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Daniel Sabat
Método ¿En qué medida el retrato de Cristo encarnado es un retrato de Dios, una imagen divina?, se pregunta Alain Besançon en un libro de no muy lejana publicación en España y a propósito de la controversia sostenida por los primeros Padres de la Iglesia en torno al problema de la representación de lo divino.[i] En realidad se trata de una pregunta que supera el ámbito de la discusión estrictamente teológica y en la que puede leerse una reformulación religiosa de una problemática estética expuesta ya en sus líneas básicas por Platón: ¿En qué medida la representación artística es verdadera?, ¿cuál es su alcance y legitimidad? Como es lógico, las respuestas a estas preguntas diferirán según la perspectiva adoptada. Es el propósito de este artículo ensayar una respuesta cristiana a esas preguntas con la finalidad de mostrar la contrariedad de vías a que conduce. Antes que nada, empero, conviene señalar la imposibilidad metodológica de abordar estéticamente la cuestión. Entiéndase: la legitimidad y el alcance que pueda tener la representación artística dependerá, en el presente contexto, de la misma noción de divinidad que se posea. De ahí la necesidad de dar un rodeo por una serie de creencias, ideas y razonamientos que nada nos dicen del arte como tal pero que tienen consecuencias inmediatas para la reflexión estética. Procediendo de esta manera, es decir, indirectamente, y estudiando primero los supuestos propiamente religiosos de una estética cristiana, se obtiene, al menos, la doble ventaja de garantizar un vínculo real entre lo divino y lo artístico sin convertir la teoría del arte en una religión encubierta, que es lo que sucedería si operáramos a la inversa: si pretendiéramos dilucidar estéticamente las relaciones entre uno y otro ámbito. El eje que nos permitirá entender la aportación cristiana es La Encarnación del Verbo. Sin embargo, no bien enunciado lo anterior surge una dificultad en apariencia insuperable. La Encarnación es una creencia religiosa y como tal creencia pertenece al núcleo irreductible de la fe. ¿Cómo trasladarla entonces al campo de la reflexión estética? La dificultad surge cuando pretendemos reconocer la influencia de una creencia religiosa más allá de la fe en la que se inscribe. Lo que nos sugiere una distinción. Como creencia, en efecto, La Encarnación es inseparable de la fe en Jesucristo, en un hombre que fue Dios. En tal sentido es excluyente, no admite traducciones de ninguna clase, ni estéticas ni antropológicas. Una interpretación de La Encarnación se sitúa, automáticamente, al margen de la fe en Jesucristo. Lo cual no implica, como es lógico, que no puedan existir interpretaciones de La Encarnación. De hecho la historia de la filosofía moderna está bien repleta de ellas, circunstancia que, dicho sea de paso, suele silenciarse[ii]. Pero en ese caso ya no consideraríamos La Encarnación como creencia sino como idea. La Encarnación, idealmente entendida, sobrepasa el ámbito de la fe e influye o puede influir de forma intensísima en un pensamiento secularizado. La idea de Encarnación actuaría entonces no como una verdad indemostrable que se acepta o se rechaza sino a modo de sustrato cultural del que se parte más o menos conscientemente. Así, como bien enseñó Hegel, la génesis y la formación de la categoría moderna de sujeto resulta incomprensible sin la referencia a La Encarnación. Sin la referencia, diríamos nosotros, a una de sus posibles interpretaciones: la que ve en ella, siguiendo la estela agustiniana, una apuesta por la interioridad y la autonomización subjetiva. Y es aquí donde ha de situarse el presente artículo, en el campo de la interpretación filosófica. I Parece ocioso recordar que la tradición cristiana no siempre ha visto en el cuerpo de Cristo un atributo real de Dios. Bien pronto en la teología y en el pensamiento de inspiración cristiana se desarrollaron un conjunto de doctrinas por las que la corporalidad del Dios encarnado quedaba desvalorizada, cuando no directamente denigrada. Marcadas o no por la herejía la mayoría se apoyaban en una concepción platonizante de la divinidad. El gran Orígenes, influenciado no sólo por Platón sino también por los estoicos, escribió:
