Borges Rojo (y Negro) Sus días en Ginebra y en Sevilla

 

 Nicolás González Varela

 


 

“Yo me sentía sevillano...”, confesaba un viejo y sincero Borges. La familia se había trasladado, llegado el invierno de 1919, de Mallorca a Barcelona. En esa época, estaban en España, como también Robert Graves, porque era “hermosa y barata”. Al bardo Madrid le pareció una ciudad provinciana. En la capital, el joven Borges, un rojinegro admirador de la revolución rusa, seguía orgullosamente hablando con acento andaluz. Los biógrafos coinciden: su padre siempre promovió en el futuro autor de El hacedor un “anarquismo literario”. Borges estudió a Max Stirner, simpatizaba con la corriente anarco-sindicalista que participó en la revolución de octubre. Stirner lo empujó a Schopenhauer y a Nietzsche: acaso el destino de El Unico y su Propiedad explique algunos comportamientos equívocos, o la metamorfosis ideológica del último Borges. Marx escribió un panfleto contra Stirner, Sankt Max, donde aquel era criticado como parte de la ideología alemana, y como representante del individualismo hegeliano. A la antítesis entre humano y único, Marx contraponía la antítesis concreta e histórica de la emancipación. Se trataba de liberarse de la sociedad clasista. Ergo, sólo los individuos que se desarrollan en un plano universal, unidos orgánicamente, y no los Únicos que se “utilizan” mutuamente, pueden aspirar a emanciparse. El problema de descender del mundo de los pensamientos al mundo real, dirá Marx, se convierte así en el problema de descender del lenguaje a la vida. Borges era un stirneriano vergonzante. Como Nietzsche, ocultó aquella influencia: si dejaba notar su simpatía por Stirner, que hacía alarde de un individualismo extremo, más de uno lo hubiera condenado.

La primera estación genética fue su estadía en Suiza. Ginebra (esa ciudad “hecha de garúas”) fue un epicentro de la emigración revolucionaria desde mediados del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX (en realidad, desde el Edicto de Nantes). Se puede constatar una increíble coincidencia: la familia Borges vivió en la Rue Malagnou; en la misma calle, más al sur, en el Nº 29, vivió exiliado Lenin en 1895. La casa pertenecía a un migrante, Shujt, cuya hija era ahijada de Vladimir Illich Ulianov. Su camarada, Bonch-Bruévich, describe el ambiente cultural ginebrino: “Herzen, Bakunin, los partidarios de Karakózov, los populistas, los anarquistas, los adeptos a Tierra y Libertad, los de La Voluntad del Pueblo, los socialdemócratas y finalmente, los bolcheviques, vivíamos tranquilamente en los libres cantones de la República Suiza”. Existe un bajorrelieve en la Torre de la place du Molard que representa al espíritu calvinista de tolerancia, con forma de una mujer que tiende la mano a un exiliado. En esa ciudad de refugiados políglotas, de cafetines sociales (en el Café Treiber se cantaron por primera vez las estrofas de la ‘Internacional’), de imprentas socialistas (en una pequeña tipografía cooperativa se imprimieron los materiales de la Iº Internacional), casas editoriales radicales y bibliotecas públicas bien dotadas, Borges abrazó los ideales anarco-comunistas. Este Borges llegaba de Ginebra “ebrio de Whitman, pertrechado de Max Stirner, secuente de Romain Rolland” (De Torre, 1925), declaraba mejor poeta alemán de la época al izquierdo-expresionista Johannes Becher, “quien supo rimar la gesta de la guerra y la revolución, compañero de Liebknecht, desde las barricadas de Berlín nos tiende sus poemas” (la revista Die Aktion , cuyos poemas tradujo Borges, era totalmente anarquizante) y al poco tiempo de instalarse en el victoriano Hotel Cecil Oriente Sevilla (Plaza Nueva), confiesa en sus Cartas del Fervor: “he hecho aquí algunos amigos, unos tipos muy amables, poetas ultraístas...y con ellos mucho he noctambulado…he vaciado copas, inspeccionado bailes de prostitutas, comido ‘churros’, jugado e incluso ganado en la ruleta, y anteayer por la noche he visto el amanecer que se abría en una tormenta de luz sobre el Guadalquivir y transformaba los vidrios del pequeño café donde estábamos en raras y espléndidas vidrieras de púrpura y azul pálido...”. Sevilla tenía una intensa vida literaria, muchas vanguardias, revistas, “un generoso estilo de vida oral, esa atmósfera de reuniones literarias y de cafés, donde la literatura aparecía viva de una manera llamativa; una atmósfera que nunca había existido en Argentina”, rememora Borges. Una de las aventuras era apedrear la casa de Luis Montoto, cronista y poeta oficialista. La característica más original de la historia de España contemporánea y de Andalucía en particular, quizá resida en el extraordinario desarrollo del anarcosindicalismo, desde los principios de su difusión (1868) hasta finales de la guerra civil (1939). Cuando Borges pisa el barrio de Santa Cruz, los afiliados de la CNT, sólo en la región catalana (incluida Mallorca), ascienden a 400 mil; el congreso de Madrid (1919) representa ya a 800 mil sindicados; en 1920 serán un millón. En Sevilla, el bardo confirma su pasión política y literaria: publica su primer poema y conoce a quien considera su primer maestro: Rafael Cansinos-Assens. El Borges que llegó a la Argentina repudió silenciosamente su pasado “anarco-comunista”, y su fervor soviético se ensombreció con la represión del motín popular de Kronstadt. Su evolución política quizá lleve oculta, como un gusano enroscado, las propias contradicciones de Sankt Max y explica su lenta evolución hacia un anarquismo aristocrático (al estilo de Ernst Jünger). Pero detengámonos en el tiempo, y escuchemos de este sevillano por adopción el poema “Rusia”, que con ilustraciones de su hermana, fue publicado en la revista Grecia, uniendo la técnica ultraísta (metáforas plásticas, concisión, imágenes) con ritmos whitmanianos:

Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres
y el sol crucificado en los ponientes
se pluraliza en la vocinglería
de las torres del Kremlin
El mar vendrá nadando a esos ejércitos
que envolverán sus torsos
en todas las praderas del continente.
En el cuerno salvaje de un arco iris
clamaremos su gesta
bayonetas
que portan en la punta las mañanas.

 

Jorge Luis Borges