I
Borges observa al pasar a Bioy Casares que el primer signo de la inteligencia a menudo es una acción estúpida.
Como suele ocurrir cada vez que se invoca una paradoja para sostener un punto de vista, en esta observación llama poderosamente la atención la condición de partida, que sostiene dos posiciones incompatibles: ¿se puede ser inteligente y estúpido al mismo tiempo? Cualquiera que sea la respuesta a este interrogante parece claro que no alude a una oposición entre estados del alma que podríamos identificar con la ceguera y la lucidez, la cordura y la demencia, el orden y el caos en el juicio, etc., sino que más bien se refiere al tránsito de un estado a su opuesto. Sugiere (o describe) lo que parece ser una trayectoria de la conciencia que –naturalmente– sólo conseguirá ensayar quien, a su vez, no sea rematadamente estúpido; y, al mismo tiempo, hasta parece que propone una estrategia: prestar atención a cualquier gesto de estupidez toda vez que, de hecho, la comisión de una tontería cualquiera, una vez ha sido advertida, nos concede la gratitud subsidiaria de hacernos sentir inteligentes porque nos hace ver que somos capaces de reconocer nuestros propios errores.
Así pues, parecería que la determinación de la estupidez, sobre todo cuando es propia, pasa razonablemente de la (in)conciencia de una falta al saber de esa misma falta, o sea, del error a la certidumbre; nunca al revés. Por lo tanto, si lo que pretendemos es comprender en qué consiste la estupidez, es evidente que es preciso incurrir en ella para poder determinarla, lo cual puede resultar harto difícil, puesto que lo propio del estúpido es no saber que lo es. En cualquier caso, lo que está claro es que, en la boutade de Borges, la inteligencia no consiste en un estado sino en un llegar a ser, un “hacerse inteligente” que no se priva de un revelador momento de estulticia.
Ahora bien, ¿quiere decir que necesariamente hay que comportarse como un estúpido para llegar a saberse inteligente? Aquí está, sin duda, el sesgo más sugestivo de la observación borgeana. La estupidez puede ser un tránsito o la manera como pasamos a la lucidez, algo por lo que se pasa, pero –como de costumbre– es más importante la verificación del pasaje que el paso en sí; y, para lograrla de forma satisfactoria, se necesita llegar a desentrañar qué significa “pasar por”, acción que puede querer decir incurrir en una pifia, cometer una torpeza mental, meter la pata, tanto como despeñarse, caer en, desembocar en un acto estúpido. En eso consiste el darse cuenta de que se es estúpido. El matiz es significativo, puesto que revela un aspecto insólito o desapercibido de la condición inteligente.
(Por cierto, recordemos que la inteligencia no tiene contenido positivo alguno. Salvo para el inevitable petulante pagado de sí mismo. ¿Qué pretendo decir cuando afirmo que soy inteligente? Pareciera que cuando atribuyo esa condición a otro, me limito a marcar la diferencia que separa mis “cualidades mentales” de las de algún otro, pero cuando afirmo que yo soy inteligente sin más: ¿con qué me comparo?, ¿cuál es el término de comparación o la autoridad que puedo invocar para pretender semejante condición?)
No se es inteligente porque se posea algo inefable, por gozar de una propiedad detectable, como tener determinado color de ojos o cierto timbre de voz. ¿Qué, pues? Tout court: al inteligente se lo distingue porque es capaz de reconocer en sí mismo todo lo estúpido que puede llegar a ser. Así lo ilustra la tragedia del desdichado Áyax, que llora desconsoladamente cuando descubre que lo que creía que eran sus enemigos –Odiseo y los Atridas– eran en realidad los bueyes del botín de los argivos y los infelices pastores que los cuidaban. Y su ira descargada, toda su violenta nemesis –en las epopeyas homéricas, nemesis y ate, son momentos de ceguera mental provocados en los mortales por las malas artes de algún dios– resulta ser un engaño perpetrado por Atenea para salvar a su preferido Odiseo. La inútil matanza que comete Áyax sólo sirve para revelarle su humana y vergonzosa estupidez al tiempo que, paradójicamente, le proporciona la necesaria estatura de carácter que requiere la tragedia. El dolor de Áyax, que tiene mucho de sentido del ridículo y que lo conduce finalmente al suicidio, bien puede ser comprendido como la conciencia inteligente de su propia estupidez.
(Descubrir que uno es un estúpido puede ser revelador, pero también –y en un sentido muy literal del término– muy decepcionante...)