Y sin embargo al afirmar Pablo que Cristo “es la imagen del Dios invisible” se refería, probablemente, al hecho de que Dios no sólo es invisible después de la Encarnación y no a la invisibilidad de la imagen divina. En cualquier caso el esquema dualístico que emplea Orígenes es el que con mil variantes e intensidades impregna buena parte de la espiritualidad cristiana y de las interpretaciones, cristianas o no, de la Encarnación, de Agustín a Nietzsche. La separación metafísica entre un alma inmaterial, espiritual, verdadera, divina…., identificada también con el hombre interior, y, por otra parte, el cuerpo material, traspasado por la finitud, corruptible, falso en última instancia, tiene hondas y evidentes consecuencias en la comprensión de la corporalidad de Cristo. El mismo Orígenes pensaba que la Encarnación y todas las vicisitudes y particularidades de la vida de Cristo ofrecían un material para creyentes iniciados o toscos. Era algo que debía superarse en los estadios más avanzados de la fe, cuyo objeto consistía en la contemplación de Verbo “desnudo”, inmaterial. Hegel, en un contexto completamente distinto e influenciado por la religiosidad luterana, interpreta la Pasión de Cristo como una escenificación en la que la interioridad, que según él es la esencia de lo cristiano, pugna por deshacerse de las limitaciones inherentes al cuerpo. Los ejemplos podrían multiplicarse y todos ellos formarían una especie de historia del Cristianismo platónico (¿o platonismo cristiano?) en la que el cuerpo de Cristo, previa degradación de la corporalidad genérica, quedaría al margen de la divinidad esencial. Pero frente a la interpretación intelectualista o desencarnada de la Encarnación se alza un Cristianismo partidario de incluir la humanidad y la corporalidad de Cristo en el centro de La Revelación. Conocido es el rechazo y la burla que padeció Pablo en el areópago ateniense, al predicar, delante de un público educado en el helenismo, la sorprendente creencia de la resurrección del cuerpo mortal. Y es que, como recuerda Michel Henry, la religión cristiana es una religión que sitúa la salvación del hombre en la carne[iv]. Ireneo, en los albores del Cristianismo, dedica gran parte de su obra a combatir la idea gnóstica según la cual la carne no conoce ni participa de la gloria de Dios. En una de sus apasionadas diatribas contra los gnósticos escribe: A su vez, se verá cómo la carne es capaz de recibir y juntamente aprehender la virtud de Dios. Aquella carne que al principio dio cabida al arte de Dios y vino a ser en sus miembros ojo que ve, oído que oye, mano que palpa y labora, nervios que, extendidos por todos los miembros, les dan cohesión, arterias y venas, vehículos de de sangre y espíritu, variedad de vísceras, sangre para la unión de alma y cuerpo…La carne no deja de participar en la sabiduría y poder de Dios, pues su poder, dador de vida, culmina en la flaqueza (2 Cor 12,9), a saber, en la carne. Hay quienes afirman de la carne que no es susceptible de la vida regalada por Dios. Al decir esto, ¿viven y participan en la vida, o se profesan a la sazón muertos, por no tener rastro alguno de vida?[v] Encontramos también una defensa de la corporalidad (de Cristo) en una parte no menor de la mística cristiana, de forma muy intensa en su rama femenina, y en tantos otros autores dentro o fuera de la Iglesia para los que el prólogo del evangelio de San Juan apunta a un tipo de verdad sustancialmente distinta a la postulada en el dualismo ontológico. “Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de Gracia y Verdad”. Afirmación que ha de completarse con la del propio Cristo: “...El que me ha visto a mí, ha visto al Padre…”. De la conjunción de ambas deducimos: ver al Padre o contemplar su gloria significa ver a Cristo corporalmente. Obsérvese la “lógica” de la afirmación joánica. En ningún momento pretende sugerir que la Palabra toma un cuerpo con el fin de revelar al hombre una verdad más allá de la materia, mostrando así las limitaciones de ésta. Por el contrario el hacerse carne de la Palabra es consustancial a la verdad manifestada. Sin Encarnación no habría verdad en sentido estricto. La carne de Cristo, pues, lejos de ser un ingrediente pasajero o accidental de la divinidad conforma el ámbito en el que Dios es plenamente. En cierto modo Dios es más Dios tras la Encarnación. Un Dios no encarnado, un Dios sin kenosis sería, desde una perspectiva cristiana, un Dios que no ha llegado a realizarse a sí mismo en tanto Dios de amor. La paradoja cristiana se expresa en dos direcciones: en el descenso de Dios al mundo convirtiéndose en uno más entre los hombres, pero también, y en igual grado, en la redención y en la deificación de lo humano y corporal que tal descenso lleva consigo. La Encarnación es la creencia en un Dios que además de ser hombre hace de su humanidad, enaltecida y purificada, un ingrediente esencial de lo divino. El salto de la fe, pues, no se inspira tanto en el tránsito del cuerpo material a un alma inmaterial sino, de acuerdo con la distinción paulina, en el paso de la carne al