Una reflexión en torno a El Idiota de Fiodor Dostoyevski

 
 Elisenda Julibert

 


 

Quienes nos hemos educado en el cristianismo y hemos perdido la fe, conservamos el concepto del pecado sin la salvadora creencia en la redención. Ello envenena nuestro pensamiento y así paraliza nuestras acciones.

Cyril Connolly, Sepulcro sin sosiego

 

En alguna medida el Nietzsche que soñó con el advenimiento del superhombre o el Kierkegaard que se desvivió por convertirse en un auténtico “caballero de la fe” recuerdan mucho al príncipe Myshkin imaginado por Dostoyevski en El idiota, personaje que alumbró con mucho esfuerzo según él mismo confesaba. Tanto el idiota como el superhombre o el caballero de la fe pertenecen, desde determinado punto de vista,  a una misma familia. El parentesco viene dado por el hecho de ser cada uno de ellos la respuesta que sus autores quisieron dar a una preocupación común: la de qué hacer con la existencia cuando ésta ya no es un medio para alcanzar otra vida Verdadera y cómo es posible vivir de manera virtuosa a pesar de pertenecer a un mundo sin Dios y, por lo tanto, sin Verdad.

Hay que advertir que el planteamiento del escritor ruso en El idiota es el más descorazonador de estos tres. Gracias a su arrolladora voluntad de poder Nietzsche se consideraba la encarnación del superhombre. Por su parte, y aunque menos voluntarioso, Kierkegaard podía confiar por lo menos en que alguien capaz de creer estaría en condiciones de disfrutar de la beatitud en vida que él era incapaz de alcanzar. En cambio, Dostoyevski  parece insinuar que una vida virtuosa no resulta posible en tales condiciones, a menos que uno esté dispuesto a renunciar a la cordura. El santo secular o Cristo sería un idiota en un mundo como el nuestro.

No por casualidad Myshkin es un príncipe en una época en que la aristocracia amaga claros signos de decadencia en Rusia. Es además un enfermo que ha pasado toda su infancia recluido en la casa rural de un médico suizo filantrópico dedicado a su enfermedad, la epilepsia, hasta lograr hacer remitir casi todos los síntomas y en especial los ataques. Obligado a abandonar este bucólico medio a causa de una carta procedente de San Petersburgo donde se le anuncia que se ha convertido en heredero de un familiar remoto y desconocido, Myshkin acude a la ciudad para comprobar la veracidad de la carta y recibir, si es el caso, la herencia. El periplo se inicia cuando Myshkin viaja en el tren que le lleva a San Petersburgo: el primer día de vida urbana, que coincide con el de su vida adulta, está tan cargado de impresiones y acontecimientos que su relato abarca una tercera parte de la novela.

A lo largo de este primer día, el príncipe Myshkin conoce a todos los personajes que le acompañarán durante el resto de su andadura y ante todos ellos, además de ante el lector, se presenta como un enfermo de idiotez en vías de curación. Curiosamente Myshkin conoce en ese primer día a varios enfermos: a un individuo enfermo de celos, a un general enfermo de indolencia, a su mujer enferma de ceguera, a una de sus hijas, Aglaya, enferma de arrogancia, a una mujer cautivadora pero enferma de orgullo llamada Natasha, a un joven tan insignificante como presuntuoso enfermo de resentimiento que exhibe su tuberculosis para hacerse perdonar sus impertinencias,  a un enfermo de usura que merodea en torno a todos estos personajes a la espera de la ocasión propicia para la extorsión,… 

En ocasión de estas nuevas amistades Myshkin exhibe desde el comienzo unas formas que desconciertan, fascinan e indignan según la ocasión a quienes le acaban de conocer. Pero a medida que avanza la novela y todos los personajes que le rodean empiezan a abusar de la buena fe del idiota, nos convencemos de que Myshkin es sin duda moralmente superior, puesto que la mezquindad ajena nunca consigue corromperlo sino sólo ensombrecerlo, o entristecerlo, aunque también lo convierten en alguien menos infantil de lo que había sido durante las primeras horas en San Petersburgo. Pero lo que parece más difícil de comprender es cómo consigue el príncipe eludir la maldad mientras la mezquindad de quienes le rodean aumenta de manera escandalosa al estrecharse su relación, hasta arrastrarle, en la última parte de la novela, a un auténtico descenso a los infiernos o, por lo menos, a las profundidades de la miseria y la abyección humanas. Y ésta es, precisamente, la cuestión: cuál es el secreto de Myshkin, en qué consiste su obstinada idiotez.

