¿Qué sé yo? Sobre el conocimiento de sí mismo en Montaigne

 
Pepa Medina 

 


 

Podemos llegar a ser cultos gracias al saber ajeno, sólo llegaremos a ser sabios por medio del saber propio.

M. Montaigne, De la fisonomía, III, cap. 12.

I

En la nota del Autor al lector que abre los Ensayos I, Montaigne hace una declaración de principios: su libro consiste en el registro de los ensayos de su vida, “n’est qu’un registre des essais de ma vie”. En el siglo XVI, el término “essais” en francés, aún no tenía el sentido de género literario que ahora le atribuimos, sino el sentido de ejercitarse, de experimentarse; dando a entender que en el yo todo es cambiante y las reflexiones que pone por escrito, tienen un carácter provisional y son susceptibles de cambio.

Montaigne comunica que con este libro trata de “pintarse a sí mismo”. “Mi vida, que es lo que me propongo pintar, está toda ante mí” (De la fisonomía, III, cap. 12, p.301). La pintura que nos muestra es un conjunto de reflexiones y pensamientos sobre sí mismo, según su experiencia. Su originalidad consiste, en tomar distancia de determinados tópicos que son los ideales de su época, y añadir a los ejemplos extraídos de los clásicos greco-latinos la propia anécdota.

Montaigne sostiene que la definición universal nada dice de lo particular, de lo subjetivo, de cómo es cada uno de nosotros:

Esos juicios universales que tan a menudo veo nada dicen. Son gentes que saludan a todo un pueblo en masa y en tropel. Aquellos que lo conocen verdaderamente le saludan llamándole por su nombre y en particular.
(Del arte de platicar III, cap. 8, p. 177)

Con esta afirmación, lanza un grito en defensa de la subjetividad insustituible, cuyo ser no puede nombrarse con ningún concepto. Es un antecedente de la protesta que hará Kierkegaard más tarde, contra el sujeto como algo universal. Pero lo que quiero destacar es que, desde un principio, lo que Montaigne nos presenta es una pregunta sobre sí mismo, que más tarde traslada a su tarea de escritor y busca un testigo para justificarse.

En este trabajo pretendo seleccionar algunos recortes de esa pintura subjetiva que Montaigne dibuja, que responde a su pensamiento íntimo, variable en función de cada momento de escritura, a fin de volver a pensar acerca de la subjetividad y su relación con el saber que se puede construir acerca de sí mismo.

II

El hombre es cosa pasmosamente vana, variable y ondeante, y es bien difícil fundamentar sobre él juicio constante y uniforme.
(
Por diversos caminos se llega a semejante fin, I, cap. 1)

Montaigne intuye la insuficiencia de la definición universal para darse una respuesta a la pregunta acerca de sí mismo. Cuando Descartes enuncia yo soy, el soy cartesiano, subsiste al parecer sin predicado. Es decir, queda un puro yo soy, sin que se sepa lo que yo es.

Para tratar de alcanzar ese saber, Montaigne toma en cuenta el precepto de Platón: “Cumple con tu deber y conócete”, que podemos encontrar en el Alcibíades I. Allí Platón formula la pregunta por el ¿qué soy? cuando por boca de Sócrates plantea: “¿podríamos saber qué arte le hace a uno mejor si no sabemos en realidad lo que somos?”(127e). También expone la pregunta sobre la dificultad de la tarea: “¿Y es efectivamente fácil conocerse a sí mismo, o por el contrario, es algo difícil que no está al alcance de todo el mundo?”(129a). La respuesta de Sócrates es que: “conociéndonos, también podremos conocer con más facilidad la forma de cuidar de nosotros mismos, mientras que si no nos conocemos no podríamos hacerlo”(129a).

Por su parte, Montaigne asume esta tarea de ocuparse de sí mismo:

El que hubiera de realizar su deber, vería que su primer cuidado es conocer lo que realmente se es y lo que mejor se acomoda a cada uno; el que se conoce no se interesa por aquello en que nada le va ni le viene; profesa la estimación de sí mismo antes que la de ninguna otra cosa. (Como lo porvenir nos preocupa más que lo presente, I, cap. 3).