cuerpo, es decir, en el paso del hombre viejo al nuevo mediante la incorporación al cuerpo del Cristo resucitado. Frente a la escisión metafísica entre dos órdenes inconmensurables, material y espiritual, La Encarnación enseña que la experiencia espiritual más elevada es asimismo una experiencia corporal. II ¿En qué sentido lo anterior produce efectos en el campo estético? Nos centraremos en dos funciones paradigmáticas del arte, la mimética y la simbólica. Parece claro que desde una perspectiva metafísica, y respondiendo a la pregunta que encabeza este artículo, el retrato de Cristo no es un retrato de Dios ni una imagen divina. En primer lugar porque no se conserva ningún testimonio ni ninguna imagen lo suficientemente fiable sobre el aspecto físico de Cristo. No poseemos ningún original en el que un hipotético artista pudiera apoyarse a la hora de ejecutar su retrato. Pero imaginemos que existiera, que la comunidad de estudiosos aceptara por unanimidad, después de largos años de debate y minuciosos análisis, la autenticidad de un documento gráfico en el que apareciera el rostro de Cristo bien definido, con todas sus particularidades. En ese caso, incluso, nada cambiaría para el retratista que, inspirado en los esquemas de la metafísica, pretendiera captar la verdadera belleza del rostro de Cristo. Y por las mismas razones nada cambiaría si ese artista lograra transportarse en el tiempo y presenciar en vivo el rostro de Cristo, con una única diferencia: el retrato resultante en el primer caso sería, por decirlo en términos pseudo platónicos, una copia (el retrato) de una copia (el documento grafico) de una copia (el rostro de Cristo), mientras que en el segundo estaríamos ante una copia de una copia sin más. Porque, en efecto, ni el rostro ni el cuerpo de Cristo como tales poseen para el metafísico un valor intrínseco, no hay en ellos auténtica belleza o, cuando mucho, ostentan una belleza indirecta, oblicua, son el reflejo finito del Dios invisible y eterno. Su gloria es prestada. De ahí la imposibilidad de un retrato de Cristo en tanto Dios. En otras palabras: un retrato de Cristo, además de ser una blasfemia, no tendría en última instancia mayor valor que el de un hombre cualquiera. Al copiar lo visible de Cristo-Dios el artista redunda en una falsedad, imita lo que ya es una imitación, una degradación de la verdad. ¿Supone esto una condena absoluta al arte mimético? En la medida en que el arte implica una atención primordial a la forma, sí, pues Dios, en su invisibilidad, carece por completo de forma. No hay nada que imitar en Él, a no ser su imagen invisible, pero en este caso se trataría de una mimesis imposible, sin objeto mimetizado, más cercana al arte abstracto que al mimético. Por lo demás la expresión “imagen invisible” no deja de ser una metáfora. Si puede hablarse de un “arte metafísico” necesariamente éste ha de ser simbólico. Un símbolo de la divinidad es la prueba más clara de la imposibilidad de alojar a Dios en la materia. La escisión “visible/invisible” encuentra una traducción estética en la separación entre la parte simbolizante del símbolo o su sustrato empírico y la parte simbolizada o la idea a la que remite el símbolo materialmente considerado. Son distinciones correlativas. Entre las dos partes del símbolo, simbolizante y simbolizada, no hay ninguna semejanza real, como no la puede haber entre lo visible y lo invisible. En el símbolo religioso Dios está presente negativamente; lo que se ve, la parte simbolizante del símbolo, ni siquiera puede considerarse una huella de la divinidad, no es más que una creación humana, finita, simbólica llamada a desaparecer en la contemplación sin modo, intelectual, de Dios. El símbolo puede desempeñar una función didascálica, puede predisponer al alma y hasta cierto punto elevarla, pero en ningún caso constituye un objeto de veneración. El paso del símbolo al ídolo es el paso por el cual el ente simbólico deja de ser un medio y se convierte en un fin en sí mismo. Desde esta perspectiva no sólo la representación de Cristo tiene un valor simbólico sino que la misma Encarnación es, hablando estéticamente, un símbolo, un símbolo especial o el símbolo por excelencia si se quiere, pero un símbolo al fin y al cabo. La legitimidad de un retrato de Cristo dependerá aquí de la capacidad de la obra para mostrar, simbólicamente, al Dios invisible (lo simbolizado) demorándose lo menos posible en la corporalidad de Cristo (la parte simbolizante). El retrato ideal de Cristo sería entonces aquel que llevara inscrita su propia desaparición como retrato de Cristo. Se adivina ya la relación esencial entre la vía negativa o apofática y la vía simbólica en el campo del arte religioso: mediante el símbolo expresamos la no representatividad de la imagen divina. Con ello salvaguardamos el componente afirmativo de la obra de arte, es decir, la creación de formas que la obra implica. No obstante esa creación ha de orientarse a la disolución de la forma si de verdad quiere ser un símbolo de la divinidad invisible. El símbolo señala o da a conocer un camino que le está vedado. Cumplida su misión no tiene más remedio que retirarse y dejar paso a la experiencia propiamente religiosa de Dios, en la que el espíritu,
