue desarticulada por una cruzada (de
Francia del norte aliada con el papado) en el siglo XIII; o la de la teología en lengua materna.
100 La segunda idea de
Dios, la del
Dios padre todopoderoso, externo al
ser humano, es la de la
Iglesia: la de Roma, primero, y de las demás iglesias jerárquicas cristianas, después. La
Iglesia es la institución que administra la
relación con ese
Dios desconocido, ajeno y poderoso. Esta idea de Dios justifica la existencia y utilidad de la
jerarquía eclesiástica, siempre masculina aunque haya sacedotisas o papisas. La
administración de esa
relación es el fundamento del
poder de la
Iglesia.
La feminista laica de hoy no lo es (pienso) al modo masculino de los siglos XIX y XX, que fue fundamentalmente nihilista, sino libremente. No necesita del clero y no le reconoce
autoridad porque ella administra su
cuerpo entero, sola o en
relación con otra, como cuando dijimos “Mi
cuerpo es mío”. Posiblemente sabe que el
Dios de las mujeres existe y es Dios. Y está dentro de ella, porque es el
Amor, el
Dios interior. Es decir, sabe que existe lo
universal como mediación y que lo
universal como mediación es sexuado, como mostró
Luce Irigaray.
Dios es un
universal como mediación sexuado en femenino y no necesita del clero.
101
El signo de la libertad femenina hace historia de las mujeres
Lo universal como mediación
Se suele considerar historia de las mujeres la que tiene a una o más mujeres como víctimas o como protagonistas. Y se suele considerar Historia sin más (o historia con mayúscula, como se solía decir) la que tiene a uno o más hombres como víctimas o como protagonistas, aunque ocasionalmente salga alguna
mujer. Esta
asimetría, que yo no considero una desigualdad sino –insisto– una
asimetría, intriga, como intriga una
paradoja, cuando una se detiene a pensar sobre su propia
vocación por la historia. Ni la intriga ni la
paradoja requieren, en esta ocasión, ser resueltas sino sencillamente ser tenidas en cuenta por lo que prometen como posible inicio de una
revolución simbólica o revolución del
sentido de la historia que hoy amamos y escribimos.
¿En qué consiste la
paradoja? En que la Historia sin más oculta que tiene al hombre como protagonista, y la historia de las mujeres no oculta la sexuación de su interpretación, de su hermenéutica, si
bien pretende, no obstante, ser
la historia, y no una historia secundaria o ancillar que colme un vacío en la Historia sin más (uno de esos famosos vacíos que a las mujeres del siglo XX se nos impulsaba a colmar aunque el plan nos aburriera). La ocultación del hombre como protagonista de la Historia sin más es inmediatamente corregida, sin embargo, por el lenguaje utilizado, un lenguaje sólidamente masculino: un masculino que, abstrayendo la
diferencia sexual, pretende ser
mediación de lo femenino y se define, por la
fuerza de la repetición, como un
neutro universal. Las feministas del siglo XX, que vimos en este detalle un
abismo, pequeño pero infinito, añadimos, también por la
fuerza de la repetición, el adverbio “pretendidamente”, “pretendidamente universal”, para advertir que aquí había un nudo irresuelto del pensamiento y de la política. Y, por entonces, ahí se quedó la cuestión, dejada atrás por otras urgencias.
Precisamente esta es la cuestión que yo querría recuperar ahora, en un tiempo en el que el
final del patriarcado ha dejado al descubierto lo paradójico de una Historia sin más que dice estar protagonizada por un neutro que, en realidad, no existe en la historia, ya que es una evidencia de los
sentidos generalmente compartida que nadie nace en neutro. De lo cual se derivaría una Historia cuyo protagonista no existe en la historia, porque no ha
estado nunca vivo en el tiempo; lo cual pongo en condicional porque no parece posible que sea así.
