I
Basta
con pasearse por el Guggenheim de Bilbao (por decir algo) para
proporcionarse una imagen concluyente de lo que la sociedad
de masas es capaz de hacer con los objetos artísticos. En la tienda se pueden encontrar gomas, lápices,
llaveros y otros adminículos con la forma o los colores
de las obras más representativas del museo, y entre los
diversos talleres y conferencias sobre arte contemporáneo
destaca por encima de todos el de 'hacer Puppy', que consiste
en ‘hacer’ algo basado en el simpático terrier
gigante que ha terminado integrándose en la misma salsa
sentimental que parecía querer caricaturizar.
Incluso
prescindiendo de atribuciones peyorativas se puede defender
la existencia de la sociedad de masas como una intensificación de otro fenómeno relativamente
reciente: “la buena sociedad” que orbitaba en torno
a la corte francesa. Los iniciados en los círculos de
la buena sociedad se complacían en imaginar que su distintivo
era el de ser hombres y mujeres cultivados. Pero tal refinamiento
era el cosmético de un mínimo común denominador
menos glamoroso: disponer de tiempo libre.
La
causa directa del ensanchamiento de la sociedad, que sólo parece guardar un vínculo de contigüidad
temporal con la alfabetización, es el crecimiento constante
de la desocupación. Si la sociedad de masas ha puesto
algo en crisis no es a esa buena sociedad de la que se revela
como su producto más acabado, sino al trabajo mismo; y
el malestar (sincero) de los trabajadores y los alaridos (justos)
de los sindicatos y la percepción (estrambótica)
de que sólo se vive para trabajar, tienen más
relación con una de esas pertinaces molestias que incrementan
su capacidad para irritarnos cuanto más próximo
nos figuramos su final que del genuino lamento ante una carga
insoportable.
Pero
el tiempo (y más si el libre) es un
acreedor infatigable: exige más y más de los ciudadanos
y angustia sus cerebros desocupados. Ni el ocio más caudaloso
puede cubrir la masa cada vez más vasta y amenazante del
tiempo libre. Quien más, quien menos, visita periódicamente
los campos del entretenimiento que se extienden hasta dónde
alcanza nuestra vista y cuya industria (lejos de perseguir metas
bien calculadas de adocenamiento a escala mundial) desempeña
un papel humanitario relevante: suministra consuelo contra esa
versión proletaria de la angustia que es el tedio.
La
sociedad de masas mantiene con el arte una relación
fundada en una franca y amistosa indiferencia que ofrece réditos
a las dos partes: a unos se les exime de calentarse la cabeza
y a los otros se les priva de las delicias de la intromisión
ideológica y del programa político. Una separación
amistosa. Desde luego siempre hay quien se considera más
adulto que los que han decidido no vivir juntos y porfía
en mostrarle al primero la faceta del segundo que por orgullo
o ignorancia no ha sabido apreciar y que como la pieza extraviada
que obliga a reconsiderar un complicado rompecabezas inconcluso,
debería impulsarles (de no mediar el apego a unos errores
sedimentados en certezas) a resolver su caso en una cohabitación
feliz. Papel que juegan con pasión los intelectuales
ecuménicos y con desmotivado interés los organismos
político (1).
Y no es extrañar que todas las campañas y certámenes
y celebraciones de la lectura tengan como eje cosas que (como
pintar o participar en una gymkhana) guardan escasa
relación con la actividad de leer.
Lo
que le ocurre al arte cuando se le fuerza a entrar en contacto
con la sociedad de masas es una obviedad. Se ha pensado mucho
menos en lo que le sucede al arte popular cuando se cruza con
la sociedad de masas. ‘Arte popular’,
la misma combinación de palabras tiene algo de inquietante:
el rastro de un acuerdo disparatado. Sabemos vagamente a lo que
nos referimos, y también sabemos que la expresión
pertenece a una familia formada por otros pares como el célebre ‘música
clásica’ o el risible ‘artes aplicadas’,
y ante los que uno tiene la sospecha de que la ignorancia actúa
más como el medio por donde difunden que como su catalizador.
