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Elisenda JulibertLa lectura de los textos de Clément Rosset y, en última instancia, su pensamiento, son tan fascinantes como desconcertantes. Pero, según nos parece, la ambigüedad del sentimiento que suscitan en nosotros sus ideas no es accidental sino que tiene que ver con una ambigüedad que atraviesa su forma de pensar o de abordar los objetos de los que trata, principalmente de lo real. Nos proponemos, pues, mostrar: por una parte hasta qué punto la ambigüedad en Rosset no es sólo un atributo de lo que describe sino también de su pensamiento; y por la otra, cómo la forma ambigua, y algunas veces claramente paradójica de su pensamiento, está estrechamente vinculada con la ambigüedad de lo real. Para cumplir con este propósito, enumeraremos y explicaremos algunas de las paradojas del pensamiento de Rosset, encontradas en Lo real.: Tratado de la idiotez y en Lo real y su doble. La primera de las paradojas que animan el pensamiento de Rosset es la que late en la posición de fondo de Lo real y su doble. En ese texto, Rosset muestra cómo toda duplicación de lo real no es sino un falseamiento, cuyo propósito es el de velar lo real, lo cual, dada su singularidad, su necesidad, su univocidad y su indeferencia, queda definido como algo que es muy poco, casi nada. Rosset admite que, así definido, lo real es efectivamente algo poco satisfactorio desde el punto de vista de la conciencia o del conocimiento, puesto que no promete nada a la misma sino que más bien la confronta a su impotencia, a su incapacidad para darse a sí misma de alguna forma otra. De hecho, en sentido estricto, lo real no es para Rosset lo que se opone a nuestra conciencia sino aquello en lo que ella se disuelve, puesto que el principio de lo real es la identidad absoluta, y no puede haber algo otro, distinto, excepto cuando se duplica lo real, en cuyo caso lo otro no es más que una ilusión. De manera que lo real es por una parte el único objeto propio del pensar en cuanto actividad o experiencia del mundo, en la medida en que sólo en la experiencia de lo real se nos da algo en su pura inmediatez, sin la posibilidad de una duplicación ilusoria; y, al mismo tiempo, la experiencia de lo real es la aniquilación del pensamiento en cuanto producción de sentido, puesto que en ella no existe posibilidad de re-presentar lo dado de ningún modo, considerando que toda re-presentación es, como bien indica la partícula “re-”, una duplicación, una presentación otra o distinta de lo real en cuanto dado inmediatamente, una tentativa de hacer significativo lo insignificante. Pero lo paradójico en este punto no es sólo esta presentación de lo real como único objeto cabal de nuestra experiencia, al mismo tiempo que como objeto imposible de la misma, sino la alternativa que a partir de ella nos plantea Rosset: hay que escoger entre lo real o su duplicación, entre nada y nada de nada o, dicho en los términos del propio Rosset, hay que admitir que “la elección se limita al único, que es muy poco, y a su doble, que no es nada” . En primer lugar esta afirmación parece indicar que en Lo real y su doble, Rosset no está haciendo una descripción de lo real sino una descripción de nuestra relación con lo real. Al inicio de la misma obra, se traen a colación una serie de personajes la descripción de cuyos comportamientos sirve para ejemplificar las consecuencias de escoger la vía de la ilusión: nos hallamos, según entiende Rosset, deliberadamente engañados, como el personaje de El misántropo, Alceste, que a pesar de ver con toda claridad que su amada, Célimène, es una cortesana, es decir, a pesar de ver lo real, está ciego porque “no adecua sus actos a su percepción”. La preocupación de Rosset no es de tipo ontológico, no consiste en descubrir la verdadera constitución de lo real, de ahí que en ocasiones identifique lo real con situaciones concretas, como el evidente engaño de Célimène a Alceste, y en otras lo identifique con la experiencia de una radical falta de sentido que nos alcanza, por ejemplo, con la decepción amorosa. De manera que, puesto que la preocupación de Rosset en torno a lo real no parece ser ontológica, tal vez podríamos aventurar que se trata de una preocupación epistemológica, es decir una preocupación por el modo cómo se nos da lo real. Pero también, en segundo lugar, considerando la elección a la que nos insta en Lo real y su doble, tal vez se trate además de una preocupación moral. La dimensión moral del planteamiento de Rosset queda introducida en el momento en que se nos confiesa