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Elisenda Julibert
I. La idea de que la filosofía se entretiene, de manera tan invariable como inútil, en los mismos problemas desde hace siglos, o desde que es filosofía, suele ser compartida tanto por quienes la aborrecen como por quienes la practican con fruición o, incluso, por parte de aquellos a quienes parece dejar indiferentes. La coincidencia no es extraña considerando que la reflexión sobre algunos de los problemas más discutidos y más centrales de la filosofía no parece haber variado de manera sustancial. En ocasiones se introducen cambios conceptuales que parecen auspiciar la esperada superación del problema, pero a medida que los conceptos se van definiendo en el marco de un pensamiento o de un sistema observamos cómo acaban conduciéndonos de modo irremisible a un atolladero que nos resulta lamentablemente familiar. Sin duda, la representación es uno de esos asuntos que ejemplifican a la perfección el cul-de-sac en el que consiste muchas veces la filosofía. Ello explica que Jean-Marie Schaeffer nos advierta en las primeras páginas de su libro ¿Por qué la ficción? [1] de que la representación -como tantos otros asuntos de los que trata aún hoy la filosofía -, ha quedado determinada por la impronta de Platón, y que se vea obligado a dedicar una buena parte de su trabajo a situar el problema fuera del alcance de los supuestos platónicos, es decir, más allá de la idea de que la representación mimética constituya una forma engañosa de relación entre la conciencia y el mundo. Sea que las artes miméticas puedan propiciar la confusión entre lo real y lo representado y con ello desviarnos del verdadero conocimiento –como en el proverbial caso de las uvas de Zeuxis contra las que se estrellaban los pájaros–, o que ellas pueden obrar en los individuos una transformación moral indeseable, lo cierto es que, como señala Schaeffer, en torno a estas dos reservas se ha forjado una larga tradición filosófica de desconfianza hacia la actividad mimética en general y hacia las artes miméticas en particular. No obstante, paralela y complementariamente a esta tradición existe otra, la aristotélica, menos desconfiada de la mimesis en cuanto forma de representación.¿Pero qué tiene que ver la actividad mimética general con las representaciones miméticas en las artes, a las que Schaeffer llama “ficciones”? Su común atención a la semejanza: toda actividad mimética implica el establecimiento activo [2] de semejanzas, si bien en algunas ocasiones se actualiza una semejanza establecida (el uso cognitivo de la mimesis), mientras que en otras se producen relaciones de semejanza inéditas (en un uso poético de la mimesis). De acuerdo con esta perspectiva las formas miméticas de representación en las artes no son tanto un sucedáneo como una alternativa al conocimiento filosófico de lo real, en la medida en que permiten el planteamiento de situaciones o de conflictos en un ámbito virtual (modelización) propicio para una valoración o juicio más comprensivos. De manera que, aquí, la distancia entre lo real y la representación, lejos de ser considerada como obstáculo para el conocimiento, constituye una forma de aprendizaje y de saber rescatable e inmensamente útil, pues pacifica las relaciones humanas, brindando una suerte de campo de pruebas donde pueden plantearse conflictos con la ventaja de que, al ser ficticios, nos dan la ocasión de una valoración distinta e irreductible a otras formas de juicio. Para apuntalar la posición aristotélica de partida Schaeffer apela a una serie de hallazgos procedentes de disciplinas como la psicología cognitiva y la evolutiva, la etología y la antropología que, aun cuando puedan parecer puro exotismo a muchos profesores de filosofía y filósofos, dialogan a la perfección con algunas preocupaciones filosóficas, si bien no consiguen, claro, disiparlas del todo. Y, sobre todo, brindan una ocasión incomparable para incurrir en el atolladero al que antes aludíamos, es decir, para hacer “un poco de filosofía”, como diría Kierkegaard [3] o, por lo menos, para pensar. A partir de los descubrimientos hechos fuera de la filosofía, Schaeffer consigue mostrar cómo una buena parte de las actividades humanas consiste en una combinación de capacidades innatas y de actos miméticos: el aprendizaje