Acaso la expresión más perfecta de un simbolismo pedagógico con fines sobrenaturales se encuentre en la poesía de San Juan de la Cruz, y concretamente en el poema Noche Oscura. La figura de la noche en él no sólo es un símbolo que, en su misma referencialidad natural, tiende a su desaparición. El extenso comentario que sigue al poema refuerza esa impresión. En manos de San Juan el poema sobre la noche marca el ritmo de un despliegue teórico que lleva la vía negativa del Pseudo Dionisio hasta sus últimas consecuencias, trasladándola al campo de una práctica ascética radical. La noche remite al Dios sin modo de la mística. Sugiere, asimismo, la privación y el renunciamiento al que se somete el alma en su itinerario espiritual. Por el contrario, la legitimidad del arte que resulta de una visión encarnacionista de la divinidad es mucho mayor. En primer lugar en lo referente a la representación mimética de Cristo. Al incluir el cuerpo en la divinidad de Cristo el hipotético retratista no tiene ya que recelar de lo concreto y lo carnal, de lo que inmediatamente ve. El esquema metafísico del original y de la copia queda alterado, cuando no socavado, por tres razones al menos: 1) La más obvia. El cuerpo de Cristo no es ninguna copia del original. Es el original mismo o forma parte de él. Por tanto el retrato de ese cuerpo no es una copia de una copia, sino, en todo caso, una copia de un original. 2) No hay un original. Existen tantos originales como retratos de Cristo. Resulta tan legítimo desde un punto de vista cristiano el adolescente imberbe de las primeras representaciones como el Jesús barbudo y con pelo largo de siglos después. El Cristo de Grünewald o el de Gauguin no son, a este nivel, ni mejores ni peores que el que nos presenta la última película de Mel Gibson. Esta liberalidad en la elección del modelo no obedece aquí a razones de naturaleza espiritual. Es el resultado de asumir plenamente el devenir de la materia en el cuerpo de Cristo. El espiritualista diría: “En efecto, la elección de un modelo visible para la representación de Cristo es irrelevante, pues lo divino en Él no es lo que se ve. Tanto da uno u otro mientras nos eleven al Padre invisible”. El materialista cristiano llegaría a la misma conclusión por el razonamiento contrario, que podría resumirse del siguiente modo: El cuerpo de Cristo es un cuerpo divino, pero es divino en su misma contingencia. Es un cuerpo, un cuerpo como el mío o como el cuerpo de otro. Es el cuerpo de cada uno de nosotros. El modelo de la representación de Cristo ha de ser, por tanto, múltiple, pues múltiple es el orden de los cuerpos que entra en juego con La Encarnación. ¿Puede sorprendernos el hecho de que un autorretrato de Durero en el que el pintor aparece con los rasgos de Cristo no fuese declarado herético en uno de los momentos de mayor rigor inquisitorial?[vii] La ausencia de un criterio selectivo para establecer la idoneidad de un modelo en la representación de Cristo nos conduce de pleno a la destrucción del esquema del original y la copia, al menos en su acepción más metafísica. El original es exclusivo y excluyente: no puede haber dos originales de lo mismo. Cuando afirmamos que existen tantos originales como copias o retratos de Cristo suponemos, o bien que Cristo no existe como Dios, o que existen tantos dioses como cuerpos. Ambas suposiciones son, como es lógico, absurdas para un cristiano, pero no dejan de plantear una problemática teológica real difícilmente superable a partir de un dualismo estricto. La dificultad estriba en concebir la divinidad de Jesús en la finitud de su carne y derivar de dicha síntesis la multiplicidad de modelos de Cristo que emplea la representación artística. Llegados a este punto no podemos sino afirmar que nos hallamos ante el misterio central (y el escándalo) de la Encarnación. En Cristo, como intuyeron los románticos, se reúnen finitud e infinitud, pero no en el sentido panteísta de que la primera se disuelve y desaparece en la segunda. La Encarnación supone que lo concreto y lo finito como tales adquieren la infinitud y la irreductibilidad de lo divino.
