La transvaloración de la noche y el día

 
Anabel Cristóbal Amorós

 


 

La música

Hace aproximadamente dos años, después de la lectura de Así habló Zaratustra tuve un sueño nítido y revelador. Sucedió cuando aún creía que estaba escrito como un poema épico. A menudo, el texto me resultaba cifrado e ininteligible,  no obstante, conseguía mantener el hechizo gracias a su musicalidad y retórica.

 (Y eso en la traducción, no puedo imaginar la impresión que provocaría leerlo en alemán).

Sí, me otorgó una gran visión, apoyada en el carácter también visual de la escritura: poder plástico y poético del lenguaje,  fragmentación, evocación de imágenes cercanas al mito o al sueño, extraños pasajes dignos de la cábala….

Primero advertí que la diferencia más aguda entre la lectura del Zaratustra y los ensayos filosóficos de Nietzsche no radicaba tanto en una predisposición ante la lectura como en un tono.

Entiendo el tono tanto como vibración, pero también como pathos. La vibración del Zaratustra era ligera y grácil, tan luminosa que parecía no poseer cuerpo, la luz iluminaba las imágenes, pero si por descuido pretendías asirlas temías acabar recogiendo un puñado de luz. El pathos oscilaba entre el optimismo de la voluntad –la vitalidad de Zaratustra quien, a pesar de su soledad y melancolía, entona un largo canto a la vida-  y el pesimismo de la inteligencia -su obstinación en señalar los errores del presente-. 

A diferencia de los ensayos, el pathos se sublimaba de su fuente filológica y filosófica siendo éste por entero quien producía la vibración. Ya no se trataba de describir y quebrantar la fuente del bien y del mal y su más allá, sino de que fuera ella misma la que cantase.

Fue una lectura opípara y dionisíaca, donde era lícito bailar con las palabras, aunque el libro exigiera “danzar en cadenas”, como diría Nietzsche en El viajero y su sombra: someterse a las dificultades de una tarea para extender después por encima de ellas la ilusión de la facilidad.1

Y no extender la ilusión de la facilidad sin haberse sometido a las dificultades, como era el caso. A pesar de intentar escucharlo lo único que lograba era oírlo,  y ese ir oyendo, como quien cava un pozo, me socavaba y me extraía porque no puse distancia.

Quizá por ello fue la lectura más personal  que pude haber hecho: lectura traducida en sueños, en fuerzas que ni siquiera comprendía, pero que ya estaban allí, habitándome. El mismo Nietzsche afirma en Ecce homo:  

Acaso sea lícito considerar el Zaratustra entero como música;- ciertamente una de sus condiciones previas fue un renacimiento en el arte de oír.2 

Así pues, no era una lectura tan desencaminada. Tiempo después, lo he vuelto a leer, esta vez con la cautela de la razón y la mesura de un propósito: escuchar las armonías superiores.

Lo que es dicho ligeramente, rara vez impresiona nuestros oídos con su valor verdadero, culpa de ello es la mala disciplina de los oídos que, educados por lo que hasta hoy hemos dado en llamar música, han debido de descuidar la escuela de las armonías superiores, es decir, del discurso.3

Y he encontrado menos. Es poco provechoso no poder ya danzar porque las cadenas se han hecho demasiado pesadas  y no atreverse a oír por temor a no escuchar. Aunque es preferible danzar con las cadenas como si estas no existieran y haber escuchado tanto que ya no se alcance a oír -algo así debió ser la música de las esferas-.

El sueño del Zaratustra 

Reviso mi diario onírico y encuentro, con fecha del 12 de febrero del año 2007: “lo he visto con más intensidad incluso que algunos momentos de la vida despierta, de lo que equivocadamente llamamos la única. Si algún día en la historia de la humanidad se produjera una completa transvaloración de la noche y el día, que despertar sirviera para cumplir con el cuerpo y que soñar fuera vivir,  habría verdaderamente un tiempo y dos espacios”.  La impresión me mantuvo como Segismundo en su calabozo.  La falta de comprensión en la lectura,  a menudo por incompetencia y otras por irreflexión, se condensaban en un mundo poético, que traducido en sueños, la volvía altamente  significante. Cuando a Segismundo lo proclamaron rey olvidó de dónde venía. El sueño venía del Zaratustra.