La insostenibilidad de esta
paradoja yo la he experimentado en la universidad. Desde hace unos años, hay una minoría de alumnas, muy buenas estudiantes, que o no puede terminar la carrera de Historia o la termina con un
sufrimiento desmedido, porque le resulta insoportable el asistir a más clases o el leer más libros de Historia protagonizada por un neutro pretendidamente universal que no ha
estado nunca vivo, independientemente de la ideología,
medida en derecha o en izquierda, que oriente las clases o los libros; y les resultan angustiosas unas relaciones, dentro y fuera del aula, en las que –dicen– se sienten prohibidas como mujeres, a no ser que estén dispuestas a encojerse para encajar en el curioso yugo de la igualdad, igualdad que hoy ya no es equiparación de los sexos en valor (como lo fue en el siglo XII, por ejemplo) sino homologación de las mujeres a los hombres, con la alienación consiguiente. Se trata de una tendencia nueva en la universidad y, como tal, hay que esperar y observar más para calibrar su valor. Pienso que es una tendencia política (de política de lo simbólico, es decir, de política que trata del
sentido libre de la
vida y de las relaciones) que, como otras muchas tendencias que hay ahora, expresa sensibilidad a lo vivo y ajenidad hacia la abstracción que lo que abstrae son datos de la experiencia viva. Es, por ello, una tendencia política, de política de lo simbólico, que interesa mucho a la historia, la cual, como todo el mundo sabe, es vida y
sentido lo que quiere trasladar al texto, siendo también
vida y
sentido libre de la
vida lo que desea oír o leer hoy quien ama la historia y espera de ella que le sirva para poner al día el vocabulario común de lo político, evitando en lo posible que este se quede por detrás del presente.
102
El nudo irresuelto del pensamiento y de la política que señala la contienda entre el
neutro universal protagonista de la historia y el neutro pretendidamente universal protagonista de la historia, es la cuestión de lo
universal como mediación. Dicho así, quita las ganas de seguir prestando atención, pero intento acercarlo a la experiencia viviente.
La gente, mujeres u hombres, conocemos la
necesidad de la
mediación; entendiendo por
mediación algo –lo que sea– que pone en
relación dos cosas que antes no estaban en relación.
103
Conocemos la
necesidad de la
mediación por experiencia, ya que desde el momento en el que aprende a hablar en la primerísima infancia, el
ser humano va tomando
conciencia de la existencia de la
alteridad, de lo otro, que está siempre ahí (incluso dentro de mí) y que la
criatura humana experimenta en primer lugar como
relación con la
madre o con quien ocupe su lugar. Es la
conciencia de la existencia de lo otro lo que convierte la
mediación en una
necesidad. La
conciencia de la existencia de lo otro convierte la
mediación en una
necesidad porque la
alteridad, lo otro, sin
mediación, “paraliza a los hombres en el espanto”, como escribió
María Zambrano en el siglo XX;
104 y puede –añado–, con
mediación, ser una
fuente preciosa de
riqueza de
sentido, de
riqueza de historia.
María Zambrano vivió el espanto de la
alteridad sin
mediación en las dos guerras que ella misma padeció en ese siglo de destrucción de la
alteridad que fue el XX: la
Guerra civil española y la Segunda mundial. En el presente, el tipo de
globalización que han traído el capitalismo postindustrial y el
final del patriarcado (montones de mujeres se mueven ahora por el
mercado internacional del
trabajo por su propia cuenta) exige una historia y una historiografía de la
mediación.
Pero ¿por qué lo
universal como mediación? ¿Por qué universal? Porque lo universal es una
mediación válida para mujeres y para hombres: una
mediación del
ser humano, que la necesita sin cesar porque el
ser humano, siendo uno, se presenta, sin embargo, en la
vida y en la historia como dos, como dos enteros, como dos seres completos:
mujer u hombre. “La tarea de la filosofía es el
trabajo de lo universal” –escribió
Luce Irigaray en el siglo XX–. “Pero” –prosigue– “¿qué es eso de lo universal? Está, todavía y siempre, por pensar. Se modifica con los siglos, y lo universal tiene como estatuto el ser una
mediación ”. Repito, pues: lo humano, como todo el mundo sabe porque es una evidencia de los
sentidos, existe en el mundo siempre y solo en dos:
mujer u hombre. Es decir, lo humano, como la
naturaleza, es sexuado, siempre y en todas partes. A su vez, la historia es una, como es una la lengua, como es una la especie humana. “Ahora
bien ” –sigue diciendo
Luce Irigaray–, “además del hecho de que la
mediación cambie según la economía de una época, la
mediación misma no ha sido nunca tal en la
medida en la que la
mediación entre esas dos mitades del mundo que son hombres y mujeres no ha sido nunca pensada”.
105
La Historia sin más, la historia cuyo protagonista es un neutro pretendidamente universal, participa del no haber pensado nunca la
mediación entre los dos sexos en los que se presenta la
criatura humana en el tiempo. Es una Historia de raíz moderna y postmoderna, más que medieval, sí, pero la historia medieval que habitualmente consideramos tal, ha sido escrita principalmente con una
forma mentis moderna y postmoderna.