afirma Hegel en su Estética señalando la diferencia fundamental entre la escultura clásica y la pintura romántico-cristiana[viii]. El artista que se dispone a retratar a Cristo encuentra modelos en sí mismo y en los demás. La realización de Dios en un cuerpo nos informa sobre la posibilidad de ser, en nuestra individualidad precaria de cuerpos finitos, y por ella, un modelo de ese Dios. El único requisito exigible al artista es el de la humildad y sencillez de la fe. Continuando la contraposición precedente podemos concluir que para el espiritualista la elección de un modelo corporal concreto no influye para nada en la divinidad del retratado. El mundo corporal remite para él a la variabilidad y la corrupción de la materia, de las que ninguna belleza puede surgir. De ahí que algunos Padres de la Iglesia creyeran que Cristo, a causa de la misma kenosis, tuvo que ser feo. El materialista cristiano piensa que cualquier modelo es bueno para retratar a Cristo, diría que Dios, al encarnarse en un cuerpo como el nuestro, nos hizo partícipes, a todos, de su grandeza y esplendor y nos libró de paso de la tentación de creernos dioses o espíritus puros. A partir de aquí se opera una inversión en el canon de la belleza. Lejos de ver en ella una carencia de ser, la fealdad, que es un estado al que tarde o temprano llegan los cuerpos por ser cuerpos, constituye para el materialista cristiano la prueba más palpable de una finitud redimida y enaltecida. El Cristo maltrecho y ensangrentado de La Pasión será su modelo preferido. 3) El original a copiar es material como también lo es el retrato en su materialidad de obra de arte. En el citado libro de Alain Besançon se dedica un apartado a la iconografía rusa. El Verbo encarnado –afirma Besançon- puede ser circunscrito en una plancha de madera pintada y es realmente Dios, la única visión concebible de Dios. Su presencia en la madera otorga a la materia una dignidad que no posee en sí misma, y la propiedad de convertirse realmente en conductora de una parte de los poderes divinos[ix]. En realidad esta observación apunta a una consecuencia natural del Cristianismo sobre el arte y no sólo a la esencia de la iconografía rusa. Por La Encarnación surge una afinidad sustancial entre el retrato y el retratado más allá de las relaciones de semejanza que puedan tener. El retrato de Cristo, como materialización artística de Dios, reproduce a pequeña escala el movimiento de La Encarnación. Por distinta vía a la anterior asistimos a una destrucción del modelo mimético. La distinción entre un original y una copia no designa una diferencia cualitativa entre lo real y lo figurado. Si aislamos el retrato de su referente natural se hace patente una semejanza más profunda: el retrato de Cristo forma parte del mismo impulso por el que Dios se encarna. Es una “encarnación” en la medida en que la auténtica “otorga a la materia una dignidad que no posee en sí misma”. El retrato adquiere a esta luz una doble dignidad. La que comparte indiferentemente con el resto de entes materiales, y la alcanzada en el desarrollo de su función específica: la conformación sensible de una realidad espiritual. Al igual que la Encarnación el retrato (de Cristo) y la obra de arte en general realizan las síntesis de lo finito y lo infinito en la misma finitud. El retrato, más que representar a Cristo, imita el proceso por el que la materia, sin dejar de serlo, se espiritualiza. El motivo explícito de la obra pasa a un segundo plano, puede incluso ser trivial. La Encarnación, entendida ahora como modelo operativo o funcional, inspira, claro está, algunos de los hitos de la iconografía cristiana, pero está presente en todo arte en el que la materia y la particularidad se muestren con una dignidad propia y superior, como surgidas de la misma ejecución material de la obra, encarnadas, sin el recurso a un trasmundo invisible, espiritual, verdadero, etcétera. Frente a la tesis del desvanecimiento de la obra inherente a la postura espiritualista encontramos aquí una rotunda afirmación de la obra de arte y la posibilidad de su tratamiento autónomo. De forma análoga La Encarnación