En la mente de Dios (Tres notas sobre el Barroco )

 
  Daniel Sábat

 


 
 
1. El Barroco: un problema de lenguaje

En alguna medida el lenguaje barroco presenta la misma dificultad que el lenguaje que emplea el místico. Éste se propone describir la unión del alma con Dios. Por lo general la obra barroca no se ocupa directamente de Dios pero, al igual que el lenguaje del místico, sí pretende reflejar una parcela de la experiencia bastante reacia a la objetivación discursiva. El movimiento o la multiplicidad de perspectivas, por poner dos de los motivos típicos del Barroco, equivalen, en este sentido, a la operación sustanciada en la unión mística. Tanto en el Barroco como en la mística topamos con un problema lingüístico, el que surge al dar el paso de la vivencia y la percepción borrosa de esos estados a su puesta en obra. La mística intenta mitigar el problema mediante la vía negativa. [1] El Barroco, por el contrario, siendo como es un lenguaje centrado en los medios de expresión y obsesionado por la obra acabada y totalizadora, lleva al extremo la tendencia a materializar y a fijar aquello que, desde otra perspectiva del lenguaje, sólo puede ser sugerido. Es preciso, pues, distinguir los motivos barrocos del tratamiento y la formulación que la obra barroca hace de ellos.

En su poemario Autorretrato en espejo convexo John Ashbery sugiere tal distinción refiriéndose al cuadro con el mismo título del Parmigianino. Se trata de un cuadro renacentista pero en el que se anuncian claramente las principales preocupaciones del barroco. Dice Ashbery: “La sorpresa, la tensión están en el concepto/ más que en su realización”[2]. ¿Cómo se materializa en la obra esa sorpresa y tensión tan características? Unos versos más abajo el poeta ensaya una respuesta en forma de interpelación irónica al mismo pintor:

…Tu argumento, Francesco,
había empezado a ponerse rancio al no verse venir
respuesta ni contestaciones. Si ahora se deshace
en polvo, eso sólo significa que su hora había llegado
hace ya algún tiempo, pero mira ahora, y escucha:
puede ser que esté ahí almacenada otra vida
en escondrijos de los que nadie sabía; que ella,
y no nosotros, seamos el cambio…[3]

El cambio, la fluctuación del ser, el devenir son, previsiblemente, algunos de los motivos centrales del Barroco. Y sin embargo el pintor (y su obra) no consigue apresarlos, su empeño se hace añicos una y otra vez. Como el místico descubre una realidad en extremo huidiza. Pero a diferencia del místico no se contenta con abstenerse y retraerse al silencio. En este punto no cabe mayor oposición entre uno y o otro, y no es casual la escasez de místicos en la época barroca. En la mística lo expresado se explica desde el fondo de lo inexpresable. El barroco invierte los términos de la operación: lo inexpresable adquiere un significado en la forma, desde lo expresado. La tensión, la inquietud, incluso el patetismo que observamos en la obras barrocas, más que apuntar a un afuera, a un estado real de cosas, se refieren indirectamente a la dificultad (e imposibilidad) del mismo lenguaje por hacerse total y eficazmente con esa otra vida almacenada en escondrijos de la que habla Ashbery. El problema del Barroco es, agravado y multiplicado, el mismo problema al que se ve abocado el idealismo. Afirma Deleuze que “El rasgo del Barroco es el pliegue que va hasta el infinito” y “El Barroco inventa la obra o la operación infinitas. El problema no es cómo acabar un pliegue, sino cómo continuarlo, hacer que atraviese el techo, llevarlo hasta el infinito”[4].  Todas ellas son afirmaciones que, si bien encajan perfectamente con la metafísica y la poética deleuzeanas, aplicadas al Barroco resultan de un marcado anacronismo. La dificultad consiste, precisamente, en cómo acabar un pliegue, o cómo dar forma acabada a algo que frena  nuestra intervención, o cómo verter a Dios y al mundo en una sola obra, cada vez.