Durante el primer día de vida en San Petersburgo Myshkin revela ante los Yepanchin, la familia del general, una significativa historia que, según él mismo confiesa, le obsesiona. Esta historia contiene, junto con otro episodio, una clave para entender en qué consiste la virtud del príncipe y por qué es calificada por Dostoyevski de idiotez. Se trata del relato de un conocido que, tras haber estado a punto de ser ejecutado por un error judicial, sobrevivió y pudo explicarle cómo fueron los minutos de vida antes de la ejecución:

A veinte pasos del patíbulo […] creía  que sólo le quedaban cinco minutos de vida, nada más. Decía que esos cinco minutos le habían parecido una eternidad, una inmensa riqueza; se le antojaba que en esos cinco minutos viviría tantas vidas que no tenía por qué pensar en el último momento, de modo que tenía tiempo bastante para tomar varias medidas: calculó el tiempo necesario para despedirse de sus camaradas y había previsto que para ello necesitaba dos minutos; luego tendría dos minutos  más para pensar por última vez en sí mismo y, finalmente, un minuto para echar una postrera mirada a su alrededor. […] después de despedirse de sus camaradas, llegaron los dos minutos que se había reservado para pensar en sí: sabía de antemano en qué iba a pensar: quería representarse lo más pronto y claramente posible cómo era que ahora, en ese momento mismo, existía, estaba vivo, y dentro de tres minutos sería solamente algo […] pero decía que en ese instante nada era más penoso que la idea pertinaz: «¿Y si no muriese? ¿Y si volviese a la vida? ¡Qué eternidad!¡Y todo eso sería mío! Entonces haría de cada minuto un siglo entero, no perdería nada, llevaría la cuenta exacta de cada minuto y no malgastaría uno solo!»

[…]

     […] ¿Qué hizo después con toda esa riqueza? ¿Llevó la «cuenta» de cada minuto?

    ¡Oh, no! Él mismo me lo dijo… yo se lo pregunté… No vivió ni remotamente así y malgastó muchos minutos” [1]

No es extraño que a Myshkin le obsesione esta historia porque a pesar de ser un idiota es un tipo inteligente y bastante suspicaz. Su idiotez no afecta tanto a su capacidad de penetración intelectual o reflexiva cuanto a su comportamiento. Pero cuando el príncipe se entrega a este relato, al inicio de la novela, no es posible aún percibir hasta qué punto es elocuente. Sólo cuando la novela se aproxima a su final la verdad que encierra la experiencia del condenado a muerte resulta casi ineludible. Y es que, al desplegarse la trama –un  cúmulo de desatinos, deliberados unas veces y fortuitos otras, a partir de los que se va urdiendo la desgracia—  alcanzamos a ver la situación de los personajes en perspectiva y reparamos en su lamentable parecido con la del condenado a muerte: todos actúan desesperadamente, movidos en ocasiones por la conciencia de que cualquier cosa que pueda hacerse es inútil puesto que hay tan poco tiempo y ninguna recompensa más que la muerte; y en ocasiones embriagados por la sensación de ser los dueños absolutos de un tiempo de vida que les resulta un don excesivo, que les exige una responsabilidad que no están en condiciones de asumir.  Todos ellos actúan a sabiendas de que no hay una segunda oportunidad, de que esta vida es, como los últimos minutos de un condenado, lo único de que disponen: muy poco, porque una vida son apenas unos pocos años, porque sólo disponen de esos pocos años; demasiado, porque en esta vida hay que hacerlo todo, porque no hay una segunda vida donde vivir mejor.

