Cada
poema, o cada obra considerada como totalidad, es una versión
particular de la comprensión que una conciencia poética
posee de su propia intención específica y autónoma
o, dicho de otro modo, cada obra pregunta por su propio modo
de ser, y la tarea del intérprete consiste no en responder
a esta pregunta sino en hacer explícito de qué
manera y con qué grado de conciencia es planteada la
pregunta.
Paul
de Man, "Modelos de temporalidad en Wie wenn am Feiertage...,
de Hölderlin".
Voy
a copiar un poema del argentino Roberto Juarroz, el poema primero
de su Doceava Poesía Vertical, e intentaré leerlo
buscando poner de manifiesto lo que el poema muestra. El ejercicio
podría ser considerado una aberración, parte de
la siempre un poco absurda empresa de la interpretación
de la poesía por medio de la paráfrasis. Lo haré,
por tanto, intentando –según el epígrafe demaniano
que encabeza mi texto– no tanto dar con algo como “lo
que el poema significa”, sino utilizarlo para hacer explícitos
(inevitablemente de modo parafrástico) los problemas que
el poema plantea acerca de la relación del lenguaje con
el sentido.
Sacar
la palabra del lugar de la palabra
y ponerla en el sitio de aquello que no habla:
los tiempos agotados,
las esperas sin nombre,
las armonías que nunca se consuman,
las vigencias desdeñadas,
las corrientes en suspenso.
Lograr
que la palabra adopte
el licor olvidado
de lo que no es palabra,
sino expectante mutismo
al borde del silencio,
en el contorno de la rosa,
en el atrás sin sueño de los pájaros,
en la sombra casi hueca del hombre.
Y
así sumado el mundo,
abrir el espacio novísimo
donde la palabra no sea simplemente
un signo para hablar
sino también para callar,
canal puro del ser,
forma para decir o no decir,
con el sentido a cuestas
como un dios a la espalda.
Quizá
el revés de un dios,
quizá su negativo.
O tal vez su modelo.
Podría
decirse que el poema trata de la obsesión, tan frecuente
en poesía, de conseguir decir el mundo. De poner palabras
a aquello que no puede decirse. Si alguien preguntara por el asunto
del poema, una primera respuesta podría darse citando sus
dos primeros versos:
Sacar
la palabra del lugar de la palabra
y ponerla en el sitio de aquello que no habla
Se
habla de un “lugar” de la palabra. Siguiendo esa idea,
la palabra –las palabras– tienen un lugar propio.
La poesía intentaría “sacarlas” de ese
lugar para “ponerlas” en otro, en el “sitio”
de lo que no es palabra.
A
continuación se hace una enumeración de algunas
de esas “cosas que no hablan”. La palabra “cosa”
no aparece en el poema, pero podría decirse que su tema
es ese tema, común a la poesía y a la filosofía:
cosas y palabras, palabras y cosas. Y lo que pasa entre ambas.
Creo que merece la pena atender a la enumeración. Lo que
se enumera como parte de “aquello que no habla”, no
son, propiamente, cosas: tiempos, esperas, armonías, vigencias,
corrientes. Ninguna “cosa”, en el sentido de un objeto
que pudiera ser mostrado y percibido.
La
segunda estrofa se extiende sobre lo que la poesía debería
poder hacer, lo que debería “lograr”: adoptar
“el licor olvidado de lo que no es palabra sino expectante
mutismo al borde del silencio”. Parece ahora que no se trata
de poner palabras a lo que no tiene palabra, en esa operación
de trasladar la palabra de su sitio propio, el del lenguaje, a
ese otro sitio de lo que no es lenguaje, sino de conseguir que
la palabra adopte algo del orden de lo que no es palabra, que
adopte algo de mutismo, que adopte algo de silencio. La palabra
debe poder lograr adoptar el silencio.
