Hace una década se contaban con los dedos de las manos y hoy superan largamente el centenar en Catalunya y tienen lista de espera. Son las cooperativas de consumo, personas que se agrupan en un barrio, en una ciudad, para organizar la compra conjunta de alimentos agroecológicos y de proximidad, manteniendo una relación directa con los productores y soslayando el circuito comercial y de intermediarios. Pero la definición va más allá. Detrás late, con mil matices y mil puntos de vista diferentes, el interés de empujar desde la práctica personal un cambio social, medioambiental y de modelo de consumo.
Son las seis de la tarde del miércoles y Josep Maria Royo, investigador de política internacional, levanta la persiana del local de L’Aixada, en el barrio de Gràcia. Es el día en que la cooperativa reparte los productos, y los encargados de esta semana acuden antes para ordenar en cajas los pedidos previstos para cada unidad familiar. Alcachofas, rábanos, zanahorias, champiñones, judías (siempre son hortalizas de temporada), leche, yogures, zumos de fruta, aceite, vino, pan, carne, pescado…
Son varios los factores que explican el crecimiento de estos grupos, explica Joaquim Sempere, profesor de Sociología (Universitat de Barcelona). Hay un factor político de búsqueda de alternativas -los movimientos antiglobalización de principios de siglo propiciaron una serie de respuestas-, entre la gente de izquierdas y del ecologismo coherente. También, prosigue Sempere, hay un ecologismo apolítico y, asimismo, gente que simplemente busca salud en la alimentación. «Estas iniciativas no tienen un significación unívoca y cerrada», dice.
Cada cooperativa tiene su forma de funcionar -alguna tiene tienda-, que surge del debate interno, agrupa sensibilidades de diferente matiz y personas de todas las edades. Pero el hilo conductor es la sensibilización medioambiental, la búsqueda de un modelo económico que evite los intermediarios, la proximidad y la confianza personal, la defensa de la biodiversidad, el intento de abrir caminos diferentes a los de la industria agroalimentaria.
L’Aixada se organiza, como la mayoría de las cooperativas, en diversas comisiones, y es la de consumo la que propone los proveedores a los que se puede acudir, a quienes no se les requiere el sello oficial ecológico, ya que se considera que sus requisitos son muy difíciles de cumplir para los pequeños productores. Los socios organizan una salida para conocerle, ver cómo y dónde trabaja, establecer una confianza mutua y los precios. En el caso de otro tipo de productos (por ejemplo, café o lácteos) siempre se prioriza a aquellas empresas que actúan con sensibilidad social.
Gracias a un programa informático de diseño propio, los miembros de esta cooperativa -son cuarenta unidades familiares- envían una semana antes su solicitud de compra, y el turno de encargados se la hace llegar a su equipo de proveedores, normalmente del área periurbana de Barcelona, que son los que traerán el material. Es una forma diferente de comprar, más lenta y más cara que en un supermercado convencional. La dedicación es normalmente de tres o cuatro horas al mes, al margen de las reuniones de toma de decisiones, donde los debates son intensos.
Esta tendencia que responde a una inquietud social ayuda a consolidar un mercado para los productores agroecológicos, aunque se está hablando de tendencias crecientes pero no mayoritarias. Desde la Conselleria d’Agricultura, Domènec Vila explica que este mercado de circuito corto, de interés del consumidor por conocer lo que come y a quien lo cultiva, vinculado también a los restaurantes km 0 y a las tiendas ecológicas, está en auge pero aún no llega ni al 10% del global.
El director general de Alimentació, Qualitat i Indústries Alimentàries anuncia que para dar un empujón al sector y para facilitar su conexión con los consumidores preparan un decreto que «localizará, identificará y cuidará» a estos agricultores y ganaderos de producción pequeña y local.
A partir de las siete de la tarde, los socios -que pagan 20 euros al mes para mantener el local- empiezan a llegar a L’Aixada y meten en sus carros los alimentos que sus compañeros les han separado. Esta cooperativa graciense nació como clonación de otra de este barrio, ya que este es el sistema de funcionamiento: se forma una lista de espera y cuando hay suficientes personas se crea la nueva, que aprende de la primera y echa andar con sus contactos. Después dibuja su rumbo.
Los socios decidieron hace poco incluir entre sus productos el pescado y visitaron a unos pescadores del Maresme que siguen el método de captura selectiva y no de arrastre. Ellos mismos les enseñaron cómo cortar y limpiar el producto, pues, evidentemente, llega entero. El pescado se ha abierto paso en la cooperativa, pero no otros productos, como el kiwi ecológico, ya que por votación se decidió que el impacto ambiental que implica su transporte es excesivo. Una forma de comer y pensar que aumenta y contagia a otros sectores.
Las cooperativas pioneras y la creación de redes
Valls recuerda que la primera cooperativa que se fundó fue El Brot, en Reus, hace ya más de treinta años, y después nació El Rebost en Girona. Pero actualmente la mayoría está creciendo en el ámbito de Barcelona y su área metropolitana, lo que indica el interés urbanita por recuperar ciertas raíces.
Lo que más cuesta, explica, no es tanto el precio de los productos –algo más elevado– como el cambio de hábitos. La gente está acostumbrada a ir al supermercado los sábados o a comprar rápidamente entre semana lo que le hace falta, y eso no es tan fácil de modificar, sobre todo si se tiene familia, señala Engràcia Valls. También es difícil el trabajo en equipo, el debate. Requiere, subraya, un esfuerzo, pero sin duda “acaba siendo enriquecedor”.