[En La lanterna del filosofo Adelphi, Milano, 2005,
pp. 38-45.]
Traducción de Ernesto Herández Busto.
(Fragmento
de la edición que publicará próximamente
El Acantilado).
Una joven
alemana docta en latín y música, hija
de un afortunado médico ex jesuita, hizo latir durante
algún tiempo, como causa externa, el corazón
difícil de Baruj Spinoza. Estaba entre laúdes
y penumbras, porcelanas de Delft y clásicos paganos
y cristianos. Visitaba también aquella casa de Amsterdam,
como alumno de Franz van den Ende, profesor de latín,
un joven rico, Dirck Kerckrinck, que con el regalo de un hermoso
collar consiguió inclinar de su lado el favor de Clara
María. Baruj la conoció de niña, mientras
bebía lentamente el filtro de su latín en precoz
florescencia: la desilusión, si esta historia es cierta,
tuvo lugar hacia 1660, cuando ya era un reyezuelo de la sinagoga,
no tenía dinero para collares, y el objeto de sus devaneos
entre Laetitia y Tristitia, Amor y Odio,
tenía casi quince años.
Algunos
de sus apuntes en holandés, conocidos como Breve Tratado, parecen
reflejar, en movimientos como de sueño, la amargura sufrida: “Tenemos
el poder de liberarnos del amor de dos maneras: o mediante el conocimiento
de algo mejor, o experimentando cómo la cosa amada, antes considerada
grande y magnífica, lleva consigo cierta cantidad de consecuencias funestas”.
(Una de ellas aparece ilustrada en la Ética: el Goce de una
sola parte no es bueno para el resto del Cuerpo).
El Tratado enseguida
profundiza: es imposible esforzarse por liberarse; incluso, es necesario no
liberarse. Para no amar, dice el joven filósofo, haría falta
no conocer, pero no conocer equivale a no ser, y del amor no habría
que apartarse porque “sin algo de lo cual podamos gozar y que esté unido
a nosotros y que nos reconforte, no podríamos existir”. Así,
quien no ama es como si no hubiera nacido siquiera. Se siente, en ese encadenamiento
de motivos abstractos, como un olor lejano de herida en carne viva.
Nada más
hay, en la biografía de Spinoza, que tenga algún remoto parentesco
con el amor carnal. Su filosofía honra las bodas, la buena mesa, los
espectáculos, las uniones de las fuerzas y el comercio de los hombres;
su vida es retirada, difidente y solitaria. Apremia al amor a quedarse inmóvil
en un prolixus esquema geométrico, donde el latido humano parece
alejarse a una infinita distancia. A veces, sin embargo, la cáscara
artificial se rompe, y dentro podemos encontrar algo que tiene el sabor del
alma.
Este escrutador
solitario reconoció la omnipotencia del Deseo –ipsa hominis
essentia–, la fuerza desmedida de los sentimientos: “La fuerza
de una pasión o de un sentimiento puede superar todas las demás
acciones del hombre y su potencia, de tal modo que este sentimiento permanece
ferozmente adherido al hombre” (Prop. VI, Eth. IV). Hay en su suave latín
un acero de dureza bíblica: “La pasión es una carie para
los huesos” (Prov. 14, 30), “El deseo es despiadado como
el sepulcro” (Cant. 8, 6). Dos meses antes de su muerte, se
representó en París, por vez primera, la Fedra de Racine,
donde el espinosiano ita ut affectus pertinaciter homini adhaereat aparece
encarnado en un verso único, magnífico: C’est Vénus
tout entière à sa proie attachée.
