Mascarada

 
Jordi Vernis

 

   

I

Mascarada. Baile de máscaras. Consiste en desmantelar la identidad de forma indefinida en pos del goce. El goce de lo indeterminado -la identidad que se esconde y la forma de relacionarse con ella, sea la de los demás o la de uno mismo- y por lo tanto de saber que con la máscara puesta uno no tiene por qué ser consecuente con su identidad habitual, y que de vuelta a ésta no hay que responsabilizarse de lo hecho cuando se estaba enmascarado. Mascarada (1998) es también un largo poema de Pere Gimferrer donde se desmantela el lenguaje en pos del placer.

La transparencia era uno de los proyectos de la modernidad. Desde la duda cartesiana que exige la claridad y la distinción hasta la arquitectónica kantiana, el sujeto moderno aspira a ser un protagonista que asuma la responsabilidad de su propia opinión, dueño de su palabra y con derecho a defenderla.

Pero tal modernidad enmascaraba con este derecho otro bien distinto: el derecho a contradecirse, a negar esa palabra, a jugar otra carta distinta a la anterior. Este fenómeno de inconstancia no sólo aparece de forma casual, sino que posteriormente emergen estéticas que reafirman y defienden esta postura. Lo que pretendemos esbozar aquí es una muestra de cómo la modernidad inició desde el principio una legitimación para eludir -incluso sin necesidad de una intención previa- la responsabilidad de mantener la coherencia no sólo entre teoría y praxis, sino también dentro de los elementos que forman el cuerpo teórico de un mismo autor.

-Pues lo seductor de la contradicción es el poder que ofrece alguien enmascarado. La máscara posibilita hacer actos ilegítimos, no se actúa en nombre de nadie y por lo tanto a nadie se le podrán pedir responsabilidades-.

Una forma barroca de romanticismo tardío, la estética dandi y la bohemia serán algunos intentos de configurar la contradicción y la incoherencia como elementos de un carácter que estéticamente atrae y se gusta a sí mismo. La atracción por lo indomable que sale de la norma, la mentira, el artificio, el maquillaje o la caricatura es un tema central en Charles Baudelaire, uno de nuestros protagonistas. Toda su obra es una buena muestra de la recurrente legitimación que tratamos, y a partir de su actividad como crítico de arte mostraremos los matices de esta estrategia en sus dos aspectos más relevantes: como un fenómeno intrínseco a él mismo, y como hecho a conciencia, formando parte de una estética de la que participa.

II

En 1840 se publica traducido al francés el primer volumen de las Lecciones de Estética de Hegel. La obra consiste en un gran intento de sistematizar el fenómeno artístico y definir cada elemento que participa en él. Al contrario que el alemán, el autor de Las flores del Mal asegura que no quiere condenarse a elaborar un gran programa de ideas que compongan un sistema, sino que se resigna a un papel más modesto:

Je me suis contenté de sentir. Je suis revenu chercher un asile dans la impeccable naïveté (Baudelaire, Exposición universal de 1855).

Baudelaire se conforma con sentir. Una proclama muy acorde a un carácter como el suyo -y muy del XIX en general- que podemos visualizar en su papel de salonnier, de crítico que recorre las exposiciones oficiales de la Academia de Bellas Artes de París, con su retórica mordaz a base de adjetivos tan poéticos como soeces, de burlas sin piedad y exaltaciones que se acercan más a la literatura que a una valoración objetiva. Como crítico se encarga de transmitir su parecer, a base de muestras claras de aceptación o rechazo, juzgando obras y artistas de forma inmediata. Pero muy al contrario de esta aparente espontaneidad que conectaría con el mencionado sentir, nuestro protagonista no lo deja todo a la arbitrariedad del sentimiento. Critica a Hegel y a H. Heine por una voluntad de delimitar y sistematizar que él mismo también comparte cuando teoriza sobre el Romanticismo:

Quien dice romanticismo dice arte moderno, es decir, espiritualidad, color, aspiración al infinito, expresado por todos los medios que tienen las artes. […] El romanticismo y el color me conducen directamente a Eugéne Delacroix. Ignoro si él está orgulloso de su calidad de romántico, pero su lugar es éste por cuanto la mayoría de público le ha constituido desde hace tiempo, realmente desde su primera obra, en cabecilla de la escuela moderna (Baudelaire, Salón de 1846).

