“… hay un número
indeterminado de universos imbricados los unos en los otros
y que, sin embargo, no se estorban, superponiéndose
o interpenetrándose sin tocarse, pudiendo además
coexistir exactamente en el mismo espacio.”
Eugène
Ionesco
“El único viaje verdadero, el único baño
de juventud, no sería ir hacia nuevos paisajes, sino
tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de
otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve,
que cada uno de ellos es…”
Marcel Proust
Aunque “perspectiva” y “punto de vista” funcionan
por lo general como sinónimos, existe un matiz entre ambas
expresiones que puede ser captado considerando el espacio que
media entre el Renacimiento y el Barroco en cuanto maneras distintas
de representar y representarse el mundo. Percibirlo debería
servir para comprender que, lejos de constituir una degradación
o un simple desarrollo del Renacimiento el Barroco revisa
algunos aspectos del primero para introducir nuevos supuestos,
tal y como han mostrado algunos autores[1].
El caso de la perspectiva es de especial interés a este
respecto porque la interpretación barroca de este tema
renacentista no sólo introduce un matiz inédito
sino que además prefigura la noción moderna de
sujeto de la que aún hoy somos acreedores.
En este sentido Deleuze advirtió en Leibniz un claro
exponente de lo barroco, no ya considerado en cuanto movimiento
estilístico del siglo XVII sino más bien en cuanto modus
operandi que debe ser rastreado a través de la obra de
tantos otros autores posteriores hasta llegar a nuestros días.
Leibniz es, de acuerdo con la capacidad de Deleuze para desentrañar
los textos, un precursor de la comprensión que aún
hoy tenemos de la subjetividad en cuanto particular concepción
de la forma que presenta la relación entre el individuo
y el mundo. Y si Deleuze no considera a Descartes como pensador
barroco es muy probable que sea porque el pensamiento cartesiano
está más próximo a la voluntad renacentista
de encontrar un patrón universal mediante el cual representar
la interioridad, de manera análoga a lo que la pintura
renacentista hiciera con el espacio a través de la perspectiva,
que a dar cuenta, como Leibniz, de la irreductible pluralidad
de puntos de vista de los que se compone el mundo en cuanto totalidad.
Frente al sujeto de una experiencia clara y distinta como la
que se describe en las Meditaciones, Leibniz presenta
una forma de interioridad absoluta, sin puertas ni ventanas al
exterior, que, no obstante, es incapaz de alcanzar la claridad
y la distinción cartesianas. Las mónadas entrañan
siempre un punto de vista singular, único, del mundo,
incluso cuando no son conscientes de sus percepciones, es decir,
cuando son meras sustancias simples sin capacidad de raciocinio.
Motivo por el cual cada una de ellas es perfectamente necesaria
e imprescindible. Pero puesto que el punto de vista corresponde
a una situación determinada, las mónadas no son
más que un sesgo: son, pues, perfectamente necesarias
e inevitablemente parciales a un mismo tiempo. Algunas de ellas,
las llamadas almas, conscientes de sus percepciones, expresan
de manera racional el mundo en el que se encuentran inscritas.
Pero ése es sólo un modo posible entre otros, un
punto de vista determinado, una particular modulación
de la percepción. Sucede entonces que la singular representación
del mundo que cada mónada encierra – incluso cuando
percibe sus percepciones o tiene consciencia de ellas[2]—, no
puede menos que ser confusa puesto que es en cualquier caso limitada.
Y sin embargo, lejos de admitir la limitación de cada
una de las partes como un defecto, Leibniz la defiende como la única
manera de dar cuenta de la complejidad y de la riqueza del mundo
en el que vivimos.