Las
tres parejas son etiquetas nuevas y aparecen en el mismo momento,
pero no se refieren a entidades ni a objetos nuevos. Responden
a una intención y no a una necesidad
denotativa. Las ‘artes aplicadas’ se aplican a diversas
artesanías o actividades culturales rudimentarias (vestirse);
y la ‘música clásica’ es un dislate
con el que se engloba toda la historia de la música culta
occidental. En la primera operación se trata de darse
un baño de dignidad, la segunda permite enclaustrar una
tradición musical en el pasado (por fortuna clásico)
y revalorizar otra tradición musical paralela, la popular,
con el prestigio de lo ‘moderno’. Ambos movimientos
pueden verse como un ataque de la sociedad de mases contra la
tradición cultural heredada. Las labores, las artesanías,
los rudimentos musicales adquieren el status de cultura,
suben de división, logran más espacio en los medios,
más atención, más prestigio. Por supuesto,
también más beneficios. Desde luego se trata de
dinero, pero ¿Se trata sólo de dinero? Un abordaje
así, una vez cumplido, debería llenar de satisfacciones
a quienes los coronan con éxito. Sin embargo, recibimos
señales extrañas, gestos de incomodidad. Cierta
angustia. Basta con abrir el periódico. Un cocinero demanda
la propiedad intelectual de sus recetas, un futbolista reivindica
su papel en la historia, los herederos de un modisto exigen el
trato de escultor argumentado que sus vestidos eran ‘perfectos’,
los escritores de letras populares manifiestan públicamente
su ansía por ser reconocidos con el Nobel. ¿Es
esto lo que uno espera de la industria del entretenimiento? ¿De
la cultura popular de la que deriva el ‘arte popular’ y
que siempre estuvo vinculada a cierta ligereza, al esparcimiento
y a la fiesta?
II.
Es
posible que cada pueblo dé un sentido
distinto a sus fiestas, pero parece plausible que cada época
las viva con una intensidad inversamente proporcional al ocio
del que dispone. Al menos en una ciudad de tamaño medio
como Barcelona tales fiestas populares sobreviven con distintos
grados de clandestinidad. Las hay salerosas como las de Sants,
nostálgicas de las barricadas como las de Gràcia,
menguantes como las de Les Corts y a destiempo como las de La
Merçé. Casi sin relieve, emparedadas entre montones
de días festivos y con programas de actividades que las
convierten en la versión institucional del fin de semana,
el ciudadano más que celebrarlas las soporta. Son un adorno,
el eco formal de una tradición cuya sustancia se ha consumido.
Como tal deterioro parece venir de lejos no es extraño
que numerosos intelectuales asentados en los Estados Unidos considerasen
durante la década de los sesenta que la ‘cultura
popular’, a tenor del papel decorativo que jugaba su manifestación
más relevante, fuese una expresión contradictoria
y sus teóricos unos mistificadores empeñados en ‘intelectualizar’ el kitsch.
Si
uno cree que la cultura surge con el mundo que establecemos
para acomodarnos conjuntamente y asegurar así su
supervivencia, es de recibo que los estudiosos de la cultura
centren sus esfuerzos en analizar los procesos y los objetos
que han contribuido o logrado preservarse del deterioro tal y
como eran. Una tarea ante la que la mera descripción del marco donde
la gente consume el tiempo dedicado a soslayarse parece un asunto
muy poco serio. Pero los procesos no deberían juzgarse
por su lado más deteriorado. Y menos todavía cuando
el estudioso se adentra en un marco milenario. Los trabajos de
Bajtín sobre la fiesta no parecen ajustarse a la acusación
de elevar de forma gratuita el tono de una materia insustancial.