Montaigne pretende defender sin ambigüedad, la prioridad del cuidado de sí mediante el conocimiento de sí mismo; ocuparse de esta tarea hace que haga valer su diferencia y no hay nada que valga más, para él, que sostener esa diferencia. Como si sólo su diferencia pudiera justificar su existencia. Pero, ¿en qué consiste ese conocimiento de sí mismo, esa diferencia? ¿Qué medios utiliza? Montaigne reconoce la falta de saber acerca de sí mismo y pretende ocuparse de esa tarea. Para ello se aísla en un lugar de su casa, en su biblioteca, y escribe. La escritura le sirve para registrar esos movimientos de su pensamiento con la letra. ¿Por qué con la escritura y no con el habla? El sujeto, en la tarea de escritura, escribe una reflexión, muestra su pensamiento en un lenguaje escrito y así se descubre a sí mismo y da a conocer parte de su subjetividad. ¿Qué trata de conocer y con qué finalidad? Para Montaigne, se trata de conocer “nuestras inclinaciones y pasiones y los medios de gobernar unas y otras” (De la educación de los hijos a la señora Diana de Foix, condesa de Gurson, I, cap. 25). Y respecto a la finalidad, ¿qué sentido puede tener esa tarea si no es el de la orientación de la propia vida de acuerdo a los propios deseos?

Freud primero y Lacan después, nos han advertido de la tendencia del sujeto en reconocerse en sus pensamientos, y de la trampa del narcisismo, que hace que el sujeto se complace allí donde maneja el resorte de la identificación para obtener el espejismo que más le conviene. ¿En qué consiste este espejismo que provoca complacencia? En presentarse con una imagen ideal de sí mismo, que nunca logra alcanzar. Este lado de la identificación, le permite manejar las insignias, o marcas del Otro, para obtener un yo de su agrado. En cambio, lo que disgusta al sujeto, conduce no hacia la insignia, sino allí donde tiene que “reconocer su vacío como la Cosa más próxima” (Lacan, Observación sobre el informe de Daniel Lagache, Escritos 2, p. 658).

¿Cómo aparece este sentimiento de desagrado, de extrañeza, de eso que no puede reconocer en sí como algo propio? En 1571, con 38 años, se retira a su casa en el campo y vive de sus viñedos. Este momento de ruptura con su ocupación anterior como jurista, coincide con la experiencia de un duelo por la muerte de su padre y en medio de condiciones políticas, económicas, religiosas y sociales poco favorables. Montaigne relata que, cuando dejó de ocuparse de sus tareas habituales, se sintió muy sorprendido del efecto que le produjo la soledad. Fue una experiencia que, lejos de proporcionarle serenidad, le provocó inquietud y desasosiego. Así lo narra en uno de sus primeros ensayos:

Recientemente me retiré a mi casa, decidido a no hacer otra cosa, en la medida de mis fuerzas, que pasar descansado y apartado la poca vida que me resta. Se me antojaba que no podía hacerle mayor favor a mi espíritu que dejarlo conversar en completa ociosidad consigo mismo, y detenerse y fijarse en sí. Esperaba que, a partir de entonces, podría lograrlo con más facilidad, pues con el tiempo se habría vuelto más grave y más maduro. Pero veo […] que, al contrario, como un caballo desbocado, se lanza con cien veces más fuerza a la carrera por sí mismo de lo que lo hacía por otros. Y me alumbra tantas quimeras y monstruos fantásticos, encabalgados los unos sobre los otros, sin orden ni propósito, que, para contemplar a mis anchas su insensatez y extrañeza, he empezado a registrarlos, esperando causarle con el tiempo vergüenza a sí mismo (De la ociosidad, I, cap. 8).

