En uno de sus Écrits (“El estadio del espejo como formador”) Jacques Lacan acaba enumerando sus reservas hacia algunos de los postulados del existencialismo, que marcó su consciencia crítica y la de muchos de sus coetáneos hacia finales de los años cuarenta. Lacan afirma –en rigor, uno nunca puede estar seguro de que se trate de una afirmación en toda regla– que el existencialismo brindaba justificaciones para los callejones sin salida que resultan de las relaciones sociales, es decir, de las relaciones que cada individuo entabla con los demás. Sin embargo, enumera esas justificaciones como una serie de paradojas. (Lacan, Escritos, I, 92).
La primera atañe a la libertad que, según sostienen los existencialistas, solo se realiza de forma auténtica “entre los muros de una prisión”, metáfora que hemos de entender como que la experiencia de estar libres únicamente llega cuando se reconocen todas las determinaciones y limitaciones que hacen a nuestra condición en el mundo. Elaboración de un problema planteado originalmente por Kierkegaard: cualquiera que sea el compromiso individual, éste expresa la impotencia de la consciencia (o sea, de la existencia) en cuanto a su capacidad para sortear una situación. Puede encarar y –si acaso– resolver el problema planteado en ella pero no el experimentar la situación como problema, que es algo que parece consustancial a la condición humana. El hombre del existencialismo reivindica la propia libertad en forma de un compromiso individual asumido pero no puede pensar ese compromiso como libre sino como un “podamos asumirlo o no, estamos condenados a ser libres”, lo cual configura una especie de cárcel: no podemos no ser libres. Se nos da la libertad pero a condición de que no podamos renunciar a ella.
(Hay que reconocer que, planteada así, esta paradoja resulta, cuando menos, inútil y contraproducente.)
La segunda es –Lacan dixit– la “idealización sádico-voyeurista de la relación sexual”. La asociación de la sexualidad con el sadismo se explica porque Sade fue reivindicado por el existencialismo –nunca entenderé por qué– como una especie de mártir o adalid de la condición humana. Sade describió la relación sexual como el perfecto escenario de la crueldad que, o bien es la escena repetida en la que estamos condenados a mirarnos, o bien es la experiencia en la que se goza, sí, pero solo para sufrir. La tercera es una consciencia del otro, que no se satisface sino por el asesinato hegeliano. Inútil comentarle al lector que no tengo la menor idea de lo que Lacan quiere decir con “asesinato hegeliano”. De manera que paso por alto esta tercera contribución lacaniana en la enumeración de las tesis del existencialismo.
Y, por último, sostiene Lacan que, según los existencialistas, “la personalidad no se realiza sino por el suicidio”, paradoja tremenda (solo puedo ser en verdad yo mismo autodestruyéndome) que únicamente podemos entender si la pensamos como “no puedo llegar a saber lo que soy sino asumiendo la totalidad de mi existencia en el acto de escoger mi propia muerte”. La muerte escogida cierra de forma voluntaria una serie de acontecimientos que, por definición, se representa como abierta para la consciencia. El suicidio es, pues, el único de esos acontecimientos vitales que se presenta como avatar.
(Del suicidio pienso ocuparme en este escrito –y espero que no me den ganas de suicidarme– y sobre todo de la relación entre la libertad y la muerte voluntaria, tema caro a Michel de Montaigne.)
El suicidio se representa como el acto de libertad más radical y el más auténtico porque se comete aparentemente contra la necesidad, es decir, contra nuestras determinaciones naturales. También se hace contra el destino que, si bien nos tiene deparada una muerte, también nos impone la obligación de seguir viviendo. De modo tal que el suicida es uno que se coloca en el lugar del destino para realizarlo por su propia mano y, por esta razón ha de ser considerado al mismo tiempo como un rebelde y un desesperado.
(Obsérveses que a menudo no resulta fácil distinguir entre la rebeldía y la desesperación.)
El suicida precipita las determinaciones funestas del destino, se rebela contra ellas haciéndolas propias, por lo tanto, la suya es una decisión que señala la condición humana y la enaltece a costa de sí mismo, al mismo tiempo que comete un acto de supremo egoísmo en la medida en que oculta para siempre la índole o el contenido de su propia decisión, de tal modo que, cuando intentamos comprender su elección de una muerte voluntaria, ésta siempre se nos presenta como un enigma insondable. En parte esto se debe a que no hay un después del suicidio. No hay balance ni revisión posible de lo actuado. No puede haber una explicación razonable de semejante decisión, de ahí que casi siempre se suele asociar las motivaciones del suicida con algún desvarío o una falta de razón pese a que el suicida es, cuando menos, uno que por fuerza ha de haber razonado o reflexionado a fondo su decisión, quizá incluso demasiado.
