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UB-IL3 Columbia Journalism School

El extranjero de la familia

18/11/2010

Miriam Poblete, chilena de cincuenta y cinco años, va cada domingo a la residencia de ancianos. Siempre lleva un ramo de flores consigo. Cuando la ven llegar, Joan Casas y su mujer Anna, de unos noventa años, rompen a llorar. Los dos tienen problemas de psicomotricidad. “Cuidé de ellos durante dos años y me involucré mucho en la relación. Como echo de menos a mis padres, los trato como si fuera su hija. Les abrazo, les doy besos”, cuenta Miriam, que lleva cinco años viviendo en España.

Cada vez que los visita, le piden que los saque de la residencia. “Haz algo por nosotros, sácanos de aquí”. Ella no puede hacer más que sacarlos a pasear por el parque, acompañada de su marido. No cobra por ello. No es su trabajo. “Les tengo tanto cariño que los siento parte de mi familia”.

En el Eixample, el barrio más céntrico de Barcelona, se concentra el 28% de la población suramericana de la ciudad. “La mayoría de estas personas viven en casas de ancianos a los que cuidan”, cuenta Gerard Ardanuy, presidente del Distrito. Si bien algunos de ellos sufren situaciones de precariedad, otros, establecen con ellos una relación de apoyo mutuo.

Como Tatiana Buzila, rumana de cuarenta y dos años. Llegó aquí hace un año para curar de Mari Carmen Ortiz, con una discapacidad psíquica. Vive con ella en su casa y trabaja seis días a la semana. A fuerza de pasar tantas horas juntas, han trabado una sólida relación de amistad. “Cuando la veo triste, hablamos el tiempo que haga falta hasta que consigo saber qué le pasa. También nos reímos mucho juntas. Es mi gran apoyo”. Con los ojos llorosos, cuenta lo mucho que echa de menos a sus dos hijos y a su marido, a los que sólo ha podido ver una vez en un año. “Es muy duro, pero tanto Mari Carmen como su familia me ayudan mucho a superarlo”.

De hecho, las pasadas Navidades las pasó en casa del hermano de Mari Carmen, quien le dio de alta en la Seguridad Social. Durante el año, salen a cenar, al cine o van al teatro juntos. “Aunque es terrible estar tan lejos, me tratan tan bien que sólo puedo estar agradecida”.

Solange Terceros es la presidenta de la Asociación de Mujeres bolivianas. Un día, recibió la llamada de una mujer con acento alemán. Pedía amigos para la chica boliviana que cuidaba de ella. A esta cantante de ópera retirada le preocupaba que Alejandra pasase todo el tiempo con ella. Quería que saliese con gente de su edad, que bailase, que se divirtiese. “Le sugerí que viniesen a la fiesta de Todos los Santos boliviana”, cuenta Solange. Llegaron tarde, casi al término de la fiesta. El local estaba casi vacío. Las dos se acercaron hasta la mesa negra donde están las ofrendas a los muertos. La anciana estaba nerviosa porque se sentía culpable por el retraso. La chica la tranquilizó cogiéndole de la mano. “Le dijo: ahora toca rezar”, relata Solange. Se arrodillaron y empezaron a rezar.

Pero no todas las situaciones que relata Solange son tan positivas. Es el caso de Araceli, víctima de abusos sexuales por parte del anciano al que cuidaba. Le obligaba a lavarle sus partes y se excitaba con ello. Tal fue el trauma, que regresó a su país. También fue duro el caso de Tatiana, que acabó denunciando a la familia. Era víctima de insultos constantes y nunca llegaron a regularizar su situación, tal y como le habían prometido. Al final, el juez le dio la razón.

Más allá de situaciones tan negativas, los cuidadores también reciben, a veces, el apoyo de quien menos esperan. Es el caso de Rosario Pavón Moreno, de 55 años. Lleva ocho años en España y es de origen boliviano. En su país, era analística clínica. Aquí, cuida ancianos que no pueden valerse por sí mismos. Su primer paciente fue una mujer con Alzheimer en estado avanzado. No podía ni moverse y, en principio, había perdido la capacidad para comunicarse. Ni hablaba ni parecía reaccionar ante ningún estímulo. Necesitaba muchos cuidados. Pero Rosario siempre tenía la mente puesta en su familia, de la que se sentía cada vez más distanciada. Un día, recibió una llamada de ellos que la conmocionó. Fue una noticia tan dura que ni siquiera se atreve a rememorarla. “Estaba muy afectada. Me puse a llorar mientras la estaba vistiendo. Yo pensaba que ella estaría ausente, como siempre. Sin embargo, la mujer, como pudo, estiró su mano y me secó las lágrimas. Nunca lo olvidaré”.