Una
obra de arte, como bien se pensaba en la antigua Grecia, sobre
todo requiere que su hacedor sepa resolver problemas puramente
técnicos. El trabajo del poietés consiste en la
repetición de una regla eficaz con un propósito
fijado de antemano que, en última instancia, tiene una
intención representativa, sea o no mimética. Nada
de procedimientos mágicos ni oscuras operaciones que
conlleven resultados ontológicamente trascendentes. Puro
hacer (poiesis); mejor dicho, saber-hacer (tejné).
Según
esta fórmula la obra de arte es sobre todo artefacto,
pero no todo artefacto es obra de arte. La correspondencia que
marca la cópula no es simétrica. Tanto mejor pues
si bien en el fondo la creación de un artefacto es una
tarea protocolaria que está repleta de rutinas y redundancias,
no lo es tanto como para que puedan entrometerse en la tarea
los pedagogos y los que escriben manuales con instrucciones
de uso. Lo propio del arte es la adecuación a una regla
sin que la regla exista. Algo parecido a decir que el arte no
puede ser impartido. El arte no se puede enseñar (por
cierto, tampoco puede ser objeto de crítica a la manera
profesional, de modo que no ha leerse esto como una crítica
de arte en sentido estricto) ni se puede aprender; y, para rematarla,
no es un coto reservado para los que han sacado patente de genios.
El trabajo del artista consiste en concebir la regla –o
copiarla, o encontrarla, o variarla– y después,
sobre todo, consiste en aprender a seguirla. Lo que resta es
tan sólo pericia.
Consideremos
un típico artefacto como Triumph des Willens, el célebre
“documental” que dedicó Leni Riefenstahl
al congreso del partido nazi celebrado en Nuremberg en 1934
con la participación entusiasta de miles de militantes
nazis y de la plana mayor del NSDAP. Esta película, junto
con el otro “documental” que Riefenstahl realizó
sobre los Juegos Olímpicos de Berlín del año
1936 (Olympia), han sido reiteradamente descritas y defendidas
como obras que alcanzan la dimensión del arte porque
siguen una regla que no es, cabalmente, la que se deriva de
la función propagandística para la cual fueron
concebidas en su origen. Aun cuando nadie en su sano juicio
sería capaz de objetar que las dos son películas
nazis, la propuesta formal y la técnica de estas películas
extraordinarias, tanto como su realización como artefactos,
les ha permitido trascender la ideología totalitaria
que las financió y las hizo célebres, tras usarlas
extensamente como instrumentos de propaganda.
Con
las películas de Riefenstahl pasa algo semejante que
con la filosofía necrofílica de Martin Heidegger.
En efecto, las dos obras mayores de Riefenstahl, pese a que
son inexcusablemente nazis en forma y contenido, sirvieron a
la realizadora alemana como coartada para declararse no-nazi,
coratada que ha sido admitida en honor al arte por una mayoría
de críticos con el argumento de que, por encima de los
valores que en ellas se representan, ha triunfado la voluntad
artística de Riefenstahl, sobre todo su conspicuo culto
a la belleza. Es decir, que en estos films se expresa una especie
de compromiso que va mucho más allá de la adhesión
a los principios representados en ellos. El arte tiene aquí,
como la filosofía en el caso de Heidegger, una virtud
purificadora y taumatúrgica añadida puesto que
sirve para limpiar la foja de servicios de la artista y del
filósofo.
En
un iluminador ensayo de 1974 titulado “Fascinating Fascism”[i]
Susan Sontag destrozó de forma contundente esta coartada
sin por ello dejar de reconocer que tanto Triumph des Willens
como Olympia son dos obras cinematográficas soberbias.
En ese ensayo Sontag ponía el acento en el carácter
notoriamente estetizante del nazismo y cifraba en ese esteticismo
el que la simbología y los valores nazis hubiesen servido
desde entonces como gadgets de cierta cultura pop, sobre todo
como accesorios para construir un lenguaje erótico sadomasoquista,
emulado desde entonces y muchas veces por los medios de masas.
