Siempre se pierde lo esencial. Es una
ley de toda palabra sobre el numen.
No lo sabrá eludir este resumen
de mi largo comercio con la luna.
J. L. Borges, “La luna”, en El hacedor
“Variantística borgesiana”
En 1943, la editorial Losada publicó en Buenos Aires un
volumen firmado por Jorge Luis Borges, en cuya portada se
leía Poemas 1922-1943. Bajo ese título se recogían,
aparte de cinco poemas inéditos o publicados en revistas,
los tres primeros y hasta aquella fecha únicos libros de
poesía de Borges, esto es, Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, que
habían aparecido respectivamente en 1923, 1925 y 1929.
Aparentemente se recogían, porque en verdad se trataba de
libros harto diferentes de aquéllos de los años veinte.
Borges no cesó nunca de revisar y retocar generosamente sus
textos en las sucesivas reediciones de los mismos. Para
hacerse sólo una idea aproximada, baste nombrar los
minuciosos estudios de un profesor de la Universidad de
Pisa, Tommaso Scarano, que ha comprobado cómo de casi 2000
versos que contenían los tres libros de poesía de Borges
entre 1922 y 1929, la edición actual de Emecé conserva sólo
unos 1200: prácticamente la mitad. Por el camino quedaron
retoques y supresiones que forman un intrincado bosque, o
jardín de senderos que se bifurcan, objeto de una
exhaustiva “variantistica borgesiana” –como el mismo Scarano
la bautizó en uno de sus artículos–, sonora etiqueta que sin
duda merecería figurar al frente de algún pasillo recóndito
de la biblioteca de Babel. Menos picajosos que el erudito
italiano, o más devotos del dios o diosecillo del progreso,
los mayoría de los lectores nos conformamos con la última
versión del autor, que idealmente tendría que ser la
preferible, y obviamos las anteriores, como si de incómodos
mundos incomposibles de Leibniz se tratara.
El poema que da pie a estas líneas ocupa un lugar cuando
menos curioso dentro de esa “variantistica”, ya que se trata
no de una revisión, sino de un añadido. Apareció dentro del
libro Luna de enfrente, pero no en la primera
edición de 1925, sino en la colección de 1943. ¿Por qué
Borges lo colocó allí, y no en la sección final de “Otros
poemas”? Tal vez opinaba que condecía más con el “espíritu”,
sea lo que eso sea, de aquel libro. Más propio de Borges nos
parece que quisiera gastar, o gastarse, una pequeña broma.
El título ya es algo indicativo: “Manuscrito hallado en un
libro de Joseph Conrad”. De manera análoga, en 1966 añadiría
a Fervor de Buenos Aires un poema titulado “Líneas
que pude haber escrito y perdido hacia 1922”. ¿Nostalgia de
otro Borges o guiño al lector avisado y avezado en los
senderos bifurcantes? Quizá las dos cosas.
En cualquier caso, y sin más dilación,
aquí está el poema:
MANUSCRITO HALLADO EN UN LIBRO DE JOSEPH CONRAD
En las trémulas tierras que exhalan el verano,
el día es invisible de puro blanco. El día
es una estría cruel en una celosía,
un fulgor en las costas y una fiebre en el llano.
Pero la antigua noche es honda como un jarro
de agua cóncava. El agua se abre a infinitas huellas,
y en ociosas canoas, de cara a las estrellas,
el hombre mide el vago tiempo con el cigarro.
El humo desdibuja gris las constelaciones
remotas. Lo inmediato pierde prehistoria y nombre.
El mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones.
El río, el primer río. El hombre, el primer hombre.