Aunque la incorruptibilidad de Myshkin parece evocar la figura de Cristo, el príncipe es tan mortal, tan humano, como cualquiera de los personajes que le rodean. Sin embargo, a diferencia de ellos, no actúa de manera desesperada o angustiada, como si el hecho de ser un condenado, de padecer, como todos ellos, la enfermedad mortal, no alterara su comportamiento. El idiota elude el mal porque se sabe condenado a muerte, porque no olvida nunca que tal vez no exista una siguiente oportunidad para enmendar los errores. En este sentido es, a diferencia de sus amigos, de una seriedad extrema, pues abraza cada situación como si fuera la primera y la última, como si fuera decisiva, en lugar de dejarse arrastrar por la corriente y tomar una decisión apresurada confiando en acertar en otra vida o, tan sólo, al día siguiente.

Sin embargo es precisamente esta absoluta seriedad del idiota la que no parece humanamente sostenible. Como cualquier otro hombre, el idiota desea y, en algunas ocasiones incluso, desea cosas que no son compatibles. Su seriedad le impide negar estos deseos encontrados pero, por otra parte, afirmarlos simultáneamente tiene consecuencias indeseadas para él, como por ejemplo el sufrimiento de otro. Los efectos de la prudencia con que Myshkin dirime su deseo para evitar equivocarse o cometer una injusticia habían podido presentirse en el hecho de que el idiota no parecía escoger a sus amigos sino tan sólo dejarse rodear de quien quisiera acercarse a él. Pero se dejan ver con toda claridad en el momento en que, instado por Aglaya y Natasha a escoger entre una de ellas, Myshkin se siente incapaz de resolver entre su deseo de salvar la vida a una mujer a la que admira y que, sin él, acabará suicidándose o seguirá prostituyéndose, y su deseo por otra mujer que le atrae y le conviene. Incapaz de resolver, al fin, entre su sentido del deber y su sentido del placer. O, más sencillamente, incapaz de escoger. El idiota confía en poder trascender la inherente miseria de su condición humana hic et nunc. Pero parece que la única manera de conseguir evitar lo inevitable, a saber, el error o la maldad, es “colocarse antes de la alternativa”, igual que el seductor de Kierkegaard.

La finitud es una condición lamentable porque está indisociablemente unida a la temporalidad y ésta, a su vez, no puede sino abocar al error: no hay perspectiva que abarque todos los puntos de vista y que pueda ser, por lo tanto, perfectamente equilibrada y justa. Toda perspectiva es, por definición, sesgada,  parcial, errónea. Y sin embargo, para los seres finitos sólo hay perspectiva. Pero el idiota es incapaz de asumir esta determinación de su condición y de aceptar, por lo tanto, que puesto que es humano es preciso escoger e, inevitablemente, equivocarse. En este sentido Dostoyesvki tiene toda la razón al bautizar  al príncipe  como idiota: no por cuanto sea un pobre iluso, que no lo es, sino porque confía en poder librarse de la miserable condición a la que pertenece, la finitud, a fuerza de eludir el discernimiento, la elección. Pero por otra parte, como no es en absoluto un idiota en el sentido vulgar del término, es capaz de comprender que la opción de colocarse antes de la alternativa, es decir, la pasividad o la inacción, ni siquiera evita el mal sino que, al final, abre una nueva y tortuosa vía de sufrimiento. En su afán de comprenderlo todo y de perdonarlo todo, de observar el mundo desde un punto de vista más que humano, acaba convirtiéndose en un monstruo para la persona a la que ama. Y con razón un conocido le interroga un poco antes de que enloquezca “¿Adónde llegará usted con su compasión la próxima vez?”. El idiota debe admitir al final que la elección es, al mismo tiempo que la causa del error, la única manera de evitar el mal.

Es muy posible que sea la conciencia de este atolladero irresoluble la responsable de que Myshkin se suma al final de la novela en la locura, en una idiotez radical e irreversible que le impide discernir siquiera entre las personas conocidas y los desconocidos. Sin embargo, lo que no está demasiado claro es si la locura, o la idiotez, es para Dostoyevski la única vía posible de beatitud o si, por el contrario, representa el fracaso del irredento sueño de una vida humana lograda.

Barcelona, 8 de febrero de 2006

 

 

 

Fiodor Dostoyevski