La traducción de lo intraducible en psicoanálisis

 
Néstor A. Braunstein (1)

 

La editorial Siglo Veintiuno de México me ha honrado (y me ha abrumado) al ofrecerme el cargo de responsable académico de la traducción al español del monumental Vocabulaire Européen des Philosophies, Dictionnaire des Intraduisibles, publicado en 2004 en París bajo la dirección de Barbara Cassin. En un principio acepté movido por el entusiasmo que me produjo imaginar lo que podría aprender al formar un equipo de traductores expertos y dejarme enseñar por ellos acerca de uno de los enigmas mayores de la filosofía y el psicoanálisis, uno de esos problemas que siempre me cautivaron: el de cómo es posible expresar con palabras la diferencia inexorable que se manifiesta siempre entre la palabra empleada por un autor y otra palabra que pretende ser su traducción a un idioma diferente. Con el correr del tiempo pude comprender que la tarea exigía más de mí de lo que podía responsablemente comprometer y renuncié a continuar como coordinador, aunque no a colaborar en el empeño de lograr una versión aceptable de esta obra monumental.

Así como en una casa un mueble no es “en sí” sino en relación con la habitación en donde se le ha puesto y con los demás muebles que allí se encuentran y así como una planta depende de aquellas que comparten el suelo con ella, del mismo modo, una palabra depende de su lugar en la frase y en el texto. Por sí misma, ella nada significa… o puede significar lo que uno quiera si la frase es suficientemente larga. Todo concepto filosófico se carga de la historia de los equívocos que le han precedido, de los autores que lo han utilizado y de sus vínculos con la obra en donde ocupa un lugar. Nunca queda un término con una significación definitivamente asentada en un vocabulario de la filosofía; cada uno de ellos tiene, no sólo un pasado y un presente, sino también un futuro que se juega cada vez que se recurre a él. La traducción es un trasplante conceptual de un humus lingüístico “natural” a otro de composición distinta y siempre, en cierta medida, incompatible con el primero. No queda excluida la posibilidad, como sucede con los humanos, de que la planta desterrada y desolada se arraigue con vigor renovado en la tierra de su exilio.

La primera e inmensa dificultad que plantea la traducción es que se cree, intuitivamente, que es posible traducir un texto y verterlo en otra lengua donde funcionará de la misma manera que en la lengua en que fue pensado y utilizado por primera vez, que puede haber una “identidad” entre el original y su traducción, que nada grave sucederá por su transferencia a otro suelo, a otro idioma. Todos sabemos que la traducción inmediata y sin fallas ni pérdida es, más que un ideal, un mito, la imagen misma de un imposible. Al cambiar el sonido cambia también el sentido, especialmente si el significante nada significa sino en el contexto de las palabras que le preceden y le siguen en la frase. Cada palabra en una frase depende del resto del sistema de la lengua donde se inscribe y no del lugar que ocupaba en el “original”, lost in translation. Es doloroso admitir que el organismo que es el texto se muere en el momento de desplazarlo de su suelo natal y que toda traducción conlleva algo así como un trabajo de duelo (Traumarbeit) por el original que ha sido despedazado y recompuesto. No resucitará. La duda es si podrá tener una nueva vida y el precio que deberá pagar por la mudanza. O si se diese la venturosa posibilidad de verlo robustecido por el traplante.

Comencemos con un ejemplo elemental. El sustantivo “mente” (del latín mens, en inglés: mind)no existe en alemán ni en francés. Ni Freud ni Lacan pudieron haberlo utilizado en el momento de escribir: sus respectivas lenguas maternas no se lo permitían. ¿Puede un traductor de sus escritos al español o al inglés hacer aparecer la palabra inexistente, mente, que no existe en la “lengua fuente” (la original) pero que sí existe en la “lengua blanco” (la de la traducción), en las frases donde esos autores escribieron Geist, esprit, Seele, âme, Gemüt, psychisme? ¿Puede el adjetivo “mental” –que sí existe en francés a pesar de que no exista el sustantivo del cual él se deriva– corresponder a “psychische” o “seelische”en alemán y que el traductor prefiera el vocablo “mental”, más laico, a los conceptos de “psíquico” y “anímico” que serían más exactos en una traducción literal del alemán pero que están cargados de resonancias escolásticas?

Por la ausencia de un término que corresponda a ese mens latino, retomado por las lenguas europeas con las notables excepciones del francés y del alemán, se produce un efecto de indeterminación cada vez que se ha de traducir la palabra Seele (alma), tan frecuente en los escritos de Freud. La ambigüedad se revela en el discurso de los autores que escriben en esas otras lenguas, lenguas de la otredad psicoanalítica –si se admite que el alemán es consustancial a la disciplina– cada vez que deben elegir entre “anímico” y “mental”. Si la lengua de origen (source – fuente) no tiene una palabra que sí existe en la lengua de destino (cible – blanco) se produce, en el momento de traducir, no sólo un problema en la lengua blanco: se revela un trastorno de difuminación del sentido que afecta también al texto de origen que no queda incólume después de pasar por la ordalía de la traducción. La posibilidad que pone de manifiesto el traductor llenando un vacío en la lengua fuente se convierte, por su esmero como lector-intérprete (éso es lo que llega a ser, en este caso, el traductor), en un “síntoma” del autor, de Freud en este caso, que sólo se hace evidente en el momento de producir una nueva versión, cuando se trasplanta el concepto a un suelo que no es el del origen. La palabra mind, (mens) por no existir en alemán, hace de todos sus presuntos equivalentes, “síntomas” en el vocabulario del propio Freud. El traductor, el buen traductor, se da cuenta de que un aspecto esencial de su tarea consiste en hacer sufrir al autor.

