En
la naturaleza no hay forma, pues no existe ni un adentro ni
un afuera.
Todo arte descansa en el espejo
del ojo.
Friedrich Nietzsche
En
el documental que Kim Kirby y Amy Kofman realizaron sobre Jacques
Derrida en 2002, la cámara ejecuta un largo plano sobre la biblioteca
de Derrida, y en ese momento uno de los realizadores le pregunta
a bocajarro:
–¿Usted ha leído todos los libros que hay aquí?
A
lo que Derrida contesta con un gesto inequívocamente travieso:
–No. Sólo he leído cuatro. Pero a esos los he leído muy,
pero que muy atentamente.
Intentemos
imaginar, si cabe, en qué pueda consistir una lectura como esa,
una lectura atenta.
Digamos
que el principio operativo que subyace a la lectura atenta es
lo que describe el término deconstrucción, que –como el propio
Derrida se encargó de mostrar en una conocida carta en la que
la responde al profesor Izutzu para aconsejarle cómo se lo debe
traducir al japonés– es una noción cargada de connotaciones negativas,
pese a que la idea original de “deconstrucción” –que
Derrida confiesa en esa carta haber sacado del Littré– no
tiene nada de negativo, ni siquiera el prefijo. En efecto, la
deconstrucción no es de- en el sentido de una des-construcción,
es decir, no es la inversión o lo contrario de una construcción
ni es la desarticulación o descomposición de nada. Y ya sería
hora de acabar de una buena vez con los bobos aires tremendistas
que impregnan ese puñado de ideas que han ganado tantas conciencias
ingenuas, que las usan como representaciones de la trasgresión
con la secreta intención de investir como revolucionarios a quienes
las esgrimen: “nihilismo”, “acontecimiento”,
“fuga”, “poder”, “signo”,
“aura”, “deconstrucción”, “práctica
discursiva”... Para entendernos: es tan bobo ir por ahí
de contestatario invocando la deconstrucción como arma mortífera
de la crítica textual como lo es perseguirla en nombre de la Verdad
y la Razón –vaya pestiñazo– y a renglón seguido tratar
de sacar a los deconstructivistas de la filosofía gritando contra
ellos lo de: ¡Nihilistas-ateos-relativistas-posmodernos! ¡A la
hoguera con ellos!
Signo
de la mala fe y señal de que hay mucho fariseo por ahí. No viene
mal recordar que las revoluciones no se hacen con palabras, y
que la Verdad y la Razón no necesitan que las defiendan ni los
periodistas y ni los sicofantes.
¿Qué
es deconstrucción en tanto que lectura atenta? En inglés “deconstruir”
se suele decir “to undo”, para explicar no tanto que
se “desmantela” o “deshace” algo sino
que “se hace algo no haciendo nada”, como si en la
deconstrucción no se tratara de llevar a cabo algo en particular
sino para mostrar que ninguna construcción significativa consigue
consolidarse. O que se consolida por los mismos procedimientos
por los que se desestabiliza y colapsa. Hablamos de construcción
de una forma, pero lo más justo sería hablar de forma a secas.
Véase
la explicación del Littré en la que Derrida confiesa haberse inspirado:
El
acto de deconstruir. Término gramatical. Descomponer la construcción
de las palabras de una frase. “De la deconstrucción, llamada
vulgarmente construcción”, Lemare, De la manière d’apprendre
les langues, cap. 17, en el Cours de Langue Latine.
Véase
Deconstruir.
1.
Desmontar las partes de un todo. Deconstruir una máquina para
armarla de otra manera.
2.
Término gramatical (...) Deconstruir los versos, hacerlos, con
la supresión de la métrica, semejantes a la prosa. En sentido
absoluto: “En el método de enseñanza por frases hechas
se comienza incluso con una traducción que, entre sus ventajas,
está incluso el de no reclamar la deconstrucción”. Lemare,
ibid.
3.
Deconstruirse, (...) perder la propia construcción. “La
erudición moderna da testimonio de cómo en una inmóvil región
oriental, una lengua concebida a la perfección se deconstruye
y altera por sí misma, por la sola ley de los cambios, que es
innata al espíritu humano”. Villemain, prefacio al Dictionnaire
de l’Académie
Resulta
significativo que en la carta de Derrida al profesor Izutsu, el
término “deconstrucción”, pese a ser un vocablo con
un valor originariamente afirmativo, aparezca tan cargado de negatividad.