El patriarcado, mientras ha existido, ha intentado limitar la expresión
libre de la
diferencia sexual apropiándose de lo
universal como mediación, diciéndolo en masculino y ofreciéndole a lo femenino solo una participación implícita en la
mediación de lo humano.
106
Lo cual quiere decir que el neutro pretendidamente universal no es, en realidad, universal, ni es tampoco una
mediación, ya que no media con nada, no media con el ser libremente
mujer, sino que lo absorbe. En el lenguaje con
poder –que es donde nació–, el neutro, también llamado
masculino genérico, tiene (sobre todo para el
poder) la ventaja de superar la lucha
dialéctica entre los sexos ofreciendo a lo femenino una
oposición participativa; evitando ahí la lengua la incitación a la oposición abierta entre hombres y mujeres, oposición que repugna a la
criatura humana, que comparte un único
origen. Pero lo femenino se quedó sin la existencia simbólica que la lengua da y el
género gramatical expresa.
El feminismo consiguió desarticular en parte la
oposición participativa que propugna el masculino llamado genérico o pretendidamente universal. Hoy, si digo “los padres proponen”, bastantes madres –aunque sé que no todas– se sentirán molestas, inciertas de si quien
habla pretende que ellas estén incluidas o no en esta expresión. El triunfo del feminismo está en inculcar la
duda, pues a mediados del siglo XX la mayoría de ellas habría dado por supuesto que sí estaba incluida en la
intención de quien hablaba. Hoy a las feministas nos gusta hablar en femenino y en masculino, reconociendo que en el mundo hay dos sexos. Pero ¿qué ocurre con lo
universal como mediación? ¿Quiero abolirlo porque ha abusado de él el patriarcado? “Lo universal, fiel a la
vida ” –escribió
Luce Irigaray–, “debe manifestar y alimentar el devenir de lo viviente tal cual es:
sexuado. Lo universal, infiel a esta realidad concreta micro y macrocósmica, es un deber abstracto para el sentir, sin método con el que pensar esta abstracción”.
107
Hoy, como he dicho antes, es sobre todo
vida y
sentido libre de la
vida (más que ideología o que ética, por ejemplo) lo que desea oír o leer quien ama la historia: vida expresada en un lenguaje historiográfico que mire hacia la
aurora, hacia el nacimiento, no hacia el
ocaso o la
guerra.
108
Ocasionalmente, el oírme hablar en femenino y en masculino me provoca una inquietud que es independiente de la irritación o del rechazo que esta práctica políticamente importantísima suele causar entre quienes escuchan. Pienso hoy que mi inquietud me alerta –como alerta una llamada de las entrañas– de que el uso habitual del femenino y del masculino juntos, si
bien señala la
verdad de la sexuación humana, puede privarle a lo femenino de ser un universal mediador de lo humano, mediador del
ser humano, privando así a la historia de las mujeres de ser
la historia, de ser una historia válida para mujeres u hombres. Porque si
bien los sexos son dos, no siempre están los dos implicados en el asunto del que se
habla, o no están implicados con el mismo
amor y la misma eficacia. La
asimetría de los sexos (que es distinta de la desigualdad) es un hecho tan significativo de la
criatura humana que yo, una
mujer, no
deseo renunciar a ella.
Si digo, por ejemplo, “los beguinos” o “los brujos”, es evidente que digo lo que no es, porque le atribuyo a lo masculino algo que en la Edad Media no le era propio. Pero si digo “las beguinas y los beguinos” o “los brujos y las brujas”, si
bien reconozco puntillosamente que hay un beguino o un brujo en las fuentes históricas, le privo a lo femenino del
reconocimiento de ser, en ciertos ámbitos importantísimos de la historia y de lo político, lo universal mediador de lo humano. En otras palabras, le privo a lo femenino de ser la
mediación válida para mujeres u hombres en la
piedad y en la
sanidad medievales, escatimando a las mujeres
autoridad e historia. Sin determinismo alguno.
Es, en mi opinión, significativo que, en el patriarcado, la lengua materna no se haya dejado hacer un tercer o cuarto
género para decir lo neutro pretendidamente universal sino que lo haya reducido al
género gramatical masculino; porque, con la
contradicción, la lengua ha evitado el
olvido de la
paradoja que dice que lo universal es sexuado, es decir, es uno y es dos.