El vocabulario de Barbara Cassin es justo y generoso en sus referencias al psicoanálisis y los problemas que la disciplina freudiana aporta a la cuestión de la traducción en general y al conjunto del vocabulario filosófico a partir de la introducción paradigmática del «inconsciente» freudiano. No trataremos (sería otro tema) de la actividad constante del psicoanalista como “traductor” (Übersetzer) de los sueños o formaciones sintomáticas que se le revelan en su práctica, una práctica bajo transferencia (Übertragung) que lo lleva a la práctica de la interpretación (Deutung). Traducción, transferencia e interpretación son conceptos íntimamente relacionados entre sí y nos conformamos con dejar apuntada esta vecindad entre lo “intraducible”, objeto y tema del diccionario de Cassin, y la imposible tarea del psicoanalista puesto a “traducir” e “interpretar” el lenguaje de los procesos primarios en términos de los procesos secundarios, las dos lenguas más incompatibles entre sí que existen, ya que una de ellas se erige en contra de la otra y manifiesta activamente su resistencia a la traducción. El inconsciente es lo que resiste a la traducción. La traducción es una resistencia al inconsciente y sus modos idiosincrásicos, poéticos, de decir oscuramente, como a través de un vidrio oscuro, por metáforas y metonimias. Por otra parte, dado el carácter dialógico de la interpretación, nunca un enunciado interpretativo podría ser llamado “justo” en sí, sino, siempre, tomando en cuenta la respuesta del analizante. Habría que señalar esta situación paradójica puesta en evidencia por el significante mismo de “analizante”: quien verdaderamente traduce es el que recibe la interpretación, en otros términos, el lector. La estética del psicoanálisis no es la de un autor que comunica mensajes o significados sino una estética de la recepción. Una estética bajo transferencia (Übertragung).

Nos centraremos en un hecho indubitable: el psicoanálisis surge íntegramente en el terreno de la lengua alemana y viene cargado por todas las posibilidades de ese idioma(2) . Es bueno señalar también que el fundador de la disciplina tiene un excelente conocimiento y ha puesto sus empeños, antes de dedicarse a la práctica que lo haría célebre, a la traducción: del inglés (S. Mill) del francés (Charcot), del español (Cervantes) del griego antiguo (Sófocles) y del latín (Virgilio). El psicoanálisis nace en alemán pero sus óvulos vienen fecundados por la cultura europea entera que se da cita en las páginas que Freud escribe. El vocabulario freudiano es un “vocabulario europeo de las filosofías” armado por lenguas que se dan cita en sus textos.

La obra de Freud concitó casi desde un principio el interés internacional. En 1909 Freud viajó a los Estados Unidos y allí pronunció sus conferencias en alemán que fueron rápidamente traducidas al inglés en la versión que el propio Freud hizo de ellas. En los dos años siguientes fueron traducidas al holandés, al ruso, al polaco y al húngaro. A partir de 1913 los artículos y libros de Freud empiezan a ser traducidos a diversas lenguas europeas. La primera traducción de la Traumdeutung fue hecha al inglés en ese año por S. A. Brill. José Ortega y Gasset, profundo conocedor del alemán y autor de uno de los dos textos más incisivos que se escribieron sobre la traducción antes de 1940, “Grandezas y miseria de la traducción” de 1937 fue quien indujo hacia 1920 a un amigo y discípulo suyo, Luis López Ballesteros(3) , a trabajar en las “Obras completas” de Freud, varios años antes de que éstas estuviesen terminadas. Su traducción, completada en la posguerra en Buenos Aires por Ludovico Rosenthal, sigue, aún hoy, siendo admirable(4) . A sus incontables virtudes se debe la favorable acogida que tuvo Freud en Latinoamérica (no en España, donde el psicoanálisis fue aplastado tras el estallido de la guerra civil con sus funestas consecuencias). Esta inesperada ventura de la lengua española (un azar, podría decirse, si tal cosa existiese, una contingencia con nombre propio, el de Ortega y Gasset) puede compararse con los infortunios del psicoanálisis en Francia que nunca, ni aun hoy, ha llegado a disponer de una traducción confiable del texto de Freud. “No hay mal que por bien no venga” dice nuestro proverbio. Pues bien, la imposibilidad de leer a Freud en su lengua original hizo que muchos analistas franceses, Lacan entre los primeros, se volcasen con pasión sobre los textos de Freud en alemán y los problematizacen haciendo aparecer en ellos nuevas facetas, descubriendo riquezas ocultas, subrayando conceptos que habían pasado desapercibidos para todos los comentaristas, creando nuevos términos en francés, violentando a la lengua blanco (cible) para hacerla admitir ciertos usos contrarios a sus convenciones. El resultado es la obra de Lacan y sus epígonos. Entre los trabajos franco-freudianos sobresalen los excelentes estudios sobre cada una de las palabras propias de Freud o aquellas a las que Lacan cambió en su significación y alcances que es el Vocabulaire de la psychanalyse de Laplanche y Pontalis (PUF, 1967) contemporáneo de la edición conjunta de los Écrits de Lacan (Seuil, 1966). Por no tener una traducción aceptable, toda una generación de psicoanalistas franceses se convirtió en meticulosa y crítica lectora de Freud. El judío austriaco, inventor del inconsciente, salió renovado y más brillante después de los desvelos incalculables de sus “pasadores” al francés. Nachtraglich, Verleugnung y Verwerfung pasaron a ser conceptos esenciales. Lo simbólico, lo imaginario y lo real, inventados como registros por Lacan, venían a fecundar y muchas veces a desviar el vocabulario de Freud. Las discusiones acerca de la traducción al francés de términos como unheimlich, Entstellung, Anlehnung, Trieb, Instinkt, Verneinung, Unterdrückung, etc. se hicieron inacabables. Después de cada tropiezo con la dificultad para traducir el psicoanálisis, los conceptos de Freud salían revitalizados. Las distintas alternativas de traducción se convertían en el verdadero concepto, el que surgía de las variedades posibles del significante que habría de ser el preferido. Cada significante era insuficiente; todos juntos, en su disonancia, eran el concepto. Aprehendido… porque intraducible.

