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Socorro Giménez
El cine –dice Alain Badiou– se define por una paradoja y por eso es una situación para la filosofía:
Y agrega Badiou que esto, es decir, que el fundamental problema del cine es en realidad el problema del ser, es algo que vio, hacia mediados del siglo pasado, André Bazin, considerado hasta nuestros días el mayor teórico del realismo cinematográfico. El “escritor de cine”[ii] francés, en sus ensayos críticos recogidos en el volumen que lleva por título ¿Qué es el cine?, intentaba fundamentar ontológicamente la imagen cinematográfica, es decir, intentaba darle estatuto de realidad no ya como una realidad psicológica, en el sentido de las “imágenes mentales”, sino como una realidad ella misma, que participa del estatuto de la realidad del mundo en virtud de la ontología de la imagen fotográfica. En el cine, decía Bazin, la realidad se inscribe en la película por obra de la luz. Ya en su texto Materia y memoria (1896), aparecido un año después de que tuviera lugar la primera proyección cinematográfica realizada por los Lumière, Henri Bergson había definido “imagen” como “una existencia a medio camino entre la cosa y la representación”.[iii] Pero Bergson no se refería entonces a las imágenes cinematográficas, sino al universo fenoménico todo, entendido como “sistema de imágenes”. Lo que hay, las imágenes, es movimiento, como también la conciencia misma que percibe es movimiento, es ella misma una imagen. Por medio de esta noción del universo como “sistema de imágenes”, Bergson intentaba situarse fuera de las antiguas dualidades metafísicas (realismo-idealismo) que concebían, de un lado, la materia (el mundo) como lo “moviente” y, de otro, las imágenes (la conciencia) como lo estático. Intentaba así abrir un camino para la percepción de lo real como puro cambio. Años después, refiriéndose a la naturaleza de la imagen fotográfica –que la imagen cinematográfica comparte– escribe Bazin:
Es cierto que en el pensamiento baziniano perviven nociones como la de “modelo” (el objeto), y que en sus críticas cinematográficas se privilegian las obras realistas entendidas como películas que, de cierta forma, muestran un acuerdo entre las propiedades de la realidad y sus modos de representación en la pantalla, mediado por la naturaleza de la imagen cinematográfica misma, que según él participa de la naturaleza de lo real. Podría decirse, por tanto, que Bazin piensa todavía el cine como un arte de la representación o, también, atribuirle al crítico una idea del cine como un mero artefacto reproductor cuyo resultado es un tipo de obra que, más que copiar, calca lo real, lo imprime sobre sí misma. En sus textos, Bazin nos da elementos para sostener ambas tesis y, de hecho, en ellos se juega una constante puesta en tensión entre ambas. Sin embargo, una mirada algo más detenida sobre estos escritos muestra que su realismo reproductor y representacional evoluciona hacia un concepto complejo de realismo, en el que lo que acaba por funcionar como criterio no es otra cosa que una mayor riqueza en los procedimientos estilísticos, una mayor profundidad en la creación artística: lo que se intenta no es conseguir una mera correspondencia entre la apariencia de la realidad y la apariencia de la representación, sino adecuar los procedimientos artísticos para que la ‘representación’ opere como la forma visible de una interrogación: la que pregunta por el sentido de lo real. Bazin describe dos características fundamentales de lo real: la ambigüedad y la continuidad de su espacio y de su tiempo. La ‘representación’ acorde a la continuidad del espacio y del tiempo de lo real se construye por medio de ciertos procedimientos (hallazgos de la técnica cinematográfica) que lo permiten mejor que otros: la profundidad de campo y el plano-secuencia son dos de los más importantes para Bazin. El uso de la primera permite dar una mayor impresión de tercera dimensión; el uso del segundo permite acceder al tiempo real de las cosas, que se distingue del tiempo abstracto construido por el montaje. Se podría decir que ambos recursos tienden a conseguir que la percepción del espectador frente a la pantalla se asemeje a la experiencia que tiene de la apariencia de lo real. Sin embargo, lo que hace que reflexionemos acerca del carácter de esta relación como una relación de mera correspondencia y sospechemos de ella, interpretándola como una relación en la que lo que se busca es más bien revelar una verdad (de lo real) por medio de la creación artística que dar una copia de la realidad por medio de una representación, es