Engañosa epifanía
Una larga tradición de más de dos siglos nos ha acostumbrado
a esperar de la poesía revelaciones inusitadas, supliendo
seguramente el lugar que la religión ha ido dejando vacío
para la mayoría de los lectores, al menos en Occidente. Esta
tradición o mito también quiere que el clímax de la
iluminación llegue al final del poema, a imitación de las
iniciaciones, que alcanzan su culmen tras la apertura de la
última puerta –o, como afirmaba santa Teresa, que la unión
más alta posible, en vida, del alma con Dios sólo se alcanza
en la séptima y última morada del castillo interior. Pero
asociar directamente literatura e iluminación tiene sus
riesgos. El mismo Borges ya advertía implícitamente de ellos
cuando escribió que “esta inminencia de una revelación, que
no se produce, es, quizá, el hecho estético”. Donde habría
que subrayar, para el caso, “que no se produce.” Pero,
además, una lectura tal corre el peligro de perderse el
resto: o el placer del texto.
Tomemos el poema en cuestión; es fácil quedarse prendido del
último verso: “El río, el primer río. El hombre, el primer
hombre”, que parece enunciar con soltura y concisión, esas
virtudes tan borgianas, una íntima verdad universal.
Cualquier lector mínimamente ilustrado sabe incluso ponerle
nombre a ese desenlace: es una auténtica epifanía. Pero,
¿qué diríamos de esa misma frase si la viéramos impresa en
una valla publicitaria, al pie de la enorme foto de un 4 x 4
al lado de un río? Sirva esta hipótesis banal sólo para
comprobar aquello tan manido, pero tan poco practicado por
algunos antólogos y reseñistas, de la unidad indiscernible
del mensaje literario: sin su contexto, o en un contexto
delirado, la expresión más sublime puede ser
contraproducente hasta el ridículo. Y del otro lado: el
escritor no es un redactor de frases afortunadas –actividad
que, en cambio, es muy apreciable en un publicista–, sino
que debe saber, al menos, engarzarlas con habilidad en un
discurso. Borges, por supuesto, hace algo más. Y por eso es
una lástima que a menudo se le lea como a un dispensador de
éxtasis concentrados, aprovechando que su literatura es
breve y no exige pagar el peaje de cientos de páginas antes
de llegar a la iluminación, como sucede con la obra de, por
poner un ejemplo de su misma época, un Hermann Hesse.
En
cualquier caso, el lector atento ya habrá detectado, antes
de llegar a ese final-trampa, un aviso para navegantes: “El
mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones.” Esa ironía,
esa reticencia ante la experiencia límite que borra el
tiempo y aproxima la limitada conciencia humana a la
sensación de eternidad –digámoslo sin rubor: la experiencia
mística– no es la primera ni la última vez que la
encontramos en Borges. Véase, como muestra típica, el final
de la célebre “Nueva refutación del tiempo”, pieza que ya
desde su título denuncia su naturaleza irónica, o
simplemente literaria: ¿cómo una negación del tiempo se
califica de “nueva”? Oxímoron que juega con parecidas armas
al de otro título borgiano, la Historia de la
eternidad. Pero, en efecto, como se comprobará aquí,
era sólo “otra” refutación: tras haber invocado a Hume y
Berkeley, a Chuang Tzu y los budistas, a Schopenhauer y a sí
mismo (“he divisado o presentido una refutación del
tiempo…que suele visitarme en las noches y en el fatigado
crepúsculo…”), Borges concluye:
And yet, and yet… Negar la sucesión temporal,
negar el yo, negar el universo astronómico, son
desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro
destino (a diferencia del de Swedenborg y del infierno de la
mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso
porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la
sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me
arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza,
pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo
soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo,
desgraciadamente, soy Borges.
Todo eso está dicho, en el poema que nos ocupa, en catorce
sílabas: “El mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones.” O
quizá menos: “unas cuantas”, “tiernas”, “imprecisiones”. Tal
vez sólo en el adjetivo. Borges demostró siempre una
maestría, larga y reconocidamente aprendida en Quevedo, para
decir mucho en los adjetivos: sólo en el cuento “El Aleph”
podemos encontrar “una imperiosa agonía”, “ la temerosa
memoria”, “el populoso mar”, “el inconcebible universo”,
“nuestra mente porosa para el olvido”. Este “tiernas
imprecisiones” nos indica un tono que no es aquí, como sí en
cambio lo era en la “Nueva refutación”, solemne. Diríamos
que no es casi ni poético. El verso parece dicho, con
indolencia melancólica, por una media voz que se resigna a
la esencial impostura de versos como el que lo seguirá.