Se trata pues de un mundo donde se encuentran integrados todos
los puntos de vista posibles (todas las mónadas), donde
cada una de las partes simples que lo componen expresa una singular
dimensión del mismo, pero donde, al mismo tiempo, ninguna
de las singularidades que es cada una de las mónadas en
cuanto punto de vista posee una situación privilegiada,
una perspectiva desde la cual atisbar la totalidad y comprenderla
de manera clara y distinta. Para Leibniz, dicho en los términos
de Borges, el Aleph es sólo un sueño: el de la
perspectiva divina, el de la sustracción del punto de
vista.
En efecto, Leibniz no ha desterrado de su concepción
del mundo la perspectiva sino que tan sólo la ha desplazado:
la perspectiva es ahora, vuelve a ser al fin –después
de la tentativa renacentista de homologar a pequeña escala
la mirada humana con la de Dios—, divina, pues sólo
Dios se encuentra situado, gracias a la ubicuidad, en todas y
en cada una de la partes que integran el mundo y en ninguna en
particular, en condiciones de darse a sí mismo una representación
perfectamente clara de su creación. Una representación
que, contraviniendo a Leibniz, Borges ha intentado imaginar una
y otra vez, no sólo en El Aleph sino también
en otros relatos como la Biblioteca de Babel,
suerte de lugar parecido al que, según Leibniz, constituye
la imaginación de Dios antes de componer nuestro mundo
como el mejor de los posibles.
Pero lo propio de los sujetos no es ya la perspectiva –en
cuanto sesgo universal que hace posible identificar al mundo
con nuestras representaciones acerca de él— sino
tan sólo el punto de vista, una situación determinada
que puede ser cambiante pero que, sin embargo, es siempre, en
cada ocasión, relativa. No somos, según Leibniz,
portadores de una comprensión única y universal
sino tan sólo singulares, parciales, pero también
insustituibles, miradas sobre una composición cuya figura
completa, cuando alcanzamos apenas a imaginarla, no aparece más
que de forma confusa. Sin embargo, cada mónada es, tal
y como lo expresa el propio Leibniz “un espejo viviente
del universo”, porque a pesar de la parcialidad de la imagen
que refleja, cada punto de vista entraña la singular expresión
de la totalidad. No se trata sólo de que el mundo esté compuesto
de distintos elementos sino también de que las representaciones
posibles de él son múltiples y lo constituyen en
cuanto totalidad. Dios se dice de múltiples maneras, y
en cada una de las mónadas hay una de las posibles miradas
que de sí mismo se da. Pero sólo la reunión
de todas las miradas posibles, de todos los puntos de vista,
puede dar lugar a una comprensión clara y distinta del
mundo.
Para comprobar el acierto de Deleuze al señalar a Leibniz
como precursor de un sistema de pensamiento que aún hoy
resulta muy próximo sólo es preciso recordar la
noción adorniana del sentido como constelación,
o la idea benjaminiana del fragmento como vestigio a partir del
cual reconstruir la imagen de la totalidad, por no hablar del
llamado “perspectivismo” nietzscheano que no es otra
cosa que el “descubrimiento” de la pluralidad de
puntos de vista o sesgos de los que se sirve nuestra inagotable
capacidad y afán de fabular el mundo para dominar nuestras
relaciones con él… en vano.
La distancia que media entre perspectiva y punto de vista se
deja sentir también en la pintura barroca. Basta con observar
el salto que se opera al pasar de la figuración, dependiente
del imperativo mimético, a la representación comprometida
en un cuadro como Las meninas de Velázquez para
el que, de acuerdo con lo que señala Foucault[3],
la mimesis es apenas un medio para mostrar al espectador algo
que no puede ser figurado y que, propiamente, está fuera
del cuadro. Está pues, representado, aludido, pero no
mimetizado. Y si esto sucede es porque eso a lo que se alude
en Las meninas es, precisamente, el punto de vista.
Cierto que la perspectiva no ha sido abandonada en el barroco
ni en el cuadro de Velázquez. Sin embargo, más
allá de la perspectiva, que emula la forma que la mirada
genéricamente humana imprime al espacio, importa la singular
posición del individuo, aquella que lo constituye propiamente
como sujeto. No se trata ya de dar con lo que de común
tienen todas las miradas mediante la creación de un patrón
de perspectiva universal sino, por el contrario, de señalar
lo que de único, intransferible, pero también de
limitado tiene cada mirada en cuanto punto de vista.
