La muerte ajena.
A partir del siglo XVIII, se empieza a admitir que sólo se puede contemplar la muerte de los otros, que la muerte que uno experimenta básicamente es la ajena, en particular la de aquellos a los que uno ama. De forma progresiva se ha ido reforzando el lazo sentimental entre los miembros de la familia, es decir, el nacimiento de la familia moderna como ramificación sentimental y de socialización. Esto es lo que determina que la muerte aparezca como un acontecimiento que genera aflicción a lo largo de todo el espectro familiar y que empiece a ser algo intolerable porque quebranta este lazo. A partir de este momento la muerte aparece como una ruptura, mientras que antaño significaba lo contrario: la reintegración en el ciclo natural tras el privilegio de la vida. En los testamentos empieza a aparecer como prioritario la especificación del reparto de los bienes, y las disposiciones para que uno fuera recordado, hasta ese momento prioritarias, pasan a un segundo orden. Se genera el culto a los muertos y a las tumbas durante el siglo XIX, lo que ha dejado como secuelas la visita anual a los cementerios o la devoción hacia los caídos por la patria.