Los pueblos ruso y ucraniano han compartido raíces históricas profundas. En España y Catalunya sus respectivas comunidades han tejido lazos comunes que incluyen núcleos familiares compartidos, pasados comunes, comunión en materia religiosa y cultural, entre otros factores. Tras la invasión rusa a Ucrania en febrero pasado, las comunidades se preguntan cómo continuar.
LUIS FERNANDO PACHECO GUTIÉRREZ.
Olexandra Malevanaya nació en 1923 en el norte de lo que actualmente es Ucrania. Sin embargo, para entonces no era Ucrania, ni tampoco era Rusia. El imperio había desaparecido cinco años antes en la llamada “Revolución de Octubre”. Nueve meses después la familia real, la última rama de los Romanov habían sido ejecutadas en Iekatimburgo, en el corazón de los Urales. Olexandra Malevanaya había nacido en un Estado que no había cumplido un año de fundado: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas nacido tras el tratado suscrito en diciembre de 1922 por los altos delegados de Rusia, Ucrania, Bielorrusia y las Transcaucasia. Quizá, antes de todo esto, Olexandra Malevanaya era eslava, ese pueblo lingüístico que desde los cárpatos se fue extendiendo por Europa central y occidental.
Hoy la venerable mujer, que cumplirá un siglo el próximo año, vive en las brumas del tiempo. Lleva poco más de siete años en el norte de España junto a su nieta y aún habla y balbucea sus oraciones en ruso. Sus orígenes también son delatados por los pañolones tradicionales que suele llevar sobre su cabeza o por los dulces ojos color zafiro que comparten buena parte de los pueblos que se asentaron en esa región indeterminada entre oriente y occidente: la vasta Rusia.
Inga, su nieta es artista y explica un árbol familiar que se repite en la mayoría de hogares ucranianos y de la amplia franja del este ruso: “Mi madre, igual que la abuela, es ucraniana y mi padre es ruso; para nosotros no hay diferencia. Hoy, nosotras estamos aquí en España y él en Rusia, no sabemos cuándo nos podremos volver a ver”. En los hogares, al calor de un samovar, la historia de los pueblos eslavos y sus múltiples lazos comunes entre sí son compartimentos que se albergan indefinidamente, como las populares mamushkas, esas muñecas rusas que van una dentro de otra.
En ello coincide Olga Prokusheva, traductora profesional ucraniana que actualmente trabaja en el edificio 7 de la Fira de Barcelona, a los pies de las fuentes del Montjuic y principal centro de acogida de los refugiados ucranianos que llegan tras la invasión de febrero pasado. “Es que son lo mismo, no hay un hogar que no comparta miembros rusos y ucranianos, hablan la misma lengua, la guerra se compone de soldados que se insultan en ruso. Esto no tiene lógica” Prokusheva, explica que para las generaciones que crecieron antes de la caída de la URSS (1991) todos los pueblos fueron uno solo. El ruso se aprendía en todas las escuelas y subsistió una añoranza por esos tiempos donde en términos de bienestar todo era mejor, pero el control sobre la población por parte del régimen era absoluto y violentaba libertades.
En Barcelona, rusos y ucranianos comparten buena parte de sus tradiciones. Aunque la Iglesia ortodoxa ucraniana surgió en 2014 escindiéndose de la rusa y tras un proceso difícil, en Barcelona solo sigue existiendo un templo común a ambos: la Iglesia de la Anunciación en el Carrer de la Mare de Deu en Vallcarca donde alguna vez quedó la Iglesia de San Jorge y donde se estableció la comunidad ortodoxa hace poco más de diez años. Mientras no exista un templo particular para la naciente Iglesia Ortodoxa Ucraniana (y la actual situación probablemente permita prever que no será pronto), los fieles que viven en Barcelona seguirán asistiendo a encuentros como el de la Gran Fiesta de la Pascua que se celebró el domingo pasado, y que probablemente es la más importante de las fiestas.
Tal y como las fronteras entre Ucrania y Rusia eran una ilusión para los habitantes de ambos países antes de las tensiones que empezaron en 2014, las comunidades no encuentran una diferencia. Olga Prokusheva describe como su hijo en la escuela en la que estudia en Barcelona siempre dijo que era ruso “Cuando le cuestioné el porqué dijo que la mayoría de sus compañeritos no sabían donde quedaba Ucrania, así que le era más fácil decir que era ruso”. Hasta esa noche del horror de febrero de 2022, la asimilación era fácil de entender.
“Hoy no. Hoy todo es increíble. Parece que hubiésemos comido setas del jardín y que viviéramos una realidad absurda de la cual despertaremos para volver a la vida normal”, menciona Prokusheva. Su trabajo día a día en la FIRA de Barcelona sirviendo como canal de comunicación de los miles de ucranianos que han llegado a la ciudad en las últimas semanas, le permite ver de primera mano el horror de la guerra. “Ellos no quieren quedarse, su principal idea es regresar a su tierra, a su casa, tan pronto termine la guerra” insiste. Aunque no sepan qué van a encontrar.
Para Olga Prokusheva uno de los fenómenos más llamativos es la falta de identidad de las nuevas generaciones, las que han crecido en medio de las tensiones de la última década (tras la anexión de Crimea de 2014). Explica que son jóvenes que no han salido a una discoteca, que ya no saben ruso (porque tras las reformas ya caída la URSS se dejó de enseñar de manera obligatoria) y que muchos se ven sometidos al exilio o a empuñar un arma para enfrentar la invasión.
Otra cara de la moneda la ofrece Olga B. (el apellido se omite a petición suya). Nació en Rusia. Actualmente reside en los Estados Unidos, pero desde Malgrat del Mar donde se encuentra junto a su hijo explica como este tuvo que salir intempestivamente de Rusia tras las persecuciones a las que son sometidos quienes protestan contra la invasión. “No me da vergüenza decir que soy rusa, me avergüenza lo que hace el gobierno ruso”, dice enfática y menciona como ejemplo que probablemente puede sentirse como los alemanes tras develar los horrores del régimen nacionalsocialista de la II Guerra Mundial. No hay claridad sobre su futuro inmediato, ni el devenir de la guerra, pero sí insisten en que los ciudadanos de ambos países, tanto quienes se quedaron, como quienes han migrado no pueden pagar las decisiones de sus gobiernos o lo que vende la propaganda de sus respectivos países.
En ello también coincide Olga Prokusheva “la televisión es el último recurso informativo. De entrada no le crees. Sabes que es propaganda”. Ese nivel de desinformación realza el trabajo de la prensa free lance, de las redes sociales o de las mismas comunidades que van informando de la situación en las diferentes ciudades de Ucrania, así como en la frontera o en los diversos puntos de acogida a donde van llegando.
“Solo quienes han viajado o cuentan con un mayor nivel cultural pueden comprender lo que hace la propaganda” menciona Inga desde su taller artístico. “Una mirada más cosmopolita permite entender que la guerra es absurda”. Mientras los bombardeos y la invasión por vía terrestre continúan a más de dos meses del primer ataque a la capital ucraniana. En algunos meses Olexandra Molevanaya cumplirá un siglo de vida, su memoria ya no funciona como en otrora pero sus raíces viajan kilómetros hasta su hogar y se entrelaza con la historia de tantas personas que hoy se ven enfrentadas en el fragor de la guerra. Su nieta insiste con una sonrisa que aún trae esperanza “Tenemos historias comunes, pero ahora, tras la guerra hay que crear una nueva historia”.
Gracias por tu reportaje!