Algunas
verdades espinosianas son las mismas de la poesía y de la novela: no
deseamos una cosa porque la consideramos buena, la consideramos buena porque
la deseamos; el Goce aumenta la potencia del ser, por eso el Amor y el Deseo excessunt
habere possunt; cualquier deseo que nace de un exacto conocimiento del
bien y del mal puede ser arruinado por los deseos nacidos de las pasiones que
nos dominan. Pero la Venus de Spinoza, bien pegada a su presa, tiene un nombre
gelatinoso y mortificante: Titillatio. Se puede traducir como Sensación
Deliciosa, pero no es un demonio, no es Venus tout entière;
es una Venus despojada de vísceras y momificada, en la que hay que volver
a colocar aquello indispensable, precioso y erótico que el anatomista
abstracto le ha extirpado. La verdadera Venus la llevaba Spinoza en la mente,
porque la ve, como la pasión, adherirse pertinaciter al Cuerpo
para impedirle pensar y hacer cualquier otra cosa.
Deseo, Goce
y Tristeza son los tres titiriteros de la marioneta humana como sujeto de pasiones.
Sus manos incansables se adivinan tras la pantalla de un pequeño Teatro
de Sombras donde se ejecutan, interminablemente, cierto número de acciones
fijas, con variaciones imperceptibles, nunca casuales, siempre necesarias.
Los tres titiriteros están agarrados, a su vez, por un titiritero supremo,
el conatus, el principio de autoconservación que subyace al
de la conservación universal. Así, el hombre es la marioneta
del principio que le da el poder sobre las cosas, y sus goces más intensos
son el alborozo de la fuerza que desintegra cualquier arbitrio suyo.
Me deja
estáticamente admirado una transcripción tan abstracta del tumulto
humano como ésta: “El Odio, que vencido enteramente por el Amor
se convierte en Amor, y el Amor es por esta razón más grande
que si el Odio no lo hubiese precedido” (Prop. XLIV, Eth. III). Que un
sistema tan rígidamente intelectual como el que encarcela y deleita
al filósofo tenga estas irrupciones repentinas de las vorágines
de Psique, asombra como si se tratase de un efecto teatral. Es otro relampagueo
de trágica cabeza raciniana, un cruce de señales, de elementos
dramáticos listos para volverse máscara y fábula, para
actuar en el espacio sin límites de la escena barroca. Tras la cortina
de la ética está el sugerente Espíritu de la Época.
La Ética
de lo profundo reprueba la Ética al descubierto, que sostiene: “El
odio nunca puede ser bueno” (Prop. XLV, Eth IV). He aquí, en cambio,
un amor que sería menos grande si el Odio no lo hubiese precedido. Una
bella fábula erótica podría servir de ejemplo: La
bella y la bestia, de Madame Le Prince de Beaumont. El amor delicado de
la Bestia vence poco a poco el horror de la Bella, y finalmente su horror in
Amorem transit, y el premio es la metamorfosis de la Bestia en un esposo
bellísimo. Seguramente, el amor de la Bella hubiera sido menos fuerte
si el horror por la bestia no lo hubiese precedido.
Sería
interesante una confrontación entre algún texto castísimo
de la Ética III y IV, y la doctrina de Sade sobre la irresistibilidad
y legitimidad de los deseos. El perfectísimo Deus espinosiano
no es, en el fondo, menos amoral que el no-Dios frenéticamente blasfemado
por Sade. Concuerdo con la observación de un intérprete reciente,
Alexandre Matheron (aunque estructuralista, fiscalizante, ¡privado de
lo humano!): que el hombre de pasiones, según Spinoza, cuando está abandonado
a sí mismo, se comporta como un hombre feudal. Así es: el hombre
natural es el libertino de Sade, es el señor de Rais, es David que rapta
a Betsabé o Ammón que seduce a su hermana entre hojuelas. Spinoza,
obligado por su propia telaraña a incluir entre las perfecciones también
las peores atrocidades, les contrapone, como modelo bueno, el ciudadano, especialmente
el holandés. Lo único mejor que éste sería el sabio, predestinado a
quedar libre de las pasiones.