¿Qué es lo que, en rigor, se puede decir acerca del suicidio? Se pueden considerar sus causas desencadenantes, que devienen de la situación del suicida, pero ninguna consideración de la situación agota los aspectos del acto en sí –ejercer la violencia contra uno mismo– puesto que, en suma, es un acto que borra o desmantela todos los demás actos. En el suicidio la reflexividad se hace patológica.
Así pues, el suicidio se levanta delante de cualquier racionalización, por profunda que sea, como un obstáculo formidable. A falta de razón, del suicidio solo puede haber dos tipos de predicados: los que aconsejan cómo, cuándo y de qué manera realizarlo; y los que dan razones morales, psicológicas o religiosas para evitarlo o, una vez hecho, para condenarlo y para desentrañar esa decisión luctuosa del conjunto de las decisiones que cabe esperar que tome un individuo cabal. Las observaciones de Montaigne acerca del suicidio son del segundo tipo y figuran en el capítulo III, del libro II de los Essais, en un texto plagado de citas y de casuística que lleva por título “Costumbre de la isla de Ceos”i porque en esta isla –asegura Montaigne– sus habitantes tienen la costumbre de escoger cuándo van a morir. Sin embargo, resulta desconcertante comprobar que la relación entre el suicidio y la isla de Ceos solo se hace muy brevemente en los párrafos finales del ensayo.
En las veinte páginas de su ensayo Montaigne hace apología –por decirlo así– del suicidio y lo hace con su característica superficialidad culta. Sus referencias principales son los grandes estoicos, en especial Séneca; y, como fuentes de sus ejemplos tomados de la historia clásica, sobre todo en relación con suicidios o sacrificios colectivos, Plutarco y Tito Livio. En este ensayo se observan algunos rasgos de estilo que han hecho de Montaigne uno de los primeros escritores modernos, por su característico modo de argumentar y de diseminar la opinión valiéndose de constantes e imprevisibles digresiones. Es verdad que esta prosa “de estar por casa” ha sido la marca fundacional de un género, el ensayo, que representa una de las innovaciones más señaladas del espíritu moderno en la cultura europea. Pero no todo ensayo es necesariamente digresivo ni tiene por objeto expresar una opinión. De hecho, el texto de Montaigne por momentos resulta tan frívolo y caprichoso que puede llegar a hacerse incluso irritante. Así lo considera por ejemplo Malebranche, para quien la forma en que Montaigne usa una “sarta de trazos de historia, pequeños cuentos, ocurrencias, dísticos y apotegmas”iicon el solo propósito de contemplarse obsesivamente a sí mismo, le resulta tediosa, inconsistente, contradictoria y hasta pedante así como supone un peligro para el lector, porque el placer que uno obtiene con sus digresiones “lo compromete insensiblemente con sus opiniones” que parecen serias y no son más que un medio pensado para la consagración de la vanidad de su autor, concluye Malebranche.
La vacuidad de Montaigne, que se hace doctrinaria y hasta cínica con relación a la verdad, cuando declama y practica un pirronismo constante y se pone de relieve en la acumulación deslavazada de citas y referencias eruditas innecesarias, se hace patente con toda evidencia en relación con el suicidio. En efecto, sus puntos de vista al respecto son muy simples. Siempre con referencia a las ideas de Séneca, hace el encomio de la muerte voluntaria:
La muerte voluntaria es la más hermosa. La vida depende de la voluntad ajena; la muerte, de la nuestra. (Montaigne, Ensayos, 505)
y, al mismo tiempo, trasciende el argumento del filósofo español en la medida en que ve en el suicidio “la llave de la libertad”.iii
Esta afirmación basta para clasificar a Montaigne entre los primeros escritores cabalmente modernos y el primero de los existencialistas. Asimismo, también es el primero en mostrar que la asociación de la libertad individual –en los ejemplos de suicidios célebres citados por Montaigne abundan los sacrificios así como la superación de la muerte natural por la vía de la reivindicación del honor y la integridad moral– está directamente relacionada con la angustia de muerte (que es el verdadero trasfondo de este asunto), motivo habitual de admiración reflexiva en la tradición antigua: donde se suele presentar al suicida como uno que se afirma y alcanza la verdadera consciencia de sí autoinmolándose, como el bonzo vietnamita Thich Luang Duc en Saigón, en 1963, cuyo gesto espectacular se equipara a muchos de los ejemplos citados por Montaigne en su ensayo.