Lejos de ser una operación cosmética, Bajtín
rescató un ámbito autónomo de la cultura
que contribuyó (y mucho) a su supervivencia. Las conjeturas
concretas de los estudios de Bajtín, de sus antecesores,
rivales y seguidores no se dejan evaluar en unas pocas líneas
sin hacerles padecer una grosera esquematización. Basta
con recordar que la fiesta es el reflejo paródico de la
alta cultura, con el que se liberan las tensiones acumuladas
durante los días corrientes.
La palabra ‘marco’ ha sido utilizada aquí con
un sentido muy preciso. La fiesta no es una representación,
sino una vivencia: no es algo que vemos enmarcado desde fuera,
sino algo que nos ocurre dentro de sus coordenadas. No se asiste,
se participa. La clase de realidad que tiene lugar allí dentro
es notablemente densa. La fiesta reclama nuestra asistencia,
se entra en ella, sin remedio, nos envuelve, y sólo se
puede salir de allí atravesándola, pero nunca
más deprisa de lo que permite el desgaste del tiempo computable.
La fiesta reproduce lo más genuino de los fenómenos
naturales: se nos viene encima, de manera que se convierte en
uno de los mayores logros de la cultura en su propósito
de construir y sostener estructuras que persistan y cuyo consumo
nos ayude a sobrevivir. En su apogeo la fiesta no necesita renovarse,
no cansa, está cómodamente instalada en la rotación
del tiempo porque se mantiene como ‘marco’ idéntica
a sí misma. Es hasta tal punto un estado necesario para
la supervivencia de la cultura que no se siente amenazada. No
debe esforzarse por llamar la atención. Este acomodo seguro
dota a la fiesta de su aroma despreocupado tanto como los contenidos
bufos o paródicos de su desarrollo. Puede ser liviana
y sencilla y desatar la risa porque para ser sólo debe,
como los fines de semana, esperar a que se consuma el tiempo
intercalado entre sus dos manifestaciones más próximas.
Aunque
numerosos temas de la fiesta pueden ser utilizados por el arte,
entre ambas manifestaciones encontramos siempre una separación insalvable. Dónde la fiesta
se siente segura de su función y no alimenta ningún
deseo de perdurar en un ejemplar singular, el artista se enfrenta
a unos objetos desvinculados de los procesos culturales y biológicos,
que pueden encontrar acomodos circunstanciales, como objetos
de valor formativo o económico, pero que sólo reconocemos
cuando llegan a nosotros por su propio valor sin función.
Las catedrales están hechas para durar aunque se aprovechen
para los cultos de los feligreses. El artista desea que sus objetos
sobrevivan como objetos singulares y no como parte de ‘el
arte de la escultura’, ni siquiera como ‘la escultura
barroca’ o ‘la escultura barroca en Italia’.
El arte (desde que Homero considerase que la guerra de Troya
había tenido lugar para que él compusiera la Ilíada)
sólo triunfa si resiste, si dura, si se opone a la destrucción
y se añade al mundo tal y como es. Algo nuevo e innecesario
que atraviesa la atmósfera como un meteoro. Un reto así es
lógico que provoque cierta angustia en los artistas. Sobretodo
cuando no se conforman con un trabajo anónimo en un adorno
lateral de la catedral sino que han dedicado su vida a doblar
la atención de todos los visitantes de una basílica
hacia una capilla bien iluminada. La historia de un hombre así iluminaría
todavía más la relación y el peculiar desasosiego
que el artista tiene con el tiempo. Pero un hombre así,
un hombre barroco, merece un capítulo aparte.
III.
El
barroco es un escándalo. Supone un ejemplo
exquisito de la peculiar sincronización de las distintas
ramas del saber humanístico. Ubicado de forma imprecisa
en el siglo XVII, el barroco se remonta en las artes plásticas
a 1498. La plenitud de la música barroca se encuentra
en la primera mitad del siglo XVIII. Los principales escritores
'barrocos' escriben a caballo entre el siglo XVI y el XVII. Y
en la filosofía el vocablo suele emplearse a regañadientes
para referirse a Descartes o a Leibniz separados casi por un
siglo.