una hipótesis que surge a partir de nuestra lectura de sus escritos: Bazin está preocupado fundamentalmente por la experiencia del espectador. Todo su esfuerzo por distinguirse de la tradición formalista, que veía en el montaje la esencia de la creación cinematográfica, parece emplearse no sólo en favor del respeto por la estructura espacio-temporal de lo real –entendida por Bazin de tal manera que podríamos ponerle profundas objeciones–, sino también –y esto es lo que nos interesa más– en favor de una experiencia del cine que exija, por parte del espectador, un mayor compromiso con aquello que ve, donde “compromiso” significa un mayor espacio de decidibilidad, un mayor espacio de pensamiento y de creación. En este sentido, el amor de Bazin por el cine no puede considerarse del todo ajeno a la preocupación de Benjamin por sus potenciales usos propagandísticos, aunque el tono de ambos autores sea bien diferente. La noción que Bazin pone como característica fundamental de lo real es la ambigüedad. Hay algo en lo real que es del orden de lo indecidible, incierto, dudoso, se nos dice. Y el cine debe poder mostrarlo. La “revelación” de una verdad de lo real no consiste, por tanto, en descifrar su sentido –comprendido como un sentido unívoco y preexistente– para hacerlo por fin claramente legible, sino justamente en mostrar la ambigüedad que es propia de lo real, para hacerla así evidente y mantenerla, a la vez, como misterio. La verdad de lo real se revela como ambigüedad, una ambigüedad que el cine puede hacer visible a la vez que pone, en la propia obra cinematográfica, múltiples posibilidades de sentido. Hay una serie de decisiones, por tanto, que necesariamente caerán siempre del lado del cineasta (frente a lo real) y del espectador (frente a la obra), de quienes se requiere un compromiso particular con aquello que ven, con aquello que se les muestra por sí mismo como ambiguo, y que por tanto pide por parte de ellos una interrogación. Ahora bien, Bazin parece creer que la tarea del artista es encontrar herramientas formales (herramientas de representación) que permitan que la realidad se muestre en su multiplicidad de sentido, en su ambigüedad. Pero si la realidad es por sí misma ambigua, la pregunta sería, entonces, ¿por qué es necesario el arte para hacer esta ambigüedad visible? ¿De qué modo que no fuera ya visible por sí misma podría el cine darla a ver? La operación baziniana –cara a la fenomenología– parece decir: “las cosas están ahí; sólo hay que señalarlas, dejar que hablen por sí mismas”, a la manera de Rossellini. El cine podría ser, en este sentido, un dedo índice que apunta al mundo, a su visibilidad, llamando sobre él la atención. Es para nosotros evidente, sin embargo, que ese señalar implica siempre una cierta ‘obligación’ que impone a la mirada (como mínimo a partir de lo que elige mostrar) y, también, que tal vez “esas cosas estén ahí” sólo a partir del hecho de que son señaladas, es decir, que tal vez estén ahí, apareciendo de esa manera, sólo porque ese dedo índice realiza un cierto acto que finalmente es de creación. Bazin aboga por un cine que no imponga, por así decirlo, abstracciones: por una parte, las abstracciones que el montaje hace del tiempo (cuya realidad no es más que continuo cambio, duración) y, por otra, las que hace del sentido de lo real (de su ambigüedad), cuando “proyecta un sentido único en la conciencia del espectador”: [v]
El crítico se interesa por la libertad del espectador, por sus posibilidades de elección, de donde provienen sus cautelas en relación con los usos del montaje. Su preocupación es una preocupación ética, que ciertamente requiere profundos cuestionamientos estéticos (como los que de hecho pueden leerse en cada uno de los ensayos bazinianos): sus textos son continuas tentativas –difíciles tentativas– de formular leyes de creación. En estas tentativas, se hace patente que esta ‘representación’ de la realidad está muy lejos de pensar una realidad unívoca, y más lejos aún de poder (o querer) meramente duplicarla, sino que se trata de una constante interrogación acerca del quehacer artístico que, como tal, pide pensamiento. Pide creación. El pensamiento de Gilles Deleuze ha puesto las condiciones contemporáneas de pensar la filosofía y el arte como actividades de creación. La primera crea conceptos; el segundo crea “bloques de sensación”. La palabra clave es “creación” y se identifica con el pensamiento. La filosofía piensa con conceptos; el arte piensa con afectos (bloques de sensación). El cine crea “bloques de imágenes-movimiento” y en su creación, que es también su modo de