Creo, por eso hablo.
San Agustín, Confesiones, I, 5, 6
Tal vez el ensayo La resistencia a la teoría sea el más explícito en cuanto a la metodología empleada por Paul de Man a lo largo de su obra. Lo que en otros textos encontramos entre líneas aquí se muestra como el programa de trabajo de una teoría literaria “lingüísticamente orientada”. Programa, bien es cierto, con escasísimo esplendor formal y muy propenso a la ocultación de sus principios. La resistencia a la teoría es, seguramente, un ejemplo extremo de contra-programa. Con una argumentación escurridiza llena de alusiones implícitas y un deliberado pormenor en la presentación de los ejemplos (dos técnicas que suelen concurrir en los escritos demanianos) el lector se ve arrastrado en pocas páginas a una serie de conclusiones sorprendentes. Como el mismo título indica el núcleo de este ensayo trata sobre la dificultad intrínseca de teorizar delante de un texto literario. En sus últimas líneas leemos:
Nada puede superar la resistencia a la teoría ya que la teoría misma es esta resistencia. Cuanto más elevados sean los fines y mejores métodos de la teoría literaria, menos posible se vuelve ésta. Con todo, la teoría literaria no está en peligro de hundirse: no puede sino florecer, y cuanta más resistencia encuentra, más florece, ya que el lenguaje que habla es el de la autorresistencia. Lo que sigue siendo imposible de decidir es si este florecimiento es un triunfo o una caída.[1]
La sorpresa del lector no se produce tanto por el contenido de estas afirmaciones (pergeñadas, por qué no decirlo, con una prosa bastante autosatisfecha de su ambigüedad) sino por el desajuste entre su contundencia retórica y el tono aparentemente aséptico y riguroso en el que se desarrolla casi la totalidad del ensayo. En La resistencia a la teoría De Man lleva a la perfección el arte de evitar los supuestos filosóficos de su propia concepción. Podrá argüirse que no existen tales supuestos porque de Man no pretende en ningún momento hacer filosofía, sino todo lo contrario: su empeño se centra en el intento de liberar y aislar los textos literarios de cualquier concepción filosófica que los lleve más allá de su “lingüisticidad”. La ilusión consiste, precisamente, en creer que tal delimitación del campo teórico obedece a razones no filosóficas, es decir, que surge de una lectura que atiende en exclusiva al texto y a sus modos de producción de sentido. Al afirmar que “la teoría literaria aparece cuando la aproximación a los textos deja de basarse en consideraciones no lingüísticas” no se respalda de Man en “consideraciones lingüísticas”. Su posicionamiento inicial es tan o más filosófico (e ideológico) como el de las concepciones abiertamente trascendentalistas. Por ello la advertencia con la que empieza el ensayo, relativa al éxito de ciertas lecturas no lingüísticas de los textos literarios, puede aplicarse al propio de Man.
Sin embargo, se puede demostrar que, en todos los casos, este éxito depende del poder de un sistema (filosófico, religioso o ideológico) que puede mantenerse implícito pero que determina una concepción a priori de lo que es «literario» partiendo de las premisas del sistema más que de la cosa literaria misma –si dicha «cosa» existe realmente.[2]
¿Cuál es la “concepción a priori” que permite a de Man circunscribir y reducir la esencia de lo literario a un juego, todo lo decisivo que se quiera, entre los signos lingüísticos? ¿En qué noción del lenguaje se apoya? Trataremos de responder con unas breves notas.
La clásica oposición entre la ficción y realidad que rige algunos de los debates sobre el estatuto de la literatura y el arte sirve a de Man para dejar caer la que tal vez sea su tesis más fuerte, si es que puede hablarse así.
