Beauvais como metáfora

 
Jordi Vernis

Pero conozco todo lo quimérico de mi Ideal.
Paul Valéry (El Cementerio marino, 1999, p. 44).

I

La catedral de Beauvais (París) empezó a construirse en 1225. Levantados los traseptos, las naves del coro, los pilares de la nave central y la cabecera, en 1249 se añadieron cinco metros a la altura total de la nave central y se inició la construcción del triforio y las ventanas altas, que configurarían un diseño más fino, un muro más delgado. En 1284 se hundió la bóveda. Por la delgadez de los pilares y los muros de las naves del coro, por la excesiva anchura de los tramos (los más grandes construidos hasta entonces en la arquitectura gótica) y por el aumento de la altura a unos vertiginosos 53 metros, el derrumbe era inevitable. El arquitecto fue un gran artista, atento al proceso estético iniciado años antes en la Île de France, pero un mal ingeniero. La preocupación por la verticalidad de las estructuras (más altas, de muros más ligeros, con más cristales) llegó con Beauvais a su último límite.

No es un fenómeno apartado en la historia del arte y la cultura que los elementos puramente estéticos y sus relaciones internas cobren protagonismo por encima de la solidez de los fundamentos, de lo funcional. Sucede en la mayoría de transformaciones que el ámbito de las formas va procurando a todo lenguaje posible: arquitectura, pintura, música o poesía. El manierismo del siglo XVI monumentaliza estéticamente elementos que eran simplemente funcionales, como las columnas; la aparición de la sinfonía es fruto del juego y el desarrollo de unas piezas meramente funcionales: entretener al público antes del comienzo de una ópera.

Atendiendo a la poesía, será en pleno apogeo de la modernidad cuando las relaciones estéticas entre los vocablos, entre los elementos formales, declaren su autonomía respecto al contenido -el elemento funcional del lenguaje por excelencia-, un acto ya predicho y recomendado por Edgar Allan Poe y que salpicará a gran parte de los literatos franceses. Paul Valéry (1871- 1945) se encuentra entre ellos. Cabe desligar la poesía de todo aquello que es secundario para dar con su adecuada concepción. En esta tesitura el autor señala un elemento que ayuda a entender la independencia que buscan las relaciones formales, estéticas, para devenir el motivo principal de su arte: la desmesura.

Todas las relaciones que hace el productor, músico, filósofo, poeta, crean una obra que bruscamente aflige al público: este es el acto de desmesura. Un acto de desmesura se muestra en Beauvais. También lo son ejemplos como el empleo de columnas de modo meramente estético y monumental, la raya verde de Matisse en el retrato de su mujer, o la autonomía de las palabras respecto de su significado. Todo signo de modernidad aparece originariamente como un acto de desmesura, y la poesía no iba a ser menos. Según nos cuenta Valéry, las grandes obras versificadas, incluso las más admirables, pertenecen al género didáctico e histórico. Algunos de los ejemplos más significativos, como la Eneida o la Divina Comedia serían perfectamente adecuados en prosa, disolviendo su estructura en verso sin perder el más mínimo rigor. La aparición de estas obras como poesía sería casi accidental.

Poner o hacer poner en prosa un poema; hacer de un poema un material de instrucción o exámenes, no son menores actos de herejía (Valéry, Teoría poética y estética, 2009, p. 41).

Esta crítica aún seguía vigente en la poesía romántica francesa, que con Hugo como estandarte, adolecía según nuestro protagonista de algo que la música, uno de sus lenguajes preferidos, dispone por sí sola: la capacidad de sugerir todo tipo de efectos sugestivos sin perder la poderosa arma de la inmediatez, algo de lo que sí adolecen las construcciones de la palabra. La poesía siempre puede perderse en lo que Valéry llama un sinfín de necedades y de ridículos insolubles en la duración, detalles retóricos de toda índole que deben poder ser introducidos, suprimidos y manipulados para transmitir correctamente el contenido, la acción. Éstas, esenciales en la prosa, pueden dividirse y analizarse, reducirse a un tema, a un abstract que será desarrollado e incluso resumido a partir de unas conclusiones.