Sobre el porqué de esta aparición súbita, no de la
eternidad, sino de una voz que subraya o comenta su engañosa
epifanía, en un poema como éste, que hasta ahí era
básicamente descriptivo, tendremos ocasión de extendernos
más adelante.
La sintaxis metonímica
Se diría que este poema se deja leer perfectamente de abajo
hacia arriba, después de haberlo leído de arriba abajo. La
pregunta que impulsaría esta segunda lectura sería: ¿cómo se
ha llegado –a la eternidad y a la ironía, a la epifanía y al
engaño? Los diez primeros versos nos describen calmadamente
ese camino: un día arquetípico del sur, ardiente, “invisible
de puro blanco”, confrontado con una noche honda como el
agua por la que se desliza una canoa donde un hombre
distraído pierde la noción del tiempo mientras saborea un
cigarro.
Hay un hilo invisible que recorre los versos, desde las
“trémulas tierras” a las "constelaciones remotas”. Podría
decirse: la elevación, pues en efecto la mirada (la del
poeta, la del hombre tendido en la canoa, que desde luego no
tienen por qué ser la misma) va del suelo a las estrellas en
ese lapso.
Haciendo una lectura más detallada descubriremos algún otro
encadenamiento. En la primera estrofa:
En las trémulas tierras que exhalan el verano,
el día es invisible de puro blanco. El día
es una estría cruel en una celosía,
un fulgor en las costas y una fiebre en el llano,
no aparecen por ninguna parte dos palabras que atañen
plenamente a lo que se está describiendo: sol, calor. Sin
embargo, su significado se ha desplazado, como contagiado, a
todos los versos: “las trémulas tierras que exhalan el
verano”, donde “trémulas” y “exhalan” nos hablan de ellos,
por hipálage (desplazamiento a un objeto del acto o la idea
que conviene a un objeto cercano); o las tres imágenes que
siguen: “una estría cruel en una celosía, un fulgor en las
costas y una fiebre en el llano”; el día insoportable nos es
dado en tres apuntes visuales. Aquí el recurso retórico es
la sinécdoque (representación de un todo por partes suyas).
En la segunda estrofa, se repetirá la hipálage: “en ociosas
canoas…”, donde la canoa adopta la actitud de su tripulante.
Incluso la apreciación del “vago tiempo” parece trasladar la
difusa conciencia del ocioso navegante a la propia materia
de su percepción. Hipálage y sinécdoque son figuras que la
Retórica suele asimilar a la metonimia: transferencia basada
en relaciones de contigüidad lógica o material: “el sudor de
la frente” por “el esfuerzo que causa sudor”.
La contigüidad es, de hecho, el hilo que une estos diez
primeros versos. Veamos la secuencia:
verano-día-blanco-calor-noche-agua-canoa-hombre
tendido-cigarro-humo-cielo-estrellas. Cada elemento aparece
en la serie por metonimia con el anterior y con el
siguiente: por ejemplo, el hombre que fuma en el fondo de la
canoa nos lleva al humo del cigarro y éste al turbio cielo
que ve a su través. Una sola vez se rompe este
procedimiento: la noche y el agua no tienen contigüidad
evidente; se unen mediante una comparación: “…la antigua
noche es honda como un jarro de agua cóncava”. Ello no hace
más que acentuar el paso, o más bien el corte, desde el
ámbito invisible –invivible, también- del día afiebrado a la
hondura de la noche acogedora.
La metonimia, más allá de su uso estrictamente retórico o
literario, se ha visto como generadora de discurso, o de
sentido. Roman Jakobson edificó la segunda parte de sus Fundamentos del lenguaje (de hecho, una veintena de
páginas, que bastaron sin embargo para alimentar tomos
enteros de sucesivas promociones de estudiosos de la
materia) sobre la distinción de dos polos lingüísticos
básicos, que según él eran el metafórico y el metonímico.
