Equilibrismos lumínicos

Elena Torà Navarro

 

Equilibrismos lumínicos es un relato ilustrado sobre la vulnerabilidad emocional, el descubrimiento y la construcción de la personalidad. Las ilustraciones surgen de un relato poético y abstracto, cercano al cuento infantil. Este recoge el viaje de un personaje atormentado por sus dudas. En concreto hay tres inquietudes que busca resaltar: la comparación con los demás, la crítica hacia las decisiones tomadas por uno mismo y el cuestionamiento constante de las capacidades propias. Todas ellas nacen de la experiencia personal y se relacionan con el hecho de desarrollar procesos creativos. Sin embargo, cada cual puede hacer su propia lectura. De ese modo, pretende ser una alegoría, un relato contenedor que permita incorporar las visiones subjetivas de cada uno de los lectores y lectoras. Es decir, trata de crear un marco en el que cada cual pueda colocar sus experiencias propias.

 

Con ello se persiguen visibilizar el miedo y las dudas, especialmente en el terreno de lo “creativo” y proporcionar una metáfora que ayude a la identificación de las propias inseguridades. Puesto que el relato gira en torno a la búsuqeda de la luz, el libro recoge la expresión lumínica. La presencia del color en las ilustraciones varía, gracias al empleo de pintura fotocrómica, e interviene en la construcción del relato. Es decir, toma un sentido narrativo más allá de su función estética.

 

Se trata de un proyecto abierto, que abre un camino por explorar. La narración se puede expandir incorporando, por ejemplo, las interpretaciones de los distintos lectores y generando, así, nuevos relatos.  

 

Relato

Albergaba un millón de seres en sus entrañas. Todos eran distintos, cada cual con sus peculiaridades. Algunos eran grandes, otros pequeños. Algunos dormían por la noche, otros por el día. A pesar de esas diferencias, había algo común en todos ellos: emitían una luz tenue, discreta pero capaz de dotarla de vida. Por eso, dentro de ella yacía un campo de luciérnagas.

 

Sin embargo, miraba al resto y veía luces de neón, hogueras de San Juan, fuegos

artificales.

 

Y así, a base de comparaciones, el pequeño resplandor que desprendía, producto del brillo de todos aquellos seres luminiscentes, resultó ínfimo, nimio e insignificante hasta que se apagó del todo. Entonces, solo quedó la oscuridad. No me refiero a la ausencia de luz en sentido estricto. Me refiero a ese vacío propio de la falta de clarividencia, a esa dificultad para discernir lo adecuado de lo inadecuado, lo propio de lo ajeno. Una oscuridad que, por cierto, poseía algunos matices de soledad, puesto que le impedía reconocer la presencia de otros seres a su alrededor.

 

Inundada por esa negrura espesa, uno de los especímenes que en ella habitaban inició un peregrinaje por los distintos entes de luz, tratando de encontrar una fuente inexorable, volcando todos sus esfuerzos en fijar los mecanismos que mantenían aquellos aparatos luminosos en activo.

 

En un primer momento, se estableció en la bombilla e hizo del filamento de ésta su particular cuerda floja. Funambulista de una resistencia gastada, intentaba hacer acrobacias sobre el alambre, aunque en realidad, a duras penas lograba mantener el equilibrio. Algunos días, las borrascas se acercaban y traían tormentas. Entonces se bajaban los plomos e, irremediablemente, la bombilla se apagaba. De nuevo, le aturdía el vértigo de la oscuridad. Tras algún tiempo, la bombilla, ya centelleante, comenzó a emitir sonidos electrificados. Era el preludio de un apagón definitivo.

 

Cuando la bombilla pereció, viajó hasta alcanzar la azotea de un mechero abandonado. Con el fin de encenderlo, se sentó encima del botón, pero en vistas de que la llama no prendía, empezó a saltar sobre él, como si de una cama elástica se tratase. Pese a la insistencia de sus esfuerzos, no logró accionarlo. Dentro de ella se activaron mil interrogantes. Dudaba de sus propias capacidades para mantener la luz con vida y nada le parecía suficiente. Aspiraba a conseguir un centelleo más uniforme o más irregular, un tono de luz más cálido o más frío, una luz más intensa o más tenue. En definitiva, un resultado siempre distinto al que había logrado.    

 

Decidió entonces abrazar la luz en su estado más directo, el fuego. Con cuidado, caminó sobre el bastón de una cerilla para acercarse a la llama. Se aproximó tanto que la inmensidad de una luz blanca y brillante la deslumbró. Apretó con fuerza sus ojos para recobrar la vista. Alzó la mirada de nuevo. La llama estaba cada vez más cerca. Dio media vuelta y echó a correr, pero cuando el sendero de aquella fina barra de madera se agotó, tuvo que lanzarse al vacío.

 

La caída fue larga. El viento impactaba su cuerpo y modificaba su posición generando ondulantes formas, como si de una cometa se tratase. En la lejanía, destellaban pequeños focos. Esa pequeña cantidad de luz le permitió divisar la superficie del suelo. Acto seguido, la colisión.

 

Agachó la mirada y comprobó que allí, en el interior de su vientre aturdido, nacía un centelleo irregular, una chispa embrionaria. Una melodía de generador en marcha llenó el silencio. Introdujo sus manos en el seno de sí misma, tocó la luz y la dejó crecer.  Poco a poco sus bordes empezaron a desprender un resplandor cálido y suave. A medida que este ganaba intensidad, comenzaron a aparecer otros seres, cubiertos hasta entonces por el opaco manto de la oscuridad.

 

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