I
Paul de Man, en una
lectura singular y sugerente de Jorge Luis Borges, sostiene que
en el centro de los relatos del escritor argentino se encuentra
siempre un acto de infamia. Un ejemplo de ello, lo encuentra en
uno de sus primeros relatos, donde Hákim, un impostor religioso,
oculta su rostro tras una máscara de oro. Para Paul de Man
[...]
la función simbólica de los actos infames se destaca aquí con
toda claridad: al principio, Hákim era un tintorero,
es decir, alguien que presenta con vivos y hermosos colores
lo que en origen era pardo y gris. En esto se asemeja al artista,
por cuanto éste confiere cualidades de irresistible atractivo
a cosas que no necesariamente las poseen.[1]
A partir del análisis
de la infamia en los textos de Borges, el teórico belga afirma
que la creación de la belleza comienza con un acto de duplicidad.
El escritor engendra otro yo que es su reverso reflejado. En ese
anti-yo, las virtudes y los vicios del original se distorsionan
e invierten extrañamente[2].
Sin embargo, advierte que el ejercicio poético, aunque encuentra
su origen en la duplicidad, no se agota en ella. El escritor presenta
su doble, una forma inventada, como un simulacro de sí mismo,
es decir, como poseedor de los atributos de la realidad de quien
lo ha creado. Esta primera forma se reproduce en otra, dando como
resultado una segunda forma reflejada que toma la seudorrealidad
anterior como su propio punto de partida[3].
Así pues, en la duplicación sucesiva de formas reflejadas, como
la tela de vivos y hermosos colores respecto a la tela sin teñir,
parda y gris, se presenta estilísticamente superior a su anterior.
El poeta, llevando al límite esta sucesión de imágenes reflejadas,
[...]puede
alcanzar el único éxito que importa: una imagen ordenada de
la realidad que contiene en su conjunto todas las cosas, sutilmente
transformadas y enriquecidas por el proceso imaginario que las
engendró.[4]
El acto de duplicidad,
así como todas sus formas reflejadas, responde, en tanto que nuestro
universo real es estable pero caótico[5],
al impulso poético, es decir, a la irrefrenable voluntad de ordenar
un caos que, sentido de manera desagradable, se revela bajo el
seductor brillo de lo doble, más tarde multiplicado. Borges, como
veremos más adelante, expresa en sus versos que los ínfimos episodios
retenidos en la memoria, el espejo espectral del tiempo humano,
son los que nos salvan de un existir caótico, un existir sometido
a hirientes pasiones. Ahora bien, este proceso, advierte Paul
de Man, lleva consigo, por una parte, la disolución de
La
sustancia espacial que, a modo de ligadura, impedía la disgregación
de nuestro caótico universo. En lugar de una masa infinita de
sustancia, tendremos un número finito de hechos aislados incapaces
de establecer relaciones entre sí.[6]
y por otra, el fracaso.
Por que
El
impulso poético, con toda su perversa duplicidad, pertenece
únicamente al hombre, es signo de su condición esencialmente
humana. Pero Dios aparece en escena como poder de la realidad
misma, bajo la forma de la muerte, que demuestra el fracaso
de la poesía.[7]
Así pues, recuperando
el ejemplo utilizado al abrir este ensayo, el aspecto de la realidad
caótica, que no se deja someter al estilo, o lo que es lo mismo,
a la continuación ordenada de formas que encuentran su origen
en la anterior, es
[...]
el mismo que tiene el rostro horrible de Hákim cuando a éste
se le cae la brillante máscara que llevaba puesta y revela tras
ella una cara corroída por la lepra.[8]
II
Jorge Luis Borges,
en su poema <Historia de la noche>, incluido en el libro
de poemas que, publicado en 1977, lleva el mismo título, escribe
A
lo largo de sus generaciones
los
hombres erigieron la noche.
En
el principio era ceguera y sueño
y
espinas que laceran el pie desnudo
y
temor de los lobos.
Nunca
sabremos quien forjó la palabra
para
el intervalo de sombra
que
divide los dos crepúsculos.[9]
Un
ejemplo poético del sucesivo reflejo de imágenes lo podemos encontrar
en su poema <Inferno, V, 129>, incluido en el libro de poemas
titulado La cifra y publicado en 1981
Dejan
caer el libro, porque ya saben
que
son las personas del libro.