Los tres movimientos oníricos corresponden al pasaje  Las tres transformaciones, y cada uno de ellos se muestra como si ya hubiera sido interpretado antes.  (Acheiropoietos4, como dirían los pintores de iconos)     

La interpretación de la interpretación es la siguiente:

(1) Estaba en las afueras de un pueblo, donde había talleres de metalurgia y orfebrería, pegados los unos a los otros. Un profesor que tuve en la universidad forjaba metales consiguiendo estructuras complejas y delicadas. Iba cargada con carpetas llenas de apuntes y algunos libros, los dejaba sobre un bidón de aceite, lo saludaba, hablábamos sobre cierto examen y comprendía que forjar aquellos metales era todo lo que iba a aprender en la universidad. Me giraba, echando en falta un peso y  salía caminando despacio.5

El primer sueño muestra a alguien que debe hacer algo y es aprobar un examen. Va cargada con conocimientos inútiles que la desasosiegan, sobre todo por la humillación  que le produce que sean evaluados por un profesor-orfebre.  En su caso,  los conocimientos son mera técnica en el arte de la metalurgia,  arte que trabaja con los materiales más pesados. En el sueño se equiparan los conocimientos  a la inutilidad, a la humillación, a la técnica y a la pesadez.  Como el camello,  en el sueño se muestra al espíritu de carga:

¿Qué es pesado?, así pregunta el espíritu de carga, y se arrodilla igual que el camello para que lo carguen bien. 6

¿Pero de qué se carga? De “la hierba del conocimiento”, de “amar a quienes nos desprecian”, de “hablar con sordos”, de “sumergirse en agua sucia cuando ella es el agua de la verdad,  y no apartar de sí las frías ranas y los calientes sapos”.  

¿No es precisamente del peso de la cultura de lo que se sustrae Zaratustra? 

Pues la cultura  va en contra de otro tipo de conocimiento que es indisociable de la experiencia y del cuerpo. La cultura es “sufrir hambre en el alma por amor a la verdad”, mientras te dejas dominar por un peso tan imperceptible – pues ya está en la tierna infancia cuando aprendes a hablar- como estúpido – porque ni siquiera es racional-. 

Hay que volver a  la pregunta por lo fundamental: por qué pienso como pienso y  cómo decirlo sin que sea otra lengua la que hable por mí, o por qué hago lo que hago y cómo hacerlo sin que sea otro gesto el que lo haga por mí. Es decir, ¿cuál es mi sistema de valores? ¿En que se fundamentan? ¿Son sanos para mí? Eso es sacar del agua sucia las frías ranas y los calientes sapos. 

Pero en el sueño aún ella echa en falta un peso,  y éste era el del conocimiento.

(2) El exterior se había convertido en un campo, más bien seco, con arbustos y ortigas que dificultaban el paso. Oía a unos perros a lo lejos y yo los perseguía a cuatro patas, no había miedo, estaba segura que eran mi manada.  Descendía por un montículo hasta llegar a la primera casa del pueblo vecino. Abría la puerta una mujer anciana. Me conducía por unas calles hasta llegar a la plaza central, que  se parecía un claustro medieval cercado por arcadas. En un lateral habían puesto unas barras de protección para cerrar el espacio entre la pared de las casas y los arcos, de tal modo que dentro habían acorralado a un toro.  Había congregada una muchedumbre que esperaban que se iniciara el ritual. Así como se cargan a los santos en las procesiones, cuatro hombres alzaban a un muerto en una camilla y cruzaban corriendo el estrecho ruedo evitando que se cayera el muerto con los embistes del animal. La tradición exigía que se repitiera varias veces hasta que fui empujada por los asistentes hasta llegar al otro lado del cerco. Vi al toro de cerca, era colosal, me miró con su gran cabeza y no lo temí.

Su cuerpo ligero volvía al animal, porque sin el conocimiento ya no sabía quién era. Cuando sale del taller se halla en un campo, más bien seco. Empieza la siguiente transformación:

Pero en lo más solitario del desierto tiene lugar la segunda transformación: en león se transforma aquí el espíritu 7 

Es un animal que corre a cuatro patas, persigue a unos perros con los que  identifica su manada. En el momento que ha dejado el conocimiento sobre un bidón de aceite, se le revela su propia corporeidad, ya no la desprecia:   

Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido -llámase sí-mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo.8

Conquistada la libertad, una mujer anciana la dirige hacia una especie de plaza medieval que ha sido convertida en plaza de toros, donde los muertos -como los santos- son llevados a los hombros. El sincretismo de la imagen remite a tres rituales antiguos propios de la cultura española: los toros, el culto a los muertos y las procesiones, todo ello en un marco medieval. La forma más atávica de su cultura, la religión y el rito pagano, se presenta como una amenaza y un reto.  

Aquí busca a su último señor: quiere convertirse en enemigo de él y de su último dios, con el gran dragón quiere pelear para conseguir la victoria.9

El dragón del sueño es el toro, ese animal colosal con una gran cabeza. El toro representa la parte por el todo, la antigua cultura española que está mirando siempre hacia la muerte, de raíces católicas profundas y que sigue manteniendo actos bárbaros. El toro aún pronuncia el “tú debes”, pero el león lo mira y ya no lo teme. 

Crear valores nuevos –tampoco el león es aún capaz de hacerlo: mas crearse libertad para un nuevo crear –eso sí es capaz de hacerlo el poder del león. 10 

(3) En la última parte del sueño volví a hallarme en una colina, pero estaba forrada de plástico blanco, probablemente había sido inflada con aire, como en los castillos infantiles de las ferias. Una serie de personas bajaban como deslizándose, como si esquiaran sin esfuerzo alguno. Saltaba y corría e iba de espaldas y daba volteretas y me tiraba de culo. A mi lado, apareció un profesor de filosofía. Le dije: “el filósofo filosofea  danzando”. En ese instante, me doy cuenta que tengo voz de niña y río.