del lenguaje, la adquisición de comportamientos sociales o de destrezas técnicas, así como la capacidad de supervivencia a un medio hostil, sirven para dar contenido a esta conclusión. A su vez, el conocimiento avanza gracias al uso de mecanismos de imitación como son la simulación de la que se sirven los científicos para experimentar sin necesidad de arriesgarse a que sus ensayos produzcan algún accidente a causa de un efecto imprevisto. De manera que parece inadecuado menospreciar la dimensión cognitiva de la mimesis puesto que ella contribuye de manera considerable a nuestro conocimiento del mundo, además de hacer que éste sea algo menos catastrófico de lo que resulta cuando el laboratorio es el mundo real, como sucedió, por poner sólo un ejemplo, en las investigaciones nucleares que culminaron con el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. No obstante, la demostración de que la actividad mimética está íntimamente vinculada a los procesos de aprendizaje y conocimiento no salda el problema de las artes miméticas. Es preciso aún reparar una confusión tradicional entre la simulación que la imitación implica en las artes y el simulacro o la mentira. Ya Aristóteles había corregido la identificación entre representación mimética y mentira al señalar formas de simulación que, no obstante, no suponen simulacro. Porque de hecho, para que haya mentira es preciso que el individuo que asiste a la simulación del imitador ignore que presencia una simulación. Se da la circunstancia de que la mayoría de actividades miméticas que Platón consideraba engañosas, como el teatro o la pintura, no suelen suscitar confusión puesto que se trata de formas miméticas de representación “convencionales” y cuando asistimos a ellas nos encontramos en un ámbito que se parece, según señala Schaeffer, al del juego, en la medida en que en él los participantes conocen una serie de reglas tácitas y específicas con las que se opera pero cuya observancia no se traslada fuera de ese ámbito. Es posible, pues, simular una semejanza o imitar, sin que ello entrañe por fuerza mentira o simulacro. Este primer apunte crítico de Schaeffer parece saldar la cuestión de la imitación en las artes en dos sentidos. Por una parte rehabilita la imitación como forma de conocimiento: algunas de las actividades miméticas como las simulaciones practicadas por los científicos en sus experimentos, o bien las primeras tentativas de los bebés cuando empiezan a emitir sonidos que más tarde se articularán en palabras reconocibles, constituyen buenos ejemplos de que el conocimiento opera, entre otros mecanismos, por recurso a la imitación. Por otra parte, desvincula a las artes imitativas de la mentira o el simulacro al inscribirlas en un ámbito lúdico-convencional que, en lugar de desmerecerlas, las convierte en un espacio privilegiado donde son posibles formas de conocimiento a través de ejercicios de modelización los cuales, no obstante, no están supeditados al paradigma referencial de la verdad/falsedad. Es en este punto donde la reflexión de Schaeffer se vuelve más arriesgada ¿En qué consiste ese espacio?¿qué lo convierte en privilegiado? El espacio de la representación mimética, de la simulación, del “como si” o del fingimiento en las artes, lejos de producir una identificación entre la imitación y lo imitado, establece una distancia entre ellas. Y no sólo para quien opera la simulación sino también, y en especial, para el espectador de la misma. Ya se ha visto cómo el supuesto de que la imitación podía confundir al espectador haciéndole tomar por real una mera imitación, había sido discutido apelando al carácter convencional de las imitaciones en cuestión, a las que Schaeffer llama también imitaciones lúdicas para abarcar no sólo las artes mencionadas, sino también determinados juegos ficcionales, como los populares juegos de rol, los videojuegos o la llamada realidad virtual. Así pues, en cuanto participante en un determinado juego, sea éste artístico o no, el espectador posee una competencia ficcional que le permite distinguir cuándo se halla ante una simulación y cuándo ante la realidad. Esta competencia ficcional consiste en una particular forma de inmersión donde el espectador está en condiciones de disfrutar de la imitación “como si” fuera de veras, sin perder nunca la conciencia