Con el ascenso del fascismo el alemán fue desplazado como lengua fundamental del psicoanálisis. El francés no disponía de una traducción homogénea. España era marginal y la editorial que publicaba las obras de Freud debió someterse a la censura del franquismo; el oscurantismo ultramontano secuestró allí al psicoanálisis. El inglés, en el que Freud escribía con fluidez y donde los grupos ingleses y norteamericanos tenían preeminencia cuantitativa y cualitativa en la institución a la vez que destacaban por su producción original, debía, por las contingencias de la historia, llegar a ser la lengua blanco del psicoanálisis. Virginia Woolf (nacida Stephen) y su marido, Leonard Woolf, fundaron en 1917 la empresa Hogarth Press que, además de mantener su propio catálogo, se convirtió en una poderosa editorial por la traducción de Freud al inglés que hicieron los esposos Strachey, miembros, como los Woolf, del grupo de Bloomsbury. El trabajo de James y Alix Strachey, criticable como lo es en muchos aspectos por las elecciones y las innovaciones terminológicas (por ej., instinct para Trieb - pulsión, cathexis para Besetzung - investidura, ego y superego para Ich y überich -  yo y superyó, id para Es - ello)fue en otros puntos también ejemplar. Sus empeños desembocaron en una edición dotada de un aparato crítico que manejaba con sabiduría las referencias cruzadas, que ubicaba todas las citas y alusiones que germinan en el texto freudiano, que corregía atribuciones erróneas y que incluía unos muy completos índices analíticos, onomásticos y cronológicos. La edición en inglés fue lo que anunciaba: una auténtica Standard Edition of the Complete Psychological Works de Sigmund Freud que ha servido de referencia para todas las traducciones ulteriores y hasta –¡logro maravilloso!– para dar integridad y coherencia a las mismísimas ediciones de Freud en alemán que pudieron hacerse después de terminada la Segunda Guerra. Nuevamente la lengua española salió beneficiada, por cuanto una nueva edición de las Obras Completas, traducida por José Luis Etcheverry, (Buenos Aires, Amorrortu, 1976-1979) incorporaba el aparato crítico de la edición estándar en inglés, conservaba muchos de los hallazgos literarios de la versión de López Ballesteros y demostraba sensibilidad a las aportaciones críticas al trabajo de Strachey que provenían del psicoanálisis francés orientado por Lacan.

¿Qué hemos hallado por medio de estas rápidas referencias a la obra de Freud, fundante del psicoanálisis, y las vicisitudes de su traducción a las lenguas europeas que desvelan a la misión de Barbara Cassin y sus colaboradores? Llegamos a dos conclusiones en apariencia contradictorias: 1) que los conceptos del psicoanálisis no pueden ser entendidos ni trabajados si se ignoran los vericuetos del original en alemán(4) , y 2) que la obra de Freud, punto de referencia ineludible al que siempre se debe regresar, es un efecto retroactivo de las traducciones más o menos afortunadas que ella ha recibido. Freud, el de hoy, es lo que Freud escribió… más lo que los traductores hicieron con sus textos. En este punto y con este ejemplo histórico hemos de discrepar con Walter Benjamin(5) cuando dice : « Es evidente que una traducción, por buena que sea, nunca puede significar nada por el original». El uso del “evidente” y del “nunca” manifiestan la inseguridad del autor en su enunciado. Es igualmente cierto que el “Pierre Menard” de Borges sí incide sobre el texto de Cervantes que es su referencia. Más aun: toda lectura –y no sólo toda traducción– es una intervención sobre el original y lo compromete en su materialidad literal. El verdadero autor de lo novedoso se revela, justamente, en la fecundidad de las lecturas transformadoras de su texto a las que da lugar. Es este el lugar reservado a la noción de Nachträglichkeit, colocada por Lacan en un lugar central de su “retorno a Freud” al traducirla como «après-coup».

