I.
El lenguaje y el inconsciente de las palabras
Empezamos con el lenguaje y en concreto explorando la etimología indoeuropea de la palabra deconstrucción; dicho de otro modo, iniciamos este escrito urgando en el inconsciente de este término (porque, en efecto, las palabras tienen un inconsciente, donde se almacenan multitud de significados interconectados, desde el sentido de la raíz primigenia hasta las derivaciones en las distintas lenguas). Si no gusta este uso del concepto de insconsciente, se puede optar también por entender lo oculto en las palabras como su código genético: así, descifrar el genoma del vocablo deconstrucción sería estudiar la información que conserva y las fuentes ancestrales de las que procede. Todo esto suena a minuciosa labor de laboratorio que consiste en desmenuzar signos lingüísticos, y hasta cierto punto así es. Pero es que justamente –o mejor dicho, casualmente- la deconstrucción trata de eso. Veámoslo.
Construir procede del latín struo, que significa “disponer en capas sucesivas, apilar o amontonar”. A su vez, struo procede de la raíz indo-europea ster-, que quiere decir “extenderse” (piénsese en el italiano strada o el inglés street, claramente relacionados con el significado original). Construir está emparentado también con las palabras industria y con estrategia. Todo ello nos lleva a proponer la siguiente definición de “construir”: extenderse en múltiples direcciones un vasto conjunto de elementos a través de un trabajo ordenado. Pensamos que esta definición recoge los matices variados de los vestigios que la raíz ster- nos ha legado. Obviamente, destruir es lo contrario, e implica frecuentemente un acto vandálico o, como mínimo, evoca desorden. Pero deconstruir, por el contrario, cuestiona la simplicidad de los binomios antonímicos e introduce un concepto nuevo, ampliando de este modo el lenguaje. La deconstrucción es la descomposición o el desmontaje ordenados de la obra construida, pieza a pieza, con el ánimo de alimentar la verdad y generar conocimiento sobre aspectos desconocidos de ella: estructura, funciones, materiales, etc.
Un ejercicio adicional consiste en adentrarnos en el inconsciente o en el código genético de palabras que significan construir en otras lenguas. En las lenguas germánicas, por ejemplo, una de las palabras más comunes proviene de la raíz indo-europea bheu-, que, ¡oh, dioses del lenguaje!, significa ser. De bheu- proceden, entre otras, las voces to be, futuro y el verbo ser en las lenguas eslavas, pero también to build y bauen (construir, en inglés y alemán, respectivamente). Si construir (to build) es ser, lo opuesto debe significar “no ser”. Construir requiere tiempo, así como lo requieren también la ordenación del mundo y la configuración actual de los entes; los entes son no por generación espontánea, sino por la acción de fuerzas que han estado actuando sobre la materia desde el inicio del tiempo (es decir, desde hace 10 elevado a –34 segundos). La deconstrucción, una actividad ordenada de desmontaje, sería entonces la casa de lo que ni es ni no es, es decir, la casa del a-ser.
II. Tiempo y ser
El interés que suscitan en Paul de Man –y la importancia que les concede- el transcurso del tiempo (y en particular aquél que está representado o contenido dentro de la obra de arte) y los cambios que opera en la misma obra (por ejemplo, en su escrito sobre el poema de Hölderlin Wie wenn am Feiertage...) sitúan a la temporalidad demaniana como fundamento o categoría esencial de su personal ontología estética. No sólo eso, la apología que hace de la totalidad como condición de representación e interpretación -su legítima preocupación por no dejarse nada en el tintero- nos revela un De Man puntilloso, atrapado en su talento (¿quizá por ello incapaz de momento de alcanzar el genio?). Hay aquí varias aseveraciones que merecen una explicación breve. De Man es ontológico en la medida en que cree que podemos llegar a comprender una obra, a explicarla (es decir, a “des-plegarla”), y luego a categorizarla. Y escogiendo el camino de la ontología no tiene más remedio que llegar a la Metafísica, el gran castillo, bombardeado en diversas ocasiones pero siempre reconstruido, y ahora rodeado de andamios desde donde se reparan sus fachadas con ríos de tinta universitaria y periodística. Las ideas, conexiones y argumentaciones de De Man son brillantes, y su sabiduría, incuestionable; pero su método analítico a veces chirría en el marco de la deconstrucción, que es la reencarnación presente del espíritu crítico por excelencia propio de la filosofía.