 La obra barroca es una obra ideal: en ella el principio del movimiento tiene lugar en el concepto de movimiento. El arte barroco no es, como suele pensarse, un arte de la movilidad frente al efecto renacentista de permanencia e inmovilidad [5]. En Las Meninas o en  El Éxtasis de Santa Teresa hay una auténtica parálisis, la voluntad de contener el movimiento en los límites de la obra, de hacer palpable y manejable lo inaprensible, de dar una forma fija a aquel instante o intervalo fugaz que acompaña al cambio. El movimiento sólo está en la mente del autor, y la obra, con toda su tensión más o menos contenida, proyecta el reflejo de esa clausura: es una respuesta a los dilemas autorreferidos de Descartes, al imposible encaje entre la res cogitans y la res extensa.
       
2. Santa Teresa in capella Cornaro
                       
En un apasionado ensayo José Ángel Valente hace notar la curiosa tergiversación  que lleva a cabo el Barroco sobre la figura de santa Teresa de Jesús, a través, sobre todo, de la escultura Santa Teresa in Estasi de Bernini.

Todo el sensoespiritualismo del barroco parece encontrar un punto de concentración en la representación del éxtasis (…) La obra entera, la capilla entera crea un espacio que posibilita el ver y, en cierto modo crea al espectador, la absoluta interioridad se constituye en absoluta representación: el éxtasis como representación. Asombroso espacio de difíciles luces; espacio para el simple contemplador, para el creyente y para el voyeur.[6]   

En realidad, sugiere Valente más adelante, la escultura de Bernini podría interpretarse como una obra esencialmente contraria a la mística teresiana. En efecto, en los escritos de la carmelita abundan las defensas de la contemplación y la teología negativa. Tanto en sus obras pedagógicas como en su epistolario santa Teresa da numerosas muestras de un misticismo poco proclive a la descripción y representación de los arrebatos del alma y los vuelos del espíritu. [7] En una de sus cartas incluso ruega a Dios que le prive de tales estados en público, pero es en su gran tratado Las Moradas donde tematiza y profundiza en aquella clase de experiencia llamada por los teólogos catafática o negativa y que en santa Teresa se traduce en la reivindicación de una interioridad incomunicable y desnuda.  Como recuerda Valente las “Moradas Séptimas” son las moradas vacías, el lugar de la no representación. Las visiones, arrobamientos y otros fenómenos prodigiosos quedan atrás, en la primeras moradas del castillo interior, como juegos de principiantes. En la escultura de Bernini no sólo se convierte en algo público, expuesto aquello que, de acuerdo con santa Teresa, forma parte esencial de una intimidad intransferible, sino que en ese trueque hay un intento de aniquilación. El reduccionismo es completo, “la visión interior –apunta Valente–  se representa para que el espectador pueda tener, en cuanto tal, acceso a ella. El barroco no podía resistirse al espectáculo ni la Iglesia a la eficacia de éste como medio de propagación de la fe. El mysterium fidei se hace propaganda fidei.”[8]

En 1622 santa Teresa es canonizada, sólo cuarenta años después de su muerte. Tan rápida canonización se inscribe en el intento de apropiación (y neutralización) de la carmelita en el seno de la Iglesia. En 1651 se inaugura la capilla Cornaro en la iglesia romana de Santa Maria della Vittoria, y en el centro de la capilla la escultura Santa Teresa in estasi de Bernini, deslumbrante imagen en el firmamento barroco. La asociación entre ambos sucesos es más que plausible. En general, gran parte del arte barroco resulta inseparable del proceso de profusión e institucionalización religiosas llevado a cabo por la Iglesia contrarreformista, y en efecto los artistas se hallan fuertemente condicionados por las autoridades eclesiales, y sus obras tienen, en muchos casos, una finalidad apologética y hasta propagandística. Pero no deja de ser éste un enfoque limitado, al menos desde un punto de vista teórico, para el análisis de las obras barrocas.

La escultura de Bernini ilustra por vía (anti)teológica lo que, referido al movimiento, llamábamos “la voluntad de hacer palpable y manejable lo inaprensible”. En este caso  “lo inaprensible” puede entenderse como intimidad e inefabilidad de la experiencia de unión del alma con Dios. Igualmente Santa Teresa in estasi proyecta el fracaso de ese intento. El arrobo y la expresión desencajada, la tensión y crispación en las formas o la oblicuidad de la composición, lejos de informar sobre la verdadera naturaleza del éxtasis (el silencio), retrotraen al mismo acto de representar lo irrepresentable. No es el éxtasis lo que está en juego en la obra sino la razón desorbitada enfrentándose con sus propios límites.       