Podemos aducir un ejemplo palmario: Sófocles escribe to deinótaton en lo que se conoce como el “elogio del hombre” del segundo coro de Antígona y la gran mayoría de los traductores vierte, correctamente, la frase como “nada que sea más maravilloso que el hombre”. A esa proposición del trágico griego y de sus intérpretes, sin embargo, le sucede un accidente. Al comenzar el siglo XIX Hölderlin decide traducir deinótaton por Ungehuer (monstruoso). Ahora puede leerse: “Nada que sea más monstruoso que el hombre”. Muchos, por ejemplo, George Steiner(6) , consideran que la traducción de Hölderlin, en el siglo XIX, es superior al texto mismo de Sófocles. Heidegger(7) , en su Introducción a la metafísica, dedica unos párrafos luminosos a la intervención transgresiva de Hölderlin que dice “la verdad” del original de Sófocles. Nosotros, en la estela de Holderlin, Heidegger y Freud, proponemos que deinótaton puede encontrar un equivalente inquietante en unheimlich y, por lo tanto, la frase bien podría ser: «Nada es más siniestro que el hombre»(8) . ¿Maravilloso, monstruoso o siniestro? ¿Cómo no va a afectar la traducción al original? ¿No está el original a la espera de traducciones que desplieguen sus posibilidades provocando la sorpresa de un decir no estandarizado?

Las distintas interpretaciones de un significante entran a menudo en conflicto. Los traductores oscilan y proponen términos diferentes cuando no crean neologismos. Un buen ejemplo en psicoanálisis es el término forclusion, una palabra francesa del lenguaje jurídico que toma un nuevo sentido cuando se utiliza en un texto de psicoanálisis. El traductor al español (o a cualquier otra lengua) se encuentra entonces con una dicotomía: ¿utiliza la palabra que en castellano corresponde a esa noción jurídica (preclusión) o entiende que el uso lacaniano del término es, en la lengua del psicoanálisis, un neologismo al que la palabra “preclusión” del diccionario de la lengua española mantendría a distancia? ¿Tendrá el psicoanalista hispanohablante que admitir un neologismo, forclusión, que se ha desprendido de su ancestro filológico leguleyo y se convierte en un significante original, resultado de una cierta intuición de Lacan al traducir el vocablo freudiano que es Verwerfung? ¿Se aceptará la metáfora lacaniana como una innovación lingüística? Creemos que sí. La forclusión en psicoanálisis no es la preclusión de los juristas: la lengua española se ha enriquecido con una aportación insólita, freudo-lacaniana.

Ese ejemplo muestra el cabal cumplimiento de “la tarea del traductor” (Benjamin) que no es la de adecuar el texto fuente a la lengua blanco sino el de violentar a ésta para que haga lugar a un pensamiento foráneo. Para ese “marxista místico” que fue Benjamin el pecado mayor de un traductor es la pretensión de “servir al lector” facilitándole el trabajo del acceso a un texto y “la mala traducción puede definirse como la transmisión inexacta de un contenido no esencial”. Es claro que Benjamin se refiere a una obra innovadora en el campo teórico o filosófico, también a la poesía, no a cualquier texto. Las noticias periodísticas o las clases repetitivas de un maestro que se apega al saber constituido son, casi siempre, íntegramente traducibles. ¿”Casi siempre”? Sí; hasta el momento en que ellos recurren a la cita de un decir original. Lo fundamental del sueño y del texto poético es lo que en ellos hay de intraducible. Es la concepción de Freud cuando llega hasta el núcleo del sueño, su “ombligo”, hueso fértil e incomestible de la fruta del que nada podría decirse sin desnaturalizarlo. Intraducible. Esencial.

Al asumir por un tiempo la tarea de coordinar a los traductores del Vocabulaire dirigido por Barbara Cassin pudimos confirmar lo que ya sabíamos: el buen traductor, con contadas excepciones, es el que conoce a fondo la lengua fuente en la que se escribió el texto, en este caso el francés, pero tiene a la lengua blanco, en nuestro caso el español de Castilla (en su variante mexicana), como lengua materna. Pasa así también con la escritura. Salvo confirmatorias excepciones (Conrad, Nabókov, Canetti, Bianciotti), los buenos escritores producen sus textos en la lengua materna y se les ve torpes y urgidos de corrección cuando escriben en una lengua ajena aunque estén familiarizados con ella.

Utilizando el vocabulario propuesto por J.-R. Ladmiral –y discrepando con sus conclusiones– sostendremos que los fuentistas (que privilegian al texto original) han mostrado sus ventajas con relación a los blanquistas (respetuosos de la lengua blanco) a los que el propio Ladmiral adhiere(9) . En la posición de Benjamin, ya anticipada, la postura de Ladmiral sólo se aplica en relación con el contenido “no esencial” (y no original) del texto que se traduce. Diríamos que hay un contenido que se “comunica” al lector y que se traduce: sobre ese material el traductor debe dar pie a que el lector encuentre, si puede, el silencio, el misterioso núcleo u ombligo del texto que no puede ser dicho con otras palabras que las del idioma original. Alguna vez Lacan dijo que Freud llegó en oportunidades a no comprenderse a sí mismo a fuerza de querer ser comprendido. Derrida(10) también se expresó de manera contundente al respecto: “Lo que resta como intraducible queda como la base de la única cosa a traducir, la única cosa traducible. Lo que debe ser traducido de aquello que es traducible sólo puede ser lo intraducible”. Así en el sueño como en la vigilia: ése es el hueso del durazno que es la ciencia de Freud.

