A María Isabel G. de Hernández
I
En uno de los barrios de los suburbios de una gran ciudad, uno de los
literatos no tenía asunto. Esto le pasó desde el 24 de
agosto por la tarde -en la mañana había terminado un cuento-
hasta el 11 de octubre, también por la tarde. En la mañana
del 11, el día le amenazaba con normalidad: como uno de los tantos
días él estaba encerrado en su casa y no tenía
ganas de salir; se paseaba por toda su pequeña casa, a grandes
pasos y a profundos pensamientos; quería atacar algún
asunto, porque ningún asunto venía hacia él; al
mismo tiempo que sus piernas se le cansaban y se le ponían pesadas,
sentía angustia con pesimismo; pero se acostaba un rato y, a
medida que sus piernas descansaban, la angustia con pesimismo se le
iba.
EL 11 por la tarde, cuando eran las 14 y 25 y se asomó a la puerta
de su casa, se dio cuenta que el día era lindo, pero igual a
muchos días lindos -hacía tiempo le había pasado
lo mismo con unos días feos- entonces, como una de las tantas
veces que en otros días se había asomado a la puerta de
su casa, llegó a la siguiente conclusión: "si quiero
asunto tengo que meterme en la vida". A las 15 y 12 fue cuando
por última vez en esa tarde se asomó a la puerta de su
casa y pensó que tenía que meterse en la vida: aparecieron
tres hombres que desde la calle le hicieron señas para que se
acercara; cuando se acercó le dijeron que a pocas cuadras y al
borde de un arroyo, una mujer se había envenenado. El tenía
pensado no ir a esta clase de espectáculos: le producían
una cosa, que sintetizando todo lo que hubiera podido escribir sobre
esa cosa, le hubiera llamado vulgarmente miedo. Sin embargo, como además
de no tener asunto, había leído una poesía que
le había llevado a la conclusión de que un hombre podía
reaccionar y triunfar sobre sí mismo, entonces decidió
aprovechar la invitación que le hicieron los tres hombres y el
espectáculo de la envenenada.
Apenas empezaron a caminar uno de los tres hombres le demostró
una antigua y secreta admiración: había leído muchas
cosas de él; los otros dos estaban cohibidos y la curiosidad
que hacía un rato tenían por la envenenada, se les había
pasado para el literato.
En el cerebro de los cuatro hombres había una misma idea: en
tres, la curiosidad por el gesto de la cara del literato, y en el literato
la preocupación de lo que haría con su cara. Si se abandonaba
a la espontaneidad, tal vez pusiera una cara inexpresiva e idiota y,
además, no podría abandonarse a su espontaneidad porque
sabía que lo observaban; tal vez no podría ser espontáneo
ni consigo mismo, porque aunque no hubiera nadie, él mismo sería
su observador, tendría la tensión de espíritu del
analítico y por más fuerte que fuera el espectáculo,
su espíritu oscilaría entre la impresión que le
produciría y la impresión que él quería
tomar de sí mismo. Entonces se encontró con que no podía
ni sabía sorprender-se y entonces tenía que inventar un
gesto interesante. Ni aún esto podía pensar tranquilamente
porque sus compañeros le iban dando los datos que conocían
de la envenenada y él tenía que escucharlos y comentarlos.
Para esto inventó un gesto y un comentario que le sirvió
para abandonarse a pensar en todo lo que se le antojaba, para dejar
sus pensamientos libres cual una cosa libre; puso su cara hacia el frente,
pero no para mirar lo que tenía adelante, sino hacia lo que los
literatos habían definido como lo infinito, lo desconocido, etc.
El comentario fue el silencio: muchas veces le había servido
para muchas cosas, y ahora le permitía dejar el pensamiento libre
cual una cosa libre.
El admirador del literato le contaba a éste, una vulgar historia
de amantes; esa mañana, cuando la historia tuvo su desenlace,
ella había envuelto en un papel un vaso con cianuro, y había
puesto en la cartera un gran revólver; cuando se puso el gorro
de fieltro y salió de su casa la gente habría creído
que iba a un lugar, lejos de aquellos alrededores. Aquí los pensamientos
del literato se prendieron hambrientos de este detalle, y ya le pareció
que hacía un cuento y que decía que ella había
idó más lejos de lo que la imaginación de la gente
suponía: había ido donde los literatos habían definido
como lo inifinito, lo desconocido, etc. De pronto los pensamientos se
le detuvieron y se fijó que los dos hombres que callaban habían
quedado algunos pasos atrás y ahora conversaban; entonces sus
pensamientos le volvieron a atacar y se imaginó que, al ellos
caminar de dos en dos, llevaban un ataúd. También se dio
cuenta,analizando su propio yo, analizando su propio yo, que este último
pensamiento decoraba muy bien el espectáculo que dentro de poco
verían.
