Una de las características más destacadas de las personas es la gran capacidad que tenemos de expresarnos oralmente. Según la publicación Ethnologue, a principios del 2024 había 7.164 lenguas vivas catalogadas en el mundo, agrupadas en unas ciento cincuenta familias lingüísticas. Si no hay ninguna diversidad funcional o cognitiva específica, todos los niños aprenden a hablar de manera instintiva, imitando el habla de su entorno. Poco a poco van enriqueciendo el vocabulario y la complejidad de las construcciones sintácticas, por simple imitación, ensayo y error.

Se conocen bien las regiones cerebrales implicadas en la capacidad de expresar y entender el lenguaje oral, como las denominadas áreas de Broca y de Wernicke, entre otras, pero el hecho de que el aprendizaje de la lengua materna, o de las lenguas que se utilicen en el entorno donde vive el niño, sea instintivo implica que también debe haber un componente genético.

Para analizar la evolución de la capacidad de expresión oral, un equipo de investigación formado por veintiséis investigadores de diversas universidades y centros de investigación estadounidenses, encabezados por el neurocientífico especializado en murciélagos Michael M. Yartsev y el neurobiólogo computacional Andreas R. Pfenning, han comparado el genoma de diversas especies que manifiestan algún tipo de comunicación oral, incluida la humana, a la búsqueda de genes implicados en esta capacidad. Según han publicado en Science, han identificado una cincuentena, y han visto que las diferencias más importantes entre los diferentes grupos de mamíferos no se encuentran dentro del mismo gen, sino en las regiones que controlan la funcionalidad. Además, han identificado mutaciones que, en la especie humana, se relacionan con el autismo a dos niveles, en el habla y en la socialización.

Aunque la capacidad que tenemos de expresarnos no tenga rival en la naturaleza, no somos la única especie que lo hacemos. Se han estudiado mucho los pájaros, dado que no solo reproducen los cantos y melodías propios de su especie, sino que también son capaces de adaptarlos de forma razonablemente flexible a los cambios del entorno.  Dentro de nuestro grupo zoológico, el de los mamíferos, hay diversas familias de animales que también son capaces de ello. Aparte de los primates, entre los que nos encontramos nosotros, también destacan los cetáceos, como las ballenas, las orcas y los delfines; los pinnípedos, que incluyen las focas, las morsas y los elefantes marinos; y los murciélagos. El análisis comparativo de estos cuatro grupos ha demostrado que la capacidad de adaptar la comunicación oral de forma flexible ha evolucionado de manera independiente en estos cuatro grupos. Se denomina evolución convergente. Es un proceso evolutivo por el cual diferentes organismos tienden, bajo presiones ambientales equivalentes, a desarrollar características similares de manera independiente.

En este trabajo, los investigadores utilizaron los datos del Zoonomia Consortium. Es un proyecto internacional que pretende analizar, de manera colaborativa, la base genética de las características específicas de los mamíferos. Primero, examinaron qué zonas del genoma están activas en el área del cerebro de los murciélagos que controla sus vocalizaciones flexibles, una subregión de la corteza motora. Identificaron doscientas veintidós. Después compararon la secuencia de estas zonas activas, que se pueden visualizar porque el ADN que las forma está menos empaquetado que en el resto, con los datos sobre genes implicados en la comunicación oral de la base de datos del Zoonomia Consortium.

Esto les permitió identificar cincuenta regiones del ADN que contienen genes implicados en la capacidad de comunicarse oralmente, adaptando los sonidos de manera flexible, según el ambiente. Al compararlas entre los diferentes grupos de organismos, observaron que las zonas donde hay más cambios, y que, por lo tanto, contribuyen a explicar que las personas tengamos una capacidad oral y una adaptabilidad flexible enormemente superiores a cualquier otra especie, no se encuentran dentro de los genes sino en las zonas del ADN que regulan su funcionamiento. Dicho de otra manera, parece que las diferencias más importantes no implican cambios sustanciales en las proteínas que codifican estos genes, sino en la manera en que funcionan. Es decir, el lugar donde se expresan, la intensidad con la que lo hacen, el momento en que actúan, etcétera. En esta característica biológica concreta, como en muchas otras, como por ejemplo el patrón de las extremidades de los mamíferos, es decir, tener pezuñas, dedos, etcétera, parece que la evolución actúa más sobre la regulación de los genes que sobre el contenido específico de estos genes.

Sin embargo, uno de los aspectos posiblemente más interesantes de este trabajo es que ha permitido identificar algunas mutaciones en estas zonas reguladoras en la especie humana que se asocian con el autismo. O, dicho con más propiedad, con el trastorno del espectro autista (TEA). Además, en las personas estos cambios no solo afectan a algunos aspectos vinculados con la capacidad de expresión oral flexible, sino también a la capacidad de socialización, que es la que se ve más afectada en las personas con TEA. Este hecho refuerza la idea de que el principal elemento de selección que ha impulsado la evolución de la gran capacidad oral humana ha sido, precisamente, la necesidad de socializar en grupos humanos de una gran complejidad. Explicarnos historias y cotilleos, para entendernos.

* Traducido del artículo de David Bueno: «Una possible explicació de l’origen de l’autisme» publicado en el Diari Ara el 11 de mayo de 2024.