Es el momento de proponer ciertos enunciados que tienen en cuenta al psicoanálisis y que pueden aportar algo al debate de los “traductólogos” entre fuentistas (sourcistes)y blanquistas (ciblistes). La “lengua blanco” es la bien llamada “lengua materna” del escritor y del traductor tradicionales, respetuosos de los usos y convenciones del idioma en el que escriben el texto que será publicado. Al aceptar la tarea y firmar el contrato con la casa editorial el traductor se impone, con humildad, un doble deber de fidelidad y sumisión: el primero, hacia el texto original y su autor al que no podrá corregir ni remendar con interpolaciones ni suprimir la más ínfima partícula y un segundo deber, hacia la lengua de destino, la lengua blanco, cuyas convenciones fonológicas, morfológicas, semánticas, gramaticales y sintácticas deberá respetar como si de leyes coercitivas se tratase. Se pone, al servicio del lector (supuestamente impregnado de la lengua blanco e ignorante de la lengua fuente) en un callado pacto contra el original. Tratará de preservar el sentido en función de una presunta comprensión de las intenciones comunicativas del autor. No está mal… salvo cuando la obra es realmente original, origen de lo diferente. En ese punto caduca la utilidad del traductor “fiel”. El desafío es, como llegó a decir Borges en un momento genial, conseguir que el original sea infiel a la traducción. Hölderlin lo consiguió con Sófocles. Baudelaire, no pocas veces, con Poe. Lacan, a menudo, con Freud.

El autor es la instancia definitiva: se le debe respetar en todo momento y es a su palabra que el traductor debe adaptarse, produciendo un texto que se adecua a las convenciones que rigen en su lengua materna, la lengua en la que su trabajo será leído. Alcanza reputación de “buen” traductor el que transmite la información del original siguiendo las prescripciones de la lengua de aquellos a quienes el nuevo texto está destinado, los lectores de sus páginas sometidas a esa doble docilidad. ¿Es una exageración proponer que su situación es comparable a la del hijo que debe acatar al padre, al “autor de sus días”, y también la del mismohijo que debe expresarse correctamente en términos de las disposiciones de la lengua de la madre? Si aceptásemos esta hipótesis “edipoide” encontraríamos que los fuentistas preconizan la conveniencia de violentar a la lengua materna y se identifican con aquellos aspectos del padre que resultan inaceptables en los términos de la madre, mientras que los más mansos blanquistas se preocupan por limar y suprimir las asperezas de los enunciados del padre para domesticarlo y dejarlo regular por los convencionalismos, por las fáciles recompensas de la comprensión y el reconocimiento que otorgan los lectores cuando se les facilita el entendimiento del texto.

De tal modo, el clásico traduttore, tradittore se entiende como una fatalidad (un double bind)inherente al trabajo del traductor que lo lleva a una aporía insalvable. Por una parte, él tiene que aceptar esa doble servidumbre que impone una doble cobardía: debe traducir sin pérdidas ni interpolaciones, sin intentar corregir al original, un texto con el que se siente (o no) personalmente comprometido, al que se ha conectado por las más variadas razones: las meramente crematísticas, el sentimiento de un deber hacia su comunidad lingüística, la respuesta a un desafío signado por la anunciada imposibilidad de llegar a un buen fin, el juego tiznado de perversión de producir un nuevo texto más bello o más expresivo que el original, la competencia con las versiones disponibles del mismo original, etc. Por otra parte, debe producir un nuevo texto que sea respetuoso de esa lengua materna, el blanco de la traducción, con sus convenciones semánticas y sintácticas. El double bind del que hablamos, la exigencia contradictoria, es la de pasar entre dos abismos: el parricidio que consiste en anular la originalidad del padre por respeto a la lengua materna y el matricidio ejercido sobre esa lengua cuando, en el decir de Benjamín, “permite que la lengua extranjera sacuda con violencia” (cit., p. 141) a las convenciones formales del decir modoso. En cualquier caso, el traductor de un pensamiento o de una obra innovadora es un asesino. Sólo las versiones interlineares y el ajustado y preciso aparato crítico podrán ¿qué? ¿impedir el crimen? ¡No! Exhibir sus circunstancias y las armas utilizadas al perpetrarlo.

La docilidad en relación con el padre es la aceptación implícita de que también la madre (la lengua) debe hacerse pasiva y aceptar la “autor-idad”. Lo que pudiera haber de chocante o de violencia profanadora en el texto original es suavizado –la aspereza deviene tersura y ternura– para favorecer la “comprensión”, para no irritar con barbarismos y solecismos, para no infiltrar con neologismos, con “falsos amigos”, con transgresiones a la sintaxis y al buen gusto el texto que se entrega para la edición. El traductor es invitado a un banquete en el que se cotizarán sus buenos modales, incluso al precio de sacrificar las aristas innovadoras del original.