II
Los cuatro hombres iban por una orilla del arroyo; pero la envenenada
estaba del otro lado; entonces el literato pensó: ella está
del otro lado del arroyo, y de la vida. Los compañeros le dijeron
que, como el arroyo era angosto, de este lado verían bien, y
que si fueran por el otro, tendrían que dar una vuelta muy grande;
y el literato pensó: para llegar del lado de la envenenada, habría
que dar una vuelta muy grande y esa sería la vuelta de la vida,
porque ella está en la muerte.
El paraje era pintoresco como otros lugares pintorescos y nada más;
a dos cuadras del suceso, los cuatro hombres vieron entre los árboles
un grupo de personas, y el literato preparó la cara; frunció
el entrecejo y nada más: pensaba que con eso bastaba para ver
y pensar tranquilo; y entonces, este último pensamiento, le dio
a su cara un baño fijador. A medida que se acercaba, su espíritu
oscilaba entre conservar su yo y abandonarse a la curiosidad: parecía
un elástico que se estirara y se encogiera; pero el baño
fijador que había dado a su cara le fue eficaz; cuando estuvieron
frente al lugar de la envenenada, él conservaba entera su cara.
Pasado el segundo de indefinida sensación, se apresuró
a decirse a sí mismo: es una mujer envenenada y nada más;
y tuvo el valor de empezar a observarla y a pensar, sin hacer caso de
una especie de pelotón nebuloso y oscuro, que desde el primer
momento se le había formado en donde los otros literatos llamaban,
el espíritu. Pero, a medida que observaba y pensaba, de la envenenada
salía algo que le agrandaba el indefinido pelotón.
El espectáculo era demasiado fuerte para el literato; en el cuerpo
de la envenenada había cosas extrañas, contradictorias
y también irónicas: los pies estaban cruzados, y había
en ellos la tranquilidad de la persona que se ha acostado a dormir la
siesta y el cuerpo disfruta de Ja frescura del césped y de la
placidez del sueño; pero sin embargo, el cuerpo de la envenenada
estaba arqueado, tenía por puntos de apoyo un talón y
los hombros, y todo el busto demasiado echado hacia adelante; la cabeza
estaba doblada y su posición hacía pensar en lo mismo
de los pies, pero la cara estaba muy descompuesta y los músculos
en tensión; un brazo lo tenía para arriba, rodeaba la
cabeza como un marco y la posición era tan tranquila como la
cabeza y los pies; pero el puño estaba muy apretado. Lo más
terrible, la protesta más desesperante que había en Ja
envenenada, estaba en el otro brazo, en el que no le servía de
marco a la cabeza: estaba muy separado del cuerpo, y desde el codo hasta
el puño había quedado parado como un pararrayo; el puño
no estaba cerrado del todo, y de entre los dedos que estaban crispados
y juntos, salía un pañuelito que flameaba con la brisa.
Cerca del cuerpo estaba el vaso y el papel; el revólver ya lo
había llevado la policía: vino cerca de las 13 y quedó
un guardia cuidando; eran las 16 y todavía no había venido
el juez; el guardia espantaba a la gente que se acercaba o tocaba y,
los que ya se sabían de memoria los detalles del asunto y del
cuerpo de la envenenada, se iban. A pocos pasos del literato había
una muchacha que dijo, que hacía rato había venido el
amante de la envenenada, que después de mirarla le bajó
un poco la pollera porque le había quedado muy subida, y que
después se había ido. También dijo que nadie había
tocado el vaso ni el papel: entonces, se pensaba que la envenenada habría
visto aquello así antes de morirse, que su pensamiento y la realización,
con el vaso y el papel, habrían quedado igual que en el momento
en que ella se había envenenado, y esas horas que nosotros medíamos
después, se dislocaban y eran extrañas, porque pertenecían
más a ella que a nosotros.
También se pensaba, que antes de salir de su casa el vaso, habría
estado tranquilo encima de una mesa, que ella lo habría sacado
para llevarlo con ella como un animalizo doméstico; que todavía
estaba cerca de su cuerpo, y miraba fijo, y no era culpable de nada;
que como un animalito doméstico habría estado lejos del
propósito de ella; pero que ahora el vaso y ella eran dos realidades
parecidas.
II
Durante mucho rato el literato quiso suponerse que estaba acostumbrado
a espectáculos como aquél y quiso empezar a construir
su cuento, para no tener esa cosa que sintetizando todo lo que hubiera
podido escribir sobre ella, le hubiera llamado vulgarmente miedo; tenía
muy fruncido el entrecejo, pero los ojos se le habían quedado
muy abiertos y fijos
De pronto se dio cuenta que los pies se le movieron y le llevaron el
cuerpo para otro lado; también sintió sobre él
todas las miradas y la responsabilidad que otros literatos habían
sentido cuando pensaban que en sus manos estaba el destino de la humanidad.