En todo momento adopta una actitud de revelación: aquél que se consagraba a la modestia se esfuerza línea por línea en dejar claro qué es lo válido, y una vez definidos los parámetros de validez quién se ajusta perfectamente a ellos y quién es sólo una aproximación. Así, en referencia a Víctor Hugo:

Se compara usualmente a Eugéne Delacroix y a Víctor Hugo. Se tenía el poeta, faltaba el pintor. [...] si mi definición de romanticismo sitúa a Delacroix como cabezadelromanticismo, excluye naturalmente a Víctor Hugo. [...] El señor Víctor Hugo era por naturaleza académico antes de nacer, y si estuviéramos aún en el tiempo de las maravillosas fabulas, creería de buena fe que los leones verdes de l'Institut, cuando pasaba ante el santuario iracundo, le han murmurado a menudo con voz profética: Tu serás de la Académie (Salón 1846).

Baudelaire erige a Delacroix como artista insigne del romanticismo. Pero esta inclusión en el modelo que el poeta inventa es siempre dependiente del capricho de su visión, sin cesar ante las exigencias de la realidad. Baudelaire llega a crear su propio paraíso artificial, su propio soliloquio sin ningún reparo en ocultar detalles de cierta transcendencia. Amigo del pintor de La muerte de Sardanápalo, debió conocer al detalle algunas de las opiniones de éste, como por ejemplo que rechazaba la etiqueta de romántico, declarando que desde siempre fue un pure classique.

Esta falta de rigor podría relacionarse con el rechazo a cualquier intento frío y científico de ordenar y clasificar. El problema está en que él mismo ordena y clasifica, eleva y descalifica, con una retórica que pretende ser muchas veces directa, plástica, feroz y que subraya ese carácter de revelación que parece resignarse al mero sentir. La mejor crítica es la amena y poética nos dice; no la meditada y objetiva que no siente ni amor ni odio. Así, la mejor reseña de un óleo será un soneto o una elegía. La crítica debe ser parcial, apasionada:

El señor Horace Vernet es un militar que hace pintura [...] Odio a este hombre porque sus cuadros no son de manera alguna pintura, sino una masturbación ágil y frecuente, una irritación de la epidermis francesa. Le odio porque ha nacido coronado, y porque para él el arte es una cosa clara y fácil. Para definir el señor Horace Vernet de forma clara, es la antítesis absoluta del artista (Salón de 1846).

La mejor crítica sería la literaria, otra proclama muy apropiada para las pretensiones del poeta, que sin extrañarse declarará más adelante que toda la literatura que se niegue a caminar fraternalmente entre la ciencia y la filosofía es una literatura homicida y suicida (Baudelaire, El arte romántico). Los que no lo comprenden son los pertenecientes, según Baudelaire, a lo que él llama la escuela pagana:

Su alma, sin cesar de ir irritada e insatisfecha por el mundo, un mundo ocupado y laborable; va, digo, gritando: ¡Plástica! ¡Plástica! La plástica, esta horrible palabra me pone la piel de gallina (Baudelaire, El arte romántico).

Todo ello muestra la facilidad de Baudelaire para contradecirse, para dejarse seducir por aquello que llama su atención a cada momento. Un autor que no tiene ningún problema en pedir coherencia y constancia a los periodistas en una línea, para dos más abajo despachar a un pintor tan celebrado como Rubens tildándolo de travieso vestido de seda, o a Wiers de bocazas idiota y ladrón, cuando tiene la oportunidad de contemplarlos en Bruselas.

Su retórica descarada se ha tomado como una de las principales aportaciones del poeta a la crítica de arte, pero esta imagen no presenta todas las vicisitudes que encierra el autor en el resto de su producción literaria y biográfica. A pesar de la imagen con la que ha pasado Baudelaire (y que él, por supuesto, ha ayudado a difundir), Baudelaire no es un personaje extremo, como el flâneur denunciado por los motivos perversos de algunos de los poemas de fleurs du mal, y además ello contrasta con sus proclamas en defensa de una sociedad católica, con sus alabanzas al público burgués, ese ser que no pediría otra cosa que amar la buena pintura (Baudelaire, Salón del 1845). Por no hablar de lo conservadora que su misma poesía, decantándose mayormente por los sonetos el cuidado de la forma tradicional. Como dice el mismo Valéry, en consonancia con una de las misivas anteriores de Baudelaire:

No veo material intelectual que no se haya visto a lo largo de los tiempos forzada al ritmo y sometida por el arte a extrañas, divinas exigencias (Valéry, Introducción al estudio de la diosa).