Esta
última idea parece aclararse en la siguiente estrofa:
Y
así sumado el mundo,
abrir el espacio novísimo
donde la palabra no sea simplemente
un signo para hablar
sino también para callar,
canal puro del ser,
forma para decir o no decir
Hasta
aquí, tendríamos:
1ª
estrofa: la palabra se “saca” de su lugar y se traslada
a otro, al de lo que no habla. (El infinitivo que da comienzo
a la estrofa es “sacar”);
2ª
estrofa: la palabra debe lograr adoptar algo del orden del silencio.
(El infinitivo que da comienzo a la estrofa es “lograr”).
La
tercera estrofa no comienza con un infinitivo, este que he leído
como desideratum, como tarea por hacer, o como la tarea de la
poesía (nótese que en el poema no aparece ningún
pronombre personal). Se inicia con un conector (“y así”)
que introduce un participio, indicando el tiempo futuro imaginado
en el que la tarea estaría ya cumplida: “sumado el
mundo”. Es decir: una vez ya sumado el mundo. Una vez ya
sumado el mundo, aparece otro infinitivo: “abrir”.
Y lo que se abre, o lo que habría que abrir, es, otra vez,
un lugar. La palabra se ha quitado de su lugar, y se ha puesto
en otro. Así, algo ha pasado entre palabras y cosas. Algo
ha sido adoptado de unas por otras. La palabra ha adoptado algo
de “aquello que no habla” y, en esa operación,
el mundo –las cosas–, se ha sumado a ella. Habría
entonces que “abrir” este nuevo lugar, este “espacio
novísimo” que no es ya propiamente “el lugar
de la palabra” ni, tampoco, “el sitio de aquello que
no habla”, sino otro lugar. No es ni el lugar de las palabras,
ni el de las cosas.
En
este nuevo espacio, la palabra no es ya “simplemente un
signo para hablar”, sino “también para callar”,
una “forma para decir o no decir”, el “canal
puro del ser”. ¿Qué es este lugar, este espacio,
en este tópos, que es una suerte de suma de cosas y palabras,
pero que a la vez no es ni cosa ni palabra? ¿Qué
es esta forma? El poema resuena, evidentemente, a Heidegger. El
lenguaje no es (simplemente) la palabra. No es (simplemente) las
cosas. No es (simplemente) el silencio. El lenguaje es el lugar
del ser, un peculiar ‘lugar’ del ser.
En
el poema, la palabra que habita ese “espacio novísimo”
puede hablar o callar, puede decir o no decir. Incluye el silencio.
No es la primera “palabra” de la primera estrofa,
a la que hay que sacar de su lugar, aquella que es simplemente
un signo para hablar. La palabra-forma-canal puro del ser es ahora
la Palabra, el lenguaje. Y esta Palabra –se nos dice–
anda, es,
con
el sentido a cuestas
como un dios a la espalda.
Llevar/tener
el sentido “a cuestas” es como llevar/tener “un
dios a la espalda”. Un dios que asegura –como un guardaespaldas–que,
bien se hable o se calle, palabras y cosas están reunidas;
un dios que garantiza que hay un espacio en el que la brecha entre
palabras y cosas desaparece. El espacio novísimo de la
Palabra, el canal puro del ser, el lenguaje, tiene la espalda
cubierta por el sentido. El sentido cubre la espalda del lenguaje,
su parte de atrás, su fondo.
Y
entonces se abre la última estrofa. Ya no con un infinitivo
de deseo, o por cumplir, sino con un “quizá”.
Los infinitivos anteriores indicaban cierta progresión
en el tiempo, pero aquí la progresión se interrumpe.
En el diccionario, si busco “quizá”, leo: “(Del
lat. qui sapit, quién sabe).1. adv. duda Denota la posibilidad
de que ocurra o sea cierto lo que se expresa”.
La
última estrofa del poema se inicia con una duda que se
refiere, justamente, al guardaespaldas, al garante:
Quizá
el revés de un dios,
quizá su negativo.
