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En los textos
"Por qué representar", "El impulso
poético" y "El personaje Jaime Gil de Biedma",
todos ellos publicados con anterioridad, quedaba expuesto, a
propósito de distintos autores, un modelo compuesto por
dos niveles: uno primero, dado al hombre, independiente a su
intervención, que se muestra sin límite alguno,
vasto y sin partición, confuso y doliente; y uno segundo,
formulado e impuesto por el hombre sobre el primero, limitado,
ordenado y, al contrario del primero, soportable. El hombre se
considera - sólo en la medida que actúa construyendo
un mundo particularmente humano, impostado, donde poder habitar
- demiúrgico, es decir, creador de cosmos, de límite,
de orden.
En el presente
texto, se recurre al Barroco - o al menos a la caracterización de alguna de sus manifestaciones - como
ejemplo de expresión del nivel primero; destacando su
carácter amorfo, en oposición a la forma del nivel
segundo, dotadora de orden, impuesta por el hombre. La definición
ensayada para el nivel primero coincide, por su falta de limitación,
con la forma barroca. Por otra parte, se recurre a la expresión
renacentista para caracterizar el nivel segundo; destacando la
determinación de la forma. El renacimiento caracteriza
la representación del nivel de la intervención
humana, la expresión de un estado formal, determinado
y claramente concebido. La función de la forma renacentista
es, aplicando nuestra lectura interesada, conseguir evitar lo
propio de aquello que es dado al hombre; conseguir, pues, hacer
soportable un existir que, primeramente - antes de ser formado,
fingido - se muestra grave y agitado.
Dicho esto, en el siguiente apartado, presentamos de manera opuesta,
siguiendo la teoría de Heinrich Wölfflin, las características
del renacimiento - especialmente del italiano - y del barroco,
para hacerlas corresponder con cada uno de los dos niveles que
forman el modelo mencionado anteriormente.
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La Florencia
de las primeras décadas del siglo XV fue
testigo de la creación de un nuevo arte que, reaccionario
contra la tradición gótica, encontró seguidores
en el resto de Italia y Europa, y se extendió, siendo
objeto de cambios, a lo largo del siglo XVI. Este nuevo movimiento,
denominado posteriormente "Renacimiento" - volver a
nacer o instaurar de nuevo - por su entusiasmo por el mundo antiguo,
por buscar sus modelos, sus cánones de belleza, en la
antigüedad clásica, encontró su mayor expresión
en las artes plásticas.
La primera
mitad del siglo XV, siglo en el que predomina el pensamiento
acerca del hombre, avanza, no sin dificultades, hacia un mayor
realismo en las formas, en un intento de representar la naturaleza
tal como se muestra a los ojos. Se estudian las leyes de la
perspectiva y la construcción del cuerpo humano.
Cuenta con figuras como Brunelleschi, Masaccio, Donatello y Jan
van Eyck. La segunda mitad del siglo XV experimenta nuevos efectos
artísticos que rompen definitivamente con el arte de la
Edad Media, mezcla la tradición gótica y las nuevas
formas surgidas durante la primera mitad del siglo, y avanza
el arte de la perspectiva y el tratamiento de la luz, en favor
del realismo de la escena. Leon Battista Alberti, Lorenzo Ghiberti,
Fran Angélico, Paolo Uccello, Andrea Mantegna, Piero della
Francesca y Sandro Botticelli son algunos de sus representantes
más relevantes. En el Renacimiento del siglo XVI, en el
que el pensamiento abarca el hombre y la naturaleza, los artistas,
dominadores de las técnicas, realizan excelentes obras
que dejan ver un especial sentido de la belleza. Cuenta con figuras
como Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Rafael, Ticiano,
Correggio o Giorgione, que fueron, entre otros, los maestros
italianos surgidos durante este siglo.
El Renacimiento
propuso una expresión precisa en sus
formas. La expresión renacentista consigue, gracias a
las separaciones claras, que el hombre, a través de la
contemplación de la obra, satisfaga su necesidad de separarse
del desasosiego en el que se encuentra inmerso y situarse en
un mundo delimitado, ordenado, donde poder encontrar reposo.
La expresión renacentista, pues, permite al espectador
deshacerse de la carga que supone el contacto sin mediación
alguna con lo real. El Renacimiento conduce al hombre al estado
formal, delimitado, que corresponde al nivel segundo del modelo
presentado en el primer apartado. Este nivel encuentra su representación
en una forma exactamente definida, diferenciada y con límites
precisos. La forma, por tanto, se impone como arreglo, compostura,
de aquello previo ilimitado.