Ya había corrido por allí la noticia de que era escritor,
y la gente pensaría que tal vez él y no el juez, estaría
más cerca del misterio de aquella muerte. Cuando percibió
el desenfado con que la gente andaba alrededor de la envenenada y recordó
sus momentos de esa cosa-miedo, se encontró con que él
había tenido una gran altura moral, por el respeto y la cosa-miedo
que había sentido, y dio un suspiro de satisfacción. Cuando
los compañeros lo vieron mover, les pareció que era algo
así como una gran máquina moderna del pensamiento, y que
al moverse era porque ya tenía la solución; no sabían
qué solución buscaban, o la solución de qué;
pero ellos presentían que en aquel hombre, como gran máquina
moderna del pensamiento se debía haber producido una solución;
entonces, uno de ellos, el antiguo admirador, lo interrogó. El
tuvo el inesperado dominio de sí mismo, la gran serenidad, de
responder no contestando con palabras, sino haciendo una seña
con la mano como para que esperasen; al literato le parecía que
alguien recitaba, y mientras tanto y antes de que se terminara el poema,
él tenía que preparar el juicio o el elogio: aquí
el poema terminaría cuando viniese el juez y se llevasen la envenenada.
Pero el literato tuvo pronto el juicio, el elogio o la solución
antes que viniera el juez: seguiría con el silencio: esta nueva
solución que era igual a la de antes de ver a la envenenada,
le había surgido al recordar como otros literatos habían
triunfado con el sencillo procedimiento de insistir: él insistiría
en su silencio; tal vez cuando los compañeros le acompañaran
hasta su casa, él no les diría ni buenas tardes, y esa
descortesía en aquel momento, haría crecer en el ánimo
de los demás, el concepto que de él tendrían.
Antes de empezar su cuento, otro detalle más vino a detener su
mente: la muchacha que estaba muy cerca de ellos y que les había
dado los datos del amante, la pollera, y el vaso de la envenenada, ahora
miraba al literato con demasiada frecuencia; él lo percibió
y trató de escudriñar disimuladamente aquellas miradas;
pero después pensó en el papel que estaba desempeñando:
su misión como hombre que algún día tendría
en sus manos el destino de la humanidad, le reclamaba la atención
de la envenenada y, entonces decidió no escudriñar la
mirada de la joven; pero aunque no la miró, se sintió
preocupado un buen rato antes de empezar a construir su cuento.
IV
El primer detalle interesante que acudió al cerebro del literato,
fue el de la edad de sus compañeros, de la envenenada, y de él:
aproximadamente tendrían los cinco la misma edad. Para él,
esto tenía la importancia de hacerle sugerir que eran cinco jóvenes
de una clase dramática, y que en ese momento representaban un
drama. Claro está, que en seguida diría que lo más
impresionante era que no había tal clase, y que aquello era una
espantosa realidad para la protagonista.
El segundo detalle interesante le acudió al recordar que cuando
era niño había visto en una escena de figuras de cera,
una mujer muerta; pero ahora él se permitía el atrevimiento
literario de decir, que esta vez la muerte tenía una vida especial
que no había en la muerta de cera; entonces haría resaltar
el valor de las cosas naturales sobre las artificiales.
Cuando el literato tenía bastante relleno su cuento de cosas
tan atrevidas como las que he citado, se encontró con que no
se le ocurría una metáfora interesante para el brazo que
había quedado parado como un pararrayo; pero cuando vino una
brisa que hizo flamear el pañuelito que salía de los dedos
crispados y juntos de la envenenada, se le ocurrió pensar que
el brazo era un asta, y el pañuelito la bandera de Ja muerte.
También le surgió esta pregunta: ¿qué vale
más? o ¿qué es más importante? ¿el
asta o la banderita? En este caso le pareció que era más
importante el asta que la bandera; y pensó en todas las astas
y las banderas, y vio en todas las astas un valor que hasta ahora no
había visto: las veía apuntar al cielo, y su rigidez era
de tanta fuerza y tenían una protesta tan desesperante como el
brazo de la envenenada. También le pareció ridículo,
que a las astas, que tenían una personalidad tan grande, les
arrimaran de cuando en cuando una bandera.