Al dejar el hábito, es decir, la costumbre, dejó de estar en contacto cotidiano con sus semejantes. Aislado de los demás, tuvo que confrontarse con otro tipo de realidad psíquica: sus “quimeras y monstruos fantásticos”, aunque no nos describe cuáles son. Lo que sí podemos deducir es que tuvo que producirse un encuentro con algún objeto, con algo considerado como lo más próximo, y a la vez, lo más extraño para sí mismo. El encuentro con ese objeto, denominado por Lacan, objeto a, en el Seminario la Angustia, desencadenó una inquietud, porque, siendo un objeto que se encuentra en el sujeto, está fuera de su dominio. Él no sabe qué objeto de deseo es para el Otro y si aparece en lo imaginario en forma de monstruos, aparece como un Otro aniquilante. Deducimos de este relato y la construcción que propongo, que la angustia le llevó a escribir para sacarse de encima “eso” que no podía asumir como propio.

En De la inconstancia de nuestras acciones (II, cap. 1), Montaigne constata la inconstancia de las acciones humanas y lo difícil que es encontrar hombres que sean capaces de dirigir su vida conforme a principios seguros guiados por su razón. Él mismo comprueba la dificultad de vivir según los principios estoicos que invitan al hombre a ser firme y constante, a que la razón permanezca intacta, sin prestar acogida al sufrimiento ni al espanto (De la firmeza, I, cap. 12). Lo opuesto a la inconstancia sería sostener la voluntad, y ser prudente en nuestra conducta, entendida la prudencia, para Montaigne, como un “saber conducirse sencilla y ordenadamente” (De la experiencia, III, cap. 13, p. 333). Pero, ¿cómo lograrlo?, ¿en qué se apoya?

Por una parte, dispone de resortes de identificación que le sirven de apoyo. Podemos identificar en diferentes ensayos la referencia a ideales del epicureísmo: la búsqueda del placer del cuerpo y del estoicismo (Séneca): serenar las agitaciones del alma; enseñar a resistir los avatares de la fortuna con un semblante sereno, valerse de la razón y tener como término la virtud. El ideal de sabiduría al que se adhiere Montaigne es lograr un estado de serenidad y de calma (es decir, al abrigo de los fantasmas). Pero, desde el psicoanálisis podemos decir que esta moral virtuosa puede ser una máscara que sirve de camuflaje para la cobardía fundamental del sujeto, que consiste en vivir alejado del propio deseo.

¿Cuál es la dificultad para conseguir alcanzar el ideal de una vida serena y una actitud alegre? Un ejemplo que Montaigne nos da es la constatación de la dificultad de articular el deseo con la voluntad, imposibilidad de juntar lo que un sujeto desea y lo que quiere, que puede ser vivido como un auténtico desgarro por las vacilaciones y dificultades con el acto que conlleva:

Pero nuestra voluntad (…) ¿quiere en toda ocasión lo que desearíamos que quisiera? ¿No sucede muchas veces que anhela aquello que le prohibimos, precisamente lo que nos daña? ¿Acaso se deja conducir por los principios de nuestra razón?
(
De la fuerza de la imaginación, I, cap. 20).

Podemos pensar que, cuando esto ocurre, el sujeto se refugia en un dispositivo sintomático que le mantiene alejado del deseo. Lacan señala un camino para salir de esta encrucijada: el sujeto (en análisis) puede llegar a un punto más allá de la reducción de los ideales:

Es como objeto a del deseo, como lo que ha sido para el Otro en (...) su venida al mundo, como el sujeto está llamado a renacer para saber si quiere lo que desea.
(
Observaciones sobre el informe de Daniel Lagache, Escritos 2, p. 662).

III

Cuando Montaigne nos habla del conflicto del sujeto entre el deseo y la voluntad, aparece un deseo que se presenta como vacilante y en conflicto, pero que en su discurso no para de justificarse. Esta colección de pensamientos de Montaigne que he presentado, nos da una idea de cómo pone en práctica la necesidad del testigo para justificar su existencia.

