Introducción.


En todos los países en los que se dio durante el siglo XIX un proceso industrializador, la intervención del Estado en las relaciones laborales siguió un patrón muy similar, tan sólo diferenciable por los ritmos distintos de difusión del sistema fabril y por el peso y capacidad de presión del movimiento obrero. Durante gran parte del siglo XIX, la interpretación liberal clásica dominó la visión acerca de las relaciones entre trabajadores/as y empresarios: el libre pacto entre ambos no podía ni debía ser condicionado por ningún tipo de intervención por parte del Estado, ya que dicha intromisión tan sólo vendría a corromper el principio básico del sistema liberal-capitalista, es decir, la ley de la oferta y la demanda.

Esta visión, sin embargo, no tardaría en ser desmontada por las teorías marxistas que hicieron hincapié en la intrínseca falsedad de la teoría del contrato: el libre pacto entre trabajador y empresario quedaba desvirtuado al partir el primero de una situación de desigualdad. El movimiento obrero se encargó de reclamar al Estado su participación activa como mediador de las relaciones de trabajo mediante la elaboración de normativas que regulasen tanto las condiciones en que este se realizaba como la posición de inferioridad del obrero ante el empleador, una de las razones de su explotación.

Ahora bien, el discurso de la domesticidad que se consolida en el tránsito de una sociedad básicamente agrícola a una industrial-capitalista mediante el empuje de una creciente clase media, tendrá en la separación entre la esfera productiva y la reproductiva uno de sus pilares fundamentales. Por tanto, el trabajo extradoméstico de la mujer se considerará complementario (su sueldo sirve para alcanzar un nivel de subsistencia o de bienestar, dependiendo de la clase social de la familia), sustitutivo (en caso de enfermedad o defunción del marido-padre) y transitorio (su trayectoria en el mercado de trabajo se veía condicionado por lo que se consideraban sus funciones "naturales": reproducción y cuidado de los hijos o enfermos).

En España, el debate sobre la idoneidad de la intervención estatal en materia laboral, debate que será especialmente intenso a partir del último tercio de siglo XIX, estará dominado por un claro sesgo de género, visión que acabará conformando el contenido de la primera legislación sobre esta materia. Si bien la visión generalizada acerca de la regulación del trabajo masculino adulto aún estará dominada por la interpretación liberal, empezará a verse con buenos ojos la elaboración de normativas "protectoras" del trabajo femenino adulto y del niño. Según Gloria Nielfa, la legislación laboral "se aceptará en un primer momento para las mujeres, desde una óptica "protectora" que engloba a las llamadas fuerzas medias, mujeres y menores, al mismo tiempo que se siguen poniendo reparos a su aplicación en los varones. Prevaleció en el discurso el enfoque de "protección" de una mano de obra considerada débil y que se suponía destinada a otras funciones distintas (la maternidad y el trabajo doméstico) y cuya presencia en el mercado de trabajo se veía como un accidente, sobre el enfoque de la defensa de la salud y de los intereses del conjunto de los trabajadores y trabajadoras."

Las teorías sociales reformistas tendieron a identificar trabajo femenino e infantil con la crítica situación en que se encontraba la clase obrera fabril. Según sus puntos de vista, la masiva explotación de este tipo de mano de obra conllevaba una reducción de los salarios generales, que influía negativamente en las remuneraciones del trabajo masculino, y un empeoramiento de los niveles de natalidad -básicos para la reproducción de la fuerza de trabajo- a resultas de la doble ocupación a que estaba sometida la mujer: el trabajo productivo -con largas y extenuantes jornadas laborales- y el reproductivo. Así, por ejemplo, Cerdá proponía en su Monografía estadística sobre la clase obrera de Barcelona en 1856 "la adscripción de las mujeres a la reproducción biológica y social, y la puesta en práctica de las teorías del salario familiar." (Borderías: 2003).

Aunque el salario familiar -entendido como los recursos monetarios mínimos que debía percibir el cabeza de familia varón para el mantenimiento de toda la unidad familiar y posibilitar de ese modo a la mujer dedicarse a las tareas que se consideraban como "propias de su sexo"- no se desarrolló legislativamente en España hasta el régimen franquista, tanto su presupuesto teórico como la figura del "male breadwinner" informó decisivamente la política legislativa en materia laboral al realizar una normativa en la que, a pesar de definirse como "protectora" del trabajo femenino, en realidad estaba discriminando -trabajos prohibidos, duración de la jornada, etc.- en base al sexo. "La legislación laboral, en sus orígenes, no estuvo dirigida tanto a mejorar las condiciones de trabajo de los obreros como a introducir en el mercado laboral unas determinadas concepciones acerca de los roles convenientes a hombres y mujeres en la sociedad, concepciones que se habían desarrollado a lo largo del siglo XIX, en la sociedad liberal."

De este modo, y como se ha encargado de señalar la crítica feminista y las investigaciones sobre el trabajo de las mujeres (Nielfa, Humphries, Borderías), la intervención del Estado en la regulación del trabajo acabaría provocando, a pesar de la escasa aplicación práctica que tuvieron las leyes producto tanto del incumplimiento de las mismas por el empresariado como de la renuencia de las mujeres a verse apartadas de los empleos que venían desempeñando, una extensión de la división sexual del trabajo. La influencia de las mencionadas teorías del reformismo social y la presión ejercida por el movimiento obrero -más interesado por reducir la competencia del trabajo femenino sobre el masculino que en intentar mejorar las condiciones generales de todos los trabajadores/as- llevó al Estado a una regulación que más que "proteger" perseguía limitar las oportunidades laborales de la mujer en un intento por reducir la conflictividad obrera (masculina) y hacer que la mujer regresara o no saliera del hogar, la esfera donde debía cumplir sus funciones sociales. Hartmann señala que "los trabajadores masculinos formaron un frente unido contra la proletarización universal no sólo por temor a una intensificación de la competencia en el mercado de trabajo, sino también (...) porque el trabajo asalariado de mujeres, niños y niñas ponía en peligro la autoridad masculina y les sustraía privilegios en el hogar."

Es pues, según Hartmann, la interacción entre capitalismo y patriarcado lo que explicaría el progresivo debilitamiento de la posición de las mujeres en el mercado de trabajo. La limitación y segregación de los empleos en base al sexo debería interpretarse, según esta autora, más bien como una "protección" del trabajo masculino y de su posición privilegiada tanto en la jerarquía doméstica como en el mercado de trabajo. Como consecuencia de la desvalorización del trabajo femenino a raíz de los principios de complementariedad de su salario, y las limitaciones en las jornadas femeninas o la prohibición del trabajo nocturno -mejor pagado que el diurno-, las retribuciones femeninas se mantendrían por debajo de las masculinas, asegurando de ese modo la dependencia de la mujer o bien al padre o bien al marido. Esta dependencia y la jerarquía doméstica obliga a las mujeres casadas a realizar diversos trabajos en el hogar para sus maridos. Por tanto, serían los hombres los beneficiarios de este tipo de legislación laboral restrictiva: sus sueldos aumentan al eliminar la competencia a la baja del trabajo femenino y continúan disfrutando de la división doméstica del trabajo. Para la mujer, esta división del trabajo en la esfera doméstica debilita su posición en el mercado de trabajo porque le impide acceder a él en las mismas condiciones que el hombre -libre este último de tareas domésticas a realizar- y porque condiciona su acceso a la educación al empezar a realizar estas tareas desde muy joven.


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