Pienso que es en la franja incierta del
reconocimiento de lo femenino como universal mediador del
ser humano –cuando verdaderamente lo es– donde las mujeres y los hombres nos jugamos hoy el tesoro que es la
libertad femenina y la historia fiel a este signo. Para expresar ese
reconocimiento, la lengua materna pone a disposición un recurso –el
género femenino– que alcanza perfectamente a explicar tanto lo finito como lo infinito. Es decir, existe el hablar o escribir en femenino y en masculino, existe el hablar y escribir en neutro (sin más pretensiones), y existe lo
universal como mediación. Lo
universal como mediación custodia la
asimetría de los sexos en su constante devenir, diciéndose en femenino cuando y donde la
mediación histórica y trascendente del
ser humano es femenina (las beguinas, por ejemplo) o diciéndose en masculino cuando la
mediación histórica es masculina (los caballeros, o la ley del más fuerte, por ejemplo), aunque haya en ambos casos partícipes del otro sexo o, mejor, precisamente porque los hay. Sin excluir, naturalmente, la
libertad de decir “los ministros y las ministras” porque lo son, en la esperanza de que ellas transformen la
mediación hoy vigente en los gobiernos hasta sexuarla y volverla, así, trascendente.
109
Es lo femenino como universal mediador del
ser humano en la historia lo que piensa la historia de las mujeres y lo que hace historia de las mujeres. Es esto lo que hace que la historia sea la historia de las mujeres, sin excluir que la historia sea la historia de los hombres. Ella mira la realidad entera y traslada a la historia lo que considera historiable; y lo considera historiable porque es un universal mediador de lo humano. Él mira la realidad entera y traslada a la historia lo que considera historiable por un motivo similar propiamente suyo. ¿Dónde está, entonces, la
mediación? En que ni una ni otro destruye ni devora la
alteridad absorbiendo al otro sexo, sino que se relaciona libremente con ella y la pone en juego en su
escritura, movida o movido por el
deseo de que su
escritura sea leída, entendida y amada por el otro sexo. Un sexo que no es el sexo opuesto mas que cuando su
diferencia sexual no es reconocida.
La libertad femenina
¿Qué signos ha dejado en la historia lo femenino como universal mediador del
ser humano? Pienso que el signo principal es la
libertad femenina.
Hablar de
libertad femenina trae a la historia una primera
revolución simbólica o revolución de
sentido, consistente en
sexuar la
libertad. Es decir, en mostrar que la
libertad no es una sino dos: no es neutra sino sexuada, como es sexuado el
ser humano que la vive, la interpreta, la experimenta y la transforma.
Sexuar la
libertad es un paso necesario y decisivo para
sexuar la
mediación y, por tanto, para pretender que una
mediación sea verdaderamente un universal.
La sexuación de la
libertad fue descubierta por la jurista
Lia Cigarini y otras de las que en 1975 fundarían la Librería de mujeres de Milán; fue descubierta a finales de los años sesenta del siglo XX en los ambientes radicales juveniles milaneses de entonces.
Lia Cigarini descubrió que no hay ni entre la gente ni en la historia un único tipo de
libertad, que sirva igual y vivamos igual las mujeres y los hombres, sino dos. Descubrió que, en nuestra cultura occidental, hay dos modalidades de la
libertad: la
libertad individual o individualista, que es la propia del hombre moderno y contemporáneo (sin excluir a mujeres), un hombre que, con sus
derechos individuales, se defiende y actúa en la sociedad, y hay también lo que ella ha llamado la
libertad femenina, también esta no excluyente. La
libertad femenina es
libertad relacional,
libertad “que encuentra en otra vínculo, intercambio y
medida ”.
110
La
libertad femenina es, por tanto, “
libertad con”.
111
Es muy interesante recordar que
Lia Cigarini no descubrió esta
libertad pensando intelectualmente sino intentando entender una
contradicción de su propia
vida, una
contradicción que llegaría a ser histórica. Fue la
contradicción que se dio entre mujeres que eran jóvenes en los años sesenta o setenta del siglo XX y frecuentaban los partidos políticos o los movimientos radicales de izquierda: ahí descubrimos (yo en el movimiento estudiantil de mi facultad en la Universidad de
Barcelona) que la izquierda luchaba por la
libertad, sí, pero que esa
libertad por la que la izquierda luchaba no tenía mucho que ver conmigo, no era lo que yo anhelaba aunque no tuviera las palabras para decirlo; y ello no precisamente por una cuestión de clase social sino porque yo había elegido ser
mujer, y el ser
mujer, que para mí era y sigue siendo muy significativo, era siempre pasado por alto, cuando se hablaba de
libertad, por esa idea individualista de
libertad. Cuando esta
contradicción se hizo insoportable, muchas o bastantes mujeres nos separamos de los grupos mixtos; y así nació el movimiento político de las mujeres de esos años.