En la modernidad no se trata de definir al ser humano, lo que se quiere definir es ¿cómo soy yo?, pregunta pre-cartesiana que Descartes formulará como ¿qué soy yo? Sin embargo, la pregunta de Montaigne no es ¿qué soy yo?, sino ¿qué sé yo? (Apología de Raimundo Sabunde, II, cap. 12). La formulación de esta pregunta, ya predetermina respuestas en una dirección específica. Al preguntar ¿qué sé yo? se establece una relación de un sujeto con el saber, el sujeto que la formula se plantea un enigma. Un enigma se puede considerar como una enunciación en busca de su enunciado. En la pregunta ¿qué sé yo? lo que asumo es que yo ignoro un saber pero también abro la posibilidad de saber algo que, por el momento ignoro, pero cuyo saber puedo tratar de buscar. En un análisis, ese saber del inconsciente se descifra por la vía del significante, pero Montaigne no quiere descifrar enigmas, sino que podríamos decir con Lacan, que cree en su síntoma. Con su malestar sabe qué hacer: pone por escrito sus pensamientos.

La mayoría de las mentes necesitan de materia ajena para desentumecerse y ejercitarse; la mía la necesita para asentarse y relajarse, pues su más laborioso y principal estudio es estudiarse a sí misma (De tres comercios, III, cap. 3, pág. 41).

Ahora bien, Montaigne es consciente de las dificultades para acceder a ese saber, a ese conocimiento de sí mismo en relación al ser, como lo manifiesta con la siguiente pregunta:

¿No sondearon [los filósofos] alguna vez (…) las dificultades que se presentan para conocer el propio ser de cada uno? (II, cap. 12).

Su pregunta es acerca del ser, no del sentido y si se pregunta por el ser, se pregunta por el goce que le habita, del cual nada sabe, pero que se manifiesta en su síntoma, del cual podemos decir que no está animado por el deseo de cobrar sentido.

IV

Recapitulando lo dicho hasta aquí, y en línea con el pensamiento de Foucault, en su libro Hermenéutica del sujeto, recordemos que los griegos pensaban que para que el hombre pudiera realizar su naturaleza de ser racional, debía tomarse como objeto de su inquietud, debía interrogarse sobre lo que es él mismo, qué es él y qué son las cosas que no son él. Tiene que interrogarse sobre las cosas que dependen de él y las que no dependen de él. Y por consiguiente, quien se haya ocupado de sí mismo como corresponde, sabrá cumplir sus deberes en las distintas funciones que le toca desempeñar.

Este saber espiritual, tan valorado en la antigüedad fue progresivamente limitado, recubierto y finalmente borrado por otro modo de saber de conocimiento, y ya no de espiritualidad. El saber de conocimiento terminó por recubrir íntegramente el saber de espiritualidad entre los siglos XVI y XVII. Frente a estos distintos paradigmas acerca del conocimiento de sí aparece un nuevo paradigma en la modernidad, cuyos representantes más destacados son Descartes y Kant. En la modernidad aparece, a juicio de Foucault, una conversión del saber de espiritualidad en saber de conocimiento.

Montaigne ha propuesto una constitución de la subjetividad, ya no como una sustancia inmutable que adquiere su identidad a partir de la persistencia de su mismo ser, sino como un yo en permanente mutación. La variedad de pensamientos que va registrando de sí mismo pone en entredicho la atribución de una unidad subjetiva, unidad que no es susceptible de ningún predicado. Lacan indica que cuando el sujeto asocia y encadena sus pensamientos, diga lo que diga de sí mismo, el sentido se le escapa (Función y campo de la palabra, Escritos I, p. 270). No encuentra ningún predicado que pueda ser susceptible de expresar lo que él es. Por esta razón, define al sujeto (sujeto barrado, sujeto del inconsciente) como “falta en ser”. Y lo cierto es que se trata de una unidad, es un uno en singular, pero separado del ser, ya que el ser quedó perdido con la entrada en el lenguaje.

Montaigne ensaya la posibilidad de alcanzar el autoconocimiento poniendo sus pensamientos por escrito. Ahora bien, me pregunto: ¿cuáles son las posibilidades y los límites para acceder con la escritura a un saber sobre el inconsciente acerca del deseo, y el modo particular de goce del sujeto, del que convendría desprenderse porque impide desear? ¿Permitiría la escritura desprenderse del mismo, aun sin conocerlo?

Barcelona, diciembre de 2011

 

Bibliografía

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