La postura liberal frente a la cuestión social se basaba fundamentalmente en la defensa de una solución armónica que evitara conflictos de clase. Esta alternativa perseguía un cambio moderado impulsado por el individuo, la Sociedad y el Estado, siendo este último el que debía ejercer una actuación menor sobre la dinámica social según los planteamientos del liberalismo clásico. Solo a largo plazo se contemplaba la intervención del Estado mediante leyes obreras que, según Azcárate, "supongan un lento camino de reformas para evitar el violento de las revoluciones".
Moret, uno de los políticos liberales más influyentes de la Restauración, reconocía la necesidad de iniciar un cambio en la consideración de la cuestión social ya que "el obstinarse a resistir ciegamente sería preparar sangrientas represalias, y el afectar indiferencia respecto a estos problemas no podría menos de exponer a la sociedad a dolorosas sorpresas."
Por tanto, puede concluirse que la política liberal sobre esta materia respondía a una visión defensiva ante la dinámica del movimiento obrero, intentando dar un cauce legal a sus reivindicaciones, bajo la promesa de una reglamentación laboral, para así evitar que el descontento precipitase a los obreros a una revolución que trastocara el orden social vigente.
En este contexto, las iniciativas legislativas sobre trabajo emprendidas durante esta etapa por los liberales, o bien modificadas si eran de iniciativa conservadora, responderán a una dialéctica entre dos fuerzas opuestas fundamentales a la ideología liberal-individualista: la defensa de la libertad de industria y el derecho de asociación. Como hemos indicado, la defensa a ultranza de las concepciones liberales clásicas (no intervencionismo en el terreno económico, libre concurrencia entre trabajador y patrono, etc.) amenazaban con echar por tierra la firme creencia de los liberales en el derecho de asociación si parte de los sectores obreristas optaban por la radicalización ante el inmovilismo estatal.
La legislación resultante, por tanto, intentará situarse en un plano equidistante a los intereses defendidos por unos y otros, dando inicio a la tutela estatal de las relaciones laborales por las fuerzas medias, esto es, la mujer y el niño, los dos grupos que habían despertado más preocupación por sus críticas condiciones laborales.
La postura liberal respecto a la forma que había de tomar la intervención del Estado en la regulación del trabajo de la mujer puede resumirse del siguiente modo:
-Aceptación de una legislación que regulara el trabajo de la mujer, aunque limitada a aquellas normas que se inspirasen en su protección y amparo durante la minoría de edad y prohibiera lo que pudiera afectar a la decencia y decoro de su trabajo. El reconocimiento por parte de los liberales de la tutela de la moralidad, la defensa de los débiles y la preocupación por la salud pública como funciones del Estado, les llevaron a aceptar la realización de leyes generales para fijar ciertas limitaciones al trabajo industrial por razón de la edad o motivadas por las peculiaridades del organismo femenino.
-Rechazo a una regulación del trabajo de los adultos. En el debate sobre la fijación de un límite máximo de la jornada diurna y la prohibición del trabajo nocturno para las mujeres adultas, la postura liberal se sustentará en la defensa de la igualdad jurídica entre hombres y mujeres adultos. Según esta concepción, el Estado no podía privar a la mujer adulta de la libertad de que gozaba el hombre de trabajar de día o de noche y de determinar por sí mismo la duración de la jornada. En el fondo, lo que en realidad se oculta tras esta defensa de los derechos individuales es la defensa de los intereses industriales y de la competitividad de los productos nacionales. Ni el estado ni los industriales estaban dispuestos a compensar el coste de la sustitución de la mano de obra femenina, más barata, por la masculina.