pensar, presenta el tiempo, lo hace sensible. El ser, lo real, no es otra cosa que tiempo, para Deleuze: el tiempo como duración (noción que recupera de Bergson), como devenir, como continuo fluir de imprevisible creación. Y si el cine puede dar una experiencia directa del tiempo, “un poco de tiempo en estado puro”, es porque el cine hace operaciones con el tiempo, porque piensa el tiempo, porque piensa lo real. Desde esta concepción el cine no representa, pues, nada –como por otra parte, estrictamente, tampoco representa nada ninguna de las artes–. En tanto que la realidad como perpetuo devenir no es nunca algo hecho, dado previamente ni dispuesto como idéntico a sí mismo, no es, por tanto, representable. No se trata, pues, de representación; se trata de creación, se trata de pensamiento. Jean Baudrillard ha hecho circular con fluidez su noción de simulacro: el simulacro es una imagen que no representa nada. El simulacro sustituye la realidad; ya no hay relación alguna entre las imágenes y la realidad, ni tampoco hay, propiamente, realidad: ésta se pierde continuamente en sus simulacros. No puede haber, por tanto, tampoco copias de lo real, ni mucho menos forma de distinguir entre una buena y una mala copia. Las imágenes (los simulacros) se han vuelto intercambiables e indistinguibles; no es posible jerarquizarlas, dado que no existe ninguna realidad original a la cual remitirse para decidir su valor en tanto copias más o menos verdaderas, más o menos fieles al modelo.[vii] Deleuze describe también el simulacro como imagen que no representa. En su Lógica del Sentido, lo caracteriza como un tipo de imagen que socava la propia distinción entre modelo y copia, como un tipo de imagen que no vale en relación a un original, sino que afirma su existencia en su propia diferencia, y en cuya afirmación reside su poder: el poder de lo falso, en el sentido nietzscheano: entendido no ya como un falso opuesto a ningún verdadero, sino como pura potencia de creación. [viii] Si se consideran las imágenes cinematográficas como simulacros, como imágenes que no representan nada, y según una noción de realidad entendida como devenir, no hay para ellas ojo alguno que pueda distinguir su mayor o menor verdad, que pueda seleccionar las buenas de entre las malas copias. Y sin embargo, ¿significa eso que el cine está condenado (o librado) a no guardar relación alguna con lo real? ¿Significa eso, acaso, que la mutua indiscernibilidad de las imágenes-simulacros en tanto su no-ser-copias de modelo alguno supone para ellas una intercambiabilidad absoluta? O mejor, ¿significa eso que toda creación cinematográfica vale como cualquier otra? ¿Qué puede darnos la medida de su valor, en relación con el mundo (y siempre es “en relación con el mundo”)? ¿Por qué Deleuze puede continuar –y continúa– hablando de una “verdadera imagen” como opuesta a los “tópicos”? ¿En qué sentido puede, todavía, una imagen ser verdadera? Dentro de la lógica de la representación, una imagen es más verdadera en la medida en que entrañe mayor semejanza con su modelo, con su referente. Una concepción objetivista de la realidad nos daba elementos de juicio sobre la verdad de las imágenes. Pero si entendemos la realidad como un continuo hacerse de la materia en el tiempo (donde “materia” se identifica con “imagen”), si la comprendemos como puro cambio, el tipo de experiencia de las imágenes que se pide de nosotros es completamente otro. A la manera de la frase de Iván Karamazov acerca de la existencia de Dios, mutatis mutandis, podría decirse: “si la Realidad no existe, toda imagen está permitida”. Pero sabemos la línea nietzscheana de respuesta para esa frase: “es porque la Realidad no existe, que no toda imagen está permitida”. Es porque no hay algo como una realidad previa e idéntica a sí misma, porque toda realidad se crea continuamente en sus imágenes, que se requiere un arte de la creación de imágenes. Es porque el cine crea imágenes de una realidad que se hace también en ellas, que el cine tiene por delante una tarea que debe ser asumida como creación de mundo. Es porque el cine es pensamiento de la realidad que el cine puede y debe elegir cómo pensarla. Es porque nosotros como espectadores de cine también pensamos y creamos realidad que podemos y debemos elegir qué películas ver y cómo ver películas. Una ética de las imágenes se requiere. Y es una ética de la creación, como dijimos. Bazin hacía constantes tentativas por formular leyes de creación, en las que la creación no respondía meramente a leyes internas a la propia obra, pensadas como independientes de su potencial generador de