Como suele ocurrir con todas las generalizaciones semiológicas
acerca de la cultura de masas, las observaciones de Sontag incurren
en la fascinación –en su caso negativa– que
ellas mismas denuncian. Más aún, por momentos
parece como si Sontag aplicara los mismos principios críticos
y los métodos condenatorios que llevaron a los nazis
a desarrollar campañas de persecución tan siniestras
como las emprendidas contra el arte de vanguardia de su tiempo.
Con criterios igualmente moralizantes (o, si cabe,estéticos,
pero de signo contrario), los nazis acusaron a Grosz, Beckmann
y muchos artistas del expresionismo alemán de la República
de Weimar, de representar con sus obras un “arte degenerado”.
Sin
embargo, no es su declarado culto de la belleza, ni su adhesión
al nacionalsocialismo, ni su pregnante connotación sadomasoquista
lo que hace especialmente significativo a Triumph des Willens.
También las películas de propaganda que Hollywood,
en consonancia con la estrategia que el alto mando norteamericano
realizaba en aquellos años, respondían a un patrón
de belleza específico, así como exaltaban los
valores del patriotismo, la heroicidad y la guerra justa, de
acuerdo con las necesidades nacionales de los EE.UU aunque no
incurrieran en el característico kitsch sadomasoquista.
El nazismo es una ideología fuertemente estetizada y
profundamente arraigada en la autoconciencia europea, pero no
es la única ideología que se ha valido del arte
para promoverse.
Más
que la trascendencia de la belleza sobre la abyección
de su tema, lo más relevante cuando se examina Triumph
des Willens es la eficacia con que Riefenstahl construye un
artefacto donde la técnica desaparece para, como ocurre
en todas las obras maestras, dar lugar al arte. Y, en un segundo
término, un hecho casi anecdótico pero fundamental
para al canzar ese primer efecto "artíostico":
la colaboración de los nazis en la película, una
colaboración que va mucho más allá de la
financiación y diseño del proyecto de la película
como material de propaganda del IIIer Reich. Apuntemos que ninguno
de los planos de la película es real, y no es necesario
ser muy perspicaz para comprender que todas las tomas en este
film, insólito para su tiempo, han sido ensayadas, repetidas
y discriminadas con todo cuidado, de tal modo que tanto los
miles de nazis reunidos en Nuremberg como la plana mayor del
partido –Hitler incluido– sirvieron en el rodaje
de la película como extras y figurantes voluntarios.
La película es toda ella falsa, un auténtico portento
de la tramoya y una de las mayores desmentidas de la versomilitud
en el cine. Tanta es su virtualidad y su virtuosismo técnico
en simular lo contrario de lo que es, que resulta a todas luces
irrisorio el que la siempre presuntuosa y pedante Cahiers du
Cinéma –como apunta Sontag– la clasificara
entre los ejemplos más logrados del cinéma vérité.
En Triumph des Willens no se puede estar más lejos de
una verdad, aunque sea cinematográfica. Por mucho que
consideremos a Triumph des Willens realista, hemos de aceptar
que lo es pero tanto como puede pretenderlo un film de propaganda.
No hay un solo elemento en cualquiera de las escenas que haya
sido dejado al azar. Todos los recursos disponibles en la época
han sido integrados y articulados de forma inteligente para
la confección del artefacto. ¿Qué queda
del compromiso con la belleza que invoca para sí su autora
y que supuestamente lo ha inspirado? Sólo el argumento
esgrimido como coartada y, desde luego, la técnica. La
proeza de Riefenstahl no está en haber recreado un congreso
nazi idealizado según un supuesto patrón apolíneo
de belleza, sino en haber mostrado que la belleza también
puede servir para la propaganda, emancipada del bien y de la
verdad, pauta de la que sacaría ampliamente ventaja la
publicidad en las décadas posteriores al final de guerra.
La
hazaña (y el arte) de Riefenstahl no es pues estética
sino técnica.Me pregunto si al nazismo no le habrá
pasado exactamente lo mismo.
Barcelona,
febrero de 2006