Ídolos y bufones

 
 Elisenda Julibert

 


 

 

 

Una piedra que cae piensa: “Yo quiero ser una piedra que cae”. Nosotros somos una piedra que cae.

J. L. Borges

En filosofía hay por lo menos dos maneras de proceder: pensar para urdir un sistema de razonamientos y conclusiones consistentes entre sí; o pensar para hacer más llevaderas algunas de las dificultades que nos plantea la vida cotidiana, la pura y simple existencia entre otros seres que, como nosotros, desean, padecen y mueren, y entre objetos que cambian o desaparecen. El primer modo de pensar aproxima la filosofía al arte (por más que quienes lo practiquen se consideren a menudo “científicos”), mientras que el segundo la aproxima, según dicen los antropólogos y los sociólogos, a la religión. Esta proximidad no implica sin embargo que no existan rivalidades: por ejemplo, la mayor parte de los filósofos para quienes pensar y vivir son dos actividades indisociables, suelen considerar la religión como un modo más bien pobre de resolver las mencionadas dificultades.

Nietzsche es sin duda uno de los representantes modernos más notables de esa manera de hacer filosofía que le disputa el espacio a la religión. «Dios», escribe, «es una respuesta ramplona, una falta de delicadeza contra los pensadores»(1) , en la medida en que resuelve el problema a fuerza de eludirlo: la afirmación de la existencia de Dios es, simplemente, una evasiva, un modo de negar esta vida, la vida terrenal, la vida del cuerpo que goza, que sufre y que termina muriendo… la única vida, al fin, de la que disponemos, razón por la cual conviene no desdeñarla. En este sentido, la obra de Nietzsche podría entenderse como una presentación de las distintas perspectivas que le cabe adoptar a un individuo –en este caso, él mismo— para deshacerse de las pautas de conducta que niegan la vida (las pautas de la moral occidental y, más en particular, las del cristianismo, que es el blanco de la mayoría de sus martillazos, pero también las de otros sabios clásicos como Sócrates), y concebir un nuevo modo de obrar que le permita llevar una existencia acorde con su condición, que, por cierto, es la de un animal entre otros animales
.
Si Así habló Zaratustra se ha convertido para muchos en el texto más emblemático de Nietzsche es precisamente porque en él se presenta la historia de un personaje que recorre el camino completo de liberación de la moral heredada y, por ello, parece brindar todas las claves para devenir un individuo nuevo. Pero puesto que el texto es algo hermético, oracular y bastante oscuro, inevitablemente da lugar a malentendidos, el más lamentable de los cuales es la lectura religiosa, es decir, aquella que convierte al Zaratustra en un nuevo ídolo, en un modelo de conducta incuestionable, en un sucedáneo de Jesucristo al fin.

Afortunadamente, el propio Nietzsche debió darse cuenta a tiempo de que su Zaratustra podía inducir a error y brindó a los lectores algunas valiosas pistas para evitar esta confusión en Ecce Homo. Para empezar, el filósofo confiesa que nada le repugna más que la posibilidad de convertirse en un santo:

Tengo un miedo espantoso de que algún día se me declare santo: se adivinará la razón por la que yo publico este libro antes, tiende a evitar que se cometan abusos conmigo. No quiero ser un santo, prefiero ser un bufón… Quizá yo sea un bufón… (2)

Deberíamos pues quedar vacunados contra esa tentación y contemplar la posibilidad de que el propio Zaratustra tenga algo de risible, puesto que toda la obra de Nietzsche es, según él mismo confiesa, poco seria –poco alemana— en el sentido que habitualmente cobra en filosofía el término, y que suele coincidir con la solemnidad y la grandilocuencia, cuando no con una oscuridad un tanto sospechosa. Paradójicamente, en Nietzsche lo serio en filosofía parece ser el carácter corrosivo de un pensamiento, la aptitud para incomodar a quien lo piensa y a quienes lo escuchan: las múltiples contradicciones que reconoce el lector que no está dispuesto a santificarlo (para el idólatra no son apenas visibles) se deben a que para el filósofo alemán la paradoja es al pensamiento lo que la sátira al bufón.