convierte en superflua toda aproximación simbólica a la divinidad. El símbolo, decíamos, arraiga en la idea de un Dios incorporal e inaccesible, es el reconocimiento indirecto de una diferencia ontológica, y como tal insuperable, entre Dios y la criatura, entre lo simbolizado y el sujeto que simboliza. Pero, ¿qué sentido tiene el símbolo cuando la realidad simbolizada, sin producirse menoscabo de su divinidad, está presente en forma corporal y es “visible” por todos los hombres? Con La Encarnación el símbolo de Dios da paso a la visión de Dios. Mediante el símbolo llegamos a la contemplación de Dios, es decir, a una experiencia eminentemente intelectual de Dios. Con el término “visión” queremos sugerir, por el contrario, una clase de experiencia estética en la que Dios es visible real y físicamente. Y no porque el artista posea una especie de don misterioso, parecido al del brujo, que le permita, sólo a él, ver a Dios y hablar con Él. Un arte visionario se opone en este punto a un arte esotérico o alucinado. Surge, ni más ni menos, como consecuencia de reconducir la infinitud a lo finito. Ya sea con motivo cristiano expreso o no, puede definirse el arte visionario como aquel arte en el que los signos relativos la divinidad van perdiendo su carácter simbólico y tienden a la literalidad. El Dios encarnado hace posible ese paso. En la visión de Dios, como en Cristo, coinciden materialmente lo simbolizado y la parte simbolizante, es decir, que el símbolo como tal desaparece, nada simboliza. En ella lo que se dice de Dios es Dios. Asimismo la visión de Dios es: su existencia material posee un valor intrínseco al margen de lo que designa. En uno de los apuntes de Novalis, cuya concepción de lo poético contiene la mención explícita a La Encarnación, encontramos la siguiente secuencia: “Imagen – no alegoría –no símbolo de alguna cosa extraña –no símbolo de alguna cosa”[x]. La ausencia de un referente en la expresión artística y la autonomización de la imagen de las que tanto se ha habla en el ámbito de la estética contemporánea pueden contemplarse como un curioso efecto de La Encarnación. Si dicho efecto es una consecuencia necesaria de la Encarnación o constituye una de sus infidelidades es algo que no nos corresponde juzgar. Hasta aquí hemos intentado exponer sumariamente dos tendencias básicas que no siempre se han dado por separado en el pensamiento cristiano o en el pensamiento que ha encontrado en la Revelación cristiana un motivo de reflexión. Sin embargo, cualquier intento de síntesis no tiene modo de librarse, en última término, de la paradoja fundante del Cristianismo. Entre la afirmación de San Pablo: “Ningún hombre le ha visto ni puede verle” y la del propio Jesús: “El que me ha visto, ha visto al Padre”, hay un verdadero abismo. De una a otra afirmación discurre necesariamente una estética cristiana, de la extinción de la imagen a la plenitud de la visión. Soria, agosto de 2005. NOTAS [i] Alain Besançon, La imagen prohibida, traducción de Encarna Castejón (Madrid: Siruela, 2003), p. 150. [ii] Véase a este respecto el libro de Xavier Tilliete, El Cristo de la filosofía. Prolegómenos a una cristología filosófica, traducción de Miguel Montes (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1994). [iii] Orígenes, Tractat sobre els principis, Traducción al catalán de Josep Rius-Camps (Barcelona: Laia, 1988), I, 2.6, p.87. [iv] Michel Henry, Encarnación. Una filosofía de la carne, Traducción de Javier Teira, Gorka Fernández y Roberto Ranz (Salamanca: Sígueme, 2001), págs. 9-31. [v] Contra las herejías, V, 3.2 y 3.3. [vi] Pseudo Dionisio Areopagita, Teología mística en Obras Completas, Traducción de Teodoro H. Martin-Lunas (Madrid: B. A. C., 1995), 373. [vii] Debo a Elisenda Julibert el conocimiento de este autorretrato. [viii] G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la estética, Traducción de Alfredo Brotóns Muñoz (Madrid: Akal, 1989), p. 628. [ix] Besançon, op. cit., p. 177. [x] Novalis, Fragments, selección y traducción al catalán de Robert Caner-Liese (Barcelona: Quaderns Crema, 1998), p. 255. |
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