En una semiología auténtica, así como en otras teorías lingüísticamente orientadas, no se niega la función referencial del lenguaje ni mucho menos; lo que se cuestiona es su autoridad como modelo para la cognición fenomenal. La literatura es ficción no porque de algún modo se niegue a aceptar la realidad, sino porque no es cierto a priori que el lenguaje funcione según principios que no son los del mundo fenomenal o que son como ellos. Por tanto, no es cierto a priori la literatura sea una fuente de información fiable acerca de otra cosa que no sea su propio lenguaje.[3]
De entrada de Man sí niega la función referencial del lenguaje, aunque el texto introduzca una salvedad en sentido contrario. La razón es sencilla. “Referenciar” algo es decir indirectamente “aquello sí y no lo otro”, y en este acto tan simple fijamos una preferencia cognitiva, establecemos un modelo que habrá de influir necesariamente en el curso de nuestra reflexión. Resulta, pues, inherente a la función referencial del lenguaje marcar o señalar una vía modélica de conocimiento. No existen referencias no modélicas, incluso las imaginarias o ficticias lo son. La referencia añade una información, es conocimiento y, por tanto, se hace valer como tal. Luego, por supuesto, podemos aceptar, negar o discutir la legitimidad de ese conocimiento, pero ello no afecta en nada a la naturaleza de la referencia. El requisito para poner en duda una opinión descansa en la creencia de que las palabras dicen algo. La posición de de Man es confusa porque pretende asentar un juicio sin entrar en el debate, sin creer, realmente, que exista una cosa llamada función referencial del lenguaje. Recuerda un poco a la actitud del ateo ilustrado, que admite que exista la creencia en Dios por razones humanitarias o políticas y a continuación concluye que dicha creencia es un absurdo porque Dios no existe.
La segunda parte de la tesis no encierra menos equívocos. ¿En qué sentido un texto literario es ficción?, ¿qué nociones de ficción y realidad maneja de Man? El hecho de que la literatura, tal y como sostiene de Man, informe únicamente del funcionamiento de su lenguaje no la convierte, ni mucho menos, en ficción. ¿Cómo podría serlo si no mantiene alguna clase de vínculo con la realidad? Tarde o temprano la ficción literaria tiene que remitirse a una realidad no lingüística, para constituirse, justamente, como ficción, para poder subvertir, negar o anular las reglas de lo real. Si el texto funcionara al margen de la realidad, sin negarla o afirmarla, sino, simplemente, como un mundo aparte y autosuficiente, entonces perdería su estatuto ficcional, y vendría a ser, en una especie de solipsismo textual, la única realidad capaz de producir sentido, que es adonde, con toda probabilidad, quiere llegar de Man. En todo caso una cosa parece cierta: el corte entre la palabra y el mundo, lejos de ser una exigencia de una lectura atenta de los textos, es el resultado de una opción metafísica tan legítima como la contraria, esto es, la opción que postula un vinculo (de correspondencia o no es otra cuestión) entre el significante y la realidad significada.
Este hecho convierte a de Man (por las mismas razones que a sus colegas deconstruccionistas) en un metafísico invertido. La imprecisión en el empleo del término “ficción” denota, sobre todo, la imposibilidad de pensar el texto literario de otra forma que no sea metafísica. Se trata de un término ininteligible sin el esquema dualista que de Man no está dispuesto a aceptar.
Unas líneas más abajo redunda en un equívoco análogo, esta vez con la noción de ideología.
Lo que llamamos ideología es precisamente la confusión de la realidad lingüística con la natural. De ahí que, más que cualquier otro modo de investigación, incluida la economía, la lingüística de la literalidad sea un arma indispensable y poderosa para desenmascarar aberraciones ideológicas, así como un factor determinante para explicar su aparición.[4]
Bien, pero ¿Qué sucede cuando la teoría habla del lenguaje, es decir, cuando el lenguaje, convertido en objeto, habla de sí mismo y se confunde consigo mismo?, ¿no es semejante enfoque un movimiento ideológico?, y, ¿no es este el tipo de discurso al que nos tiene acostumbrados Paul de Man? La noción de ideología que propone de Man es sumamente restrictiva, no puede contemplar las ideologías de la forma que, desde Nietzsche, proliferan en el pensamiento hasta nuestros días. Tampoco aclara en qué momento un discurso confunde la realidad lingüística con la natural y se transforma en ideológico. Llevada hasta sus últimas consecuencias invalida cualquier pretensión de verdad, por tímida que sea. Al final ningún lenguaje puede escapar del acecho de la ideología. La única posibilidad de sustraerse parece pasar por el silencio.