de que se halla ante una simulación. Para ilustrar la capacidad de inmersión ficcional Schaeffer trae a colación la manera en que los niños, desde muy pequeños, hacen convivir dos mundos, el del juego y el de la realidad, y transitan de uno a otro sin problema ni confusión. Y, valiéndose una vez más de lo establecido experimentalmente por la antropología, aprovecha para indicar que la competencia ficcional no depende de una cultura en particular sino que, según parece, forma parte del repertorio comportamental de los individuos de las comunidades más diversas, de manera que, más que una determinación cultural, parece tratarse de una modalidad fundamental de la actividad humana. Pero lo que importa a Schaeffer de esta universal capacidad para crear y asistir a dispositivos ficcionales sin perder, por lo general, la razón –en contra de lo que sugiere la ficticia y tan celebrada historia cervantina del pobre caballero enajenado a causa de la lectura excesiva de ficciones– , no es tanto su dimensión psicológica estricta, como las implicaciones que ella tiene para la filosofía y para la experiencia. Desde el punto de vista de la psicología, en concreto de Freud, la capacidad de crear ficciones o de dar lugar a representaciones imaginarias basadas en alguna semejanza con el mundo, tiene por objeto compensar un deseo frustrado cuya inhibición resulta demasiado dolorosa al individuo. En cambio, Schaeffer considera que lo más decisivo de la posibilidad de crear mundos o situaciones ficticias, es que el individuo ejercita la capacidad de desdoblarse o distanciarse del medio en el que se encuentra y representárselo de un modo distinto que le permita una reacción ponderada, menos inmediata, inmeditada, y arriesgada. En esta capacidad de desdoblamiento o de distancia consiste la denominada competencia ficcional que también se activará en el caso de ficciones ajenas, permitiendo su reconocimiento y su disfrute. De manera que, paradójicamente, el ejercicio de inmersión al que invita la imitación en el vasto ámbito lúdico, no entraña confusión sino que contribuye al desarrollo de la capacidad de discernimiento gracias a un ejercicio de distancia. El efecto de las ficciones o los juegos ficcionales no es la enajenación. Por el contrario, lo que producen las ficciones es un distanciamiento que nos obliga a distinguir entre dos dimensiones de nuestra experiencia, la ensoñación y la vigilia, distintos pero complementarios. Puesto que gracias a la ficción somos capaces de enriquecer, remodelar y readaptar nuestra relación con el mundo. El privilegio del ámbito ficcional o de las representaciones miméticas lúdicas frente a otras formas de representación al que antes se aludía se explica entonces a partir de esta distancia que interponen las ficciones entre el mundo y nosotros sin necesidad de velarlo o de ocultarlo, simplemente replicándolo en paralelo, y manteniéndolo a un lado para poder disponer de él en el momento en que se hace precisa una vía alternativa, ya sea por razones psicológicas, cognitivas o afectivas. Sin embargo, no es esta la razón que permite entender ni justificar la pervivencia y la universalidad de lo que Schaeffer llama actividades miméticas lúdicas o ficciones, a saber, las artes y otros juegos de ficción. Hay algo más, algo que las distingue de otras formas de imitación y que, además, les brinda una función específica: el placer estético. Aristóteles había afirmado que imitar ha sido siempre una actividad placentera para los hombres, pero Schaeffer matiza que el tipo de placer que producen las actividades miméticas lúdicas es de tipo estético. Resulta así que la función inmanente de las ficciones, o de las representaciones miméticas lúdicas, es de orden estético. Y lo es porque lo que nos produce placer de esas representaciones es, precisamente, la distancia que nos permiten o a la que nos obligan. Dicho de otro modo, lo que disfrutamos en las ficciones no es sólo la distancia sino la conciencia de esa distancia, a diferencia de lo que sucedería, por ejemplo, en el caso de otras formas de desdoblamiento-enajenación donde lo que se persigue es olvidar que el mundo ficticio ha sido creado por nuestra fantasía. Así, es la capacidad de simultanear dos dimensiones de nuestra experiencia la que da lugar a una forma específica de placer, el