Quizá no sea la deconstrucción la mirada definitiva sobre la obra de arte, pero sí que es una mirada que revela fragmentos de realidad que no son obvios u observables desde las perspectivas ortodoxas; es decir que en vez de concentrar las energías en conservar la verdad, la amplía. Hay cosas que no se ven bajo el microscopio; es más, en la observación del cielo estrellado -a simple vista o con un telescopio- a menudo distinguimos mejor determinadas nebulosas (la de Orión, sin ir más lejos) desplazando la mirada unos grados. En literatura, la lectura atenta debe incorporar también la mirada oblicua, una mirada que no tiene voluntad totalizadora, sino que se compromete sinceramente a ensanchar las posibilidades de pensar (o de “inteligir”) y de decir (o de “lenguar”). Eso es lo propiamente deconstructivista, desde nuestro punto de vista, y curiosamente también lo propiamente heideggeriano en cierto modo.
La preocupación de De Man por conocer el final del poema Wie wenn am Feiertage... de Hölderlin, su reivindicación de las estrofas ruinosas escondidas en un boceto en prosa y su crítica a Heidegger por obviarlas alegremente denotan la vigencia y poder de la sutil alternancia principio-fin, o alguna de sus múltiples variantes, que no son sino binomios que se empeñan en atrapar y encerrar al tiempo. Las ideas de principio y fin -el momento inicial, el instante de la creación, el fin del tiempo- está tan arraigadas en nuestro ser (preferimos no decir en nuestra cultura, no sea que se acabe encontrando el gen que nos condiciona a ver las cosas como entidades con principio y fin) que hasta los cientifícios tuvieron que descubrir el big bang y son capaces de decirnos cuánto tiempo de vida le queda al sol. Se le puede echar la culpa a la religión, especialmente a las religiones creacionistas, para las que tanta importancia tiene el problema de cómo todo empezó (de dónde venimos) y cómo acabará (adónde vamos), pero una cierta reivindicación de contornos sí que parece estar anclada en nuestra biología (así los animales marcando con la orina su territorio distinguen dentro y fuera, o sea, principio y fin).
Sea como sea, los artistas tampoco suelen escapar a la fuerza gravitacional de este binomio y les gusta presentar su obra como acabada, es decir, con un principio y un fin (los hay que hasta nos informan del día y el año de creación). Incluso las obras llamadas “inacabadas”, una vez expuestas se convierten en obra acabada, son una obra de arte. Y, habiendo ya apuntado una posible vinculación de las ideas de principio y fin (es decir, de tiempo) con la de ser, recordamos que no hay matices en el ser: o se es o no se es; ni tan sólo Heidegger logró hallar la escapatoria del binomio. “Ser o no ser”, “la pregunta por el ser”...: la mejor literatura y la mejor filosofía son incapaces de concebir “ser-un-poco”; pero, las esculturas gigantes de la isla de Pascua que fueron halladas a medio tallar en las canteras, ¿son o no son? ¿Son acaso “obr de art”? Ni siquiera el lenguaje nos permite imaginar algo que ni es ni no es, siempre debemos recurrir a paráfrasis que no son sino calificativos de algo que es: obras de arte en proceso de realización, obras de arte inacabadas, obras de arte a las que les faltan unos retoques. No nos extenderemos mucho sobre esta cuestión, pero queremos apuntar un ejemplo de entre tantos dilemas prácticos y cotidianos que se derivan del hecho de no haber pensado más allá del binomio ser o no ser: ¿un feto de ocho meses y medio es un ser humano, una persona? Ni lo es ni no lo es, pero el derecho (como cualquier otra ciencia o discliplina positiva) no puede admitir tal ambigüedad. Lo que nos queda es recurrir al sutil binomio principio-fin y aplicarlo no a la realidad que nos interesa, sino a otra: “si está dentro del útero es que no es; si está fuera, sí que es.” El problema del ser se apoya sobre dos bastones: en uno está grabada la palabra principio y en el otro, fin.