De modo que tal vez lo más relevante del Zaratustra no sea el personaje mismo, ni los pormenores de su aventura, sino la ocasión de presentar dos ideas que, sin embargo, sólo en Ecce Homo encuentran una formulación clara: el eterno retorno de lo mismo y el amor fati. Conviene advertir que, de acuerdo con el mencionado espíritu de la empresa nietzscheana, la idea del eterno retorno no se pretende una descripción del mundo: junto con el amor fati, es una consigna, una pauta concebida para recobrar nuestra existencia y apropiarnos de ella sin necesidad de mistificarla y pervertirla disfrazándola de tránsito hacia otra cosa más verdadera: se trata de un tránsito, sí, pero de un tránsito entre una nada y otra nada. ¿Y por qué deberíamos aprender a amarlo entonces? Porque, puesto que no hay trascendencia, sólo nos cabe aprender a amar esta vida u odiarla, como hace el cristianismo y la mayoría de escuelas filosóficas consagradas a lo que significativamente se denomina vida del espíritu, como si el cuerpo no existiera(3). Sin duda alguna, el propósito de Nietzsche es muy ambicioso: aquí no basta con combatir la inveterada negación de la realidad, la creación de un supuesto mundo verdadero que sustituye al nuestro y nos sustrae de la muerte (lo que Rosset llama la duplicación de lo real, y que se inaugura con el mundo de las ideas de Platón)(4). Además, Nietzsche tiene que desprenderse de la negación del instante vivido, del presente, de la inmediatez, que constituye una estrategia para sustraerse de la adversidad  mucho más antigua y universal que el cristianismo.

Una leyenda basta para mostrar hasta qué punto casi cualquiera de nosotros considera la negación del presente como una vía efectiva para hacer más soportable la dificultad de vivir. He aquí la leyenda: un rey hace llamar a un artesano y le encarga que conciba un artefacto que le sirva para evitar envanecerse cuando las cosas le vayan bien y quedar abatido cuando las cosas le vayan mal. Al artesano no se le ocurre de qué modo satisfacer los deseos de su señor, y vaga por la ciudad apesadumbrado cuando topa con un joven que se interesa por sus tribulaciones. El artesano le explica su situación y al joven se le ocurre un recurso: hacerle un anillo al rey con la inscripción «esto también pasará». Naturalmente, el rey queda tan satisfecho como cualquiera de nosotros al conocer la fábula. Pero ésta es precisamente la fórmula que exaspera a Nietzsche, puesto que si bien tiene la virtud de consolar la desdicha que nos inflige la adversidad (virtud relativa, por lo tanto: no la evita, nada puede evitarla, pues la adversidad forma parte de la existencia… tan sólo la consuela a fuerza de desvirtuar su realidad), lo hace al precio de privarnos de la alegría. Y para Nietzsche éste es un precio demasiado elevado.

¿Y si, en vez de intentar protegernos contra lo inevitable, abrazáramos cada instante como si fuera el único? Sólo si deseamos, con cada instante, que lo vivido se repita por toda la eternidad podemos estar seguros de haber querido la propia experiencia, de haberla asido en su pura inmediatez, del único modo en que puede tener lugar. Y por lo mismo, cuando nos consolamos pensando que pasará, tan sólo conseguimos negarla, perderla, malbaratarla. No es extraño que en Así habló Zaratustra el comportamiento de los animales resulte más ejemplar que el de los hombres, pues ellos viven en esa pura inmediatez, en ese olvido constante que es una forma de eternidad (la única posible para los seres mortales), que paradójicamente les permite ceñirse a la vida tal como es: sufrir en la adversidad y gozar en la fortuna, es decir, estar conformes con su destino. Pero al hombre no le ha sido dado ni ese olvido ni, por consiguiente, la conformidad con el destino. De modo que su tarea es labrárselos: la idea del eterno retorno es un medio para conseguir la necesaria conformidad con el destino que, para los hombres, deberá ser no ya mera adecuación sino amor:

No conozco otra forma de tratar las grandes tareas que no sea el juego […] Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es amor fati: el no querer que nada sea distinto, ni en el pasado, ni en el futuro, ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y menos aún disimularlo —todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario—, sino amarlo (5)