que la cuestión filosófica del doble se reduce en última instancia a una cuestión de elección: podemos decidir no ver, cuando optamos por “no adecuar nuestro comportamiento a nuestra percepción”, tal como hace Alceste, pero al hacerlo estamos instalados en una forma de vida inequívocamente mentirosa o ilusoria. De manera que eso a lo que parece oponerse Rosset mediante su denuncia de la duplicación de lo real como ilusión o mentira es a una acción inadecuada a nuestra percepción. Sin embargo, si atendemos a la definición de lo real que Rosset nos ha brindado, la adecuación entre lo real y nuestro modo de actuar parecería más bien conducir a la inacción. Por una parte porque no se ve cómo puede escogerse esa nada en la que parece consistir lo real, pura inmediatez, indiferencia, singularidad absoluta; y por la otra, porque la adecuación entre la inmediatez de lo real y nuestra acción parecería apuntar a un idiotez, un hacer indiferente e insignificante, en el cual el actuar, en cuanto mero correlato del irreflexivo y necesario fluir del mundo ya no sería propiamente un actuar sino un simple acontecer. En efecto, el problema de la opción de Rosset está en que su propuesta de “escoger lo real” o, si se prefiere, el amor fati por el que aboga muy nietzscheanamente es, como anunciábamos antes, paradójica: la elección introduce una mediación, una distinción, en la pura inmediatez del acontecer, mediación o distinción que irremediablemente despoja al acontecimiento de su insignificancia y lo aleja de ese real singular y necesario. De manera que si “escoger lo real” puede ser una consigna, una orientación para la acción, lo es sólo en la medida en que alude a la dificultad misma de la elección y nos obliga a comprenderla en cuanto imposible: la lectura de Rosset en torno a la estructura de la ilusión oracular no es sino una contribución al esclarecimiento del carácter ilusorio de nuestro sentimiento de libertad. El héroe trágico se figura que puede sortear su destino mediante un ardid que le brinda la posibilidad, sino de zafar del mismo, si de escoger la forma de su advenimiento. Sin embargo, puesto que el vaticinio del oráculo es necesario, el ardid ingeniado por el héroe trágico para introducir una forma otra de advenimiento, no hace sino convertirse en la forma propia del cumplimiento del oráculo. Así, Edipo escapa de su casa materna para evitar matar al padre y desposar a la madre. Pero la huida, el ardid, acaba siendo la forma misma de cumplimiento del oráculo, no una forma alternativa. Y es que, dada la estructura misma del oráculo, su carácter necesario, es imposible que él no se cumpla; y dada la tesitura de lo real es imposible que la forma de su cumplimiento no sea insignificante. De manera que, tal y como ilustra el caso de la tragedia clásica, la libertad, la posibilidad de introducir libremente una forma otra en el discurrir de los acontecimientos, es una pura ilusión. ¿Cómo, entonces, es posible escoger lo real? En alguna medida, la consigna de Rosset reproduce la estrategia de Sócrates: inducirnos a una actividad que consiste básicamente en cobrar conciencia de su propia imposibilidad. Para ilustrar esta estructura irónica puede servir el ejemplo de la máxima socrática del “conócete a ti mismo”, que posee los mismos rasgos que la consigna de Rosset de “escoger lo real”: eso a lo que invitan es a un imposible. Escoger lo real es pues, paradójicamente, sólo posible cuando se asume que no hay elección posible, que lo real es necesario. Del mismo modo que conocerse a sí mismo es sólo posible cuando se ha asumido que no es posible conocer. Esta estructura paradójica del planteamiento de Rosset sirve para entender que la relación entre su pensamiento y la filosofía descansa en último término, en esta posición irónica o, si se prefiere crítica, que orienta toda su actividad intelectual y literaria. Sus textos y su pensamiento pueden parecer a causa de ella, post-filosóficos, situados más allá de la filosofía. Sin embargo, en algún momento de Lo real, Rosset parece insinuar que, más que estar fuera de la filosofía, está en ella a la manera en que lo estaban los primeros filósofos, es decir, no la considera en su dimensión teórica, como un discurso explicativo de lo que es, sino en su dimensión práctica, en cuanto actividad que constituye, define y orienta nuestra existencia, en este caso la suya:
Si nos fijamos con atención en este pasaje podemos observar cómo la estructura presenta una rigurosa forma paradójica: por una parte no es prudente pedirle a la filosofía demasiado y, al mismo tiempo, se puede esperar de ella más que de cualquier otra rama del saber; por la otra la mejor de las filosofías se limita al acto por el que se reconoce su incompetencia. Esta estructura tiene que ver con la posición de fondo que antes intentábamos explicar a través de la consigna de “elegir lo real”, y cuya virtud es invitarnos a algo cuyo cumplimiento es imposible, de tal manera que el saber al que nos invita es a la conciencia de la imposibilidad del saber mismo. Pero además de esto, el fragmento citado contiene la clave para entender en qué medida la posición de Rosset ancla en una noción de la filosofía como actividad y no como disciplina académica o como saber teórico acerca del mundo. Lo que rechaza Rosset es la filosofía como disciplina, no la filosofía como actividad y, en última instancia, como saber. ¿Pero de qué tipo de saber se trata? “La mejor de las filosofías consiste en un resumen que se limita al acto mismo por el cual se reconoce su incompetencia”. La clave de comprensión de la sumaria respuesta de Rosset a la pregunta del saber, está en el hecho de que lo califique de “acto” y en el de que, a su vez, describa este acto como “reconocimiento de su propia incompetencia”. Por una parte, el saber que alcanzamos a través de la actividad filosófica, la cual nos confronta en último término a lo real como insignificante, singular y necesario, no es un discurso, o una teoría, acerca de lo real o del mundo, sino un simple acto, algo que hacemos nosotros y que no consiste sino en la conciencia de nuestra propia incapacidad para dar cuenta de lo real. Si puede pedirse a la filosofía mucho más de lo que es legítimo pedir a cualquier otra rama del saber es precisamente porque sólo ella puede desembocar en ese acto de conciencia en el que nos apercibimos de la incapacidad, o de la futilidad, de nuestra actividad intelectual en cuanto incontinente productora de sentido. No podemos sino pensar, no podemos sino entregarnos a la actividad intelectual puesto que somos seres dotados de conciencia, y padecemos, en consecuencia, la enfermedad del sentido. Sin embargo, sí podemos o bien dejar que nuestra necesidad de sentido duplique el mundo y nos distancie definitivamente de él o bien, por el contrario, forzarla a encontrarse, a confrontarse consigo misma como lo que es, una duplicación de algo que, en la medida que no es otro sino sólo lo mismo-indiferente, lo idéntico a sí, lo necesario, lo insignificante, es impensable, inconcebible e incognoscible. No por casualidad Rosset no habla de lo real en cuanto ser sino de la experiencia de lo real. Lo real no es algo dado en el mundo, lo otro de mi pensar. Lo real forma parte de la estructura de la experiencia, se da en ella, precisamente, como momento en el que el pensar en cuanto actividad -es decir, en cuanto forma de experiencia- se hace imposible para sí mismo. De tal manera que el saber es, paradójicamente, relativo a ese vaciamiento del pensar y de la experiencia, antes que a la provisión de múltiples contenidos. Tal es la lección de la filosofía como actividad vital. Tal es, pues, la condición del sabio: saber que no se sabe nada. A la luz del recorrido por Rosset, el principio socrático quiere decir dos cosas: por una parte que lo que considero habitualmente saber es nada, puesto que no es más que una duplicación ilusoria de lo real. En la medida en que lo real es lo necesario, insignificante y singular, es casi nada, pero su duplicación es menos aún que esa nada de lo real, pues no es más que una duplicación de la misma. Por otra parte el principio socrático quiere decir que lo más a lo que puede alcanzar mi actividad de pensar es a ese acto de conciencia en el que me doy cuenta de mi imposibilidad de ser algo distinto, confrontado a algo otro, y me disuelvo en la necesidad y la insignificancia (lo real) convirtiéndome en indiscernible para mí mismo. “La angustia de no tener doble alguno” explica Rosset “del que sacar un patrón del propio ser no está ligada fundamentalmente a la angustia de morir[...] El miedo a morir no es más que una consecuencia secundaria del miedo a no vivir [...] [la angustia de morir] está ligada a aquella otra, más profunda, de dudar de la propia existencia” . En última instancia, lo que está en juego en esta forma de saber no ilusoria, no duplicadora, desprovista de sentido y que se disuelve en la indiferencia de lo real, es nuestra propia existencia. Por ello lo menos que puede decirse del saber que nos propone Rosset es que su resultado es una lograda humildad.
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