El demonio
de los Celos es analizado con intrépido valor en la tesis treinta y
cinco de la Ética III, donde el velo geométrico se rasga con
sólo mirarlo. El ojo del filósofo se vuelve cuchillo: “Quien
imagina la mujer amada mientras ésta se entrega a otro, no se entristece
sólo por el golpe que ha sido asestado al propio deseo, sino también
porque está obligado a imaginar la cosa más amada unida a las
vergüenzas y a las excreciones de otro, y a sacar de ello repugnancia”.
En el Orlando Furioso, XXIII, el protagonista, luego de descubrir
el amor de Angélica y Medoro, se horroriza por dormir sobre la hierba
donde pudieron haber reposado los amantes, le parece un nido de gusanos.
De excepcional
agudeza es la observación de que la res amata ya no ofrece
al Celoso el mismo rostro de antes, entristeciéndolo. (Y la tesis veintiuna
reza, infaliblemente: “Cuando una cosa es golpeada por la tristeza, también
es, en cierta medida, destruida”). Ahí está todo: si el
rostro no mudase, caería tal vez el horror ante aquellas pudenda
et excrementa alterius. Pero, ¿cómo podría, sin grandísima
simulación, mantenerse inalterable el rostro? Otra combinación
no pensada son los celos de Arnolphe, en la École des Femmes de
Molière: el rostro de Agnès, lleno de candor, es siempre el mismo,
no hay mezcolanza con impureza alguna, apenas una vaga ocupación del
pensamiento, y sin embargo, Arnolphe sufre enseguida como un poseso.
Hay también
una Tristeza (Prop. XXXVI) relativa a la ausencia, en sucesivos encuentros,
de todas las circunstancias del primero, si es que el primero rebosa delectatio.
Basta que falte una sola, para que el amante se entristezca (se destruya espinosianamente).
Y el origen del Arrepentimiento, otra especie de melancolía amorosa
que prepara el terreno a los Celos, que las circunstancias únicas recrean
a favor de los otros.
Spinoza
no ama el misterio; a veces, para escoger uno, se limita a pelearse con lo
irresoluble. Hablando de la Simpatía y Antipatía, que determinan
amores y odios a primera vista, niega que sean ciertas cualidades ocultas en
las almas y los cuerpos las que alimenten éstas, pero a las propiedades
misteriosas no las sustituye otra cosa que la certeza de que se trata en cambio
de cualidades notables y manifiestas. Tratemos de explicar racionalmente las
causas de la atracción y de la repulsión: sólo conseguiremos
compilar un elenco de cualidades externas. El espinosismo banalizado que fundamenta
la ciencia actual la condena a un poder impotente, a un exceso de controles,
experimentos, estadísticas, de las que escapa la anguila de las verdades
profundas. De las res singulares examinadas con demasiada frialdad
no se deduce Dios.
Encuentro
el traje de Spinoza invariablemente largo de mangas y estrecho de cuello; barroco,
más que adecuado a la figura. ¿Cómo se pueden reducir
las pasiones a “ideas confusas”, después de haber reconocido
la potencia y la inexorabilidad, e indagado sus complicaciones? Y el remedio, ¿cómo
podría consistir en hacerse con clarum et distinctum conceptum?
Si hubieran llegado a tener una idea clara y distinta de sus curiosas titillationes, ¿acaso
el obsceno Tiberio, Gilles de Rais o el ladrón de niños de la
Rummelplatz se hubieran quedado tan tranquilos? La idea clara y distinta es
el efecto normal de la cura, no el remedio para curarse. Y el conocimiento
espinosiano sólo nos conduce a la visión de la concatenación
necesaria, de la inmanente divinidad de todo, y a decir: soy así porque
soy así.
No se trata
de ideas complicadas por clarificar, si no la divina necesidad se permitiría
algunas bromas. A un amante desesperado la Ética le sirve tanto como
un tratado sobre las piernas a un amputado. El amputado quiere sus piernas,
no una idea adecuada del tajo de las piernas. Sublime, armoniosísima
naturaleza muerta del Seicento holandés, la Ética sólo
puede curar a unos pocos sanos.