El vínculo entre eterno retorno y amor al destino se hace claro en este conocido pasaje. La tarea que se propone Nietzsche (como un juego, por cierto), consiste en abrazar cada instante como si fuera el único, como si fuera eterno, como si la experiencia que encierra fuera a repetirse por toda la eternidad. Sólo esta manera de entregarnos a cada instante nos asegura, no ya la dicha o los pesares, sino tout court la vida que es, al fin, lo único que poseemos: una suma finita de instantes finitos cada cual de los cuales, no obstante, es. De modo que sustraerse a la vida para evitar la adversidad y los sufrimientos que comporta, es una perfecta estupidez:

La condición de existencia de los buenos es la mentira: dicho de otro modo, el no-querer-ver a ningún precio cómo está constituida en el fondo la realidad, a saber que no lo está de tal modo que constantemente suscite instintos benévolos […] Considerar en general las situaciones de peligro de toda especie como objeción, como algo que hay que eliminar, es la naiserie  par excellence […] casi tan estúpido como pretender eliminar el mal tiempo (6)

Pues lo que produce infelicidad, lo que ha hecho de la existencia de los hombres una experiencia tan mendaz hasta el momento, no es la adversidad sino, simplemente, la resistencia a nuestro destino.

La tarea, el juego que nos propone Nietzsche, exige pues algo más que la asunción de las dos ideas que orientan el aprendizaje de Zaratustra: antes de aprender a amar el destino, de afirmar la existencia tal como es, conviene saber en qué consiste, pues sólo podremos estar seguros de amar adecuadamente lo único que tenemos, lo necesario, si podemos estar seguros de no haber idealizado nuestro mundo. Pero puesto que la mendacidad parece tan propia del hombre como su voluntad de poder (sus ganas de vivir esta vida, al fin), la afirmación del mundo no es en su caso tan simple como lo es para un auténtico cordero, para un águila o para una serpiente. De modo que al hombre, al propio Nietzsche por lo menos, no le queda más remedio que aniquilar su mundo para poder habitarlo amorosamente: «el decir sí y el hacer no» no están aquí separados, de tal manera que la tarea que nos propone Nietzsche parece no poder concluir nunca. A diferencia de lo que sospechamos que les ocurre al resto de animales, los hombres debemos descubrir nuestro destino: por una parte nuestro destino como especie, el destino del animal particular que somos; y por la otra nuestro singular destino, el de cada uno de nosotros. De ahí que ni Nietzsche ni Zaratustra pretendan erigirse en santos: sólo son ejemplares en la medida en que se proponen descubrir su destino y aprender a amarlo. Lo único que cabe emular aquí es acaso la voluntad. En la perspectiva de Nietzsche, yo podría descubrir mi destino y además aprender a amarlo: pero ello no igualaría forzosamente nuestros destinos, ni evitaría que tal vez fuéramos acérrimos enemigos. Si Nietzsche insiste tanto en la soledad es precisamente porque cada hombre está solo en su destino: descifrarlo y llegar a amarlo es la tarea de toda una vida. Algo parecido fue lo que por la misma época vio Freud.

 
Barcelona, 12 de agosto de 2009


1 Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Trad. Andrés Sánchez Pascual [Madrid: Alianza, 1976], p. 36

2 Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Trad. Andrés Sánchez Pascual [Madrid: Alianza, 1976], p. 123.

3 «¡Cómo pudo enseñarse a despreciar los instintos primordiales de la vida e inventarse “un alma”, un “espíritu” para ultrajar el cuerpo! ¡Cómo puede enseñarse a concebir la premisa de la vida, la sexualidad, como algo impuro». Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Trad. Andrés Sánchez Pascual [Madrid: Alianza, 1976], p. 130.

4 Clément Rosset, Lo real y su doble, Trad. Enrique Lynch [Barcelona: Tusquets, 1993].

5 Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Trad. Andrés Sánchez Pascual [Madrid: Alianza, 1976], p. 54

6 Friedrich Nietzsche, Ecce Homo, Trad. Andrés Sánchez Pascual [Madrid: Alianza, 1976], p. 126

 

 

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