estético. Y mientras que en la actividad estrictamente cognitiva la inevitable duplicación del mundo que la representación entraña siempre resulta un punto dolorosa, en la ficción este efecto duplicador nos resulta placentero. A través del reconocimiento de la diferencia entre los ámbitos de la “seriedad” y el juego, y de la caracterización de éste segundo como un espacio perfectamente consciente y deliberado donde se modelizan, mediante mecanismos miméticos, mundos ficticios en una forma de actividad con implicaciones cognitivas y, sobre todo, dirigida al irrenunciable placer estético de los individuos, Schaeffer consigue tomar distancia de la posición platónica dominante en filosofía y situar la marginal cuestión del placer en el centro de una posible comprensión filosófica de la vida humana en cuanto tal. II Sin embargo, la inscripción en el ámbito lúdico de una serie de actividades entre las cuales no sólo están las artes imitativas sino también los juegos ficcionales, si bien parece servir al propósito de brindar una alternativa antropológica y epistemológica al platonismo, tiene algunas implicaciones que merece la pena señalar. La concepción de un amplio espacio de ficción al que adscribir tanto las ficciones artísticas como otras formas de imitación lúdica, ensancha tanto el ámbito de la ficción que resulta algo complicado reconocer las formas concretas de la representación artística, por lo menos las actuales, donde la imitación, por otra parte, parece haber dejado de ser un procedimiento decisivo. Además, el carácter convencional de las representaciones miméticas en las artes parece un tanto problemático en una época donde, en muchas ocasiones, los objetos artísticos se postulan como indiscernibles de los objetos del mundo o, por lo menos, pretenden cuestionar su condición de “artísticos” mediante algunos ardides bien conocidos. La posibilidad de reconocer sin dificultades la pertenencia de un objeto al ámbito de lo que Schaeffer denomina como ficción parece haber pasado a mejor vida desde hace ya algunas décadas, como ilustra, sin ir más lejos, el caso de Marbot [4] que el filósofo francés trae a colación pero que ventila con demasiada rapidez. Para reparar en la dificultad a la que nos referimos basta con mencionar el auge de géneros híbridos o inclasificables, como la biografía, siempre a medio camino entre la elaboración ficcional y el testimonio, cuando no de la mistificación y la obscena descripción de la vida real. Pero, en cambio, la ampliación de la ficción al vasto ámbito de las representaciones miméticas lúdicas parece habilitar una comprensión distinta de algunas actividades donde la representación está comprometida y que resultan tan frecuentes como el arte pero a las que, no obstante, la teoría dedica muchos menos esfuerzos aún cuando la comprensión que tenemos de ellas sea igual de precaria. Consideremos, por ejemplo, el caso de la prostitución. Aunque por lo general interpretamos el tipo de relación que se entabla entre cliente y prostituta como de explotación y no de representación, es posible ensayar una explicación distinta a partir de lo establecido por Schaeffer. Basta con considerarla como una relación entre dos individuos los cuales, de manera libre y perfectamente establecida por la convención, deciden, por decirlo de algún modo, encontrarse para “jugar” al amor. Algo que, por cierto, comparte con la universal y genérica actividad ficcional el ser una práctica común a buen número de comunidades humanas desde la noche de los tiempos. Si fuera posible dejar al margen consideraciones de otra guisa, tales como el tipo de condicionamientos que suele abocar a la mayor parte de las mujeres a desempeñar esta actividad, y juzgar tan sólo la forma de esa relación y sus características, podríamos percibir algunos de los rasgos que permiten una interpretación en clave, si no estética sí, por lo menos, lúdico ficcional. En este sentido, Roger Scruton ha señalado que el burdel como institución donde se enmarca el intercambio de dinero por sexo, no tiene otra función que la de permitir al cliente una inmersión más idónea en el juego, pues le permite pagar sin que la transacción interfiera con la situación erótica [5]. El prostíbulo, según parece sugerir Scruton, opera entonces de un modo parecido a la perfecta oscuridad y