El traductor fuentista, cuyo santo patrono es Hölderlin más que San Jerónimo, debe aceptar la verdad refrendada por el psicoanálisis de que la palabra no está hecha para la comprensión y la divulgación sino para marcar la distancia insalvable que existen entre el mundo del texto original y el mundo del texto traducido. Entre dos o más lenguas el divorcio antecede al matrimonio que nunca se consuma. Lo esencial de una lengua no está en lo que ella dice sino en el ritmo de la voz que encuadra los silencios de lo indecible, de lo que sólo puede nombrarse por la alusión. Uno habla para ser mal entendido, para crear un espacio fecundo de divergencias que será la cuna de un nuevo decir. Esto sucede no sólo cuando alguien se dirige a otro sino también cuando uno se habla a sí mismo. El psicoanalista en la sesión no tiene la meta de alcanzar una versión única, definitiva, sin conflictos, la “verdad” de lo que se dice; su tarea es mostrar las diferentes posibles maneras de organizar el encadenamiento significante. Todas ellas son construcciones y entre todas muestran el modo de fallar de cada una para la expresión de un Sentido que no existe en ninguna parte, que es una imagen teológica y teleológica de lo Uno que valdría para todos. De La Palabra con garantías.

¿De qué modo afecta esta concepción al psicoanálisis mismo? Si se ha podido decir con buenas razones que el cristianismo es un resultado del trabajo de la traducción (del arameo al griego, del griego al latín), lo mismo podría decirse de lo sucedido con la obra de Freud para la difusión del psicoanálisis. Sin las traducciones, mejores o peores, el psicoanálisis no habría sobrevivido a la diáspora de sus oficiantes que se produjo entre 1933 y 1940.

Si en el artículo “traducir” del vocabulario que dirigió B. Cassin, un artículo en donde ella es una de las autoras, se dice que “el éxito de la larga empresa de edición que es la Vulgata se debe a que ella respondía a la necesidad de disponer de un texto estándar que se impusiera y, por añadidura, con la autoridad de un prestigioso signatario que era en parte un seudónimo”, esta afirmación es tan válida para San Jerónimo como para la edición estándar de las obras de Freud redactadas en inglés por una pareja de prestigiosos traductores que en parte ocultaban la presencia junto a ellos del animador del proyecto, el propio Freud, que intervino de manera directa y también la de Ernest Jones, el galés, que era su primer y principal acólito en el Reino Unido. La edición estándar no es por cierto la definitiva, es aquella que mide la distancia a la que se ubican todas las demás que le siguieron, incluyendo la reciente nueva traducción al inglés con Adam Philips(11) como editor general para Penguin Books, “barata” en todos los sentidos de la palabra. Los Strachey no fueron los primeros traductores pero sí los signatarios del punto ineludible de referencia de todas las demás ediciones que se distribuyeron por el mundo; ellos clavaron el hito del kilómetro cero de no importa cuál traducción de Freud. El ejemplo más notable (y a la vez el más lamentable) de esa hegemonía lo da la versión en portugués, hecha en Brasil, donde Freud no es traducido directamente del alemán sino desde el inglés tal como fue impreso por la Hogarth Press en Londres. Otro proyecto, este sí serio y de concreción inminente (2008-2010) está bajo la coordinación del reconocido neurocientífico Mark Solms(12) . Su pretensión es a la vez mayor y menor. Reconoce que la traducción perfecta es imposible pero que las existentes pueden ser mejores que las anteriores. El proyecto Solms es agregar a la traducción de Strachey lo nuevo que se sabe sobre Freud, mejorar el aparato crítico y corregir sus errores más groseros como la traducción de Trieb por instinct, recurriendo al ya por todos aceptado significante drive (pulsión).

La traducción llega a ser, en las manos de los escritores que se atreven, una hazaña que requiere de un héroe. Su protagonista es quien decide afrontar los riesgos de los tres momentos cruciales de la aventura edípica: matar al padre, derrotar a la esfinge y hacerse cargo de un poder tiránico en la ciudad a la que arriba sin conocer su propio origen. Freud y Lacan pueden ilustrar esta proeza en el campo de la traducción: no respetan a los textos originales (Freud a los de Sófocles y a los del pensamiento científico de su tiempo; Lacan al de Freud y al de un estructuralismo cerrado que no hace lugar al sujeto). Lacan dijo a sus adeptos: “Hagan como yo. No me imiten”. “Como yo” puede leerse: “como yo hice con Freud”. Podría decirse que tanto el fundador como su infiel discípulo no son traductores sino inventores o creadores de novedosos engendros en sus propias lenguas y que no acatan la autoridad paterna de textos, de traducciones o de estilos consagrados en el sentido de la copia o la imitación. Sí en el gesto de impugnación. Violentan a las escrituras y producen lo nunca dicho cuando se aventuran en las comarcas de lo inefable. No vuelven su mirada hacia atrás para convertirse en estatuas de sal. Saben, como las pulsiones acéfalas, que el camino de regreso al pasado está cerrado y que sólo cabe aventurarse hacia delante, sin la perspectiva de alcanzar una consagración final y sin garantías de un resultado venturoso para su empresa. Son fuentistas estrictos dispuestos al matricidio lingüístico. Su respeto al padre consiste en continuar con el gesto innovador, en cierto sentido parricida, que llevó a ese padre a ser quien en definitiva fue. El fuentismo implica adherir de modo intransigente al gesto más que al texto canónico preexistente, seguir en su trayectoria a un autor rebelde y celoso que no tolera desviaciones que “traicionan” el rigor de sus dichos. “Honrarás y respetarás a tu padre” es el primer mandamiento que oye quien se encarga de modificar a un texto pasándolo a otra lengua. Honrar y respetar a Freud y a Lacan es atreverse a esa père-version que no se compadece de la lengua blanco, de la lengua materna que invita a cultivar las buenas costumbres. Si “el psicoanálisis es una ética del bien-decir” (Lacan), el traductor del psicoanálisis tendrá que aprender y poner en práctica el maldecir. No cualquier maldecir: uno que se inscriba en el surco del maldecir del autor al que se traduce. No valen las iniciativas personales que manifiesten una subjetividad del traductor pues ése sería, en otro plano, el del desplante, otra forma, oportunista, del parricidio. La edición de Phillips, como ya dijimos, orientada por criterios estéticos y humanistas, es el ejemplo más elocuente de esa otra perversión, acorde con el deseo de la lengua materna que acoge con hipocresía al innovador brindándole una falsa –fácil– hospitalidad.

