De Llobregós a Moratín

Claudia Trujillano Marfil

PREÁMBULO

Ha sido mi madre la que ha suscitado en mí desde bien pequeña el amor por mi barrio y mis raíces. El orgullo que siempre ha abanderado es uno de los principales factores que admiro, tanto en ella como en toda mi família, originaria de Andalucía pero asentada en El Carmelo después de la Guerra Civil.

El Carmelo de mi madre es el del barro, las barracas y el carro de donuts recién hechos. Son los autobuses y los taxis que no entraban al barrio, las cuestas sin ascensores o escaleras mecánicas y unas calles por las que se podía pasear sin ir esquivando a turistas.

Durante el paseo que dimos fotografiando el barrio, me explicaba mi madre, recorriendo el camino entre el Parque de las Palmeras y el Parc Güell, cómo cargaba su hermano Alberto la olla de arroz desde su piso hasta el famoso parque. Junto con él, iba Adela (la matriarca, mi abuela), sus hermanas y ella: entre todas portando vasos y platos de cerámica para comer todos juntos en el parque de Gaudí.

Mientras me contaba otras muchas más anécdotas parecidas, ambas nos acercábamos cada vez más a esa morriña que te inunda al hablar del pasado, pero eran nostalgias diferentes. Mi madre echaba de menos el barrio que conoció, mientras yo echaba de menos no haber conocido aquél barrio del que me hablaba ella.

Mi Carmelo es una ruta de bares ya memorizada, los que frecuentaba con mi padre cuando yo era pequeña. También es las jornadas deportivas en el Coves d’En Cimany, coger el 86 con mi abuela para subir Llobregós desde el mercado, o ir a las fiestas a escuchar a Rumba Alborada.

Supongo que en eso reside la evolución y la gran brecha generacional que nos separa: en vivir distintas vidas aunque sean la misma.

Yo nunca conoceré el Carmelo de mi madre, igual que mi madre nunca conocerá el mío. El Carmelo es en realidad decenas de miles de barrios distintos. Y mi intención aquí es representar aquello que une todos los fragmentos de un mismo barrio.

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