La serie de determinaciones negativas que le sugiere al japonés
es notable: la deconstrucción no es ni un análisis ni una crítica,
ni en sentido general ni en sentido kantiano. Tampoco es un método,
es decir, no es un conjunto de reglas o de procedimientos portátiles.
Y, por lo mismo, no es ni un acto ni una operación. No tiene un
sujeto ni un responsable, ni siquiera como punto de fuga. “No
sólo porque conlleva algo de ‘pasivo’ o de ‘paciente’
(más pasivo que la pasividad que se opone a la actividad, diría
Blanchot, tanto más pasivo que la pasividad que se opone a la
actividad)”, insiste Derrida, sino que como “no depende
de un sujeto (individual o colectivo) que asuma la iniciativa
de ella y la aplique a un objeto, a un texto, a un tema, etc.”
no se la debe pensar como una actividad pues no tiene programa
ni agente, ni estrategia que la organice.
¿Qué es entonces? Un acontecimiento, algo que sucede y que no
espera a la decisión de nadie, ni de un sujeto ni de una época.
(Patapaf...! algo se deconstruye: se pudrió, se dice en el lunfardo
de Buenos Aires. Nada de especial, nada que contar.) ¡Ay, esta
época siempre dada a producir acontecimientos..!
Pero no nos engañemos. Dejemos a los periodistas la tarea de ocuparse
de este y otros “acontecimientos”, incluso de saber
si algo acontece (o no) de verdad. Lo importante, lo que debe
llamar nuestra atención no es el suceso, lo que pasa en la deconstrucción,
sino que pasa, y sobre todo que “se deconstruye”.
Es significativa la fórmula impersonal puesto que parece servir
como argumento para disculpar la travesura de un niño. Como si
Derrida dijera: “No he sido yo, ha sido ella sola, ella
misma, (la filosofía, la tradición de la metafísica occidental).
Se deconstruyó”.
(Pobrecita.)
Naturalmente, esta es una verdad a medias, porque está claro que
la deconstrucción no es algo que le haya sucedido al mundo. El
mundo ha seguido igual, idéntico a sí mismo, en vida de Derrida;
y después de muerto, no digamos. En cambio, hay dos circunstancias
especialmente significativas en relación con la suerte de la noción
derrideana de deconstrucción. De una parte, la mezcla de miedo
y repulsión que suscita en algunos. Véase la especial tirria con
la que fue tratado su inspirador, expresada de forma conspicua
y pública con la descomunal batahola que se produjo en Cambridge
(ampliamente coreada por el Times Literary Suplement) cuando se
propuso a Derrida para el doctorado Honoris causa de esa universidad:
una de las mayores y más virulentas reacciones adversas de que
ha sido objeto un filósofo en vida en la época contemporánea.
Y de las más groseras e injustas también. Y, por otra parte, que
Derrida no atribuyese a la deconstrucción ningún papel crítico,
como no fuese servir como piedra de toque de su ruptura con el
programa estructuralista y con toda filiación respecto del grupo
de la revista Tel Quel, con la que originalmente fue identificado.
Derrida afirmaba que la estructura, cuando se la piensa en función
de su estricta estructuralidad y no de lo que estructura (es decir,
cuando se la piensa de acuerdo con la función que cumple para alcanzar
el sentido) o sea, cuando se la aborda trascendentalmente, tal
como pretendían hacerlo los estructuralistas, no es. Si se la
piensa en el modo trascendental, la estructura es, sí, pero sólo
como la “presencia de una ausencia”: horrible oxímoron
blanchotiano que, con toda razón, saca de quicio a los filósofos
analíticos. La estructura se hace presente en la conciencia del
lenguaje de las llamadas ciencias humanas para mostrar que nunca
está del todo allí, sino que está puesta por el sujeto (o por
un centro, de incierto lugar en la estructura) para “hacer
el sentido”, y nada más.