Hasta
el punto, leemos: quizá ese dios que va a la espalda del
lenguaje, que es como el sentido, no sea un dios, sino “el
revés” de un dios. El “negativo” de un
dios. ¿Un demonio? ¿Cómo leeríamos
entonces la estrofa anterior?
abrir
el espacio novísimo
donde la palabra no sea simplemente
un signo para hablar
sino también para callar,
canal puro del ser,
forma para decir o no decir,
con el sentido a cuestas
como un demonio a la espalda.
Un
primer efecto de esta lectura produce que, en el penúltimo
verso, “el sentido a cuestas” resuene con un nuevo
peso. Tener el sentido a cuestas como quien tiene un demonio a
la espalda vuelve el sentido una carga pesada. Ahora suena casi
a condena. Y esta condena va revirtiendo en los versos anteriores.
El espacio novísimo del lenguaje, el lugar de la sutura
de la brecha entre palabras y cosas carga inexorablemente con
el sentido. Hablemos o callemos, palabras y cosas habitan un mismo
espacio demoníaco, poseído por el sentido. El sentido
no depende de nuestras palabras, de nuestro propósito de
nombrar las cosas, ni de nuestros silencios. Simplemente depende
de que haya lenguaje, esa “forma para decir o no decir”.
Por
otra parte, si el término “dios” ha sido sustituido
por “demonio” y, como vimos antes, la comparación
se hacía entre el sentido y aquel dios, podríamos
pensar que “el revés de un dios” pone también
de revés el sentido, es decir, lo vuelve sinsentido. No
seguiré por esta vía, que me parece más arriesgada
para leer ahora este poema y que me alejaría de mi propósito
aquí, pero la dejo apuntada como lectura posible cuyas
consecuencias deberían ser pensadas.
Transcribo
nuevamente la última estrofa, agregando ahora el verso
que faltaba, el último verso del poema:
Quizá
el revés de un dios,
quizá su negativo.
O tal vez su modelo.
Otra
vez se inicia una oración con una duda. Y es la última
del poema. El poema acaba dudando. (Leo ese “tal vez”
exactamente como un sinónimo de “quizá”).
El poema se pregunta, entonces, si “tal vez” el sentido,
que va “a cuestas” del lenguaje, es el modelo de un
dios. Idea extraña, porque ¿qué puede ser
modelo de un dios? La palabra “modelo” nos remite
a Platón: el arquetipo, la Idea. Tal vez el sentido sea
como la Idea de un dios.
El
adverbio “quizá” proviene de una pregunta retórica
(¿quién sabe?), cuya función retórica,
precisamente, ha producido la eliminación de los signos
de interrogación y la ha convertido en una sola palabra,
un adverbio de duda. Una duda como la del “¿quién
sabe?” no es, pues, propiamente, una pregunta. No supone
un interlocutor que podría darnos la respuesta, ni supone
que alguien sabe y que por lo tanto habría solamente que
averiguar quién es.
El
sentido literal de aquella pregunta olvidada en la palabra “quizá”,
pregunta quién lo sabe. Pregunta: ¿quién,
de entre todos, sabe si el sentido es un dios, un demonio o una
Idea? Y espera una respuesta. Su sentido figurado, retórico,
afirmaría en cambio: nadie puede saber si el sentido es
un dios, un demonio o una Idea. Por lo tanto, no cabe esperar
una respuesta que lo decida de una vez.
Si
atendemos a lo que el poema dice, concretamente, en su última
estrofa, deberíamos parafrasearlo así: puede ser
que el sentido sea como el revés de un dios, como su negativo,
o como su modelo. El poema dice que pudiera ser que fuera como
cualquiera de estas cosas, agregando a estas dos últimas
–revés/negativo y modelo– la primera posibilidad:
la de que el sentido sea como un dios. Y eso no es una pregunta,
es una afirmación. Se concederá sin embargo que
es una afirmación peculiar, equivalente a una formulación
del tipo “es posible que”,que aquí da lugar
por lo menos a tres posibilidades diferentes de lectura del poema
que, por otra parte, están dadas por el propio poema.