Con ánimo de emular en la poesía la economía de medios propia de la música, limitando su contenido únicamente a lo que le es esencial, la forma, nace el Simbolismo, que tal como lo define Valéry es la intención común de varias familias de poetas de recuperar los bienes de la música (Ibid.). La musicalidad será entonces uno de los atributos de la poesía surgida después del romanticismo y especialmente en Francia, un atributo que siempre se ha dado en la exactitud de los mejores ejercicios de rima y métrica, pero bautizado ahora con un nuevo nombre para que destaque como elemento insigne. Cabe decir a su favor que es más preciso y simple que otro atributo muchas veces usado para describirlo: el ambiguo preciosismo.

(Estoy seguro de que el uso de una palabra tan relamida como preciosismo existe sólo gracias a los excesos simbolistas y parnasianos).

Los elementos que soportan estas relaciones estéticas se volverán prescindibles, dinamitándose la lógica interna que debería vertebrar un contenido: las órdenes de la ley, las máximas de la moral, las formas de los objetos descritos o las acciones. Parecía que las ideas iban primero, las palabras después. Las primeras sustentan, son la base; las segundas son el medio donde cobran sentido. Que además de su función las palabras puedan ofrecer relaciones adicionales a las de su significado (como la musicalidad), sería un elemento estético que se sustenta encima de la necesidad primordial de la palabra, y por lo tanto quedan en un segundo plano.

Para Valéry esa es la concepción adecuada para la prosa, pero no para la poesía. A la poesía sí le son esenciales esos atributos que aparecen arriba como secundarios, sustentados por algo más esencial. Ahora las sentencias, las descripciones y precisiones arbitrarias son los elementos surgidos encima de los elementos principales de las palabras, a saber: su conjugación, su fisonomía y su forma; la prosodia y los efectos psíquicos que producen, independientemente de las relaciones sintácticas y por las influencias recíprocas de sus proximidades, como en el caso de la música, cuando una nota suena por simpatía con la ejecutada. El poeta se ve obligado a crear, en cada obra, el universo de la poesía, el estado psíquico y afectivo en el que el lenguaje pueda cumplir un papel distinto del que le ha tocado.

Nuestra filosofía está definida por su aparato y no por su objeto; no puede separarse de sus dificultades propias, que constituyen su forma, y no adoptaría la forma del verso sin perder su ser, o sin corromper el verso. Hablar hoy de poesía filosófica (aún invocando a Alfred de Vigny, Leconte de Lisle y algunos otros) es confundir ingenuamente las condiciones y las aplicaciones del espíritu incompatibles entre sí ¿No es olvidar que el fin de quien especula es el de fijar o crear una noción, es decir, un poder y un instrumento de poder, mientras que el poeta moderno intenta introducir en nosotros un estado, y llevar este estado excepcional al punto de un goce perfecto? (Ibid., p. 17).

Es el inicio la poesía pura. Asistimos así al modelo que sirve de origen al arte por el arte, creado en estos momentos, cuando éste intenta defender la necesidad de no servir a la difusión religiosa, a la alegoría didáctica de la política o del suceso histórico a convenir; es decir, a sus potenciales contenidos. El lenguaje práctico, en la poesía, debe ser destruido y tender a la conservación de la forma: la filología, la fonética, la combinación de aliteraciones. Como señala Valéry, ahora el pensamiento abstracto, el contenido que busca teorizar con las palabras y mostrar sus resultados, se retira de los versos para colocarse al inicio, en la teoría del poema y las reflexiones que lo preceden. Se trataba de un auténtico progreso (Ibid. p. 16), asegura. Los tres Reyes magos de la poesía francesa del momento, Verlaine, Mallarmé y Rimbaud muestran todas estas invenciones.