Al leer atentamente no se desentraña ningún estrato profundo de
significado sino que se alcanza ese característico punto de incertidumbre,
zona muerta del sentido, metáfora ciega –Ate o Nemesis,
diría Homero– en que un texto afirma y niega su propio modo
figurativo al mismo tiempo que propone la radical indecidibilidad
entre ambas operaciones, (lo indecidible: nuevo blanchoteo para
sostener que no se puede decidir entre una y otra). Cuando acontece,
tiene lugar, pasa. No hay en esta lectura, ningún desciframiento
ni se produce una revelación negativa del tipo “todo es
falso”, “la Verdad es imposible”, “el
mundo no existe”, “la Tierra es plana”, bla,
bla, todo lo que atribuyen los críticos de mala fe a la deconstrucción.
Se diría que en una lectura atenta hay pura y simplemente atención
a lo que se lee tal como se lee.
Por otra parte, no podría haber desciframiento porque la única
operación que conlleva cifrado y descifrado es la escritura. La
escritura es código que traspone la unidad de las imágenes acústicas
y los conceptos a un sistema de diferencias de valores lingüísticos
que puede ser analizado e identificado; y escribir, la operación
de trasponer la lengua sonora a una pauta grafemática. Sin embargo,
no hay código como resultado de una lectura por la simple razón
de que el lector no es un escáner. Cuando Barthes hablaba de los
codes de la narración, incurría en una de sus típicas hipérboles, como solía
ocurrir con él. Si acaso, hay un sentido que el lector, por él
mismo (o la lectura, por ella misma), produce (construye o deconstruye)
cada vez que lee. Cada vez ahí, en el texto.
Aunque si lo pensamos bien, la lectura en tanto que experiencia nunca tiene lugar: lo cual hace particularmente irrisorias las
campañas que se lanzan en España para fomentarla y las “historias
de la lectura”, que deberían figurar catalogadas entre la
literatura fantástica (no en vano Alberto Manguel, su más conspicuo
historiador, ha sido co-autor de otra historia también inconcebible,
un repertorio de lugares imaginarios). La lectura es la interpretación
de signos escritos y esto ha sido siempre –y es– algo
que se realiza en voz alta, cuando se devuelve el significado
a la dimensión fónica comunicable. En cambio, lo que inventó Ambrosio
de Milán cuando se decidió a leer en silencio, es el sentido,
y leer a su manera es una operación inextricable por la que la
conciencia intenta controlar la necesaria forma que da a su experiencia
del texto, la aquilata para sí, la memoriza y la piensa al mismo
tiempo que inventa una esfera íntima, interior, sellada y hermética,
que se supone aloja ese sentido. Ambrosio inventó el sentido y
la vida interior. Cuando hablamos de lectura en el sentido ambrosiano,
nos referimos en realidad a la generación del sentido; o sea,
a la interpretación. La semiología dio en reconocer que las claves
de una interpretación no están tanto en las relaciones entre los
signos y sus significados referenciales o estructurales, sino
en la manera en que los signos producen la significación. Si su
peculiar concepto de lectura tuvo tanto éxito –de pronto
se hizo posible hablar de “leer” un acontecimiento,
una acción, un sistema de costumbres, y se generalizó la manera
de hablar de una interpretación como “lectura”–
fue porque el concepto de lectura, infectado de los hálitos librepensantes
de la Reforma, revisaba el proceso de la producción del sentido.
Lo hacía, por decirlo así, accesible a todo el mundo con sólo
que el lector entable una relación autónoma y personal con el
texto. Sólo la estupidez –ese doble insoslayable de la razón–
explica que el acontecimiento, la acción o el sistema de las costumbres
hayan sido convertidas en otras tantas especies de lo textual
y hayan dado lugar a la aberrante idea de que todo es texto.
Para comprender qué patrón de pensamiento hizo plausible el modelo
ambrosiano del sentido sería necesario revisar la influencia del
neoplatonismo y el papel que se da en éste a la forma. Encontramos
referencias a esta naturaleza espiritual del producto de la lectura
por alusión cruzada en las dos Enéadas que Plotino dedica a la
consideración de la belleza. En la primera (I, 6) la belleza es
presentada como el vehículo de una forma que tiene la propiedad
de ser formativa, dadora de forma, configurativa. En la segunda
(Enéadas, VI, 8) la captación de la forma supone participación
en esa capacidad formativa de la forma. Plotino sugiere: consideremos
dos bloques de piedra, uno de ellos es rústico y natural, el otro
ha sido tallado por la mano experimentada del artista para dar
forma a un dios. Ambos son bellos pero sólo el segundo lo es verdaderamente porque el arte ha puesto en esa materia natural una forma. ¿De
dónde procede esa forma? No de la materia, porque la forma no
es causa formalis entre otras tres causas efectivas, tal como
pensaba Aristóteles, sino sólo del principio que la da, esto es,
de la inteligencia que inspira la labor del artista. De la forma
sabemos por la belleza, de tal modo que la cosa –la materia,
la naturaleza– se fortalece al recibir la impresión de la
forma, convertida en impronta de la belleza, el principio formativo.