3. Leibniz, teólogo barroco

La teología racionalista de Leibniz presenta, por su ambición e intereses,  una clara afinidad con los objetivos del Barroco. Aunque los temas de que trata coinciden en muchos casos con los de la Escolástica tardía su enfoque es sustancialmente distinto. El hecho de que Leibniz acuñe el término “teodicea” para estudiar los mismos problemas que ocuparon a los escolásticos indica un cambio de mentalidad significativo.

La teodicea deja de plantearse como pregunta por el sufrimiento humano en un contexto religioso, para desplazarse al ámbito de la razón secular que actúa como juez absoluto y que ve en el mal un obstáculo para su afirmación. El misterio del dolor se convierte en el problema del dolor. Leibniz intenta explicar el sufrimiento mediante argumentos puramente racionales, hace de él un objeto teórico, algo pensable, determinable y justificable. En la teodicea no encontramos una interpelación airada a Dios en la que se cuestione su proceder por la paradoja de un sufrimiento arbitrario, como en el caso de Job, ni una queja o lamento por el silencio de Dios ante un sufrimiento no merecido (Cristo en la cruz), ni siquiera una teología que busca el entramado racional de las verdades de la fe (san Agustín, santo Tomás). En la teodicea “Dios” es el apodo de La Razón. Leibniz concibe a Dios a imagen del hombre en lugar de concebir al hombre a imagen de Dios.[9] Si Dios “permite” el mal y el sufrimiento con fines superiores o en aras a la armonía universal es porque la razón, previamente, ha conseguido explicárselos de forma autónoma, sin apelar realmente a Dios. El reduccionismo se agrava al tener en cuenta uno de los postulados de la filosofía racionalista, y que Leibniz asume hasta el final: el que identifica el orden de la racionalidad con el orden de la entidad. Para Leibniz, más aún que en Descartes, ser consiste es ser idea. Y si trasladamos este principio, con todas las salvedades que cabría hacer, al problema del sufrimiento humano tal y como es presentado en la teodicea, el resultado es un callejón sin salida que transcurre en paralelo al que encontrábamos en la representación del éxtasis. Entre explicar el sufrimiento a la manera de Leibniz y comprenderlo (y no digamos experimentarlo) hay verdadero abismo, como el que media entre la escultura Bernini y el éxtasis de santa Teresa.

Barcelona, septiembre de 2006

 

NOTAS  


[1] Mitigar solamente, puesto que las representaciones negativas de Dios y de la unión siguen siendo representaciones.

[2] John Ashbery, Autorretrato en espejo convexo, trad. Javier Marías (Madrid: Visor, 2006), p. 25.

[3] Ibid., p.29

[4] Gilles Deleuze, El pliegue, trad. José Vázquez y Umbetina Larraceleta (Barcelona: Paidós, 1989), p.50.

[5]Véase, por ejemplo, Heinrich Wölflin, Renacimiento y Barroco, trad. Alberto Corazón (Barcelona: Paidós, 1986), p.63.

[6] José Ángel Valente, La piedra y el centro, (Barcelona: Tusquets, 2000), p.56.

[7] La matización es inevitable. Santa Teresa no es san Juan de la Cruz.  La lectura de Valente, aunque reveladora y sugestiva, ofrece una imagen de la carmelita muy filtrada en el ascetismo sanjuanista y, por tanto, sesgada. Junto a la precursora en España de la teología negativa está esa otra santa Teresa que describe con extraordinaria plasticidad y pormenor su vida interior, incluidas sus visiones. El mismo relato de la transverberación recogido en El libro de la vida contiene indiscutibles elementos barrocos que no harían de la escultura de Bernini una obra totalmente ajena al espíritu teresiano.

[8] Ibid., p. 58

[9] Véase, en este sentido, el magistral estudio de Xavier Zubiri sobre Leibniz en Los problemas fundamentales de la metafísica occidental, (Madrid: Alianza, 1995), pp. 151-174.