La prosa sobreentiende siempre el universo de la experiencia y de los actos, universo en el cual deben corresponderse de una sola manera: uniformemente. El universo práctico se reduce a un con-junto de objetivos. Cuando se alcanza el objetivo, la palabra expira. Este universo excluye la ambigüedad, la elimina. Y será la ambigüedad la mejor baza del simbolismo, pero como veremos, también su peor enemigo. El poema no debe doblegarse a su comprensión. Al contrario que la prosa, en la poesía hay un elemento oscuro e indefinido. El desorden es esencial para la creación (Ibid, p. 203), nos dice Valéry en La invención estética (1938). Todo lo que pertenece al espíritu tiene algo de indeterminado. La poesía debe crear un universo de relaciones recíprocas donde éstas no cesen sólo para facilitar su comprensión. La música pura es el modelo, donde la resonancia prevalece sobre la causalidad, incluyendo un elemento de indeterminación. Lo que realiza la música, como la declamación poética que busca Valéry, es articular miméticamente a partir de sus propias relaciones un resultado que se asemeja a lo imitado. La música, en definitiva, no expresa ni significa nada. Ésta será la posición del formalismo en música desde C. Ph. E. Bach hasta la poética musical de Stravinsky, pasando por Hanslick, que se enfrentará al romanticismo musical representado por Schumann a mitad del XIX.

Densidad de imágenes, consonancias, disonancias, figuras, ritmos etc... La necesidad poética es inseparable de la forma sensible, forma que debe crear en nosotros una tensión, un estado predispuesto a acoger un mundo desde la forma, tal como declara Valéry en su comentario a propósito de El Cementerio Marino (1920) uno de sus poemas más célebres:

En cuanto a El cementerio marino, esta intención sólo fue al principio una figura rítmica vacía, o llena de sílabas vanas, que me obsedió durante algún tiempo. Observaba que esta figura era decasílaba, y me hice algunas reflexiones sobre este tipo demasiado poco empleado en la poesía moderna: me parecía pobre y monótono. Valía poco comparado con el alejandrino, que tres o cuatro generaciones de grandes artistas han elaborado prodigiosamente. El demonio de la generalización sugería intentar llevar este Diez la potencia de Doce. Me proponía una cierta estrofa de seis versos y la idea de una composición fundada en el número de esas estrofas, y asegurada por una diversidad de tonos y de funciones que asignarles. Entre las estrofas debían instituirse contrastes o correspondencias.. [...] Sueño, pues, que encuentro progresivamente mi obra partiendo de puras condiciones de forma (Valéry, 1999, pp. 42- 43).

Así es la poesía de Valéry: simbolismo y cadencia; formalismo clásico en la rima y la métrica. El contenido es la forma misma y el significado de los signos queda al azar de sus infinitas posibilidades, como en la música. De hecho El cementerio marino empieza con una cita de las Píticas de Píndaro: Alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible (Ibid. p. 10). El papel del azar, que no toma ninguna posibilidad determinada, se encuentra tanto en la poesía pura teorizada por Valéry como en sus análisis de la conciencia y la lógica del discurso, presentes en obras famosas como Idea fija o Monsieur Teste (1896) : el proceso de atribución de significado no es concluyente sino abierto e inestable. Y su consecuencia es que el conocimiento, sobre nosotros mismos o sobre el mundo, es una actividad cuyo resultado no es una imagen o una representación estable y perfectamente adecuada, pétrea, sino apenas una imagen provisional, cambiante, siempre susceptible de revisión. Una imagen en construcción.

II

Con este panorama, temas de la tradición estética como la correspondencia entre belleza y verdad o el papel de la mímesis, quedan desamparados de un estatuto fijo y cerrado. Un caso que afectará a la teoría poética de Valéry es el resultado de disponer de una metáfora abierta. No hay buenas o malas metáforas. Lo único cerrado en la metáfora es su sentido, que es el literal del enunciado metafórico. Cuando hay algo distinto a este sentido literal que pueda extraerse de la metáfora (por su clara imposibilidad de tener una referencia real), entonces lo que prevalece es el tono, algo que no está cerrado y no debe comprenderse, sino ser sensible a él (como teorizará más tarde Donald Davidson). No hay más sentido en la poesía y la música que su forma literal. Al no tener que pasar cuentas con ningún contenido comprensible, el tono que la forma proporciona es el centro de atención.