Definir
es difícil siempre que tratamos
de encontrar los rasgos comunes de una ‘forma natural’ que
suele ser una construcción histórica arbitraria
que ha olvidado que lo es. El lado cómico de las definiciones
se manifiesta cuando al buscar los rasgos naturales comunes de
un conjunto de cosas que reconocemos como un proceso histórico,
la confianza se tambalea. Cuando manejamos conceptos artísticos
no cabe una confusión así. Los estilos se enuncian,
se definen y se construyen. El barroco no es, sin embargo, un
estilo programático, sino un “algo” descubierto
y definido por historiadores, discípulos y rivales. No
existen tratados históricos escritos en caliente. Como
el helenismo, sólo descubre lo que es después de
haber aparecido. Este soportar-ser-barroco es quizás
el único rasgo compartido por las distintas disciplinas
que reciben el nombre de barroco. Ni Leibniz ni Descartes ni
Bach sabían que eran barrocos. Se trata de una nomenclatura
cultural retrospectiva, un diagnóstico forense.
Pero
el barroco no sólo es un escándalo
en el plano metodológico sino que parece dar cuenta de
un escándalo. La fortuna del término parece asociada
a una reacción contra un modo de escribir, de pintar,
de construir, de componer o de pensar, bien establecido y de
contornos mesurados. Una reacción escandalosa, no sólo
por la alarma que desata entre los consumidores (el barroco irrumpe
en plano auge de unos estilos y disciplinas que cuentan con el
beneplácito del público), sino porque en la medida
que reaccionan contra estilos más bien acabados, limpios
y de apariencia sosegada, su tono es algo vocinglero, llamativo,
desordenado y un tanto vulgar. Una misma expresión agitada
y nerviosa recorre obras y estilos, décadas y geografías.
Cierto retorcimiento. Rasgos formales y de estilo que la estética
de raíz hegeliana (en definitiva, la de todos) no ha dudado
en considerar como la manifestación sensible de la idea
de incomodidad, un desasosiego, cierto pálpito angustioso.
¿Una angustia generalizada? ¿Una
desazón que cruza años y kilómetros, de
proporciones cósmicas? Estas sacudidas son verosímiles
a pequeña escala. Grupúsculos humanos viven convencidos
de que la especie será destruida por Hercólubus,
el “asesino planeta errante”, cuya masa centuplica
la del sol. Pero tales círculos son reducidos. Acuden
a la mente otros casos de crisis colectiva: el terror milenario,
los picos más agudos de la peste negra, la posibilidad
de un ataque nuclear devastador. Ninguna sombra de esta índole
parece surcar los cielos del Renacimiento.
La
coartada filosófica queda a mano y es
verosímil: el pensamiento renacentista articula sus convicciones
gnoseológicas y éticas entorno a Dios. Dios es
el fundamento del mundo objetivo y del conocimiento que extraemos
de él. Pero la garantía divina empieza a desvanecerse
a finales de la Edad Media cuando el nominalismo separa las palabras
de las cosas. El mundo debe reconquistarse desde el sujeto. Descartes
imaginó una glándula dónde se suturaba la
falla entre el espíritu y el mundo extenso que amenazaba
su sistema. Pero fracasó. La así llamada filosofía
barroca se entrega a la tarea de sostener el mundo real común
valiéndose de un perspectivismo donde cada individuo percibe
un sesgo del desplegarse en el tiempo de una realidad común
que sólo podría contemplarse por completo en el
supercerebro de Dios. La literatura barroca, forzando un poco
las cosas, aparece como el reverso metodológico de la
filosofía. Allí donde Leibniz trata de mitigar
las grietas que el escepticismo abre en la realidad objetiva
común, Shakespeare y Cervantes las exploran como si fueran
rutas y pueblan sus libros de embrollos entre la ficción,
la realidad y el sueño. Aparecen dobles, espejos y se
confunden las identidades. Las múltiples perspectivas
que Leibniz reúne en la mente de Dios se desparraman sin
centro rector en las ficciones de los grandes maestros del barroco,
transformando así la realidad común en una perspectiva
laberíntica.