Pero si bien Montaigne (y el existencialismo) reivindican el suicidio como afirmación de la libertad individual, cuando hacen votos por la libertad del individuo piensan en una libertad exterior, cuyo único contenido es el sujeto mismo. La libertad asoma en el gesto del suicida montaigneano/existencialista no como un valor sino como un acto supremo acompañado de razones, pero ¿son éstas una alternativa a la muerte segura en un hombre, como el hombre real, que vive coartado por ataduras y penas interiores? ¿Es verdaderamente libre un hombre abocado a la decisión de morir por su propia mano? El suicidio que respeta y aplaude Montaigne más bien parece una forma más de encontrar la muerte en vida. El suicida montaigneano es uno que llega a la conclusión de que la vida como valor per se es una necesidad para los demás. No se trata de que se descubra libre sino más bien que, tras una reflexión, concluye que si existiera la vida como valor per se no habría nadie dispuesto a jugársela. Y, llegado el caso, él decide jugársela.
En uno de sus fragmentos, Friedrich Schlegel (que también es un autor consciente de su propia modernidad) reflexiona sobre el suicidio con mayor prudencia y menos cinismo pirrónico:
Por lo general, el suicidio es solamente un suceso, raramente una acción. Si es lo primero, su autor habrá obrado siempre mal, como un niño que se quiere emancipar. Sin embargo, si es una acción, ya no cabe hablar de derecho sino únicamente de conveniencia, pues solo a ésta se halla sujeto el arbitrio, que debe determinar todo lo que no pueden determinar las leyes puras, como el aquí y el ahora; y que puede determinar todo lo que no destruya el arbitrio de los demás, destruyéndose, con ello, a sí mismo. Nunca es injusto morir por la propia voluntad mientras que a veces, sí resulta indecoroso vivir más tiempo (Schlegel, Fragmentos, 61).
Al observar que el suicidio es un acontecimiento y rara vez una acción, a diferencia de Montaigne y la tradición existencialista, Schlegel sugiere que la libertad no está en juego en la decisión del suicida sino tan solo su autodestrucción en aras del respeto de la libertad de los demás. Hay dos dimensiones de la libertad individual. Una es exterior y presupone la capacidad de sobreponerse a las determinaciones de la sociabilidad. La otra, en cambio, es interior y, ni es tan fácil de afirmar –ni es tan sencillo asociarle una conducta virtuosa– ni tiene su consumación asegurada en el suicidio. La libertad más íntima implica llegar a la emancipación individual por la vía de alcanzar la serenidad, lo que supone sustraerse a ver la situación como problema; y, en este sentido ninguna acción permite realizarla. Así piensa Ernst Jünger que en un pasaje de su bitácora escrita durante la segunda guerra mundial, anota:
Buscando, en el trayecto que lleva del Pont Neuf al Pont des Arts, la salida a que antes he aludido, he comprendido de súbito con toda claridad que únicamente dentro de nosotros está lo laberíntico de la situación. De ahí que sería perjudicial el empleo de la violencia, destruiría muros, cámaras de nosotros mismos – el camino que lleva a la libertad no es ése. Las horas vienen reguladas desde el interior del reloj. Si movemos las agujas, modificamos las cifras, pero no la marcha del destino. Desertemos adonde desertemos, con nosotros llevamos nuestro uniforme congénito; y ni siquiera en el suicidio logramos escapar de él. Es preciso que nos elevemos, que nos elevemos también a través del sufrimiento; entonces se vuelve más comprensible el mundo. (Jünger, Radiaciones: 218)
La libertad, como experiencia cabal, requiere de un esfuerzo titánico, una disciplina, que solo nos está dado cumplimentar en la constante exploración de los vericuetos de nuestra alma, durante la vida entera, hasta llegada la hora de la muerte.
Barcelona, diciembre de 2011
NOTAS
i. Montaigne, Ensayos, 503–523.
ii. Malebranche, Investigación, 266.
iii. Montaigne, Ensayos, 504.
Referencias bibliográficas
Jünger, Ernst. Radiaciones I: Diarios de la Segunda Guerra Mundial. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Barcelona: Tusquets, 1989.
Lacan, Jacques. Escritos I. Vol. I de Escritos. Traducción de Tomás Segovia. Madrid: Siglo XXI, 1994.
Malebranche, Nicolás. Acerca de la investigación de la verdad. Traducción de Javier Martín Barinaga-Rementería. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2009.
Montaigne, Michel de. Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay). Edición y traducción de J. Bayod Brau. Con un prólogo de Antoine Compagnon. Barcelona: Acantilado, 2007.
Schlegel, Friedrich. Fragmentos, seguido de Sobre la incomprensibilidad. Traducción y edición de Pere Pajerols. Con un prólogo de Elisenda Julibert. Barcelona: Marbot Ediciones, 2009
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