Partió para ello del estudio de dos tipos de afasia. Asociar
a los afásicos con los recursos de que se sirven los
virtuosos de la literatura podría parecer descabellado,
pero, a la luz de los resultados que Jakobson obtuvo, no lo
debía de ser tanto. Por otra parte, como Pascal Quignard ha
aventurado en un tratado suyo “sobre Medusa”, es posible que
la búsqueda de esa palabra que, “en la punta de la lengua”,
se resiste a darse, una a afásicos y escritores más de lo
que nos precipitaríamos a juzgar: “Un escritor…se
define simplemente por ese estupor en la lengua, que, por
añadidura, les conduce a la mayoría a ser desterrados de lo
oral.”
Volviendo al estudio de Jakobson: un afásico que padecía lo
que él llamó “transtorno de semejanza”, incapaz de
seleccionar el signo lingüístico adecuado para la situación,
recurría a un procedimiento que se podría calificar de
metonímico: decía "fumar" (esto es, nombraba la acción) en
lugar de "pipa" (el instrumento con el que se fuma), o
"muerto" cuando quería referirse al color negro. Estos
pacientes, en cambio, no podían producir enunciados de
índole metalingüística, en los que la predicación toma la
forma de una ecuación ("X es o equivale a Y"), por lo que
también tenían serias dificultades para entender el sentido
metafórico o figurado de palabras y expresiones. Por su
parte, los afásicos con “transtorno de contigüidad” eran
incapaces de combinar signos para producir frases
coherentes, y uno de ellos, ante su incapacidad para nombrar
una lámpara, empleaba la metáfora “fuego”.
En resumen, Jakobson dedujo de esos síntomas de la afasia la
existencia de dos funciones esenciales en el lenguaje: una
función distintiva, la metafórica, que opera entre palabras
semejantes u opuestas (lo que Saussure había llamado
agrupamientos de signos in absentia, relaciones
asociativas o eje de selección); y una función significativa
o de construcción de sentido, la metonímica (para Saussure,
agrupamientos in praesentia, relaciones
sintagmáticas o eje de combinación).
Metonimia, o contigüidad, o sintaxis: en los primeros versos
del “Manuscrito”, el lector se ve llevado de imagen en
imagen, sin que éstas detengan su fluir para ser
contempladas o embellecidas. No quiere decir esto que no
haya alarde poético: tenemos “la estría cruel”
(personificación), “el día invisible de puro blanco”
(hipérbole), “un fulgor en las costas y una fiebre en el
llano” (bimembración). A pesar de –o tal vez ayudado por–
esos primores de estilo, el encadenamiento metonímico
prosigue su camino. Cada imagen de esos diez versos, cada
eslabón de la cadena es, de hecho, un pretexto de
la siguiente: el día de verano está, no como objeto de
evocación lírica, sino para que esté el calor, igual que
éste deriva en el blanco, la invisibilidad, la fiebre. La
noche es honda como el agua para que aparezcan canoas, un
hombre fumando, un hilo de humo hacia las estrellas. Se
diría el inicio o marco descriptivo de una narración, si no
fuera porque nada se narra, nada ocurre, hasta el final –y
lo que ocurre allí es, simplemente, un momento de tierna
obnulación.
Roman Jakobson, intentando hacer de sus valiosas categorías
un instrumento de clasificación literaria, atribuyó el
predominio de lo metonímico a los novelistas realistas, que,
"siguiendo el camino de las relaciones de contigüidad",
pasan "metonímicamente de la trama a la atmósfera y de los
caracteres al encuadre espacio-temporal". Pero algunos
ejemplos, tanto de la lírica tradicional como de algunos
recreadores modernos de la misma, vendrían a desmentir esto.