La
teoría es eficaz, económica y
encaja. Como en todas las especulaciones sobre las ideas o la
cultura la cantidad de datos disponibles es tan inmensa que basta
con escoger y combinar con pericia los elementos para que cualquier
tesis suene plausible. La proximidad entre filosofía y
literatura facilita las cosas. Pero ¿Cómo convencernos
que los problemas filosóficos y literarios del siglo XVIII
están detrás e influyen sobre los pintores, los
escultores y los arquitectos del siglo anterior?
De
lo que sí sabemos es de una inquietud
que no es individual ni colectiva, sino más bien de género.
Los maestros renacentistas no sólo están dispuestos
a emular al arte clásico en sus aspectos formales, sino
también en su actitud hacia la posteridad. Tras siglos
de silencio donde su nombre ha quedado oscurecido en aras de
la gloria de Dios, recuperan el ansia de destacar individualmente.
Ya se consideren los pliegues del sudario de Cristo que estallan
a borbotones del plácido fondo que dibuja la Pietà de
Roma como los primeros pasos del barroco o sus esfuerzos para
construir conjuntos escultóricos en forma de serpentina o
las composiciones sixtinas que multiplican los puntos de fuga
del cuadro o la desproporcionada pesadez de sus esclavos: la
inquietud de Miguel Ángel es la de romper la forma desde
dentro. Afirmarse. Un empeño al que dedicó los
mejores años de su vida, que fueron casi todos. Los eruditos
coinciden en señalar que Buonarroti mantuvo unas relaciones
lo bastante equívocas con la divinidad de sus mayores
como para mantener vivas las dudas sobre el alcance de su promesa
redentora; de lo que nunca pareció vacilar fue del empeño
en agotar sus numerosos recursos creativos en una obra que protegiera
su nombre de la inevitable disolución en el olvido.
¿Qué es entonces lo barroco? ¿Refleja
los desasosiegos de un periodo o supone la expresión de
una angustia individual? ¿Emplea las formas retorcidas
y masivas para distinguirse de la aérea geometría
del pasado a título individual o colectivo? También
el arte como disciplina, al integrarse en un relato histórico
progresivo se exige renovarse para avanzar y perdurar. De manera
que la verdadera disyuntiva se articula en torno a la duración.
Lo barroco, ¿Expresa la angustia individual del artista
para preservarse o es una vuelta de tuerca para no consumir en
el aburrimiento a sus espectadores? El barroco contiene probablemente
ambas preocupaciones y de esta conjunción extrae su renovada
capacidad de fascinar: no sólo supone un cambio de estilo
tan extraordinario como el del Renacimiento (que ejerció una
violencia muy superior contra sus antecesores que el barroco),
sino que su peculiar manera de expresarse denota esa inquietud
por renovarse y durar que roe al artista occidental. Y que en
otras manifestaciones se disimula bajo la sobriedad, la contención
y la mesura que han escogido como tonalidad estilística
con un mismo propósito: distinguirse.
IV.
No
es que la perspectiva psicológica sea
más de fiar que la historia de las ideas pero permite
aclarar mejor cual es la característica distintiva entre
el arte y la cultura popular: la firme decisión de Miguel Ángel
de durar, de firmar sus obras, de sobrepasar vinculado a ellas
su vida finita y atravesar las incesantes aniquilaciones de la
muerte lo desvincula del resto de artesanos. Las catedrales sobreviven,
pero también son firmes las murallas y la cantera de la
Isla de Pascua. Sin embargo, el nombre y no sólo las obras
de Miguel Ángel resisten. Esa angustia define con precisión
la actitud de los artistas hasta bien entrado el siglo XX y los
distingue de pasteleros, ingenieros, costureras, peluqueros o
diseñadores. Satisfechos con la función que desempeñan
y se les reconoce en el mercado del intercambio solían
mantenerse lejos del tormento y el deleite secreto con el que
el artista trata de que ‘nosotros, los más
efímeros’, pese a ser, ‘Una vez cada cosa,
sólo una vez. Una vez y ya no más’ esté ‘haber
sido una vez, aunque sólo una vez / haber sido terrestre,
no parezca revocable’ (Rilke). Lo distintivo del artista
es el interés por imprimir su firma e imponer su estilo.