III. Naturaleza
Este problema no se resolverá si no es desde la filosofía, la cual, a su vez, si no es creadora (o sea, ensanchadora del pensar y del decir) se convierte en mero adjetivo, en mero análisis (filosófico, literario, estético, o incluso científico). En el caso que nos ocupa -el escrito de De Man sobre el poema de Hölderlin-, merece la pena dedicar atención a lo que Heidegger (admirador de la filosofía pre-socrática) nos dice sobre el sentido de naturaleza en su artículo sobre el mismo poema. La naturaleza es, como se afirma en el poema, maravillosamente omnipresente y por ello divinamente hermosa, y a su vez poderosa. El poder de la naturaleza no viene directamente de su omnipresencia, sino mediado por su belleza. Heidegger entonces describe los distintos usos que se dan habitualmente de la palabra naturaleza: naturaleza y arte, naturaleza y espíritu, naturaleza e historia, naturaleza y desnaturalización, naturaleza y lo sobrenatural; cita también la naturaleza como identidad del espíritu. Ninguno de ellos le satisface en la interpretación que hace de Hölderlin. Heidegger se vuelve entonces hacia el poema para darse cuenta de que éste reclama un uso de la palabra naturaleza que recoja lo venidero. En griego clásico, physis significa naturaleza, aunque otros vocablos de esta lengua con la raíz phy- se relacionan con crecimiento, y ello le permite a Heidegger dar el salto y afirmar que la physis pre-socrática equivale a nuestra idea de movimiento. Sin duda, los pre-socráticos estaban preocupados por el problema de la verdad y la inmanencia en el contexto de un mundo natural cambiante y en perpetuo movimiento (que culmina con el panta rhei, el fluir de todas las cosas, de Heráclito). La naturaleza como movimiento es para Heidegger el “ir-hacia-atrás-en-sí-mismo”, es decir, un fluir vinculado al ser y a su origen. Heidegger, pues, desvela este significado oculto, subyacente o dormido en el inconsciente de la palabra naturaleza.
El crecimiento que nos propone el filósofo alemán, sin embargo, es diferente de la progresión del texto hacia el completo desocultamiento del ser que propone De Man. Esta progresión se manifestaría en el paso del intimismo al heroicismo, de éste a la conciencia de los peligros que acechan al poeta-héroe, y de aquí a la duda sobre la indefensión del hombre ante el mundo y la incapacidad del poeta de aportar una solución.
No deja de resultarnos interesante, por ello, el hecho de que De Man califique a Heidegger de metafísico, preocupado por la totalidad y por la coherencia. Lo que sucede, a nuestro entender, es que De Man dialoga con Heidegger como si de un profesor de literatura se tratase, mientras que lo que el pensador alemán lleva a cabo en un sus Aclaraciones a la poesía de Hölderlin es más bien un intento de aplicación práctica de los conceptos e ideas de su filosofía. Por este motivo, que el final del poema de Hölderlin sea uno u otro no le atormenta en lo más mínimo porque, ¿quién puede decidir dónde empieza y dónde acaba la obra de arte? ¿Y si hubiera Heidegger escogido una sola estrofa? Aun más: ¿no deberíamos analizar toda la obra de un poeta en conjunto? (de hecho, De Man se refiere aquí y allá de una manera natural al Hiperión y a otros escritos para desarrollar tesis y sustentar argumentos).
Volviendo al tema de la naturaleza, Heidegger continúa deconstruyendo el término más adelante en su escrito, de acuerdo con la concepción pre-socrática de la naturaleza como arkhé: “La naturaleza es anterior a todo lo real y a todo obrar, también anterior a los dioses.” Conviene remarcar que esta naturaleza no es solamente algo terrenal y planetario, sino que se identifica con el principio (arkhé) de lo universal: Hölderlin es un poeta romántico pero también vive en una época en la que la ciencia está desarrollándose y se están sentando las bases de lo que deberá ser más adelante. La diosa Fuerza de la Gravedad y otras leyes universales de la física están ya minando la autoridad de los dioses metafísicos: Hölderlin lo entiende y Heidegger capta esta conciencia. Y así, cuando el poeta habla de la obra de los dioses y los hombres, del pacto entre ambos y de cómo los hombres beben el fuego celeste, no puede estarse refieriendo a otra cosa que al ser-en-el-mundo, es decir, al yo y sus circunstancias, aliadas y en parte maleables, como dioses mórbidos pero imprevisibles. Esta imprevisibilidad empuja a los poetas a estar al acecho, ojo avizor, por si tuvieran que socorrer al pueblo en tiempos de catástrofes.
Para las etimologías indo-europeas, se pueden consultar los siguientes diccionarios: The American Heritage Dictionary of Indo-European Roots y el Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española.
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