Ahora bien, toda traducción es, en mayor o menor medida, una prueba extrema para las dos lenguas involucradas. Por eso, la traducción es imposible e incluso, como decía Ortega, “La traducción ni siquiera pertenece al mismo género que el texto que fue traducido”. Forzaremos un poco la lectura, como creemos que él, el filósofo de los dos apellidos unidos por una cópula gramatical, inveterado fuentista, lo hubiese querido y diremos que la palabra “género” en este apotegma dice dos verdades: una literaria y una sexual. El traductor estaría forzado a escoger entre un viril parricidio desafiante que es la perversión del texto original y la pasiva feminización que consiste en obedecer a la sacrosanta autoridad del escritor vertiéndolo en las palabras dóciles de la lengua de la madre que refrendaría su entrega y sumisión a la Ley del padre. ¿Se atreverá a ir más allá del padre sirviéndose de él?

Al traductor se le pide que sea “comprensible” y a la vez que respete el estilo del autor. Las dos expectativas son contradictorias pues un “estilo”, cuando alguien tiene algo nuevo para expresar, no puede ser sino un conjunto de peculiaridades que distinguen a un autor de los demás, los que usan “normalmente” el lenguaje. Escribir es diferir y distinguirse. Si fuésemos fotógrafos diríamos que escribir lo distinto es colocarse fuera de foco y saturar de luz a la placa forzando al diafragma. Del traductor se espera lo contrario: que esté bien enfocado y sea un buen iluminador. El buen traductor, necesariamente traidor, es el que consigue transmitir lo desenfocado y lo áspero del texto que se le encomienda.

Desde Ortega y Gasset(13) sabemos que dos acechanzas se ciernen sobre los traductores: la idea optimista, la ilusión, de que es posible verter sin fallas el texto de un autor al trasvasarlo a otra lengua y la idea pesimista de que, reconociendo que es imposible, se renuncie a la tarea, cuando, en verdad, no hay sino traducciones e interpretaciones de los textos pues, incluso la cita textual y en el idioma original, es ya una transmutación del original desde el momento mismo en que se ha cambiado el contexto. Ortega era claro: toda empresa humana, no sólo la traducción, es una tarea que choca con lo imposible. Lo imposible, decía Lacan, es lo real, lo que siempre vuelve a su lugar, lo insoslayable. El psicoanalista francés distinguía con precisión la impotencia de la imposibilidad. La primera es momentánea, transitoria: es una limitación (Schranke, diría Kant) mientras que la segunda es un límite insuperable (Grenze, en el vocabulario de los Prolegomena  [# 57 y # 59]). Traducir, como cualquier otra meta que se proponen los seres humanos, es ir atravesando limitaciones hasta encontrarse con el límite. Hay que arriesgar, hay que equivocarse, hay que fallar. Imposible aquí no recurrir al inglés usando una expresión “intraducible” que es nuestro tema de hoy: alcanzar la meta, el goal,es imposible, to aim at that goal es necesario, hacer una mejor versión es siempre posible, el resultado del esfuerzo es contingente. La pulsión freudiana es eso: un aiming at cuyo resultado es la inscripción del fracaso. La historia, la de la humanidad, es la crónica de esas experiencias fallidas. Pocas tareas revelan la verdad del psicoanálisis (cuyo instrumento es la interpretación) como la del traductor. El psicoanálisis es denuncia de las añagazas de la “comprensión” y el falso semblante de completud que se produce cuando se intenta la “explicación”. El traductor no puede ni comprender ni explicar el texto. Lacan innova al decir que cada uno habla, no la lengua de todos, sino una peculiar lalengua, la que recibe con los primeros cuidados y que tiene horror de las generalizaciones y de lo vulgar del habla cotidiana. ¡Qué pocos son los traductores que se aventuran en lalengua propia de cada escritor, eso que mencionábamos recién como el “estilo”!

No se puede traducir; no se puede no traducir. ¿Qué hacer entonces? Dar cuenta de la imperiosa necesidad de fallar en el momento de la traducción y situar, en cada texto, aquello que es intraducible, “lo único que vale la pena que se traduzca” y lo que se da como objetivo el Vocabulaire de Barbara Cassin, paradigma de un aiming at frente un goal inalcanzable que sería el imposible Diccionario de las filosofías cuya lengua sería alguna forma del esperanto. Entre el original y su traducción se escriben una pérdida y una falta. La falta es lo que no falta en la traducción (traduttore, tradittore, etc.). En la perspectiva del psicoanálisis esa falta, nostalgia del tiempo anterior a Babel, es constituyente de la riqueza de la traducción. Toda traducción es una “interpretación” de lo traducido que lo enriquece… por lo que no llega a decir. De cada escrito, de cada concepto, y en cada lengua, múltiples versiones son posibles: la variación de las traducciones, así como de las lecturas, hacen a la fecundidad heurística del texto.