Valga como muestra este poema del Cancionero apócrifo de Antonio Machado, en el que hacía una delicada recreación
de los romances tradicionales:
La plaza tiene una torre,
la torre tiene un balcón,
el balcón tiene una dama,
la dama una blanca flor.
Ha pasado un caballero
-¡quién sabe por qué pasó!-
y se ha llevado la plaza
con su torre y su balcón,
con su balcón y su dama,
su dama y su blanca flor.
La sintaxis metonímica es aquí más clara aún que en los
versos de Borges, sencillamente porque la contigüidad viene
dada por un recurso mecánico e infalible: la repetición de
palabras al final y principio de frases contiguas
(técnicamente llamada conduplicación o, en bella palabra
tomada de los trovadores occitanos, leixaprén).
También Borges emplea el recurso en algún momento: “…es
honda como un jarro de agua cóncava. El agua se abre a
infinitas huellas…” Pero su literatura es demasiado heredera
del laconismo senequista y del conceptismo barroco como para
gastar todo un poema en un único juego formal, y menos en
uno tan evidente.
Ni evocación lírica, ni poesía narrativa, ni virtuosismo
retórico. Esos diez versos parecen hechos a propósito para
dejar pasar el tiempo del lector, el tiempo de lectura
necesario para que se haya creado en la imaginación un
escenario. La temporalidad más evidente sería la que la
misma anécdota del poema nos muestra, del día a la noche.
Hay otra, sin embargo, más decisiva: la que marcan esas
imágenes que se van relevando unas a otras como si se
pasaran el testigo, dirigidas todas ellas, no a la epifanía
final, como habríamos preferido en una primera lectura
apresurada, sino a lo que el dedo invisible del poeta nos
señala: vagas constelaciones intuidas tras el humo y la
duermevela.
Frente a los más ilustres recursos de la metáfora y el
símbolo, que prometen transportes imaginativos o
significados ocultos, la metonimia se conforma con señalar
caminos, posibilidades de discurso (“discurso” y “recorrido”
comparten raíz etimológica): “el agua se abre a infinitas
huellas.” En la sintaxis metonímica, ningún signo o concepto
está detrás, al fondo, encima de otro. Se sitúan uno al lado
del otro. En el caso del “Manuscrito”, tal como día y noche,
luz y sombra, invisibilidad y huella, viajan
irremisiblemente juntos, así lo hacen también ilusión y
desengaño, revelación y escepticismo. No al modo dialéctico,
como tesis y antítesis, pues en él hay todavía una
preminencia, o al menos un orden necesario, sino en vecindad
indesgarrable, en lugares intercambiables.
Emblema y melancolía
Los dos capítulos anteriores de este comentario implican una
división que las siguientes líneas intentarán esclarecer.
Los diez primeros versos y los dos últimos marcan una
estructura interna bastante justificable. La cadena de
metonimias se detiene en seco al llegar al principio del
décimo verso, tras “las constelaciones remotas”: “Lo
inmediato pierde prehistoria y nombre” ya no es una
descripción del paisaje, sino una sensación vivida por el
protagonista del poema, el hombre de la canoa. Después, la
afirmación sobre las “tiernas imprecisiones”. ¿Es todavía el
hombre de la canoa quien habla aquí, o se trata de un juicio
del poeta? Sea como sea, ese final se aleja claramente del
paisaje, de la vivencia de la noche honda y acuática y
turbia, y propone una reflexión sobre ella.
Para explicar esta estructura, que en una primera
aproximación podríamos llamar de imagen / comentario, no
parece haber mejor modelo que el del emblema. Se llamó así
en la literatura de los siglos XVI y XVII a un género mixto
que constaba generalmente de tres elementos: un dibujo de
valor simbólico (pictura), un encabezamiento o
título explicativo (inscriptio) y una glosa que
solía seguir al dibujo (subscriptio) . Los libros
de emblemas, tras el éxito fulminante que tuvo el primero de
ellos, el Emblematum liber que Alciato, un
jurisconsulto italiano, publicó en Aubsburgo en 1531 –más de
150 ediciones en los dos siglos siguientes–, llegaron a ser
un equivalente de los actuales libros “de autoayuda”.