En
una paráfrasis, leeríamos el poema así, entonces:
el lugar de las palabras y el lugar de las cosas están
separados, pero se reúnen en un mismo y nuevo espacio –el
del lenguaje– en el que el sentido es como un dios a la
espalda del lenguaje (su garante), o como un demonio a cuestas
del lenguaje (su condena), o como el modelo del lenguaje (su idealidad).
La
brecha entre palabras y mundo que inicialmente, en el poema, aparecía
señalada y que se tendía a resolver progresivamente
hasta alcanzar el “espacio novísimo” de una
Palabra que ya no es signo para hablar sino la forma pura del
ser, aparece nuevamente abierta en la estrofa final, esta vez
dentro de ese mismo nuevo espacio que es el lenguaje. Los “quizá”
y el “tal vez” señalan las bifurcaciones de
las posibilidades dentro del lenguaje mismo. En el ámbito
propio del lenguaje, el sentido se lleva a cuestas como un fondo
tranquilizador que todo lo reúne, o como una suerte de
condena diabólica (por oposición a simbólica,
es decir como una condena que señala la separación
de lo que sólo está unido por convención),
o, por último, como un espacio ideal (hacia el que se tiende,
pero inalcanzable).
El
poema es metalingüístico, es decir, habla del lenguaje.
Y, como ya he hecho notar, es difícil encontrar en él
alguna referencia a cosas. Alude a lugares que propiamente no
son lugares, a palabras que no son palabras, a cosas que no son
cosas. No diríamos que no se refiere a nada, pero sus referentes
no son del orden de los fenómenos, no tienen materialidad
alguna. La verdad o la falsedad de lo que dice no es, por tanto,
decidible por ninguna contrastación con los hechos del
mundo. Tal decisión no es pertinente para un poema, en
tanto que “narrativa ficticia”. Otro tanto podría
ser dicho acerca de la gran mayoría de los textos que son
considerados filosóficos, y ello explicaría buena
parte de la “resistencia a la teoría” (literaria)
que Paul de Man ha observado y analizado en muchos de sus textos.
Podría decirse, en este sentido, que el poema de Juarroz
es un poema fuertemente cargado de ideología:
Sería
desacertado, por ejemplo, confundir la materialidad del significante
con la materialidad de lo que significa. Esto parece ser suficientemente
obvio al nivel de la luz y del sonido, pero lo es menos con
respecto a la más general fenomenalidad del espacio,
del tiempo o especialmente del yo. Nadie en su sano juicio intentará
cultivar uvas por medio de la luminosidad de la palabra «día»,
pero es difícil no concebir la forma de nuestra existencia
pasada y futura de acuerdo con esquemas temporales y espaciales
que pertenecen a narrativas de ficción y no al mundo.
