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UB-IL3 Columbia Journalism School

Vecinas de ocho a ocho

18/11/2010

Sentada en su asiento del autobús proveniente de la Zona Franca, Martina Borja charla con sus compañeras bolivianas y ecuatorianas. Todavía no ha amanecido y en las calles de uno de los barrios altos de Barcelona, ya pueden verse los primeros autobuses, que a cada parada, descargan un ejército de figuras somnolientas. En unos instantes desaparecerán de las calles como si de sombras se tratara.

Al llegar a su destino en la parada de Sant Gervasi, el mundo de Martina se ha transformado; nada tiene que ver con la desolación de los viejos edificios industriales de su barrio. “En este vecindario algunos nos miran como zapatos viejos,” dice Martina Borja, hondureña de 42 años. “Es como si no fuéramos personas”. Cada día se desplazan otros tantos inmigrantes en su misma situación se desplazan desde sus hogares en barrios humildes hasta los de la zona alta. Allí les esperan las familias adineradas para las cuales limpiarán, cocinarán, cuidarán de sus hijos o de sus padres o pasearán al perro.

Martina Borja es un ejemplo de la realidad que se vive en estos barrios: la existencia de una categoría social invisible en las estadísticas pero que, sin embargo, define el alma de la zona alta de Barcelona y los barrios de Sarrià, Sant Gervasi y Pedralbes.

No importa que se trate de niños o ancianos; en ambos casos son las mismas tareas: levantarlos, vestirlos, darles el desayuno, limpiar la casa, salir a hacer las compras, llevarlos a pasear. Una rutina que no requiere formación y es por tanto de fácil acceso, aunque la población autóctona rechaza realizar estas tareas. La mayoría trabaja durante cinco días a la semana, otras durante seis. También las hay quien lo hace cada día. Debido al irregular horario laboral algunas de estas mujeres pasan la noche en las casas de las familias para las que trabajan, mientras que otras llegan a primera hora de la mañana para marcharse por la tarde.

A la hora de almorzar, llegan puntualmente a los parques las mismas mujeres. Los ancianos, agarrados ligeramente de sus brazos, caminan a pequeños pasos y un ritmo muy despacio, siguiendo la costumbre de todas la mañanas. Una mujer sentada sola en un banco de un parque infantil de Sarrià, vigila atentamente a los niños a los que cuida. Es Lidia (quién como algunas de las entrevistadas, prefirió no dar su apellido) una boliviana de 42 años, que dejó a sus hijos en su país para venir a Europa a ganarse la vida. “Vine aquí para trabajar porque en mi país la situación es muy difícil, pero toda mi familia se quedó allá y la extraño mucho,” afirma emocionada.

No es un caso aislado: una gran parte de las mujeres que trabajan en el servicio doméstico han dejado hijos o maridos en su país de origen. Además, muchas se las apañan para mandar dinero con el que ayudarán a sus familias. Según datos de 2010 del Banco de España, Colombia, Bolivia y Ecuador recibieron cerca de 3000 millones de euros en remesas. Con el sueldo que gana Evanishe Silva, paraguaya de 30 años, cuidando un matrimonio de ancianos, está pagando las carreras de veterinaria y de nutrición a dos de sus hermanas. Afirma que son el futuro de su país y que le gusta sentir que les está dando esa oportunidad que ella nunca tuvo.

El informe publicado por la fundación Jaume Bofill en 2006, concluyó que las mujeres inmigrantes no comunitarias están destinadas a las tareas no cualificadas y la ocupación del sector servicios, donde las latinoamericanas ocupan el 33% de los puestos de trabajo. Datos de 2007 apuntan a que el 90% de los trabajadores del servicio doméstico son mujeres. A pesar de que esta actividad fue elevada a la categoría de trabajo asalariado, con su regulación el año 1985, las condiciones de trabajo son todavía discriminatorias.

Lucy Ureña, dominicana de 40 años, trabaja 12 horas diarias cinco días a la semana. Por ello gana un suelo de 800 euros. Después de pagar el alquiler de 200 euros de su piso compartido en Vall d’Hebrón, y enviar unos 250 euros a su marido y dos hijos, Lucy se las arregla con unos 350 euros al mes. Sabe que no puede permitirse grandes lujos y que nunca podrá comprar vestidos como los que ve en los escaparates de su barrio o cuelgan en el armario de la casa en que trabaja. Evanishe Silva se encuentra en la misma situación: “Aquí en Pedralbes no hay nada que me guste o que me pueda permitir,” comenta. “Así que toda la ropa la compro cerca de mi casa en Mollet, donde hay muchas tiendas para inmigrantes”.

A pesar de las similitudes, las vidas de cada una de estas mujeres pueden también ser muy distintas entre sí. Rocío, comenta ilusionada que «si me sigue saliendo bien, pronto traeré a mis hijos para acá.» Esta ecuatoriana de 37 años sujeta la cadena de Café, un perro caniche del que se ocupa. Lleva 8 años en España y es una de las pocas afortunadas que cuenta con un contrato fijo y un horario estable.

Pero no todas trabajan en las mismas condiciones, y muchas de ellas no tienen contrato a pesar de que la regularización de 2005 contó con legalizaciones masivas en el sector. Es el caso de Tamara, una joven ecuatoriana de 25 años que lleva dos en España y no tiene papeles. Tamara trabaja todos los días del año –sin ningún festivo– cuidando de una anciana. Un trayecto de 45 minutos la lleva desde Esplugues de Llobregat hasta la casa en la que trabaja en Sant Gervasi. Debido a no tener permiso de residencia, no tiene seguridad social y ponerse enferma no es opción ya que, si no trabaja, no cobra. Puesto que su marido y su hija dependen de ella en Ecuador, Tamara no puede permitirse dejar de cobrar ni un sólo día.

Carles Campdepadrós, Conseller del Distrito de Sarriá-Sant Gervasi, define el tipo de inmigración en esta parte de la ciudad: «Aquí no tenemos inmigración, y la que hay es en su mayoría de ocho a ocho.» Se basa en el hecho de que tan solo el 12% de la población del distrito de Sarrià-Sant Gervasi es extranjera. Sin embargo, la mayor parte de este porcentaje son ciudadanos de la Unión Europea como franceses, suizos y alemanes. Pero no hay que olvidar el papel fundamental que juegan las inmigrantes latinoamericanas en estos barrios y especialmente para las mujeres autóctonas.

Un estudio de 2006 de la Universidad del País Vasco reveló que “las mujeres de clase media necesitan contratar a otras mujeres que las reemplacen o ayuden con los trabajos domésticos para poder conciliar su vida familiar con su propio trabajo”. Según el informe, esta división sexual de trabajo tan marcada acentúa las desigualdades intra-género entre mujeres e inmigrantes.

Lidia, la boliviana, piensa que en Sarrià “las mamás son muy cerradas, nunca me hablan.” Evanishe Silva se encuentra en la misma situación: “la gente de por aquí es más reservada: los vecinos son de ‘hola y adiós.’ Pero te acostumbras”. Cuando empezó a trabajar en Pedralbes hace cinco años, la situación era todavía peor aunque, asegura, con el tiempo la población autóctona se ha vuelto más receptiva a los inmigrantes que trabajan en el barrio.

“A la gente de Pedralbes le gusta mucho hablar de política,” afirma Evanishe. Así que ella siempre que puede da su punto de vista sobre la situación política española, haciendo especial hincapié en las políticas de inmigración. También sabe de fútbol, dice, porque “cuando a los viejitos a los que cuido se cansan de hablar con las visitas, me toca a mi intervenir.”