Recogían sabiamente algo que estaba entre las aspiraciones
de algunos círculos de la Europa del momento: la creación de
un lenguaje universal de imágenes, a imitación de los
jeroglíficos egipcios, pero explicadas con textos, con la
pretensión de transmitir reglas pragmáticas de conducta.
Sin embargo, el modelo supera con mucho la estricta
adscripción al género. Un gran número de manifestaciones
literarias de la época se dejan asimilar a la estructura
emblemática, sin necesidad alguna de apoyo gráfico. Como
ejemplo primero en la lírica del Siglo de Oro, se puede leer
el siguiente soneto de Garcilaso de la Vega, quizá escrito
sin conocimiento de la obra de Alciato (el poema está
compuesto hacia 1533). Apolo contempla la transformación de
Dafne, su amada perseguida, en laurel:
A Dafne ya los brazos le crecían
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que el oro oscurecían;
de áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros que aun bullendo estaban;
los blancos pies en tierra se hincaban
y en torcidas raíces se volvían.
Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía
este árbol, que con lágrimas regaba.
¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,
que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!
La escena o pictura ocupa los primeros ocho versos
(con idéntico tema, Gian Lorenzo Bernini esculpiría en 1622
una de sus más famosas obras, de las que estos versos
parecen una fiel anticipación); le siguen tres versos de
tránsito entre la parte visual y la conceptual, análogos al
“Lo inmediato pierde prehistoria y nombre” de Borges; el
terceto final expone diáfanamente la subscriptio o
lección. Como los demás de Garcilaso, el soneto no llevaba
título alguno.
Los motivos emblemáticos fueron utilizados con generosidad
en la poesía del Siglo de Oro: personajes de la mitología
grecolatina, animales, plantas, edificios arruinados. Aurora
Egido ha seguido sus huellas en Quevedo, Góngora, Lope de
Vega y gran cantidad de otros poetas de la época. Aquí nos
interesa más dilucidar qué se juega en ese tipo de
estructura. El emblema, como la empresa, el jeroglífico, la
divisa y otros géneros afines, se funda en el uso de la
alegoría: correspondencia buscada, leída o creada entre
seres o realidades físicas y conceptos o significados
ocultos. En el caso de los siglos que nos ocupan, habría que
hablar de una progresiva alegorización del mundo, que a la
altura del Barroco se hace imparable, hasta llegar a la
exasperación en la monumental novela que Baltasar Gracián
publicó entre 1651 y 1653, El Criticón, en la que
la alegoría se desborda hasta ocuparlo todo: protagonistas,
espacios, argumento –una somera visita a su índice ya nos
permite comprobarlo: títulos de varios capítulos de la obra
son “El gran teatro del universo”, “El despeñadero de la
vida”, “La feria de todo el mundo”, “Armería del valor”, “La
cueva de la nada”. A partir de ahí, el hartazgo de alegoría
fue general en las corrientes estéticas y de pensamiento
europeas.
Hubo que esperar casi trescientos años para una
reivindicación teórica. Walter Benjamin dedicó en 1925 buena
parte de su Origen del drama barroco alemán a
rescatar la alegoría del descrédito secular en que
Clasicismo y Romanticismo la habían sepultado. Asociándola a
la temporalidad, a la ruina y a la melancolía, Benjamin
intentaba en definitiva forjar una herramienta filosófica.