A través del minucioso análisis de Foucault podemos
observar cómo Las meninas es un artefacto cuyo
propósito es situar al espectador como centro de gravedad
del cuadro. Pero no lo hace mimetizando al objeto representando
frente a la representación, es decir, pintando por ejemplo
a un modelo observando el retrato que de él ha hecho el
pintor. Tan sólo se alude al espectador –que bien
podría ser el objeto del cuadro mimetizado en Las
meninas, del que sólo se ve la parte trasera, ciega,
del lienzo—, mediante un complejo juego de miradas cruzadas
entre los distintos personajes de la representación (aquí incluso
en sentido teatral) que, en última instancia, apunta hacia
el exterior del cuadro, hacia algo que queda “del otro
lado del espejo”. Todo lo cual hace sospechar que el pintor
era tal vez consciente de que aquello que se quería representar,
el punto de vista y, al fin, la incomunicable interioridad, sólo
puede hacerse presente señalando lo exterior al cuadro. El
espectador es entonces situado como centro de gravedad de la
representación al ser señalado por ella, a través
del juego de miradas del cuadro, como lo ausente en él.
Sólo de esta manera sinuosa, cabalmente barroca en lo
que tiene de paradójica, es posible no ya representar
el punto de vista sino operarlo, ponerlo en obra en cada oportunidad
en que un espectador se acerca al cuadro para contemplarlo. Sin
embargo, no por casualidad, lo que observa el espectador de Las
Meninas es, al fin, un punto ciego cuya opacidad es aludida
por el lienzo vuelto de espaldas a su mirada. Efectivo
artefacto performativo que opera en el espectador la experiencia
de su propia existencia como sesgo, como situación, al
mismo tiempo que la desvela como un mero perder pie. También
Leibniz había advertido que el estado genérico
de las mónadas es el aturdimiento.
La conciencia se entrega pues, con el barroco, a la recreación
de una interioridad que, en cuanto única e irrepetible
exige nuevos modos de representación pero que, en cuanto
limitada, se sabe incapaz de alcanzar una forma lograda de sí.
Si es cierto que sólo hay conocimiento de lo universal
entonces debe suceder que no es posible conocimiento de esta
interioridad aturdida puesto que, en caso de ser expresada deberá hacerlo
a través de unas herramientas como el lenguaje o la representación
más en general, destinadas a operar la unidad en
lo múltiple, a introducir orden en el caos, a imprimir
una forma divina a lo mundano, a lo efímero. Razón
por la cual, probablemente, desde el Barroco, toda tentativa
de expresar esa singularidad no puede menos que recurrir a los oxímoron,
a las paradojas, a las distorsiones y a los contrasentidos. Pues
sólo ellos expresan, aunque de manera precaria, lo que
de insuficiente tiene el lenguaje para dar cuenta de algo que
no es del orden de lo universal, del conocimiento, sino tan sólo
de la íntima y balbuciente experiencia.
Barcelona, Agosto de 2006
NOTAS
[1] Véase,
por ejemplo, Wölfflin, Renacimiento y Barroco,
trad. Alberto Corazón revisada por Nicanor Ancochea
(Barcelona: Paidós, 1991); o Deleuze, El pliegue,
Trad. José Vázquez y Umbelina Larraceleta (Barcelona,
Paidós, 1989).
[2] En la Monadología Leibniz
denomina a esta posibilidad, la de la consciencia al fin, apercepción .
Leibniz, Monadología, Trad. Julián
Velarde; introd.. Gustavo Bueno (Oviedo, Pentalfa Ediciones,
1981)
[3] Foucault, Las
palabras y las cosas, Trad. Elsa Cecilia Frost (Madrid,
Siglo XXI, 2006)
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