El descubrimento de la
libertad femenina plantea una dificultad muy dura de afrontar en un contexto universitario. Es el hecho de que una
mujer, para traer al mundo su propia
libertad, “encuentre en otra vínculo, intercambio y
medida ”, como decía
Lia Cigarini. El “otra” molesta, como si fuera excluyente: molesta porque el triunfo (al menos en el discurso) del principio de igualdad o
unidad de los sexos en nuestro tiempo, alerta ante cualquier amenaza de fisura, dada la
fragilidad de este principio. Pero el
sentido de la dificultad no va por ahí. Va por algo más difícil todavía en el conocimiento universitario, algo que es la
relación con la
madre.
Ocurre que a muchas mujeres la
relación con la
madre nos resulta significativa (también en
negativo) y queremos que, además de estar en la
vida, esté en el conocimiento y en la política. Pero en el conocimiento y en la política corriente no entra, porque la relacion con la
madre no es una
relación social, ni es tampoco una
relación antisocial, sino una
relación necesaria para la
vida, sin más, con las enormes consecuencias que esto tiene para
sexuar la
mediación y, también, la historia. La
relación con otra que me ofrece vínculo, intercambio y
medida constitutivas de
libertad, reinstaura una y otra vez en el tiempo la
relación originaria con la
madre: con
mi madre, mi madre concreta y personal, y esto hace de ella una
relación histórica.
112
¿Es un anacronismo el hablar de
libertad femenina en la historia? No, especialmente no en la
Europa medieval, no en la Europa anterior a la
modernidad. La caza de brujas, necesaria para implantar el
Estado absoluto moderno (cuyos teóricos fueron pensadores del neutro pretendidamente universal, como
Jean Bodin, por ejemplo, uno de los grandes instigadores de la caza de brujas),
113 fue el punto de ruptura, el tétrico proceso de cambio de orden simbólico, entre la sociedad feudal, una sociedad fundada en la
relación y en la
dependencia, una sociedad en la que fue especialmente posible la
libertad femenina, y el Occidente moderno, fundado en el individualismo, el absolutismo y la cancelación de diferencias libremente significadas, un mundo en el que la
libertad femenina retrocedió, sin desaparecer. La Europa medieval fue época de
libertad como hermandad o, mejor, como
sororidad (ahora sí salvando el anacronismo introducido por el feminismo), una época en la que tantas mujeres dedicadas a la
relación gratis et amore fueron llamadas “
sor ”, a pesar de que sus formas de
vida y sus historias fueran distintas entre sí.
Porque la
relación sin más, por el gusto de estar en
relación es, históricamente, más de mujeres que de hombres. Su manifestación primera la proporciona el propio
cuerpo de
mujer, que es un
cuerpo con
capacidad de ser dos. Se trata de una capacidad recibida por
azar pero necesariamente, es decir, independiente de lo social, una capacidad que ni incluye ni excluye la
maternidad; pero que está ahí, disponible para que la lengua que hablamos la signifique en el tiempo.
Hace unos cuantos años escribí que “Las mujeres estamos en la historia y en los libros de historia que se dan cuenta de que es el signo de la
libertad femenina, significándose en el tiempo, lo que hace historia humana. Este signo se muestra en la
relación, la
relación sin más, por el gusto de estar en
relación. Algo que no se reduce a
relación social ni cabe, por tanto, en la historia social; porque es
relación que no se entabla para combatir el individualismo y llegar a lo colectivo, sino para trascender ambos. Es
relación que se entabla para crear y recrear lo vivo y para intentar convivir humanamente;
114 aunque, en ocasiones, muchas o pocas, no se acierte a conseguirlo”.
115
Hoy me veo capaz de añadir que la
relación, como la
libertad, es sexuada. Lo muestra el hecho de que ahora sea posible decir que la
relación con la
madre no es una
relación social, ni tampoco antisocial, sino una
relación necesaria para la
vida, sin más, independiente de las
antinomias del pensamiento. Entiendo que, además del pensamiento de la
diferencia sexual, ha convertido esto en algo decible la transformación del
sentido de la
palabra “social” que han traído en los últimos pocos años las redes sociales. Las redes sociales nacieron, según ellas mismas cuentan,
116 por
necesidad y
deseo de
relación sin más. Es decir, por
necesidad y
deseo de poner en juego lo singular, lo nuevo que aporta al mundo cada
criatura humana que nace: lo singular que no cabe en la idea científica de historia, más interesada en reconstruir dispositivos que funcionen solos, automáticamente, que en dejarle a cada
criatura significarse en
libertad.