aislamiento de las salas de cine, a saber, redundando en el incomparable tipo de inmersión que sólo obtenemos en él. Pero no sólo la existencia del prostíbulo como marco idóneo para ese tipo de encuentros parece advertir del carácter lúdico que caracteriza la relación entre prostituta y cliente, sino que existen algunos otros elementos decisivos. Por una parte la prostituta simula placer pero además, de manera aún más significativa desde el punto de vista que nos incumbe, el cliente simula que considera ese placer “como si” fuera auténtico. Dicho de otro modo: asume que el deseo y el placer de la mujer con la que se acuesta son ficticios pero disfruta de ellos como si fueran el deseo y el placer de una amante. Existe pues, como en todo juego ficcional, un individuo que imita o simula algo (en este caso el placer o, quizás aún, el deseo) y otro individuo que asiste a esa simulación con perfecta conciencia de la condición ficticia de la misma y, al mismo tiempo, en perfectas condiciones para disfrutar de la simulación “como si” lo representado fuera real. Los últimos versos de Auden en un poema dedicado a la vida en un prostíbulo, donde se describe cómo, después de beber, los clientes y las prostitutas se disponen a acostarse juntos, resultan de una elocuencia admirable:
Aquí, el poeta no sólo interpreta la relación como un juego sino que, además, caracteriza a los dos individuos que participan en él como sujetos a la misma condición, la de homeless. La diferencia de rol, como se dice en el lenguaje lúdico, forma parte, precisamente, del juego, es una ocasión; uno representa al ratón y otro al gato, dos animales, por cierto, muy apegados a la vida hogareña que parece faltar a los personajes que se encuentran en el prostíbulo. Y, por fin, el juego hermana a los personajes pues los dos, homeless, obtienen a través de él, y más allá de la diferencia entre pagar y cobrar, una misma recompensa: keeping house. La igualdad entre ambos personajes, su común condición de desarraigados, permite a Auden insinuar la ambigüedad del reparto de papeles: si bien en un primer momento podemos suponer que sabemos quién es el gato y quién el ratón (el cliente y la prostituta respectivamente) tras leer el último verso la metáfora se desdibuja o, para ser más exactos, adquiere una desconcertante forma circular. Es muy posible que la reticencia a interpretar el encuentro entre la prostituta y el cliente como un juego de amor se deba al hecho de que lo que vemos de manera más inmediata en ese tipo de relación es una negación del placer en la enajenación del mismo. Pero ¿y si sucediera que el placer que está en juego en esa actividad no fuera estricta o únicamente el sexual sino, por más chocante que parezca, “estético” en el sentido más arriba descrito, es decir, derivado del gusto por el juego? En ese caso la enajenación del deseo no implicaría extrañamiento sino distancia, y el placer comprometido en este tipo de encuentros se debería, además de al goce sexual que sin duda se persigue, a la posibilidad de adentrarse en un mundo ficticio, de participar en él de manera activa y de sostenerlo de modo simultáneo pero bien diferenciado frente al mundo real. Para ilustrar esta dimensión lúdico-convencional puede servir el caso de las tradicionales geishas japonesas, que invierten todo su dinero en su cuidado, en vestidos, en afeites, en tratamientos embellecedores, en accesorios selectos, al punto de jubilarse con más bien poco dinero a pesar de ingresar sumas nada desdeñables durante toda su vida activa. Esta política parece obedecer a la voluntad por parte de la geisha de evitar que la relación con el cliente se malogre: es preciso que él no la vea nunca necesitada, que la vea como si fuera una mujer con posibilidades, instalada en una vida confortable, para que la relación sea únicamente de amor. Así, al encontrarse, cliente y geisha pueden entregarse el uno al otro (en un intercambio que, como se sabe, no sólo es sexual) como si se amaran, como si se escogieran el uno al otro, como si a uno le preocupara el bienestar y la tranquilidad del otro; y jugar a un amable mundo ficticio en el que los hombres y las mujeres se encuentran, se aman, y se atienden mutuamente; y ser, en ese juego, algo más amorosos de lo que, por múltiples razones que los adultos suelen conocer, es