Así pues la poesía deberá favorecer al máximo su carácter abierto a la posibilidad. El tono, elemento de la metáfora que ahora prevalece, queda más abierto que nunca -y en ello radicará la dificultad de la poesía simbolista más exigente- debido a otro detalle importante de la poética de Valéry: la poesía debe estar en proceso, por lo tanto, debe recitarse ya que es palabra viva. La declamación no cierra el poema hasta que no acaba -y cuando se acaba ya no es poesía-. Efectivamente, para Valéry, fuera del acto sólo quedan productos que nada tienen que ver con el espíritu. Una poesía escrita en un papel está ya cerrada, y traiciona tanto a su naturaleza que parece algo sin contexto, como una estatua fuera de su lugar de emplazamiento, un simple trozo de piedra. El poema como texto es mudo e inerte. Las palabras están arrojadas en el texto silencioso, y sólo la lectura puede hacerlo revivir una vez más para, al mismo tiempo, volverlo a matar, puesto que para insuflarle vida es preciso que llegue una nueva lectura, y así sucesivamente.

La poesía es además esencialmente in actu. Un poema solamente existe en el momento de su dicción, y su verdadero valor es inseparable de esta condición de ejecución. Lo que equivale a decir hasta qué punto es absurda la enseñanza de la poesía que se desinteresa totalmente de la pronunciación y de la dicción. (Valéry, 2009, p.207).

Si el poema entra en acción se establece un nexo con la voz, y la voz siempre debe venir, por lo tanto nunca está acabada, sino abierta a la posibilidad que todo pueda pasar (una pronunciación diferente, una forma diferente, nuevas relaciones, nuevo tono, nuevo poema). La ejecución del poema es el poema (Ibid. 118), nos dice en la lección inaugural dada para el curso de poética en el Collège France, en 1937. Como era de esperar, su idea de la música es la misma: sólo hay música cuando se ejecuta, cuando efectivamente hay música. Así cabe reconocer que Valéry se avanza a cierta teoría contemporánea de la música, como la de R. Ingarden, discípulo de Husserl que postulaba estas mismas tesis en relación a la música: ésta sólo acontece en su reproducción sonora, que es su estatuto fenoménico, siendo resucitada cada vez que ello sucede.

La búsqueda del efecto estético a partir de las múltiples relaciones pueden llegar a crearse, y no a partir del sentido, desvirtúa cualquier sentido único de una metáfora. Ésta queda abierta e inconclusa, y a cada nueva resurrección (por cada uno de los miles de potenciales lectores) adquiere un nuevo efecto.

En cuanto a la explicación de la letra, ya me expliqué otra parte sobre este punto;pero nunca se insistirá lo bastante: no hay sentido verdadero de un texto. No hay autoridad del autor. Aunque haya querido decir, escribió lo que escribió. Una vez publicado, un texto es como un aparato del que se puede servir cada uno a su antojo y según sus medios; no hay seguridad de que el constructor lo use mejor que cualquier otro. Por lo demás, si el autor sabe bien lo que quiso hacer, este conocimiento turba siempre en él la percepción de lo que ha hecho (Valéry, 1999, p. 49).

La metáfora entonces está en construcción, abierta. Siempre se puede revivir con un nuevo tono, ya que cada resurrección completa algo que no está acabado. Una obra nunca está acabada, sino como mucho abandonada. Éstas son las consecuencias de la poética de Valéry. Así también se avanza a Roland Barthes (obra plural) o Umberto Eco (Obra abierta). Pero si Valéry defiende esta teoría poética y es capaz de ver lo anteiormente escrito en el párrafo ¿cómo puede sostener aún su condena a lo textual? Más aún cuando él mismo se hace eco de un gran ejemplo en Poesía y pensamiento abstracto (1939):

[Degas] dijo un día a Mallarmé: Su oficio es infernal No consigo hacer lo que quiero y sin embargo estoy lleno de ideas... Y Mallarmé respondió: no es con las ideas, mi querido Degas, con lo que se hacen los versos. Es con las palabras ( Valéry, 2009, p. 82).