Un
libro, un sueño les revela
que
son formas de un sueño que fue soñado
Otro
libro hará que los hombres,
sueños
también, los sueñen.[10]
Borges, siguiendo
las enseñanzas de Heráclito, imagina un universo fluido y cambiante,
y añade que, sobre este universo, cada episodio retenido en la
memoria impone lo rígido[11],
una parte mínima de la trama de lo que llamamos historia universal,
sueños de sueños, reflejos de reflejos. Borges, sin embargo, llegado
este punto se plantea
¿Hay
un fin en la trama? Schopenhauer la creía tan insensata como
las caras o los leones que vemos en la configuración de una
nube. ¿Hay un fin de la trama? Ese fin no puede ser ético,
ya que la ética es una ilusión de los hombres, no de las inescrutables
divinidades.[12]
Así pues, el
poeta, ante el propio ejercicio de la palabra, reconoce, finalmente,
su condición humana y temporal, reconoce, por tanto, el fracaso
de su poesía
Polvo
también es la palabra escrita
por
tu mano o el verbo pronunciado
por
tu boca.
No
hay lástima en el Hado
y
la noche de Dios es infinita.
Tu
materia es el tiempo, el incesante
tiempo.
Eres cada solitario instante.[13]
Sólo
me queda la ceniza. Nada.
Absuelto
de las máscaras que he sido,
seré
en la muerte mi total olvido.[14]
Moriré
y conmigo la suma
del
intolerable universo...
Borraré
la acumulación del pasado.
Haré
polvo la historia, polvo al polvo.
Lego
la nada a nadie.[15]
III
En la obra de Borges
encontramos un juego de reflejos que limita con un dios indescifrable.
Éste se encuentra antes y después de que el poeta se pronuncie
o escriba, antes que entrelace palabras en un cuarto de una casa[16]
y que den como resultado cosas dispares, meras figuraciones y
facetas de una sola cosa infinita[17].
Encontramos, asimismo, la lucha de un hombre por ser alguien y
que reconoce que
Somos
el tiempo. Somos la famosa
parábola
de Heráclito el Oscuro.
Somos
el agua, no el diamante duro,
la
que se pierde, no la que reposa.[18]
Debo
alabar y agradecer cada instante del tiempo.
Mi
alimento es todas las cosas.
El
peso preciso del universo, la humillación, el júbilo.
Debo
justificar lo que me hiere.
No
importa mi ventura o mi desventura.
Soy
el poeta.[19]
Otra
cosa no soy que esas imágenes
que
baraja el azar y nombra el tedio.
Con
ellas, aunque ciego y quebrantado,
he
de labrar el verso incorruptible
y
(es mi deber) salvarme.[20]
El impulso poético
en Borges, aunque derivara, según sus propias palabras, en naderías,
no cesó ni cuando se sintió cansado. Y aunque Borges creyera que
todas las empresas del hombre son igualmente vanas[21],
dejó escrito, poco antes de morir, que:
[...] sigo,
sin embargo, escribiendo. ¿Qué otra suerte me queda, qué otra
hermosa suerte me queda? La dicha de escribir no se mide por
las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra humana es
deleznable, afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es.[22]
Quizá del otro lado de la muerte
sabré si he sido una palabra o alguien.[23]
Sigue siendo necesaria.
Jorge Luis Borges, insomne y solitario, perdido en la confusión
del existir, encontró alivio en la biografía novelada, en el atractivo
reflejo de sí mismo: una forma de ser en un mundo fluido y cambiante.
Barcelona,
marzo de 2006
NOTAS
[i]
Paul de Man, Escritos críticos (Madrid: Visor Dis.,
1996), p. 217.
[9]
Jorge Luis Borges, <Historia de la noche>, en Historia
de la noche.
[10] Jorge Luis Borges, <Inferno, V, 129>,
en La cifra.
[11]
Jorge Luis Borges, <Epílogo>, en Historia de la noche.
[12]
Jorge Luis Borges, <1982>, en Los conjurados.
[13]
Jorge Luis Borges, <No eres los otros>, en La moneda
de hierro.
[14]
Jorge Luis Borges, <Piedras y Chile>, en Los conjurados.
[15]
Jorge Luis Borges, <El suicida>, en La rosa profunda.
[16]
Jorge Luis Borges, <Yo>, en La rosa profunda.
[17]
Jorge Luis Borges, <Inscripción>, en Historia de
la noche.
[18]
Jorge Luis Borges, <Son los ríos>, en Los conjurados.
[19]
Jorge Luis Borges, <El cómplice>, en La cifra.
[20] Jorge Luis Borges, <El hacedor>,
en La cifra.
[21]
Jorge Luis Borges, <Los conjurados>, en Los conjurados.
[22]
Jorge Luis Borges, <Prólogo>, en Los conjurados.
[23]
Jorge Luis Borges, <Correr o ser>, en La cifra.
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