Además, ese modo de hacer crítica no es ninguna innovación suya. Él constantemente recomienda que si alguien se siente ofendido con su estilo grosero, lea a Diderot. Y es Diderot, como uno de los primeros ejemplos de este comportamiento moderno, quien ofrece sus primeros síntomas, caracterizado por la escisión radical entre dos mundos, en una encrucijada entre dos tendencias opuestas, que anuncia una nueva estética y una nueva moral. El carácter neoclásico e ilustrado frente a los cambios que acontecen en la naturaleza. Como afirma Félix de Azúa, las contradicciones aíslan a Diderot de aquellos otros filósofos que conforman su propio pensamiento (Azúa, La paradoja del primitvo). No hay una teoría global que se desmenuce en diversas obras. Algunas parecen oponerse a las otras, y todas ellas remiten a un mismo nombre: Denis Diderot.

-síntomas no... suena a que contradecirse es un comportamiento enfermizo y te tacharán de retrógrado. Ponte la máscara-.

La tentación por la comodidad de no defender siempre una posición unívoca, por el placer de atender algo que no congenia con lo que se dice y hace, podría tratarse de un fenómeno propio de la época, fruto de características globales que acaban afectando en gran parte del carácter individual de los autores, si tomamos análisis como los de Paul Valéry acerca del lector moderno:

La riqueza y la fragilidad de las combinaciones, la inestabilidad de los gustos y las transmutaciones rápidas de valores, en fin, la creencia en los extremos y la desaparición de lo duradero, son los rasgos de esta época. [...] La misma persona puede cambiar de gusto y estilo, quemar a los veinte años lo que adoraba a los dieciséis, no sé qué íntima transmutación permite deslizar de un maestro a otro el poder de encantar (Valéry, Cuestiones de poesía).

Pero también se alza, como respaldo al fenómeno, una crítica a los procesos de la conciencia que, con su ilusoria lucidez, es incapaz de mantenerse estable y realizar opiniones duraderas. Quizá no exista el yo mismo fuera del instante. Según Valéry, la identidad se define por las posibilidades que la acompañan, y lo más verdadero de un individuo, lo más propio, es su posibilidad. El futuro es el lugar donde uno podría olvidar sus responsabilidades, e incluso ser otro. No a la tautología, no al principio de identidad. El yo no existiría fuera del instante y por lo tanto no se podría fijar ni él ni la ideas que concibe o la teoría que construye. Obras como Idea Fija o Monsieur Teste exponen este pensamiento, y todas las críticas a Descartes por parte del autor de Cahiers ponen esto como relevante.

La naturaleza del lenguaje es lo que menos se presta en el mundo a combinaciones seguidas; y por otra parte la formación y las costumbres del lector moderno (acostumbrado a nutrirse de incoherencia y de efectos instantáneos) vuelven imperceptible toda busca de estructura, casi no aconsejan perderse tan lejos de él... (Valéry, Comentario a El cementerio marino).

Y en relación a cómo reacciona el sujeto ante estas circunstancias:

No hay un término para denominar nuestra sensación de una sustancia de nuestra presencia, de maestras acciones y emociones, y no sólo de las efectivas, sino además de las inminentes o demoradas o meramente posibles, algo oculto y sin embargo menos íntimo que nuestras intenciones secretas: descubrimos que somos prácticamente tan versátiles como las situaciones que nos rodean. Nos obedece o no nos obedece, ejecuta nuestros planes o resulta una traba; de él nos afluyen fuerzas y debilidades asombrosas que afectan al todo o a partes de esa masa más o menos sensible, que unas veces se carga repentinamente de impulsos de energía para hacerlo actuar gracias a algún misterioso proceso interno, y otras veces parece ser en sí misma un fárrago de lo más opresivo e inamovible... (Valéry, El problema de los tres cuerpos).

III

Ser tan versátil como las situaciones que nos rodean. Es quizás la causa de esta incoherencia, este gusto por aunar tendencias contrapuestas que aparecen con el mismo vigor. Un gusto cultivado por los autores modernos que deciden elaborar una obra asistemática para cultivar artículos atomizados (y por lo tanto, teorías atomizadas y además en diferentes géneros: poesía, ensayo, novela, aforismos etc...), que no tienen por qué cumplir con lo dicho por el autor en otro sitio, dejando así vía libre a su capricho de turno; dejándose seducir por una visión, cediendo luego ante otra que apetece más. F. Schlegel participó en esta suspensión de la coherencia con textos como Lucinde y Sobre la incomprensibilidad, para después apoyar el catolicismo, la Santa Alianza y la reforma conservadora de Metterlinch. Diderot, Valéry, Nietzsche o Rilke alternaron siempre su pasión por el esteticismo con la negación de éste en muchas de sus obras maduras (Y si algo en común estos cuatro últimos autores, es que son extremadamente fáciles de seducir).