posible en el mundo real. En este sentido específico el placer que está en juego en ese tipo de intercambio se encontraría, en efecto, más cerca del placer estético que del estrictamente sexual, si es cierto que lo que se obtiene de la relación no es la mera satisfacción del deseo sexual sino una satisfacción acreedora del hecho de participar en la producción de un mundo, de contribuir activamente a su creación y a su pervivencia sin perder nunca de vista su condición ficticia. Cierto que mejor sería que hombres y mujeres se amaran tanto cuando juegan a amar como cuando aman a secas, del mismo modo que muchas veces serían preferibles los mundos o los personajes recreados en algunas novelas que los individuos concretos y reales con los que nos toca, qué remedio, compartir nuestra “compacta” vida urbana. Pero la prostitución como ejemplo de juego ficcional debería servir sólo para ilustrar a qué tipo de actividades parece referir la etiqueta de “ficción” o de mimesis lúdica propuesta por Schaeffer, y para contrastar la posibilidad de que la función de las simulaciones miméticas no sea sólo la evasión sino, también, su contribución a una mayor conciencia de las diferencias, palpables y concretas, que existen entre nuestra fantasía y el mundo real. Y si bien los esfuerzos de Schaeffer no permiten resolver de manera satisfactoria los problemas de la representación en las artes miméticas, sí nos sirven, por lo menos, para considerar la existencia de un ámbito de nuestra experiencia, el lúdico, donde la representación cumpla una función tan útil como placentera. Es una lástima que nuestra época adolezca en muchos aspectos de una ingenua, como dirían los románticos, o tan sólo idiota, como diría Dostoievsky, voluntad de suprimir la diferencia entre esas dos dimensiones de la experiencia, la virtual y la real, e imponga al mundo la obligación de satisfacer al pie de la letra nuestros deseos, o nuestras expectativas. Y de hecho, la abolición de las diferencias entre ambas dimensiones podría servir para explicar el escándalo –y la consiguiente multiplicación de las separaciones y los divorcios a causa de esta decepción– que produce en los individuos, en especial en los más jóvenes aunque no sólo, el descubrimiento de que la vida conyugal no es tan feliz como quisieran, es decir, como acostarse con una prostituta. Aunque, por suerte, tarde o temprano descubrimos la existencia de ese ámbito al que apela Schaeffer, el de la ficción. Gracias a ella aprendemos, en el mejor de los casos, a identificar nuestras fantasías como lo que son y a negociar con ellas en un espacio específico sin entorpecer nuestras relaciones mundanas. Pero también es posible que, en el peor de los casos, se acople a nuestra locura y nos anime a esperar que nuestros amantes se comporten como clientes o como prostitutas. Porque, a pesar de Schaeffer, no parece posible prever ni determinar el uso que cada cual hace del juego. Barcelona, 15 de septiembre del 2005 infonubes@telefonica.net NOTAS [1] Jean-Marie Schaeffer, ¿Por qué la ficción? (Madrid: Lengua de Trapo, 2002), Trad. José Luis Sánchez-Silva. [2] Schaeffer es muy cuidadoso en este punto y se encarga de señalar que la posibilidad de establecer semejanzas no está determinada por los objetos sino por el sujeto, de tal manera que la detección de semejanzas siempre implica un ejercicio activo de comprensión y de abstracción, en el que se aíslan múltiples aspectos del objeto, para centrar la atención tan sólo en aquellos que permiten establecer una similitud con otra cosa. [3] Sören Kiergegaard, Migajas filosóficas (Madrid: Trotta, 2000), Edición y traducción de Rafael Larrañeta. [4] Sir Marbot fue un personaje creado por un biográfo alemán de Mozart. Puesto que la primera biografía basada en la vida del compositor alemán fue muy popular, cuando apareció la segunda el público la acogió como el relato de la vida de un personaje real del pasado. La forma del artefacto de ficción que era Marbot apenas poseía unos pocas pistas dirigidas al lector culto, que permitían identificar lo relatado como un invento. [5] Roger Scruton, Sexual Desire (Londres: Weidenfeld & Nicolson, 1986), pág. 156. [6] W. H. Auden, Selected Poems (Edward Mendelson, ed. Nueva York: Vintage, 1979), pág. 144. |
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