El formalismo que cultivarán los grandes poetas simbolistas junto a Valéry sólo es posible debido al texto que permiten ver los progresos tipográficos, el poder sugestivo de las palabras sólo como signos, independientemente de los contenidos. Mallarmé es el caso más claro: la innovación de sus textos, donde los versos se disponen de forma distinta sobre el papel, dejando espacios gratuitos, cambiando el tamaño de la letra sin ser necesario, jugando con diferentes soluciones textuales muestran la capacidad de descontextualizar las palabras y ver cómo adquieren nuevas propiedades. La rapsodia, en tanto que poesía métrica hecha para la memorización de un contenido, es de manera equivocada – si se nos permite la crítica- el estandarte de la poética de Valéry. Los elementos restantes de la forma, como los presentes en Un coup de dés jamais n'abolira le hasard  de Mallarmé, o en los caligramas de Apollinaireno podrían intervenir. ¿De qué modo, si no es gracias al texto, podría decir Wittgenstein que las palabras no son las cosas?

Si se nos permite también, ¿qué sería de la filosofía analítica si no fuera por Gutenberg? Nada.

El propio Valéry nos permite ver este hecho gracias a un texto de la obra Danza, dibujo y Degas (1938) que cita el propio Adorno en El autor como lugarteniente:

Así como a veces un lector algo distraído pasea el lápiz por los márgenes un libro y, por su distracción y el humor de la punta, esboza figuras o vagos ramajes junto al texto impreso, así quiero yo escribir lo que sigue, según el antojo y el capricho, al margen de este par de estudios de Edgar Degas. Acompaño estas imágenes con algo de texto que no es necesario leer, o no de un tirón, y que únicamente mantienen con estos dibujos una conexión laxa, es más, no está en absoluto en ninguna relación inmediata con ellos (Adorno, Notas sobre literatura, 2009, p. 112).

Gracias al texto el hombre ve, distraído, cómo las palabras mantienen sus propias relaciones al margen del sentido del discurso, como las figuras del texto impreso de las que habla. Este reproche que nos permitimos aquí también puede realizarse a su concepción de la música. Un compositor ya experimentado, así como un intérprete profesional, no necesita que lo transcrito en un pentagrama sea tocado continuamente para saber cómo suena, lo sabe con sólo leer la partitura. Es aquí donde el concepto de construcción adquiere otro matiz, no sólo temporal, sino también espacial. Construcción como composición, como diseño previo, cálculo y medida, disposición de los elementos sobre un espacio: el plano del arquitecto o la partitura del compositor. También hay música en éste último.

Esta otra cara del concepto de construcción, más amplia y completa, nos llega de la mano del propio léry por la insuficiencia que él mismo ve en los resultados de su poética. Con un formalismo radical, la metáfora se vuelve algo demasiado etéreo, con unos resultados propios del esteticismo: una sensación de extrema ligereza (hasta que se derrumba, como la bóveda de Beauvais). Metaforizar por metaforizar, construir por el mero hecho de construir: lo que importa acaba siendo la metáfora misma, no lo metaforizado. El propio Valéry encuentra las principales dificultades de una propuesta tan abierta en sus reproches a los simbolistas.

En vano se aferraban los observadores de tales experiencias, y aquellos mismos que las practicaban, a esa pobre palabra de Símbolo. Sólo contiene lo que uno quiere; si alguien le atribuye su propia esperanza, ¡la encuentra! (Valéry, 2009, p. 14).

Efectivamente, a una apuesta tan abierta le falta concreción. En Cuestiones de poesía (1935), señala sagazmente que entonces gustaba más el accidente que la sustancia. En una relación totalmente indeterminada entre signos, uno encuentra lo que quiera:

Otros daban a todos los objetos significaciones infinitas que suponían una metafísica oculta. Se valían de un delicioso material ambiguo [...] Cada cosa era alusión, nada se limitaba a ser (Ibid,p. 15).

Efectos a los que él mismo no pudo escapar:

Se me ha culpado, por ejemplo, de haber dado del mismo poema varios textos, y aun contradictorios. Este reproche me es poco inteligible, como puede esperarse después de lo que acabo de exponer. Al contrario, estaría tentado, si siguiera mi sentimiento, a comprometer a los poetas a producir (como lo hacen los músicos) una diversidad de variantes o de soluciones del mismo tema. Nada me parecería más conforme a la idea que me complace de un poeta y de la poesía (Valéry, 1999, pp. 38- 29).