117
En estos días (
febrero de 2011 ) nos cuesta dilucidar si las revoluciones que las redes sociales están convocando y trayendo al mundo son revoluciones sociales sexuadas en masculino (al modo de la Revolución de Octubre) o son revoluciones de signo femenino, en la estela de la revolución femenina del siglo XX, que ha pasado a la historia como la única revolución sin
sangre de ese siglo de grandes revoluciones. Este es un ejemplo (revolución con
sangre por la
libertad / revolución sin
sangre por la
libertad) del proceso histórico de sexuación de lo universal, también en lo que tiene de inédito y de difícil. No hay que olvidar que la revolución en
Egipto fue convocada en la red por la joven
Asmaa Mahfouz.
118
También es un ejemplo excelente de sexuación de lo universal, la historia de las beguinas, las cuales, precisamente por su talento para
sexuar lo
universal como mediación, fascinan cada vez que se
habla de su historia. En la Europa feudal en la que ellas nacieron (estando documentadas desde finales del siglo XI)
119 y en la que su invención de una forma de
vida trajo creatividades de enorme esplendor, la Historia-sin-más ha visto en la
relación la
mediación neutra universal característica de esa época. La historia de las mujeres sexua la
mediación, es decir, sexua en femenino lo
universal como mediación, y descubre en las beguinas y su forma de
vida un universal femenino consistente en la
relación entre mujeres entendida y practicada no como
relación social jerárquica, a la manera de la
relación feudovasallática, sino como
relación sin más que hace posible en la historia la
libertad femenina, entendida (repito) como
libertad relacional. Las beguinas han sido llamadas “las amigas de
Dios ”,
120 precisamente por su talento para llevar la
amistad sexuada en femenino, una
amistad radicalmente amorosa y relacional, a lo universal, a lo universal de su tiempo, que era algo que en esa época llamaban
Dios, sexuándolo (sexuando a Dios) hasta el punto de no necesitar siquiera desinencia gramatical porque Dios es, en el cristianismo, uno y, en la historia, dos.
121
La amistad política
La propia
palabra “
amistad ” es ejemplo de la sexuación de la experiencia humana en el tiempo y, por tanto, de la sexuación de lo
universal como mediación.
Amistad deriva de
amare,
amar. El
amor y sus derivados son más propios de la experiencia humana femenina, como muestra el hecho de que seamos mujeres las lectoras infatigables de novelas románticas, de revistas del
corazón y de textos de
mística unitiva de todos los tiempos, y como muestra sobre todo la expectativa amorosa que la
madre anida en cada
criatura humana, sea
mujer u hombre, que la conserva mientras vive y que le lleva a no dejar de esperar
amor que repita en lo posible la experiencia primerísima que le humanizó cuando aprendió de su
madre a hablar en una
relación íntima placentera. Todo ello sin determinismo alguno y sin exclusividad alguna, porque una
mujer puede elegir no
amar y porque los hombres tienen sus formas particulares de
amar. Por ello es, en realidad, un universal, porque siendo una
mediación femenina, es válida para mujeres o para hombres. La historia de la
amistad como modalidad de la
relación es, pues, una y, paradójicamente, se presenta en el mundo siempre y solo en dos. Es una y toma su
sentido de dos fuentes distintas, dos fuentes que son dos cuerpos sustancialmente distintos e iguales en valor, dos cuerpos que son asimétricos (no desiguales), siendo la
asimetría de los sexos una
riqueza, una de las riquezas que nutren el
deseo.
Las beguinas han sido y todavía son un movimiento político fundado en la
relación sexuada en femenino en forma de
relación de
amistad. Vivieron, como es sabido, su tiempo de mayor apogeo en los siglos XII, XIII y parte del XIV, fueron perseguidas por la
Iglesia católica en los siglos XV y XVI, y prohibidas por la Revolución Francesa en los territorios que esta dominó, recuperándose hacia
1825 .
122
La prohibición por la Revolución Francesa de la forma de
vida beguina no es en absoluto banal, porque no procede solo de su
espiritualidad cristiana sino de su práctica de la
amistad política entre mujeres, de su sexuación consciente de la
amistad política y de la
mediación con lo real. La
relación de
amistad fue para las beguinas y es para muchas mujeres, el todo, lo universal de su
vida, un universal permanentemente atento a la
alteridad, a lo que entonces era llamado
piedad. Esa
piedad que, según
María Zambrano, “es saber tratar con lo otro”.