Así pues, el Renacimiento es un fenómeno activo.
La expresión del renacimiento es una liberación
de la situación violenta y caótica en la que se
encuentra el hombre. En la limitación renacentista, en
el orden armonioso, no se encuentra inquietud o agitación
alguna. El mundo expresado por el Renacimiento, aunque aspirante
al realismo, resulta ser un mundo habitable, resguardado.
El Renacimiento,
llegada la segunda mitad del siglo XVI, inicia su decadencia.
La expresión renacentista cae en un rígido
formalismo, y tras el punto muerto del manierismo, donde la figura
del autor se antepone al proyecto teórico clásico,
llega, finalmente, el Barroco.
El Barroco
es un estilo desarrollado principalmente en los siglos XVII
y XVIII. Destacamos la pintura realista y sin complejos de
Caravaggio, para quien la verdad, tal como la veía,
aunque pudiera parecer fea e incluso horrible, debía ser
representada; para quien la supuesta belleza ideal - una belleza
no pocas veces engañosa y alejada de lo evidente - no
era objeto de respeto. Caravaggio fue, pues, un artista que dejó arbitrariamente
de lado toda idealidad que tuviera como fin imponerse a la realidad.
Contrariamente a esta posición, encontramos en la línea
de la impostura renacentista, al pintor barroco Carracci y a
su seguidor Guido Reni, quien investigó formas más
perfectas e ideales que la realidad. Ambos pretendieron, según
criterios establecidos, una idealización, un embellecimiento
de la naturaleza, una expresión encantadora, una visión
de apacible reposo.
El Barroco,
sin embargo, ofrece una expresión distinta
a la renacentista, debido a que el efecto perseguido es contrario.
La expresión barroca no junta partes separadas unas de
otras para formar un cuerpo, sino que presenta una sola parte
que deviene la totalidad del cuerpo. Si bien el Renacimiento
tendía a dividir el todo en pequeñas partes, separándolas
claramente, el Barroco, en cambio, tiende a la uniformidad, a
la unión.
Renuncia, además, a la ordenación y disloca las
formas con el fin de hacer dominar el caos. Busca el desconcierto
y el consecuente abatimiento de lo determinado, de lo fingido
necesariamente por el hombre.
El Barroco conduce al hombre al estado amorfo, confuso y patológico
que corresponde al nivel primero. Este nivel encuentra su representación
en una forma no diferenciada ni definida con exactitud, sin claridad
ni precisión de sus perfiles o contornos, es decir, con
unos límites desdibujados, con un comienzo vacilante y
una conclusión imposible. La forma, por tanto, se presenta
aparentemente sin haber sido objeto de composturas, es decir,
sin arreglo alguno de aquello que es dado al hombre de manera
descompuesta e ilimitada. El barroco no ofrece en ninguna parte
terminación, sosiego o quietud del ser, sino que introduce
la inquietud del devenir, la tensión de la inestabilidad.
Podría decirse que el Barroco es un fenómeno pasivo,
porque recibe con paciencia y resignación la carga de
lo real. No añade liberación alguna, sino que constata
la sensación del acontecimiento súbito, lo real
que acomete repentinamente contra el hombre. No pretende un estado
de bienestar en el espectador, sino una acción momentánea
que lo abandone en una incomodidad indefinible.
Si bien la expresión renacentista intenta, como se ha
dicho, traer a la imaginación una plenitud del ser, una
estabilidad, una permanencia e inmovilidad propia del nivel segundo
- en definitiva, una suerte de fingimiento con apariencia de
verdad -, la expresión barroca, por el contrario, da constancia
del devenir, de la inestabilidad. De esta manera, ante la obra
barroca, ante la forma alejada de la dimensión humana,
el espectador se ve empujado al estado de hostilidad propio del
nivel primero, es decir, anterior a toda determinación
impuesta por el hombre.
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En resumen,
el Barroco dirige su mirada al estado amorfo, al estado libre
de la forma, del límite que pueda imponer
el hombre, es decir, a un estado previo al estado formal, al
estado resultante de la tendencia del hombre a la forma, al límite,
al orden. No obstante, en tanto que creación humana y,
por tanto, perteneciente a un estado formal, se sirve de una
serie de recursos para que la forma misma parezca abolida. Se
busca de manera intencionada la falta de conformidad o proporción.
La expresión barroca, pues, en función de nuestra
lectura interesada, representa una realidad primigenia e indeterminada,
es decir, previa a la acción demiúrgica que, cometida
por el hombre, da por efecto una impostura.
Barcelona, 24 de septiembre de 2006
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