El problema de todo este proyecto es que no permite profundizar en nada. Esta falta de concreción se traducirá en un nuevo barroquismo: desordenes sintácticos, ritmos irregulares, curiosidades gratuitas de vocabulario y figuras continuas. El soneto de las Vocalesde Rimbaud sería el mejor ejemplo de esta indeterminación estética. Es precisamente el gótico flamígero, la etapa más tardía del desarrollo de las fórmulas arquitectónicas iniciadas trescientos años antes en la Île de France, un ejemplo de barroco avant la lettre. El resultado poético es el mismo que el de Beauvais: se derrumba la bóveda. Nada tan puro podía cohabitar con las exigencias de la vida. Hay demasiada ligereza, mucha proyección hacia ningún lado. Como era previsible, Beauvais no se dejó sin cubrir y el problema se resolvió de un modo seguro: los tramos del coro fueron reconstruidos, se insertaron pilares entre cada dos pares de los antiguos y la bóveda pasó de ser cuatripartita a ser sexpartita. Se afianzó la seguridad de la función con soluciones tradicionales, equilibrando su protagonismo con las pretensiones de la forma.

III

Equilibrar su poética con soluciones tradicionales, esto es precisamente lo que hace la otra cara de Valéry, clásica, comedida, apasionada por la teoría renacentista del arte. Es también la más conservadora. Obras famosas como Eupalinos o el arquitecto (1923) y sus escritos sobre Leonardo da Vinci (1895) son las mejores versiones de este Valéry en particular, aunque ya encontramos observaciones del mismo parecer en ensayos como Introducción al estudio de la diosa (1920):

No encuentro materia intelectual que no se haya visto a lo largo de los tiempos forzado al ritmo y sometido por el arte a extrañas, a divinas exigencias (Valéry, 2009, 12).

Aquí encontramos al Paul Valéry más prudente. El formalista moderado que participó de la propuesta moderna de la renovación poética, pero sin llegar hasta las últimas consecuencias. Sabía que en ellas se encontraban tanto el riesgo y la audacia como las crueldades exageradasy el infantilismo. Fuimos tenebrosos a veces; y a veces pueriles (Ibid.p. 17). geometría y la matemática deberán ser las disciplinas que formen el lenguaje del futuro.

Así pues, nos interesa calcular nuestras audacias y nuestras prudencias tan bien como podamos (Ibid. p. 27).

Hay que querer lo que se debe querer, dice en Eupalinos. Los elementos indeterminados también son, pese a su oscuridad, un elemento que debe transformarse en una determinación al final de la obra e inscribirse en un todo. Un todo está formado de partes, y éstas actúan conjuntamente en la mecánica funcional de un todo -como ya señalaba Platón en el Fedón y el Fedro. Precisamente Fedro y Sócrates son protagonistas en este diálogo de Valéry, lo que muestra un gran cambio de registro-. Si un todo está formado de partes entonces el principal problema de la forma reside en ver cómo se construyen. La arquitectura es una forma global en la que las partes han sido integradas de acuerdo a un destino y una función. También nace de la piedra informe, de aquello amorfo, de lo indeterminado que ya anunciaba Valéry, pero se dirige hacia algo sólido y claro. Junto a la poesía, se caracteriza por el acto de construir, que se trata ahora de darle un destino ulterior a la materia aún informe.

En este concepto de construcción ahora es indispensable la unión de inteligencia y sensibilidad (en su comentario a El cementerio marino, en cambio, se menciona la asociación libre, la intervención de elementos como el ritmo, el sonido, el azar. Hay unas leyes de concordancia entre las partes. Como Aristóteles, busca la universalidad de la forma en la particularidad de los elementos. La identidad esencial de una obra de arte proviene de la idealidad de su propia construcción. Refiriéndose de igual modo a la arquitectura y a la poesía, declara que no es capaz de separar la idea de un templo de la idea de su construcción. Se enfoca aquí el mismo concepto desde una perspectiva renacentista, la del disegno interno: el arquitecto no erige los edificios, los proyecta, realiza la identidad esencial de su propia construcción. Ahora el acto equivale a la sucesión de actos efectivamente dados uno tras otro, que acontecen gracias a la sucesión temporal siempre abierta, llena de posibilidades en la ejecución del material, de los sonidos, las palabras, la piedra. La arquitectura y la poesía deben llevar más allá de los materiales. El acto de construir ahora tiene que ver con la planificación, con dar forma mediante la inteligencia a aquello que no lo tiene, el proceso de disposición racional de una forma. Con un concepto de construcción más amplio, Valéry puede moderar su postura solucionando las insatisfacciones que su propio ideal había causado.