Más adelante, cuando emprendió su luego célebre proyecto de
los Pasajes, se fijó en Baudelaire como cifra del
alegorista moderno: las mujeres, las multitudes callejeras y
los bibelots vacuos que adornan la vida urbana
habían tomado el lugar de las imágenes emblemáticas del
barroco. Pero tal vez la mejor muestra de la rehabilitación
que había emprendido Benjamin se encuentre en una página
suya, que escribió unos meses antes de darse muerte, en el
texto “Sobre el concepto de historia”. Es de esperar que su
fama no reduzca el placer de releer unas líneas como éstas,
que constituyen, desde la inscriptio y la pictura (aquí, en sentido literal) hasta su melancólica subscriptio, un auténtico emblema,posiblemente uno de
los mejores jamás escritos:
Hay un cuadro de Klee que se titula Ángelus Novus. Se ve
en él un ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo
sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados,
la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia
debe tener ese aspecto. Su rostro está vuelto hacia el
pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de
acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a
sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar. El
ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y
recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el
paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el
ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra
irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las
espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta
el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso.
Una de las características que Benjamin había subrayado, ya
en su ensayo de 1925, era la inserción de la temporalidad en
la alegoría, a través de lo transitorio. Frente al presente
eterno, inmutable, en que se sitúa el símbolo, la alegoría
se nos muestra en la fugacidad de la historia. Un instante
entre dos instantes, una pérdida entre otras pérdidas: “un
ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo sobre
lo cual clava la mirada”; Dafne en el instante en que “ya
los brazos le crecían y en luengos ramos vueltos se
mostraban”; el hombre que recostado en la canoa “mide el
vago tiempo con el cigarro”, entre la vigilia y el sueño. De
la imposibilidad de detener ese curso deducía Benjamin la
melancolía típicamente barroca –y típicamente suya.
Borges no dejó de lado este tema, sus aledaños, sus
variantes, en toda su obra. Y siempre en el mismo balanceo
entre revelación y escepticismo: no olvidemos su confesión
al principio de su ensayo más célebre sobre el tema: “he
divisado o presentido una refutación del tiempo, de la que
yo mismo descreo…” De hecho, melancolía es hesitación: el
melancólico aplaza indefinidamente el juicio sobre la
redención, se instala en la duda a perpetuidad. El
melancólico no acaba de desesperarse nunca –si no es que
pone punto final a su desesperación, convirtiéndose en
suicida. Visto del revés, el melancólico no deja de ser un
suicida aplazado: “sin la idea del suicidio, hace tiempo que
me hubiera matado”, decía Cioran. El “Manuscrito” acaba, no
en la revelación como nos parecería entender en principio,
sino en ese aplazamiento dibujado en bucle: la íntima
vivencia de eternidad y el distanciado examen de las
“tiernas imprecisiones” son inextricables, se persiguen
mutuamente, sin que ninguna de ellas sea capaz de negar a la
otra.
Ponderación misteriosa
And yet, and yet... Las refutaciones de las refutaciones de otras
refutaciones nos asoman a una vertiginosa mise en abîme que puede leerse, según el temple de cada uno, como
ejercicio de estilo o de desesperación. Se prestan, por ello
mismo, a la logorrea sin fin y, al fin, sin sentido. Para
que lo haya, toda cadena debe encontrar su punto de
enganche. Jacques Lacan, usando un término técnico de la
tapicería, lo llamó “el punto de basta”: aquél “por el cual
el significante detiene el deslizamiento, indefinido si no,
de la significación.” Ese punto, por supuesto, debe situarse
siempre fuera de los significantes; es decir, del lado del
lector (del analista, diría Lacan). ¿Cuál podría ser la
puntada final –siempre provisoriamente final– que nos
permitiera leer la hesitación melancólica como discurso?
La solución tal vez no pueda ser sino barroca. Baltasar
Gracián, en el Discurso VI de su Agudeza y arte de
ingenio, habló de un artificio que consistía “en
levantar misterio entre la conexión de los extremos, o
términos correlatos del sujeto”: ante un enigmático "reparo"
o laguna de sentido, el ingenio se ve obligado a "ponderar"
o reflexionar, hasta que lo "desempeña" o explica como una
conexión inesperada entre el sujeto del discurso y alguno de
sus correlatos, a ser posible circunstanciales, ya que "las
contingencias son la ordinaria materia de los misterios;
porque como pudieron variarse, el concurrir éstas más que
otras, ocasiona luego el reparo ... Cuanto más extravagante
la contingencia, da más realce a la ponderación".
