ÍGNEA
El hombre se hace capaz de verse a sí mismo sólo cuando los artistas le enseñan a mirarse a distancia y a lo lejos, cuando lo ponen delante de sí mismo convertido en una superficie legible, en un texto que hay que aprender a leer, a interpretar. Ni el mundo ni el hombre son susceptibles de una exégesis definitiva, no pueden ser leídos de una vez por todas, su sentido es inagotable, su misterio infinito. Y quizá a ese infinito se le pueda llamar interpretación, lectura (Larrosa, 1996, p. 93).
La literatura es el medio de expresión mediante el cual se brinda la oportunidad de ahondar en el mundo que nos rodea, sintiéndonos libres, sensibilizándonos ante críticas empíricas y trasportándonos a remotas fantasías de la humanidad. El acto de mirar ejerce un placer cognitivo tanto espiritual como estético, generando preguntas, incitando a la reflexión a través de la creatividad.
Los mitos siempre han sido fuente de estudio en la filosofía y la sociología, a través de sus historias hemos sido capaces de descifrar preocupaciones innatas del ser humano, o justo lo contrario, de narrarlas para así facilitar la comprensión a aquellos que desconozcan una terminología muy específica.
Los valores morales se han estudiado a lo largo de la historia mediante relatos que ensalzaban personajes que tenían la valentía, honradez o ética de aleccionar a la sociedad de su época.
Tal y como dice Octavio Paz (1972): “La literatura universal sólo tiene dos temas: uno es el diálogo del hombre con el mundo. El otro es el diálogo de los hombres con los hombres”.
A través de la escritura se formulan preguntas, se intentan buscar respuestas que argumenten la necesidad de autodescubrimiento; la experiencia se convierte en el punto de partida. De esta manera, los periplos pasan a ser lecciones de vida, como si de una obra de teatro se tratase, revisten inquietudes mediante ostentosos parajes y excepcionales protagonistas.La literatura es empática, cuando se exponen enigmas desconocidos para el lector, se suscita una indagación que sea capaz de saciar la necesidad de comprender la problemática narrada. Las historias crean vínculos emocionales entre los leedores, habilitando a aquel que lee a entender aquello que se está explicando, a pesar de que no haya experimentado una situación similar.
El proyecto nace de la creación de una historia personal, donde, a través de sus páginas emergen los temores, miedos, que imposibilitan las necesidades propias en las relaciones sociales. Una reflexión capacitada de mimetizarse con las fobias individuales, la búsqueda de la felicidad utópica es la llama que alumbra aquellos caminos que cada uno de nosotros pretendemos encontrar. A modo de mito, se exponen los temores que nos obligan a consumirnos en nosotros mismos, a comprender porque no somos capaces de encontrar respuestas a ese aliciente que dialoga en nuestras mentes sin tener conocimiento de que existe un mal que habita en nuestro inconsciente.
La obsesión por la imagen procede de una necesidad por el culto al cuerpo impuesta por la sociedad. Desde la antigua Grecia prevalece un canon de belleza que ha nutrido nuestras preocupaciones como seres sociales y que subyace todavía en la actualidad en todo acto realizado con un fin interactivo.
El estudio del cuerpo es, sin duda, de primordial importancia, siendo fuente de investigación en las artes, formulando cuestiones antropológicas y generando problemáticas sociológicas que replantean la introspección que nos determina como seres humanos. La imposición de la belleza, de la geometría y armonía, nos constriñen a una ensoñación de una utópica realidad, donde somos conscientes de como nuestras capacidades físicas, no se rebelan ante una imperativa estructura capitalista, permaneciendo ocultas.
El culto a lo bello nace en las sociedades clásicas, regidas bajo una simetría espectral, donde la observación del entorno, así como la suya propia, iba más allá de una descripción curiosa o cognitiva. De esta manera, la interacción del cuerpo y el entorno en el que se emplaza, sigue delimitando a día de hoy, una mira que determina la estigmatización del cuerpo.
El espejo ha sido fuente de interés para el ser humano, la fascinación de la imagen nace de la capacidad mimética de las superficies reflectantes y como somos aptos para leer las representaciones que en éstas aparecen. Si bien comprendemos que lo visible no es más que una copia del original, nos arraigamos a ese reflejo como si se tratase de una descripción identitaria, pues el diálogo va más allá de algo corpóreo; tal y como escribe Diógenes, el espejo no refleja solamente los rasgos físicos, sino que testimonia la condición espiritual del ser humano. De esta manera, la afectación que conlleva el acto de mirar se vincula a una necesidad de comprensión intelectual que repercute en el sujeto como individuo pensante.
A día de hoy, perduran problemáticas de estudio psicológico deudoras de la antigua Grecia. La obsesión por entrar dentro de los parámetros que establecen el canon de belleza, es una exigencia que retroalimenta las fábricas de sueños; vivimos en una sociedad capaz de otorgar máscaras que ella misma genera para su propio beneficio.
Este proyecto bebe de la búsqueda personal sobre el cuerpo, de las ataduras que nos imposibilitan la capacidad de mantener relaciones sociales cuando nos encontramos en un físico estigmatizado. El rol que asumimos va más allá de nuestras posibilidades, no nos sentimos válidos para comprender cuál es nuestro papel, pues nos veremos influenciados por estímulos que nos aportan una falsa felicidad adquirida de manera inconsciente desde nuestro nacimiento.
Empíricamente somos una trayectoria de cicatrices, se trata de un viaje que nos ha llevado a donde estamos hoy, pues todas estas marcas no son más que relatos que toman nuestra piel, llenándola de capítulos, de recuerdos.
Cognitivamente son esperanzas, deseos que se apoderan de nuestras decisiones y que se exteriorizan en temores y miedos que nos obligan a tomar elecciones erróneas
Mediante las representaciones de aquello que nos personifica, nos redescubrimos, incidimos en las heridas para así alcanzar una visualización donde ya no hay dolor. Una visión que habla en tercera persona, analiza de una manera crítica lo que anteriormente nos inmovilizaba, la insistencia en aquello que nos daña ayuda a comprender como somos realmente. Obligarnos a mirar, a rasgar y plasmar con una mirada libre de prejuicios.
Tal y como explica Melchior – Bonnet (1996) en su estudio crítico de la Historia del espejo:
[…] Las imágenes constituyen el símbolo de la pérdida definitiva de la identidad y de la desvalorización del sujeto. […] se vincula este fenómeno con la incapacidad del artista para reflejar adecuadamente las situaciones y las cosas más simples del mundo real – que se ha vuelto agresivo y engañador – así como las ideas, los elementos y los objetos impuestos por la sociedad.