Así, forma y construcción devienen arquetipos homologables en todas las artes, no sólo en las del tiempo, como desarrollo, proceso temporal de algo que está en construcción, sino también en las artes espaciales, sea un plano, un pentagrama, o un texto donde se disponen las palabras.

La forma es para Valéry el objeto donde se ordena la libertad caótica de aquello informe, de acuerdo con la necesidad que fija la inteligencia del creador. Como dice Adorno de nuestro protagonista:

Se alimenta del infatigable impulso a objetivar y, en palabras de Cézanne, realizar, que no tolera nada oscuro, no aclarado, irresuelto, para el que la transparencia hacia afuera se convierte en medida del éxito en el interior. (Adorno, op.cit., p. 112).

Valéry acude a la teoría clásica del proceder artístico. Su adhesión al simbolismo, que no es fingida ni negada, se debe a la gran fascinación por un formalismo que debe ser moderada y representa las dos maneras de acercarse a él: el exceso simbolista y la precaución clásica. ¿No deberíamos intentar algún día vincular nuestro pasado anterior y ese pasado que vino después de él, tomando prestadas de uno y de otro aquellas enseñanzas que son compatibles? (Valéry, 2009, p. 21), pregunta. Valéry, que siempre se dejó seducir por las dos, las alabó por igual. Su irremediable capacidad para contradecirse es tan moderna como su visión de la poesía y la música (ya lo hemos presentado como un precedente de Barthes o Ingarden), dos características que merecen algo de crítica, como hemos visto, porque además de jugar en los dos bandos, muchas veces lo hizo al mismo tiempo, y muestra así el formalista moderado que siempre fue.

La fuerza de plegar el verbo común a fines imprevistos sin romper las formas consagradas, la captura y reducción de las cosas difíciles de decir; y sobre todo, la conducción simultánea de la sintaxis, de la armonía y de las ideas (que es el problema de la poesía más pura), son para mí los objetos supremos de nuestro arte ( Valéry, 1999, p. 37).

Volver a las formas consagradas es lo que se hizo en Beauvais, donde se comprendió que nunca podría oficiar ninguna liturgia -que es su función- si permanecía abierta para siempre.

Referencias bibliográficas.

Adorno, Th.; Notas sobre literatura, vol. 11 de Obra Completa, traducción de Alfredo Brotons Muñoz, edición a cargo de R. Tiedemann, G. Adorno, S Buck- Morrs, y Klaus Schulz, Akal, Madrid, 2003.
Davidson, Donald; De la verdad y de la interpretación, Gedisa, Barcelona, 1990.
Frankl, Paul; Arquitectura Gótica, traducción de María Cóndor, Cátedra, 2002.
Fubini, Enrico: Historia de la estética musical desde la antigüedad hasta el siglo XX, versión castellana,, prólogo y notas de Carlos Guillermo Pérez de Aranda, Madrid, 1988.

Panofski, E; Idea, traducción de María Teresa Pumarega, Cátedra, Madrid, 1995.
Valéry, Paul; El cementerio Marino, traducción de Alfonso Gutiérrez Hermosillo, El Aleph ediciones, 1999, según la versión aparecida en Et Caetera, nº 17/18, tomo V, Guadalajara, Jalisco, 1995.
----------. Eupalinos o l'arquitecte, traducción de Jordi Llovet, Quaderns crema, Barcelona, 1985.
----------. Teoría poética y estética, traducción de Carmen Santos, La balsa de la medusa, Madrid, 2009.