123
Las beguinas practicaban la
relación de
amistad política en un horizonte de
sentido que era distinto del horizonte de
sentido del feudalismo. El feudalismo entendió la
relación jerárquicamente, como intercambio (entre hombres) de
riqueza por
fidelidad vasallática. Las beguinas entendieron la
relación como
amistad política entre mujeres, no por motivos sociales de
poder o de
riqueza sino porque eran mujeres. No a pesar de su sexo, como propone el principio social de unidad o
igualdad de los sexos: es decir, eligieron ser
mujer, significando que nadie nace en neutro. El elegir ser
mujer sexua en femenino lo
universal como mediación del
ser humano: “En otras palabras, una
mujer es
libre cuando el significar su pertenencia al sexo femenino es lo que ella elige sabiendo que no es objeto de elección”, se lee en el libro
No creas tener derechos de la Librería de mujeres de Milán.
124
¿En qué se distinguen entre sí las dos modalidades de la
relación? Observemos los cuerpos cuyo
sentido estas interpretan históricamente. El
cuerpo de
mujer nace con una capacidad suya propia que es la
capacidad de ser dos.
125
Es un
cuerpo abierto, abierto a lo otro, a lo distinto de sí, tanto si una
mujer decide o acoge el ser
madre como si no. La apertura a lo otro que el
cuerpo femenino señala es apertura a la
mujer y es apertura al hombre: es, por tanto, apertura al dos. Ya que todos y todas nacemos de
mujer. El
cuerpo de hombre señala –dicen sus intérpretes occidentales de finales del siglo XIX y del siglo XX– el uno, ese uno ideológicamente denominado falo, falo en cuya sombra están el neutro pretendidamente universal y el principio de igualdad o
unidad de los sexos, un principio que reduce el dos al uno.
Me pregunto si, históricamente, no será documentable una tendencia de la
relación política sexuada en femenino a mantenerse abierta a lo otro, abierta al dos, sin asimilarlo ni neutralizarlo ni siquiera clasificarlo: una tendencia, por tanto, genuinamente política.
Planteo esta pregunta porque conozco algo de la existencia, en la historia de Europa, de una manera femenina de gobernar lo grande y lo pequeño –que no excluye que la practicaran hombres porque, si lo excluyera, no sería
mediación universal– que es la
amistad política que gobierna desde la
relación de servicio fundada en la
fidelidad personal
medida por la propia
conciencia, no por la ley.
126
La
relación de servicio custodia la sustancia de la
amistad política, que es la irreducibilidad al uno de sus dos protagonistas, irreducibilidad que no es custodiada, por ejemplo, por la
relación de
solidaridad, porque la
solidaridad deriva de lo que es reducible al uno. La
relación de servicio es un tipo de
relación a dos sustancialmente dispar, en la que se genera y circula
autoridad, que es distinta del
poder.
127
La
autoridad es el más que hace crecer (
augere) porque nace del intercambio
libre, no del ejercicio de violencia significado y dictado por poderes superiores. Se trata de un más de
sentido que capacita para interpretar la realidad que cambia, permitiendo gobernarla sin quedarse por detrás del presente y sin reprimir, tampoco, el
deseo ajeno.
En la historia, la
amistad política que gobierna desde la
relación de servicio fundada en la
fidelidad personal
medida por la propia
conciencia, no por la ley, la han entablado mujeres de clases sociales distintas. Por ejemplo, las muchas reinas que han tenido o tienen validas, o las muchas mujeres sin especiales privilegios sociales que han fundado y sostenido, apoyadas en una
relación dual de disparidad, una
casa de beguinas, una pequeña empresa, una
familia, una
obra literaria, una
Amiga u otro tipo de
escuela, un club, una clínica de nacimientos, una librería, un proyecto social que supliera en su
comunidad las deficiencias del
Estado...
Cuando la
amistad política entre mujeres es una
relación de servicio, es una
relación que está al
servicio de la
piedad, entendiendo por piedad –repito– el “saber tratar con 'lo otro'”; sabiendo que “entre 'lo otro' está lo que paraliza a los hombres en el espanto”.
128
La tarea histórica de tratar adecuadamente con lo otro la hemos custodiado, en Occidente, más las mujeres que los hombres, tendiendo ellos a la homogeneización de las relaciones sociales, particularmente desde el Humanismo y el Renacimiento. Para saber tratar adecuadamente con lo otro, es necesario ponerse a su
servicio, abrirse a ello, dejarle decir su
secreto, sin decir el suyo quien sirve.