Hemos visto cómo Baudelaire se convertía en el ejemplo perfecto para mostrar este fenómeno. Ejemplo a su vez de una época que ante la responsabilidad de una supuesta mayoría de edad del hombre -según Kant-, de afirmación consciente de algo, ha priorizado en muchos casos la defensa parcial de distintas posiciones a veces contradictorias aún siendo conscientes ello. La voluntad de veracidad y el proyecto de construir un estatuto de lo público aconteció en la época que vio nacer más grupos iniciáticos secretos; la alabanza por la luz de la verdad que supone la mecánica clásica de Newton en el poema de Alexander Pope, se da junto al hecho de que el gran físico fuera un interesado en la oscuridad de la mística y la alquimia. En Baudelaire, más explícito que en ningún otro, esa defensa apasionada y parcial se ve traducida en un modo de expresión un tanto singular y que causará furor: la proclama. Una sobrada excitación en el sujeto que le hace defender con fuerza algo que con la misma fuerza perecerá su interés.

Toda la modernidad está llena: del changer la vie de Rimbaud a todas las proclamas ilustradas de los Himnos de Tubinga, temprana poesía de Hölderlin; del Dios ha muerto de Nietzsche a los millones de citas que uno puede encontrar en un ensayista como Valéry. Los derechos humanos también serían un conjunto de proclamas y no un programa de premisas fruto de una adecuada reflexión. Pero lo que sucede con la proclama es que se convierte en emblema de la máscara: la fuerza visceral con la que uno se fascina aparece igual de potente y con la misma rapidez cuando el objeto de la fascinación deja de interesar.

A pesar de la fuerza que quiere transmitir, lo que indica es la parcialidad con la que se abraza lo defendido, puesto que embelesa en el instante pero no se agota como posibilidad. Precisamente una de las críticas de Hegel a la ironía, al sujeto irónico, presentado como la Alma bella que se cree libre y pura ante todo en la Fenomenología del espíritu, es que no agota ninguna de las posibilidades que presenta. Material para gritar en manifestaciones y discusiones de sobremesa. El eslogan y la consigna.

Suspender la coherencia entre lo que se proclama y lo que se hace en pos del placer. Mascarada: proclamas, sin que ninguna de ellas agote la posibilidad que presenta, y toda posibilidad sólo se presenta como una proclama, como nada serio.

-pero qué cómodo es no tener responsabilidades sin que nadie te lo pueda echar en cara-.

Aún hoy, este ejercicio moderno sigue en boga. G. Scaraffia define heroicamente el carisma de la contradicción en el dandi contra la sociedad burguesa, que basa su coherencia en un modelo económico, mientras que el primero desenmascara una fachada moral y la esclavitud que supone la burguesía a la que se vincula. La incoherencia como una prohibida paz sin marcar una tregua ni con su mente.

Porque, como demuestra el Bolero de Ravel, cada nuevo retorno, aunque coincide con el precedente, queda irremediablemente lejos de él, para bien o para mal (Scaraffia, Diccionario del Dandi).

Sí claro, claro...

Por todo esto hay algo que chirría cuando -muy consecuente con la modernidad, eso sí- afirmamos que no se debe juzgar a un autor por contradecirse o por no ser coherente consigo mismo, sea por sus actos o por su manera de abordar lo que propone en su discurso. Lo siento, pero seguramente la mayoría, al contrario de Baudelaire, no pueden conformarse sólo con sentir. Eso es una máscara, en el sentido más valeryano del término: Nunca pensamos que lo que pensamos oculta lo que somos (Valéry, Monsieur Teste). Una máscara y una tendencia horrible hacia las proclamas.

Farsa también es uno de los significados de mascarada.

Fuentes Bibliográficas

Azúa, Félix de. La paradoja del primitivo, Seix Barral, Barcelona, 1983.
Baudelaire, Charles. El arte romántico, traducción de F.J.Solero, Schapire, Buenos Aires, 1954.
-------------------. Salones y otros escritos sobre arte, traducción de Carmen Santos, Visor, Madrid, 1996.
Löwith, Karl, Paul Valéry: rasgos centrales de su pensamiento filosófico, traducción de Griselda Mársico, Katz editores, Madrid, 1999.
Scaraffia, Giuseppe, Diccionario del dandi, traducción de Francisco Campillo. Antonio Machado libros, Madrid, 2009.
Valéry, Paul. El Cementerio Marino, traducción de Alfonso Gutiérrez Hermosillo, El Aleph,1999 según la versión aparecida en “Et Caetera”, nº 17/ 18, tomo V, Guadalajara, Jalisco, 1955.
-------------Monsieur Teste, traducción de José Luis Arántegui, Visor, Madrid 1999
-------------Teoría poética y estética, traducción de Carmen Santos, La balsa de la medusa, Madrid, 2009.

 

 

Charles Baudelaire