Forzar los límites del estado de cosas donde se ha formado.
Un arte es vigoroso cuando evita el manierismo yendo un paso
más allá de dónde estaba, mientras que la
cultura popular arraiga cundo sus rituales, festejos y costumbres
se establecen y fijan. La historia del arte es la historia de
las singularidades que consolidan un estilo o producen una variación
significativa, lo propio de la historia de la ‘cultura
popular’ es reflejar aquellas manifestaciones que se han
repetido durante más tiempo. La fiesta debe pertenecer
fiel a sí misma.
Cuando
la fiesta, las artesanías vinculadas
a la labor, la cultura del entretenimiento o la moda varían
sus formas no lo hacen arrastrados por un deseo personal de durar
sino por la evidente necesidad de mantener vivo el negocio. Es
un cambio alegre, sin desasosiego, un gay variar. El cambio no
tiene ningún espesor. Como es bien sabido nada se ve con
menos prejuicios dentro de la industria del entretenimiento que
la repetición de los modelos de éxito. Si se cambian
los acordes de un ritmo de moda, se modifica el corte de un traje
o se escogen unos condimentos distintos el propósito es
mantener distraídos a los usuarios y no pasar a la posteridad.
El cocinero, el sastre y el cantante de moda cumplen cuando satisfacen
las expectativas que han levantado entre sus clientes.
Comer,
vestirse y escuchar canciones populares son actividades que
con la implantación de la sociedad
de masas han sufrido una enorme transformación. De forma
ingenua o perversa han ido ocupando en el espacio público
justo el lugar que le correspondería al arte si éste
no tomase unas precauciones que lo relegan a la invisibilidad.
La tribuna a la que han accedido requería cierta adaptación
al viejo vocabulario estético: hay partidos de fútbol
que son obras de arte, sastres perfectos, cocineros deconstruccionistas,
músicos de rock geniales y artesanos vanguardistas...
Pero el trasvase no es gratuito y lo que se pensó para
satisfacer necesidades biológicas, mejorar la adaptación
al medio o entretener al personal durante su tiempo sobrante
soporta mal temperaturas más exigentes.
La cultura
popular que sobrevivió a lo largo de los siglos
ejercitando el humor, la sencillez, la parodia y la liviandad ha
visto como sus virtudes se corrompían al mimetizar los rasgos
más ridículos de los seguidores de Miguel Ángel
que carecen del talento del maestro: pesadez, solemnidad, gestos
histéricos, pesadumbres, complicaciones sin complejidad
o preocupaciones intempestivas por la posteridad personal. Saborear
la solemne idiotez de exigir la propiedad intelectual de una tortilla
es quedarse en el lado formal de un síntoma ahora sí resuelto
a convertirse en símbolo, porque detrás de las cuitas
del cocinero Adrià y de las tribulaciones de los herederos
del modisto Balenciaga, de los cantantes populares que exigen su
lugar en la historia de la música y de los delanteros
que hacen historia marcando goles en ciudades de provincias,
late una conmovedora y genuina angustia: una angustia barroca.
NOTAS
(1) Pero
los gobiernos y sus políticas pertenecen ya
a la sociedad de masas y no pueden atribuirse el papel de
intermediarios. Cuando incordian y se oponen a la agradable
indiferencia mutua entre el canto gregoriano y nuestros vecinos
provocan una degradación en el objeto artístico
que deja a todas las partes avergonzadas. La única
relación factible del arte y la sociedad de masas
es la distorsión idiota: simplificar la obra para
que pase por las inconcebiblemente estrechas exigencias de
difusión masiva que soporta el entretenimiento.
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