Plotino compara las potencias de la belleza por magnitudes: la
más grande o fuerte da forma a la más débil. Así pues, la forma
no se escoge o se pergeña sino que se impone. Es la mayor capacidad
formativa del artista la que se impone sobre la materia natural
y le imprime belleza. Y sin embargo, por paradójico que parezca,
decimos que esa belleza está en el objeto sólo porque el objeto
previamente ha sido interiorizado. La interiorización no es otra
cosa que su trasposición a forma: un camello debidamente “formalizado”,
es decir, reducido a su forma, intelegido tras ser leído en el
texto, puede atravesar el estrecho pasaje de los ojos a despecho
de la marcada diferencia de proporciones entre los cuerpos, entre
recipiente y contenido recibido.
Si tenemos que la belleza es otro nombre para el sentido, la lectura,
que desde Ambrosio avanza produciendo formas, no interioriza el
objeto encerrado en el texto sino que ante todo participa de su
forma. ¿Cabe concebir una manera de leer que tenga por propósito
interiorizar un sentido sin forma (que no es lo mismo que un sinsentido)?
¿Participar de lo que no tiene forma? ¿Se puede leer atentamente
para no generar forma alguna? Es muy probable que la deconstrucción en tanto que modelo paradigmático de la lectura atenta, sea precisamente eso: como un mago
perverso que nos echa sus pases de magia y al mismo tiempo nos
enseña sus trucos. Una manera peculiar de perder las formas.
Si consideramos el legado de la llamada la revolución lingüística
iniciada con Saussure y el formalismo ruso, este parece el fin
y el resultado necesario del proceso que se inicia con Ambrosio: perder la forma. Hasta acá
hemos llegado.
Y ahora que la hemos perdido, si quisiéramos ser
consecuentes con nuestro empeño deberíamos preguntarnos ¿cómo es
la experiencia de la (no) forma? O, ¿qué experiencia suscita descubrir
que el objeto (texto) que se entiende (quizás) no
tiene forma? ¿Cómo se siente uno al descubrir que la anhelada forma se da siempre de manera diferida,
renovada, incontrolable y, a la postre, incontrastable? La obra
de Paul de Man está en gran medida dedicada a estudiar los contornos
de esta pregunta tan desasosegante en la delicada línea que separa
la literatura de la filosofía. Una respuesta se adelanta en su
afirmación de que:
La
lectura no es "nuestra" lectura, puesto que tan sólo
emplea los elementos lingüísticos que suministra el mismo texto;
la distinción entre autor y lector es una de las falsas distinciones
que la lectura pone en evidencia. La deconstrucción no es algo
que hemos añadido al texto, sino que es algo que está constituido
en primer lugar en el texto.[i]
Se puede discutir si la equiparación de lectura y autoría no da
subrepticiamente la decisión final sobre el sentido de un texto
al lector atento –es decir, al crítico– y al mismo
tiempo reconoce que semejante lector no está nunca en condiciones
de asegurar o de saber qué es lo que ha leído. Parecería entonces
que eleva al crítico/lector a la condición de autor y, por la
misma movida, lo desautoriza. Si fuera así, la voluntad de saber,
la episteme, quedaría así arrojada a un marasmo definitivo.
Pero si la deconstrucción, la lectura atenta, es en verdad un
acontecimiento, o sea, algo que nadie ha decidido, no cabe reprochárselo
a ella ni a quienes la anuncian sino investigar qué será lo que en verdad estamos diciendo.
Barcelona, febrero de 2006
NOTAS
1. Paul
de Man, Alegorías de la lectura: El lenguaje figurado en Rousseau,
Rilke, Nietzsche y Proust, trad. Enrique Lynch (Barcelona:
Lumen, 1990), 31.
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