Un concepto no es una “cosa en sí”. Es una invitación a que se lo traduzca. Ninguna traducción lo expresa a la perfección. Todas ellas construyen un babélico laberinto en torno a él y el concepto alcanza así una nueva dimensión: no es un significante aislado provisto de equivalentes sino una telaraña de equívocos en sus traducciones, en sus sinónimos, en sus usos y en sus reglas de uso. Cernir lo intraducible de cada significante en el uso de cada autor es la misión, la necesaria misión del traductor.

Una traducción no es ni fiel ni infiel al original pues es otra cosa. Sólo hay un traductor que no puede ser infiel: el autor cuando se traduce a sí mismo. Él tiene el derecho de realizar todas las correcciones que se le ocurran e incluso el de cometer todas las arbitrariedades. Nadie podría reprochárselo: sólo el es capaz de cambiar el texto y hasta exponer lo contrario sin ser acusado de tergiversación. Cuando uno traduce su propio escrito consigue materializar ese maravilloso resultado anticipado por Borges: que el original sea infiel a la traducción.

 

NOTAS

1 Cf. G.-A. Golschmidt, Quand Freud voit la mer. Freud et la langue allemande I. París, Buchet-Chastel, 1999.

2 El 7 de mayo de 1923 Freud le escribía a Luis López-Ballesteros: “Siendo yo un joven estudiante, el deseo de leer el inmortal Don Quijote en el original cervantino me llevó a aprender, sin maestros, la bella lengua castellana. Gracias a esta afición juvenil puedo ahora —ya en avanzada edad— comprobar el acierto de su versión española de mis obras, cuya lectura me produce siempre un vivo agrado por la correctísima interpretación de mi pensamiento y la elegancia del estilo”. En S. Freud, Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires, 1979, vol. XIX, p. 291. Todo parece indicar que esta carta fue escrita directamente en español por Sigmund Freud.

3 Un relato lúcido y completo de las vicisitudes de la traducción de Freud al español puede encontrarse en: Hugo Vezzetti, “Freud en langue espagnole”, Rev. Int. Hist. Psychanal., 4, 189-207, 1991 

4 Nótese que no decimos que se debe “saber” alemán, aunque eso sería lo mejor, sino que se deben conocer los orígenes y destinos en alemán de las palabras que maneja Freud. Ese es uno de los méritos máximos del Vocabulaire de la psychanalyse ya mencionado.

5 W. Benjamin (cit.), p. 129.

6 G. Steiner, Después de Babel, México, FCE, p.

7 M. Heidegger [1935], Introducción a la metafísica, Buenos Aires, xx, p. 11X

8 N. A. Braunstein, « Nada que sea más siniestro (unheimlich) que el hombre” », en Néstor A. Braunstein (ed.) A medio siglo de «El malestar en la cultura» de Sigmund Freud, México, Siglo XXI, 1981.

9 J.-R. Ladmiral, Traduire: théoremes pour la traduction. París, Gallimard, Tel (246), 1994, donde se lee : “Hay dos maneras fundamentales de traducir : aquellos a quienes llamo fuentistas (sourciers) se adhieren al significante de la lengua y privilegian la lengua-fuente; mientras que aquellos a quienes llamo blanquistas (ciblistes) ponen el acento no sobre el significante y ni siquiera sobre el significado sino sobre el sentido, no de la lengua sino del habla o del discurso, al que se tratará de traducir poniendo en acción a los medios propios de la lengua blanco.  Entre los “fuentistas” ubicaré a Walter Benjamin, Henri Meschonnic o Antoine Berman; y entre los “blanquistas” a Georges Mounin, Efim Etkind y yo mismo”.

10 J. Derrida [1984], “Ulysses Gramophone. Hear say ‘yes’ in Joyce”, en D. Attridge, Acts of Literature, Nueva York y Londres, Routledge, 1992, pp. 257-258

11 Al aproximarse el vencimiento del copyright de los derechos tanto de la obra de Freud como de la traducción de los Strachey, en medio de batallas legales y discusiones sobre las disposiciones discrepantes al respecto entre el Reino Unido y la Unión Europea, se han puesto en marcha otras traducciones al inglés de las obras de Freud. La primera fue la de Penguin Books de Londres (2002), coordinada por Adam Phillips, un “freudiano antifreudiano” para  publicar en 16 volúmenes en rústica las obras completas. Esta edición carece de índices y de aparato crítico. Diríamos que con franco descaro el proyecto confiesa “preferir al Freud humanista por sobre el clínico y el científico”. Ni Adam Phillips ni los distintos traductores que se apresuraron para completar su tarea están vinculados con el psicoanálisis. Tampoco lo están los encargados del prólogo de los diferentes volúmenes.

12 Cf. “An Interview with Mark Solms”, www.bookslut.com/features/2007.

13 J. Ortega y Gasset [1937]: “La miseria y el esplendor de la traducción”. En Obras Completas: tomo V (1933-1941); Madrid, Revista de Occidente, 1947, pp. 429-448.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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