Toda
literatura goza, o padece a veces, de ideas; la operación
ficticia contiene un material que puede ser trasladado a la
veraz vida del lector. En ocasiones, por demás, el verbo
imaginario requiere, más en uno que en otro autor, una
apoyatura filosófica para explicarlo, para entenderlo;
incluso para la estética inteligencia del mismo. Por
supuesto, su literaria cualidad no se ve menoscabada, la teorética
del autor no lo explica todo, como se verá; pero ciertas
notas sobre la filosofía, o cuando menos, la ideología
trascendental, como la falta de sentido y valores, que subyace
a la escritura, a la autoría de un relato, son importantes
y explicativas. Albert Camus, con ese amplio afán de
las letras, sean de puro arte o de sagaz pensamiento, escribió
en El extranjero una literatura que se deja elucidar, muchas
veces, en la filosofía de a pie de su protagonista; de
la intensa individualidad, para morir y para matar, que es Meursault.
En
esta historia, con hondo calado existencial, asistimos, así,
a una doble faz de la muerte; a la acuciante pasión que
se inicia con la noticia del deceso de la madre del protagonista
hasta culminar, pasando por el crimen, en la condena y su propio
ajusticiamiento. Meursault, un oficinista de la Argelia colonial,
nos va relatando, confesivo, ásperamente sincero, su
vida en un lenguaje que sufre una indiferente crudeza. Por ejemplo,
son notables las descripciones del calor, del paisaje, durante
el camino que lleva a su madre al cementerio; como abstrayéndose
de un hecho, normalmente, crucial y pático. En efecto,
en el velorio de la madre, el narrador no llora; se exhibe y
piensa insensiblemente, lo cual dejará un tendal de indicios
para el juicio posterior a su crimen. Sus respuestas, continuando
con el aspecto lingüístico-conceptual, son inerciales;
está a punto de casarse, por ejemplo, pero le dice a
su prometida que el hecho de quererla o no carece de importancia.
Camus
dijo que el principal problema filosófico era el suicidio;
desde este punto de vista, por lo tanto, la vida o la muerte
de Meursault, la vida o la muerte de los que rodean a Meursault,
cobran capital importancia para la intelección argumental.
Entre la vida y la muerte, o su sentido o significado, se debate
el narrador, ante sí mismo y ante la humanidad; y ya
está a punto de matar y de morir…
El
protagonista, así, vuelve a la vida normal; se entromete,
más por la mecánica de las cosas que por otra
cosa, en los sórdidos asuntos de un hombre que, repentinamente,
le tiene confianza; el hombre, Raymond, carga un problema con
unos árabes; Meursault, pues, mata a balazos a un árabe.
Ha elegido, entonces, matar, ya que vive una vida que le inspira
absurdidad, falta de trascendencia religiosa o mandatos sociales
plausibles; como, por ejemplo, la ley, eclesiástica,
civil o filosófica, de no matar. En el asesinato del
árabe, que desembocará en la ironía del
juicio, el protagonista, rodeado por la circunstancia de una
naturaleza opresora-¿el calor de la playa argelina?-,
permanece junto al árabe y dispara, como si cediera el
gatillo; sin embargo, eligiendo, palabra afín al existencialismo,
una voluntad propia que trasciende el inocente vaivén
de la naturaleza, sigue disparando sobre un cuerpo inerte. Aunque
el narrador nunca lo explica, si bien en parte achaca al calor
su acción criminal, ha optado la muerte del otro; los
códigos, celestes o terrenales, no han podido influirlo,
y sólo el mundo indiferente y absurdo es lo que tiene
que aceptar; sin reglas que otorguen una finalidad razonable,
todo está permitido. Como la vida en general no tiene
significado, el asesino, acaso, concluye que matar es algo tan
inexplicable como Dios. ¿Pero será Meursault igualmente,
como ante la muerte del otro, indiferente ante su propia muerte?
Las
reacciones del protagonista frente a la mortal angustia, como
víctima y como victimario, como agente y como paciente,
como asesino y como asesinado-Camus estaba en contra de la pena
de muerte-, es lo que se propone este ensayo. El asesinato del
árabe, si bien íntimo, pues el propio sujeto del
relato lo ha cumplido, no es tan individual, tan concreto acaso,
como el propio cara a cara letal del oficinista. Meursault,
apático, posee una cierta ética asesina, pero
no sabremos hasta el final si su práctica moral es también
suicida, o, para entenderlo con más rigor, si acepta
su condena a muerte, como ser humano que carece de la piedad
postmortal de las religiones y las construcciones especulativas
humanas. Y así asistimos, al fin, a la aplastante ironía
camusina del juicio; Meursault se declara culpable; narra, abrumadoramente
impersonal, los acontecimientos del proceso: el hincapié
que se hace acerca de que Meursault no ha llorado por su madre-debido
a los testigos del velatorio-es más importante, imputando
Camus a la palabrera persuasión judicial, que el hecho
de haber éste matado a un hombre. Las instituciones legales,
cargadas de hipocresía tanto de verbo como de concepto,
inquieren al marginado, al extranjero de esta tierra, y a su
consecuente falta de valores ortodoxos; y así el hombre
arrojado al mundo indolente tiene todavía más
causas turbadoras; es aquí donde se nota que la sociedad
de los valores juzga al individuo que no cree en nada, exceptuando
el propio absurdo, la insondable voluntad del universo y de
los seres; penosa conciencia, pues, que debe vivir con plenitud
el asesino; una conciencia que permite rechazar el suicidio,
según los ensayos del importante autor franco-argelino;
pero que, ateniéndonos a la novela, no logra rechazar
el asesinato…Meursault es condenado a pena capital; tanto
como ha matado, ahora ha de morir.
En
la cárcel, va a visitarlo frecuentemente un capellán.
Meursault declara que no cree en Dios. Está tan entregado
a la insensibilidad de las cosas, que le dice al religioso que
no tiene tiempo de ocuparse de Dios. Hay explosiones emocionales
de ambas partes. El capellán representa palmariamente
el orden transmundano que quiere engañar, según
la novela y el autor, la falta de finalidad, de teleología,
en los hombres, tanto para la vida como para la muerte; una
vez que el capellán lo deja en la soledad, el asesino
se enfrenta a sus pensamientos. Dice que ha sido feliz. Que
siempre ha sido feliz. Acepta entonces el mundo impertérrito,
la humanidad inhumana (carente también de significado);
así, pues, el exacerbado individuo se prepara para recibir
la muerte, la condena que todos cargamos sobre los hombros.
Es
menester decir, por último, que Camus objetaba que, sin
embargo, no todo estaba permitido; y que un deber-por ejemplo,
el de no matar- podía ser, como las otras, una caprichosa,
como vehemente, permisividad. Su Meursault, sin embargo, ha
aceptado su vida y, sobre todo, su muerte; pero eligió
matar a un hombre. Él se complace en la conciencia del
absurdo; de la falta de sentido de una vida que al final declara
feliz, y de su propia extinción; aunque en ello deja
deslizar, acaso, que los métodos del juicio hipócrita
fueron falaces, pero no su culpa. Así, la filosofía
de Meursault, no pudiendo desentrañar si según
Camus o según la escritura de Camus, ha sabido morir,
sí, pero no ha sabido, en fin, permitirse dejar de matar.