Gracián llamó a esta figura, en un hallazgo verbal notable,
“ponderación misteriosa”. Contingencias variables podría ser
un nombre bastante aceptable para todas las imágenes que los
emblemas, en el amplio sentido que aquí les hemos dado,
ofrecen al desciframiento (Benjamin definiría la fiebre
alegórica del barroco por el hecho de que “cada personaje,
cada cosa y cada situación puede significar cualquier
otra”). Si tales imágenes no se resuelven, como sucede en el
caso del “Manuscrito”, en una lección unívoca, surge el
“reparo”. La ponderación misteriosa debería ser capaz de
encontrar ese tercer punto donde se cierre el sentido.
Tal vez previendo los reparos que una alegoría difícil como la
suya tenía por fuerza que despertar, Borges había publicado
en 1928, bastantes años antes que el poema aquí comentado,
el relato supuestamente autobiográfico “de una experiencia
que tuve hace unas noches”. El texto se titulaba “Sentirse
en muerte”, y en él narraba una caminata errática, de noche,
por las “calles penúltimas” de un barrio extremo de Buenos
Aires, hasta el fondo de un callejón “ya pampeano”, “de
barro elemental”:
Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en
voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años... Conjeturé
esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en
este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y
sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo
más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más
ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil
pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser
unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a
realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del
mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor
claridad de la metafísica.
Hasta aquí, lo conocido: la epifanía que el mismo autor
habría de anotar y denostar alternativamente a lo largo de
una vida. Pero, dos párrafos más adelante:
Es evidente que el número de tales momentos humanos no
es infinito. Los elementales —los de sufrimiento físico y
goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la
audición de una sola música, los de mucha intensidad o mucho
desgano— son más impersonales aún. Derivo de antemano esta
conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también
inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra
pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo
sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya
esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede
pues en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la
confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de
éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa
noche no me fue avara.
A primera vista, el hilo y el bucle son los mismos que en
el “Manuscrito”, que en la “Nueva refutación”, que en todo
Borges. Pero en el centro del párrafo, un punto de fuga, una
ponderación misteriosa: “Derivo de antemano esta conclusión:
la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal.”
Entre la íntima certeza de una experiencia mística y su casi
inmediato rechazo intelectual, la misma posible futilidad de
esa experiencia, lo repetido e incluso anónimo de la misma
ofrece un argumento, sutil e inesperado –en léxico barroco,
una “agudeza”– que, sin negar ninguno de los extremos, los
lleva más allá y de algún modo los concilia, situando lo
intemporal en el corazón mismo del tiempo, la eternidad en
la experiencia más general. A esto se le podría llamar
coloquialmente sacar fuerzas de flaqueza. Y tal vez es el
verso latente que se podría leer entre los dos últimos del
“Manuscrito”. Quede aquí como punto final de esta ojeada a
un tema nunca suficientemente ponderable.
Barcelona, 17 de septiembre de 2006
REFERENCIAS
Walter BENJAMIN, Obras. Libro I / Vol. 1. Madrid:
Abada, 2006.
Jorge Luis BORGES, Obras completas (4 vols.).
Barcelona: Emecé, 1996.
Jorge Luis BORGES, Textos recobrados 1919-1929.
Barcelona: Emecé, 1997.
Jorge Luis BORGES, El idioma de los argentinos.
Madrid: Alianza, 1998.
Aurora EGIDO, De la mano de Artemia. Literatura,
emblemática, mnemotecnia y arte en el Siglo de Oro.
Palma de Mallorca: José J. de Olañeta, 2004.
Baltasar GRACIÁN, Agudeza y arte de ingenio.
Zaragoza: Universidad de Zaragoza, 2005.
Roman JAKOBSON, Fundamentos del lenguaje. Madrid:
Ayuso, 1984.
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