En la
novela, la práctica de la
alteridad entendida como
servicio la ejemplifica la
Nina de
Benito Pérez Galdós (
1843 -
1920 ), de la que escribió
María Zambrano: “Y la respuesta era: 'Soporto todo esto y aún soportaría más, con tal de seguir sirviendo a mi
señora'. Mas como era
verdad, la
verdad de su
vida, de toda su vida, no pudo quitársela como máscara ni tenderla a la
señora como espejo para que en él se viera en su máscara también. Y porque aún vivía de servir, aún tenía que ganar su ser así. Era ella de esos seres que cuando encuentran a su
señor no lo pueden dejar por nada, ni por la dignidad. [...] Siempre es así cuando se está o se está entrando en la
verdad de la
vida –toda una vida–”.
129
La
amistad política practicada y entendida como
relación de servicio, aunque sea frecuente en la historia, no ha convivido
bien con el individualismo moderno, que la ha despreciado por lo que tiene de
herencia de una sociedad –la feudal– fundada en la
relación. Tampoco le ha resultado grata, desde el siglo XIX, a la historiografía fundada en el paradigma de lo social, que ve en ella una injerencia de lo privado en lo político, injerencia que debilita el avance del
poder y del derecho como principio regulador y
significante de la
vida humana. Por eso, para evitar injerencias de lo humano, el vocabulario historiográfico de los siglos XIX y XX le añadió el adjetivo “social” a la
vida como una tercera pierna, “una tercera pierna que hasta entonces me impedía caminar, pero que hacía de mí un trípode estable”, por usar una expresión genial de
Clarice Lispector.
130
Es decir, la muletilla “social”, que legitimaba hasta hace poco cualquier afirmación historiográfica, oculta lo humano (femenino) de la historia, desplazándolo hacia la insignificancia de lo implícito o de lo inmediato; inmediato que, con el tiempo y la repetición de palabras que no lo significan porque no captan su
sentido mientras ocurre en el tiempo, se vuelve inmediable, sin
camino posible de
perfección.
Pero la
amistad política practicada y entendida como
relación de servicio es una realidad que no deja olvidar que al lado, antes y más allá de la
vida social está la vida. Vida cuya
mediación, cuyo
camino de
perfección, no cabe ni en el individualismo moderno ni en el paradigma de lo social: es decir, no está ni a favor ni en contra de uno u otro sino que es
libre de ambos. El propio
Karl Marx lo reconoció, enrevesadamente, al hacer de la “producción social de la
vida ”, y no de la
vida, el principal objeto de su ideología.
Marx ignoró lo simbólico, entendido como el
sentido libre de la
vida y de las relaciones.
En la historia –en cada historia– hay una
relación orginaria de
servicio que la
amistad política parece reevocar. Es la
relación de una
madre con su
criatura cuando la trae al mundo y le enseña a hablar: una
relación que –insisto– no es una
relación social ni tampoco antisocial sino una
relación necesaria para la
vida. Es esta una
relación de servicio por
amor y por
fidelidad a la apertura a lo otro que el
cuerpo femenino señala. Es una
relación que sexua en femenino la política y, con la política, lo
universal como mediación de lo humano, recordando que el mundo es uno y los sexos que lo habitan son dos. Sexua la política y lo universal porque inaugura (desde el
origen de los tiempos) una
mediación con lo real en la que los cuerpos son un
don, un don perteneciente a quien recibe ese
cuerpo o, mejor, a quien lo es.
131
Este universal se distingue de lo habitualmente llamado político –más propio de la historia de los hombres que de la historia de las mujeres, sin determinismo alguno– en que no está encaminado a ejercer (mejor o peor)
poder sobre los cuerpos. Es esta cualidad de lo político –la cualidad de regalar
relación como me fue regalado mi cuerpo– lo que distingue –pienso– la
amistad política sexuada en femenino. Pero no se trata de regalar
relación a lo tonto, a diestro y siniestro, en cualquier causa, sino de regalar esa
relación que a mí, que soy una
mujer, me vuelve política la
amistad porque me da la oportunidad de ser eligiendo ser
mujer, lo cual consiste en ser políticamente en el régimen del
don, y en serlo llevando a lo público en mi presente mi propio
destino, que es lo más personal e íntimo que hay: o sea, llevando a lo público “la
verdad de mi
vida ”, la apertura de mi
cuerpo a lo otro.