realidad, de maneras de mirar lo real. Hemos querido volver a leer a Bazin, para rastrear antecedentes de una preocupación que, creemos, reclama una reflexión estética profunda en un momento en el que el ruido audiovisual deja pocos espacios para “arrancar” una imagen de lo real a sus tópicos. Pedirle a los ojos del cuerpo (o a los del espíritu) “ver más”, como quería Bergson, requiere de un esfuerzo de ampliación perceptiva para el que no existen fórmulas determinadas, pero para el que Bergson invocaba a los artistas; “revelar una verdad de lo real”, como podríamos caracterizar la tarea del cine tal y como la comprendía Bazin, supone un ejercicio de la mirada y una reflexión acerca de los modos de mirar que no pueden sino ser fundamentalmente creadores; la “creación de verdad” que el artista debe alcanzar, según Deleuze, se afirma finalmente en algo tan genuino como difícil de describir: en su capacidad de transformación, en su intuición vital, en su potencia artística, que requiere una identificación con el propio devenir de lo real. Dice Deleuze:
Tampoco para esta “creación de verdad” hay fórmulas preestablecidas:
La ‘representación’ de lo real no puede más que ser, por tanto, ella misma también puro movimiento, imprevisible y continua creación que no es meramente intelectual ni puramente material, sino que necesita estar inmersa en la duración, toda vez que la definición misma de realidad está siempre por hacerse:
La búsqueda de imágenes que puedan dar verdades de lo real continúa siendo una preocupación que el cine ha asumido como propia y que tanto sus teóricos como los pensadores que han visto en el medio ciertas propiedades que lo especifican frente a otros como un medio idóneo para hacerlo, como también muchos de sus más grandes realizadores, han mantenido en sus interrogantes y en sus prácticas. Y continúa siendo una búsqueda del arte y de la filosofía en su carácter de actividades de creación. Esa y no otra era también la búsqueda baziniana, en su afán “realista”:
El progreso del cine camina, según Deleuze, en dirección a convertirse en “el órgano de la nueva realidad”, un órgano que permitiría pensar la realidad como cambio, como movimiento y, en fin, como tiempo. Si en sus comienzos Bergson lo concibió como “el artefacto de la más vieja ilusión”, una ilusión constituida por una falsa percepción del movimiento a partir de sus poses detenidas, Deleuze nos dice que el cine puede producir una transformación de la filosofía misma, en su concepción del tiempo y por tanto en su concepción de la realidad, y que puede traer para ella imágenes nuevas. Tal vez lo verdaderamente superfluo es considerar que aquel afán baziniano puede hoy ser entonado de modo más bien cínico en una cantinela que no cesa de repetir simplemente que no hay ya ninguna realidad, y que interrogar a lo real por medio del cine es, como mínimo, una pura ingenuidad. Consideramos que, en un momento en el que los muchos tópicos visuales parecen haber cansado toda posibilidad de la mirada, puede ser pertinente reponer algunas preguntas acerca de la relación entre imágenes y realidad, y perseguir –creándolo– un encuentro extraordinario entre ambas que nos permita ver algo. El cine, de vez en cuando, lo consigue. NOTAS [i] Badiou, Alain, “El cine como experimentación filosófica”. En: Pensar el cine, I: imagen ética y filosofía.Buenos Aires: Manantial, 2004. [ii] De ese modo se refiere a él François Truffaut, quien fue algo así como su ‘protegido’, intentando reunir en esa denominación su múltiple tarea de espectador, crítico y ensayista, es decir, caracterizándolo como un pensador de cine. [iii] Cf. Bergson, Henri, Materia y memoria. Madrid: Pérez y Compañía (Librería de Victoriano Suárez; librería de Fernando Fe), 1900, p.2. [iv] Bazin, André, “Ontología de la imagen fotográfica”. En: ¿Qué es el cine? Madrid: Rialp, 2003, pp. 29-30. (El subrayado es nuestro). [v] Bazin, “M. Hulot y el tiempo”. En: ¿Qué es el cine?, p. 83. [vi] Bazin, A. Ibidem, p. 95. [vii] Cf. Baudrillard, Jean, Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós, 1978. [viii] Deleuze, “Platón y el Simulacro”. En: Lógica del Sentido, Edición electrónica de www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, p. 180. [ix] Deleuze, La imagen-tiempo; estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidós, 1986, p. 197. [x] Ibidem, p. 37. [xi] Bergson, La evolución creadora, Madrid: Espasa-Calpe, 1973, p. 240. [xii] Bazin, André, Jean Renoir. Períodos, filmes y documentos. Barcelona: Paidós, 1999, p. 80. (El subrayado es nuestro). |
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