De modo pues que la inteligencia puede ser además anticipatoria: puede que se exprese para dar a ver lo estúpido que uno puede llegar a ser. No obstante, es de personas inteligentes descubrir cuánto tiene uno de estúpido en algún momento. Y, por lo contrario, la inteligencia afirmada o postulada de forma ciega u obstinada parece más bien una tremenda majadería. Nadie más estúpido que aquél que está completamente seguro de ser inteligente y que presume de serlo delante de quien esté dispuesto a escucharlo.
(Por cierto, la cantidad de intelectuales españoles que practica esta forma característica de memez es notable.)
En cambio, advertir la estupidez de un acto o de un razonamiento propio revela una especial lucidez. En este sentido cobra valor la observación de Adorno y Horkheimer cuando apuntan que la estupidez es una cicatriz. Es decir, una marca de algo pensado o acontecido: no una presencia sino el recuerdo de un acto o un juicio pasado que repentinamente se pone ante nuestros ojos en su íntima e insoslayable idiotez.
En otro orden de cosas, la observación de Borges sugiere que la estupidez, en tanto que reconocida por la inteligencia, es el comienzo de la lucidez, lo cual implica que se tiene al estúpido no como alguien que comete errores sino que empieza a pensar de modo legítimo cuando justamente se da cuenta de que mete la pata. No estaríamos aquí delante de la mente de un badulaque sino de un pensamiento consistente que, sin embargo, no puede ser descalificado del todo (es decir, que no puede ser pensado, sin más, como inconsistente). Por ejemplo, Bouvard y Pécuchet no son estúpidos porque se equivoquen sino porque, contra toda experiencia, intentan aplicar a rajatabla las reglas y procedimientos que aprenden con gran esfuerzo y dedicación. Su fracaso en todos los frentes que atacan no es el de su inteligencia sino la estupidez de las fórmulas que ensayan y que aplican tal como les es indicado. Es justamente su rigor de copistas, su literalidad, su confianza inagotable en la posibilidad del saber, lo que convierte sus afanes en una empresa estúpida e ilusa.
Puesto que se trata de una manera legítima de pensar pero, al mismo tiempo, es un pensamiento que no sirve de nada ¿para qué sirve pues? Es evidente que para saber que se puede ser inteligente. ¿Pero acaso no es esto la mayor de las ilusiones?
II
Existen dimensiones coyunturales de la estupidez, o pautas de la conducta estúpida que están tipificadas en el concepto pero que no lo agotan ni lo satisfacen completamente.
Consideremos dos: la inocencia y la credulidad, que están separadas entre sí por matices casi irrelevantes. Para ponernos profesorales: la inocencia es la forma activa de la estupidez, mientras que la credulidad es la forma pasiva. Por ejemplo, en la novela de Dostoievsky , El idiota, la inocencia de su protagonista, el Príncipe Mishkin, no persigue ninguna finalidad ni intención segunda y se atiene a la naturaleza de cada situación humana complicándose con su mera contingencia; por lo tanto, es una característica forma de idiotez angélica. Mishkin lo entiende todo tal cual, o sea que se comporta como un idiota toda vez que responde literalmente al contexto de cada situación humana que enfrenta. Sin estrategia secundaria y sin desentrañar a priori ninguna expectativa o regla, su conducta parece a los ojos de los demás, que abrigan en todo momento propósitos apasionados o mezquinos o miserables, como propia de un imbécil que va por la vida a remolque de lo que ve y escucha y a merced de lo que las circunstancias y las personas le deparan. Pero es justamente esa inocencia, esa literalidad espontánea, la que desarma cualquier estrategia inicua y, significativamente, revela la estupidez intrínseca de las pasiones con que Mishkin topa a lo largo de la novela. O sea, que la inocencia de Mishkin, aunque cándida, acaba por resultar diáfana y reveladora. Un caso muy semejante se verifica en Mr. Chance, el jardinero estúpido que el azar convierte en presidente de los EE.UU en la novela de Jerzy Kozinsky, Bienvenido Mr Chance. La imbecilidad de Chance, personaje que se supone parodia (con bastante injusticia, por cierto) a Ronald Reagan, se pone de manifiesto en sus declaraciones, que emplean frases que parecen oraculares y son en realidad balbuceos incoherentes que, inevitablemente, por mera necesidad de encontrarles sentido, son interpretadas como si fueran parábolas declamadas por un estadista iluminado. La caricatura pretende desvelar la estupidez de la política en nuestras sociedades avanzadas, controladas por los grandes medios de comunicación y a merced de los intereses de las grandes corporaciones, que instrumentan en los cargos públicos a títeres imbéciles, personajes insignificantes que hablan a las masas que, por su parte, son incapaces de distinguir entre un líder sabio y un bobo solemne (por citar la precisa calificación aplicada al presidente español J. L. Rodríguez Zapatero por el jefe de la oposición, Mariano Rajoy, en una sesión del Congreso de los Diputados en Madrid).