De pronto el literato se sintió muy horrorizado; no hubiera podido
precisar si tal horror se lo producía la envenenada o sus pensamientos;
entonces decidió irse sin esperar a que viniera el juez; pero
cuando ya iba a marcharse, su cuento tomó un aspecto mucho más
agradable: se encontró con la mirada de la joven de los datos,
y se atrevió a comprobar abiertamente si la joven se interesaba
por él; al mismo tiempo pensaba en la originalidad y el atrevimiento
de su cuento, si resultaba que al ir a ver una joven muerta se había
enamorado de una viva. Pero eso no ocurrió, porque cuando él
menos lo esperaba, ella le sonrió con una sonrisa enigmática,
que él no hubiera podido decir si sencillamente se burlaba de
él, o habiendo comprendido sus equivocadas suposiciones le rechazaba
con aquella sonrisa.
Después, él tampoco se dio cuenta que los pies lo llevaron
a su casa, que sus amigos no lo acompañaron, y que el cuento
le quedó truncado.
V
Apenas llegó a su casa se acostó; además de tener
las piernas cansadas y la angustia con pesimismo, sentía un extraño
malestar. Desde la cama su mirada cruzó la habitación,
el patio, y se dio contra una vidriera de vidrios opacos; y 'entonces
empezó a pensar en la muerte: sintió miedo de haber nacido
porque tenía que morir: hubiera preferido no haber nacido. Al
principio pensó en esos dos límites -el nacimiento y la
muerte- como si él no perteneciera a la vida; pensó que
a él le había tocado una vida en el reparto misterioso;
que su vida era una casualidad como era una casualidad el día
que nació y sería otra casualidad el día de su
muerte. Entonces, no le importaba que en él se hubiera formado
una cosa humana: era una cosa humana más en el montón
y no tenía interés ni en darse cuenta que él era
una cosa humana más; le parecía ridículo que a
cada uno le preocupara tanto de qué padres había nacido
y en qué día; le parecía extraño que esa
cosa humana tuviera condiciones especiales para sentir ternura por los
padres de que había nacido: ¿qué importaba eso
cuando se tenía el concepto o el sentido de lo que era el montón?
¿qué se le importaba que le hubiera tocado un cerebro
con ciertas ideas? era tan ridículo o sin sentido como cuando
los niños se preocupan en buscar la diferencia que hay en los
pancitos que les han tocado: él se comería el pancito
y se acabó.
Sin darse cuenta la mirada se le había salido de la vidriera,
le había revoloteado un poco, y se le había detenido en
el bulto que los pies hacían debajo de las cobijas: entonces
empezó a filosofar sobre las puntas de los pies. Su cuerpo estaba
en ese relajamiento muscular del descanso; le parecía que la
punta de los pies estaban lejísimo de él; pensaba que
solamente su cabeza trabajaba, y le asombraba su dominio: con solamente
a la cabeza antojársele, se moverían las puntas de los
pies que estaban lejísimo, y sin embargo, él no sentía
correr la idea por su cuerpo, más bien le parecía que
la idea saltaba de la cabeza y la barajaban los pies. Todas las partes
de su cuerpo eran barrios de una gran ciudad que ahora dormía;
eran obreros brutos que ahora descansaban después de una gran
tarea y que el continuo trabajar y descansar no les dejaban pensar en
nada inteligente; solamente su cabeza estaba despierta y contemplaba
con sabiduría y con indiferencia todo aquello.
Después, su misma sabiduría y su indiferencia le hizo
sonreír al pensar en las metáforas que hacía sobre
su cuerpo que descansaba; no quería entregarse a ninguna fantasía,
porque ese día sentía la realidad indiferente; a él
le habían tocado aquellas piernas para andar como le podían
haber tocado cualquier otras, y todavía -pensaba sonriendo despectivamente-
que para mejor le habían tocado unas que se le cansaban enseguida.
El se diferenciaba de los demás literatos, en que ellos ignoraban
los misterios y las casualidades de la vida y la muerte, pero se empecinaban
en averiguarlo; en cambio para él no significaba nada haber sabido
el por qué de esos misterios y casualidades, si con eso no se
evitaba la muerte. En total: no se le importaba la vida, ni su misterio
anterior ni el posterior; tampoco le importaba saber cuando moriría
ni de qué; el momento de la muerte sería para él
como el momento de arrojar: no le gustaba arrojar y hacía todo
lo posible para evitarlo, pero cuando el primer vómito le venía
ya no pensaba: estaba pendiente del vómito y nada más.
También es ciérto que un pequeñísimo instante
antes del primer vómito pensaba en que iba a vomitar.
Estaba en estas reflexiones, cuando de pronto se dio cuenta que la punta
de sus pies se movía un poco, que hacía rato que sus ojos
la estaban mirando y que él no había sido consciente de
ese hecho; entonces, sintió el mismo nebuloso y oscuro pelotón
indefinido que se le formó cuando miraba a la envenenada.
Después se levantó, y empezó a pasearse por toda
su pequeña casa a grandes pasos y a profundos pensamientos.