Acto seguido, está en una colina forrada de plástico. Todo remite al mundo de la infancia: los castillos inflables, las volteretas, el juego, pero también a un mundo donde no hay apenas gravedad, ni resistencia, todo se desliza sin esfuerzo. Se encuentra con un profesor de filosofía –al que siempre ella ha tenido por hombre prudente y sabio- y le dice: el filósofo filosofa danzando. Lo propio del filósofo, para una niña, es filosofar, es decir, del ser, hacer una práctica continua, y ésta es la de la danza

            una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.

Luego la niña ríe, tampoco hay gravedad en sus palabras.

La danza

Sí, reconozco a Zaratustra. Puro es su ojo, y en su boca no se oculta náusea alguna. ¿No viene hacia acá como un bailarín?11

¿Qué es ser un bailarín?

Henrich von Kleist escribió un artículo tan fascinante como extraño que tituló Sobre el teatro de marionetas  y que parece plantearse la misma pregunta.

Dos amigos están discutiendo sobre la posibilidad de que un títere mecánico pueda tener más gracia en sus movimientos que un cuerpo humano. Uno de ellos narra la historia de un joven que al volverse consciente de la belleza de sus gestos irremisiblemente la pierde. El otro afirma haber encontrado en un oso al adversario más invencible en el arte del florete. La única posibilidad de salvación se halla en la absoluta inconsciencia de los movimientos –como la del joven- o en una conciencia tan extrema –como la del oso- que ambos, al no estar sujetos a la duda de la reflexión y la conciencia, consiguen que el movimiento se ejecute por ellos. Así, el títere es comparado a Dios porque, en su estructura corporal, carece de toda conciencia y posee una conciencia infinita.

Por  consiguiente, dije un tanto ausente, ¿tenemos que volver a comer del Árbol del Conocimiento para recobrar el estado de inocencia?12

Asimismo, Zaratustra ha de sufrir una transformación en su cueva hasta convertirse en niño, bailarín. Y ésta es la de haber demolido la antigua moral -la transvaloración de todos los valores- para crearse de nuevo en  su santo decir sí -la voluntad de poder- una danza ligera que ya no tiene conciencia de movimiento, pero que ha partido de una conciencia infinita, sólo así le ha sido posible recobrar el estado de inocencia. 

Rilke, atento lector de Nietzsche,confronta en las Elegías de Duino la mirada del animal con la del ángel. Son las dos figuras de quien aún no ha comido del árbol del conocimiento  y de quien ha comido hasta saciarse y recobrar el estado de inocencia (ángel/ niño/ bailarín).  Rilke escribe que el baile del títere (aquí es el que no posee conciencia, como el animal) es movido por los hilos del ángel (quien tiene conciencia infinita)             

¡Ángel y marioneta!: por fin hay espectáculo
Entonces se unifica lo que nosotros disgregamos
continuamente al existir.13

¿Qué es aquello que disgregamos? El cuerpo en presencia del instante puro, donde la conciencia de muerte, la conciencia de conciencia, en definitiva, nos  devuelve una mirada limitada. En cambio el niño, el bailarín, el títere, el ángel, ya lo han visto todo y ya nada los ata. La abolición de la conciencia de muerte y de los límites vuelve a dar presencia al cuerpo y al movimiento,  porque si no se oscurecería el instante.  

Todo ello, ¿no recuerda aquella visión del eterno retorno de lo mismo que tuvo Nietzsche en el lago de Silvaplana? Abolición de la conciencia de muerte,  no como supresión de ésta sino para otorgar de nuevo el sentido al estar y al hacer en el presente, un presente que retorna siempre, pues sólo hay uno y es continuo e infinito.

Presencia del cuerpo y  liberación del movimiento para danzar.

 

NOTAS                         

1. Nietzsche F., El viajero y su sombra, Barcelona: Maucci,(?), p. 93. 

2, Nietzsche F., Ecce homo, Madrid: Alianza, 2006, p.103

3. Op. Cit., p. 92

4. Que se traduce con la paráfrasis “no hecho por la mano del hombre”.

5. Los textos en cursiva señalan los fragmentos que pertenecen al diario onírico.   

6. Nietzsche F., Así habló Zaratustra, Madrid: Alianza, 2001, p. 53

7. Ibíd.,54

8. Ibíd.,65

9. Ibíd.,54

10. Ibíd.

11. Ibíd., 34

  Kleist H., Sobre el teatro de marionetas y otros ensayos de arte y filosofía, Madrid: Hiperión, 1988, p.220

Rilke Rainer M., Elegías de Duino, Madrid: Hiperión, 2007, p. 49. 

 

 

 

 

Rainer Maria Rilke