El error de fondo consiste en creer que la remisión a un afuera del texto desemboca, necesariamente, en un concepción estática del significado. Nadie con un mínimo de discernimiento crítico afirmará a estas alturas que las palabras encajan a la perfección con la realidad que designan. Pero de ahí a concluir que el significado de un texto literario surge y funciona al margen de la referencialidad del lenguaje hay un verdadero artículo de fe. En otras palabras: la multiplicidad y ambigüedad de significados que presenta un poema o una prosa (y que Paul de Man ilustra tan bien en sus artículos) no ampara ni justifica el postulado de la autosuficiencia del texto en la creación del significado, que es la tesis de la que parte de Man. La prueba es que se puede reconocer y optimizar la fundamental labilidad del significado desde la tesis contraria. No es descabellado pensar que lo que llamamos realidad, vida, etcétera sean, precisamente, lo incontrolable, lo dispar o múltiple y que el texto literario, cuando es bueno, refleje en palabras un fragmento de aquella heterogeneidad plena. Aquí la fuente de significación estaría más allá del texto, sería, en definitiva, trascendente, y no por ello la consonancia y la estabilidad serían las notas dominantes en la relación entre la palabra y el mundo.
La diferencia entre ambas posturas es, insistimos, metafísica. Mientras la primera se basa en la creencia de que el lenguaje, y de un modo privilegiado la literatura, no pueden referirse a otra cosa que no sea sus propias reglas de producción, la segunda descansa en la confianza de que el principio que pone en funcionamiento el lenguaje es irreductible y trascendente. En este último caso la literatura consistiría en una suerte de encuentro, siempre precario e insatisfactorio, con esa alteridad constituyente. Un ejemplo especialmente significativo de la segunda tesis lo encontramos en Presencias Reales, de Geroge Steiner, cuya lectura a la luz del texto de de Man resulta muy estimulante.
El lenguaje existe, el arte existe, porque existe el otro (…) Las ilimitadas diversidades de la articulación formal y la elaboración estilística corresponden a las ilimitadas diversidades de los modos de nuestro encuentro con el otro.[5]
Son dos afirmaciones axiomáticas, pero no lo son menos que algunas de de Man. Con independencia del matiz teológico que introduce Steiner, lo que tratan de decirnos es que en todo acto de habla (y de escritura) se da una forma incipiente de fe o de confianza pre-discursiva que posibilita de algún modo, no sólo su sentido, sino la existencia misma de ese acto. La creencia en lo que decimos es la condición primaria del lenguaje y, por extensión, de la literatura. Se trata de un salto del que no puede dar cuenta ningún discurso y mediante el cual penetra en el lenguaje la trascendencia. Llamar Dios, vida o mundo a la realidad trascendente inscrita en el lenguaje dependerá de diversos factores. Lo que parece claro es que dicha hipótesis dista mucho de ser una concesión a la ideología.
Barcelona, Febrero de 2006
NOTAS
[1] Paul de Man, “La resistencia a la teoría” en La resistencia a la teoría, trad. Elena Elorriaga y Oriol Francés ( Madrid: Ed. Visor, 1990), p. 36.
[2] Id., p. 13
[3] Id., p. 23
[4] Id., p. 23
[5] George Steiner, Presencias Reales, trad. Juan Gabriel López-Guix (Barcelona: Ed. Destino, 2002), págs. 169 y 171.
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