Esta sería, pues, la estupidez activa. En su forma pasiva, la estupidez puede presentarse como credulidad. Es característico de la religión proponer a los fieles una actitud estúpida: Credo quia absurdum, voluntaria renuncia al sentido común y a la autonomía racional, no muy distinta de la que proponían los fascistas italianos cuando enseñaban a sus militantes: Non pensì. Il Partito pensa per te! Ya tenía razón Freud al relacionar el vínculo religioso con la ilusión...
(Aunque, a la inversa, podríamos advertir que para experimentar cualquier especie de ilusión, cosa que puede ser muy placentera, es preciso no pasarse de listos y ser un poquito estúpidos...)
En cualquier caso, la inocencia de uno muy a menudo desencadena la credulidad del otro, de modo tal que, cuando ambas formas se combinan, el resultado se parece a una especie de folie-à-deux. Es el caso de la estafa en cualquiera de sus manifestaciones, cuya trampa se suele nutrir de la complicidad entre el estafador y su víctima, tal como sucede en las llamadas “transacciones financieras” y en las relaciones amorosas. En efecto, cuando se movilizan todos los recursos de la ilusión: la inocencia y la credulidad trabajan de común acuerdo.
Asimismo, no habría enamoramiento (ni, probablemente, seducción) si no diéramos crédito a la autoridad de algunas representaciones y proposiciones estúpidas, por lo general, que asoman en el inconfundible discurso papanatas de los enamorados. Sabido es que:
¡Es zonzo el cristiano macho cuando el amor lo domina! [...].
Certero apunte que José Hernández pone en boca del paisano Cruz en el Martín Fierro. El amor, en efecto, es una pasión de la estupidez y no, como lo piensa el racionalismo más estúpido, una enfermedad de la razón. Y, en cambio, sí parecen haber sido patologías de la razón algunas formas de estafa racional consentida, que mejor sería catalogar sin más de patrañas lisas y llanas, como por ejemplo la perpetrada por el olvidado filosofante francés Louis Althusser en los años 70 del pasado siglo sobre una o dos generaciones de crédulos (y/o no tan inocentes cómplices) camaradas de su programa “filosófico y revolucionario”, la llamada “práctica-teórica”: probablemente la mayor concentración internacional de fariseos que registra la historia de las ideas contemporáneas.
Merece la pena atender el balance de las “enseñanzas” de Louis Althusser según el testimonio de Tony Judt, que leo en un fragmento de su libro publicado por la revista Claves de Razón Práctica (cfr. n° 185. set. 2008, pp. 52-56). Tras pasar revista a algunos detalles significativos de la sonada camama althusseriana, Judt se pregunta:
¿Cómo pudo ocurrir que tantas personas educadas e inteligentes tomaran en serio a este hombre? Incluso si admitimos que sus fantasías maniacas satisfacían alguna necesidad ampliamente sentida en los años sesenta, ¿cómo explicar la fascinación que sigue ejerciendo en ciertos círculos incluso hoy en día?
Al respecto, y como ejemplo de tal devoción, tan inveterada como inopinada, pueden consultarse los comentarios del althusseriano Gabriel Albiac en una reciente entrevista. Por curioso que parezca, al althusserianismo de Albiac no parecen haberle hecho mella ni las experiencias históricas de las últimas décadas ni las confesiones del propio “maestro”, a quien cita en la entrevista como crítico del socialismo de Estado y del Gulag pese a que Althusser, a despecho de sus devaneos estructuralosos, nunca se despegó un ápice del estalinismo más ortodoxo y en fecha tan tardía como 1985, seguía afirmando por escrito cuánto desprecio sentía por quienes difundían “increíbles historias de horror sobre el Gulag”...
Sic.
En cualquier caso, ¿quién es más estúpido, el inefable Albiac, incapaz de callar o de asumir la necesaria autocrítica de sus estupideces juveniles; o Tony Judt, al mostrar su impotencia a la hora de entender cómo funciona el mecanismo de la ilusión (o de la estupidez) en los humanos?