Esto no significa que las narrativas ficticias no sean parte
del mundo y de la realidad; puede que su impacto en el mundo
sea demasiado fuerte para nuestro gusto. Lo que llamamos ideología
es precisamente la confusión de la realidad lingüística
con la natural, cierta referencia con el fenomenalismo. De ahí
que, más que cualquier otro modo de investigación,
incluida la economía, la lingüística de la
literariedad sea un arma indispensable y poderosa para desenmascarar
aberraciones ideológicas, así como un factor determinante
para explicar su aparición. (1)
La
teoría literaria podría desestimar entonces el asunto
explícito del poema, revelándolo como un problema
fabricado artificialmente y sin realidad alguna, pero continuaría
teniendo el problema de elucidar el modo en el que el poema hace,
efectivamente, sentido. Si la Estética o, más ampliamente,
la Filosofía han mostrado resistencias a los análisis
literarios que fijan su atención en los modos de producción
discursiva por ser análisis que podrían mostrar
la inconsistencia del objeto de sus reflexiones, de Man señala
un motivo más profundo que explicaría esta resistencia
y que reside en el seno del proyecto mismo de la teoría
literaria en cuanto disciplina científica. En este sentido,
uno de los mayores logros de tal disciplina sería la relativa
conciencia que ha comenzado a desarrollar acerca de sus propios
supuestos y posibilidades metodológicos, toda vez que su
objeto sigue siendo el más enigmático de todos:
El
más familiar y general de los modelos lingüísticos,
el clásico trivium, que considera a las ciencias del
lenguaje compuestas por la gramática, la retórica
y la lógica (o la dialéctica) es, de hecho, un
conjunto de tensiones no resueltas, lo bastante poderoso para
haber generado un discurso infinitamente prolongado de frustración
sin fin, del que la teoría literaria contemporánea,
incluso en su forma más segura de sí, es un capítulo
más. (2)
La
calificación de un texto como ideológico puede ser
muy útil a los fines del pensamiento crítico en
general, pero es el lenguaje mismo en su dimensión retórica,
dice de Man, lo que produce el trastorno del equilibrio del modelo
teórico, desestabilizándolo desde dentro y, con
ello, también haciendo problemática su extensión
al mundo no verbal. Mientras sea posible ignorar el empuje epistemológico
de la dimensión retórica del discurso, asimilándolo
a su dimensión gramática, se preserva la continuidad
entre la lógica y el conocimiento del mundo, entre la teoría
y el fenomenalismo. Pero los tropos, en tanto pertenecen al lenguaje
de manera primordial –y no por extensión de la lógica–
son “funciones de producción textual que no siguen
necesariamente el modelo de una entidad no verbal”. Es decir,
son puramente lingüísticos. La tensión oculta
pero permanente entre retórica y gramática, anota
de Man, se hace especialmente evidente en el proceso de la lectura,
que de manera necesaria participa de ambas, puesto que toda descodificación
de un texto produce algo así como un efecto de acumulación
residual de sentido no determinable, no fijable, e inasimilable
por estructuras gramaticales, incluso en las versiones discursivas
más llanas que puedan producirse. (3)
Esto
es exactamente lo que la lectura que hemos hecho del poema de
Juarroz pretende ilustrar. El poema enseña una progresión
que parece poder alcanzar un espacio en el que las tensiones problemáticas
del lenguaje –expuestas en el poema inicialmente como la
ingenua dualidad de un dentro-fuera/palabras-cosas–quedarían
resueltas, pero, una vez dentro de ese espacio otro (en el que
todo está adentro o todo afuera, tanto da), donde la progresión
parecía haber alcanzado su fin, un fin de completud de
sentido, las oscilaciones vuelven a hacerse presentes (en el poema
aparecen explícitas mediante la duda, y se refieren precisamente
al sentido),y de tal forma que no pueden ser resueltas definitivamente.
Que
el sentido del poema se produzca a pesar de y precisamente en
su ambigüedad no debería extrañarnos si, en
el extremo, pensamos toda palabra como tropo, tal y como Nietzsche
–quizá el principal maestro de Paul de Man–
entendía el lenguaje en cuanto metáfora, es decir,
como sustitución de la pluralidad de las singularidades
fenoménicas por generalizaciones lógicas (4). Esa
permanente tensión entre retórica y gramática
late como inestabilidad del sentido en el lenguaje mismo. Pero
la indecisión no nos deja mudos. Por el contrario, hace
que las palabras proliferen.
NOTAS
- De Man, Paul. La resistencia a la teoría. Ed. Wlad Godzich. Trad. Elena Elorriaga y Oriol Francés. Madrid: Visor, 1990. pp. 11-37, p.7. (El subrayado es mío).
- Idem, p. 8.
- Idem. p.10.
- Cf. Nieztsche, F. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.
(Para un análisis de este mismo poema puede consultarse, de Horacio Centanino: “Roberto Juarroz: una poética del Ser”, en: http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Centanino/Juarroz.htm).
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