III
O sea que cuando nos referimos a la estupidez, a su necesidad o su empleo, a su extraordinaria difusión y presencia en todos los ámbitos y su íntima unión con la condición humana, es de la ilusión de lo que en verdad estamos hablando. La ilusión es la esfera de la experiencia humana que no puede sustraerse a nuestra condición. Está determinada por la finitud y firmemente arraigada en el cuerpo. Es la responsable de lo que se llama “apariencia” pero, por lo mismo que hace posible el llamado phainomenon, es nuestra versión del mundo tal como nos es dado, como representación y figura. Sin ilusión sensible no habría mundo, es decir, no habría nada.
Esta es la única posible interpretación del extravagante juego de palabra que hace Lacan con la homofonía de Les-Noms-du-Père y Les-non-dupes-errent, que por cierto no se verifica en una lengua que no sea la francesa y que, por lo tanto, en rigor, no explica nada porque no se sostiene en referencia alguna y, a fin de cuentas, no resulta más que un galimatías verbal lanzado para cazar bobos.
En efecto, para declarar que “quienes pretenden no pasar por tontos (o sea, quienes no se dejan engañar) son los que [en verdad] se equivocan”, que es lo que quiere decir les-non-dupes-errent, no hay por qué perderse en los devaneos para-teologizantes que Lacan desarrolla en sus seminarios, en particular en la sesión del 20 de noviembre de 1963i y en el seminario XXI, de 1973-1974.
Tal como apunta su más brillante escoliasta y mediático epígono Slavoj Zizek, la paradoja en el apotegma Les-non-dupes-errent no se limita a reformular el antiquísimo conflicto entre la realidad y la apariencia sino que, como se puede leer tras un largo y muchas veces infructuoso esfuerzo de lectura de la sección correspondiente del seminario XXI, sirve para la inclusión de un tercer signo entre lo real –que es lo idiota– y lo imaginario, que Lacan interpreta por medio de uno de los viejos conceptos griegos de imagen (ágalma): el sublime espectáculo que dan los ojos –había dicho en 1963– remitiéndose de forma como siempre pedante y performativa, al De Trinitate de Agustín de Hipona, cita que no parece dada para ilustrar sino para apabullar a sus oyentes y para seducir incautos. En el seminario XXI la inclusión de la ficción simbólica se ejemplifica con ayuda de uno de esos nudos borromeos que fascinaron al Lacan de la última época, el más delirante.
Como no se trata aquí de sumergirse en las oscuridades de esta modalidad de la versión lacaniana del freudismo –algo que, por otra parte, está muy por encima de mis modestas facultades– me limitaré a observar que lo simbólico, esto es, la necesaria terceridad (para decirlo a la manera de Pierce) que media entre lo real y lo imaginario, o sea, entre lo idiota y su engañosa representación, es la instancia ficticia insoslayable que hace operable la relación fundamental entre esos signos que nos proporcionan lo que denominamos “ser”, es decir, que nos permiten creer que “algo hay y no más bien nada”.
Mas hete aquí que esa instancia tercera, que de hecho nos permite acceder a la categoría de los hombres sabios también nos consagra como estúpidos porque, tras desconfiar de lo que nos muestran los ojos y, por otro lado, intentar huir como sea de la angustiosa nada de lo real –Lacan observa en algún pasaje que “la angustia es lo que no engaña en el afecto del sujeto”ii) nos hace caer como chorlitos en la ficción simbólica. ¿Por qué? Pues porque esa vida en la ficción es la única que puede darnos alivio y revelación, o sea, la ilusión del sentido. En la vida de los símbolos está sin duda la “verdad” de algún saber, cualquiera que sea; y también están, por supuesto, las mayores patrañas, conclusión que no por cínica o desencantada resulta, a fin de cuentas, inevitable para cualquier individuo medianamente inteligente, es decir, cualquiera que sea capaz de detectar sus propias estupideces.
(O sea que no tengas miedo, déjate llevar, estúpido...)
Barcelona, febrero de 2009
NOTAS
i. Hay traducción española de la transcripción magnetofónica de la sesión –ilegible, como es habitual–, editada por el albacea intelectual y yerno de Lacan, Jacques-Alain Miller, firmada por Nora González y “revisada” por Graciela Brodsky. Cfr. Paidós: Buenos Aires, 2005, pp. 65-105.
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