1. El Barroco: un problema de lenguaje
En alguna medida el lenguaje barroco presenta la misma dificultad
que el lenguaje que emplea el místico. Éste se
propone describir la unión del alma con Dios. Por lo general
la obra barroca no se ocupa directamente de Dios pero, al igual
que el lenguaje del místico, sí pretende reflejar
una parcela de la experiencia bastante reacia a la objetivación
discursiva. El movimiento o la multiplicidad de
perspectivas, por poner dos de los motivos típicos
del Barroco, equivalen, en este sentido, a la operación
sustanciada en la unión mística. Tanto en el Barroco
como en la mística topamos con un problema lingüístico,
el que surge al dar el paso de la vivencia y la percepción
borrosa de esos estados a su puesta en obra. La mística
intenta mitigar el problema mediante la vía negativa. [1] El Barroco, por el contrario, siendo como es un lenguaje centrado
en los medios de expresión y obsesionado por la obra acabada
y totalizadora, lleva al extremo la tendencia a materializar
y a fijar aquello que, desde otra perspectiva del lenguaje, sólo
puede ser sugerido. Es preciso, pues, distinguir los motivos
barrocos
del tratamiento y la formulación que la obra barroca hace
de ellos.
En su poemario Autorretrato en espejo convexo John
Ashbery sugiere tal distinción refiriéndose al
cuadro con el mismo título del Parmigianino.
Se trata de un cuadro renacentista pero en el que se anuncian
claramente las principales preocupaciones del barroco. Dice Ashbery: “La
sorpresa, la tensión están en el concepto/ más
que en su realización”[2]. ¿Cómo
se materializa en la obra esa sorpresa y tensión tan características?
Unos versos más abajo el poeta ensaya una respuesta en
forma de interpelación irónica al mismo pintor:
…Tu argumento, Francesco,
había empezado a ponerse rancio al no verse venir
respuesta ni contestaciones. Si ahora se deshace
en polvo, eso sólo significa que su hora había
llegado
hace ya algún tiempo, pero mira ahora, y escucha:
puede ser que esté ahí almacenada otra vida
en escondrijos de los que nadie sabía; que ella,
y no nosotros, seamos el cambio…[3]
El cambio, la fluctuación del ser, el devenir son,
previsiblemente, algunos de los motivos centrales del Barroco.
Y sin embargo el pintor (y su obra) no consigue apresarlos, su
empeño se hace añicos una y otra vez. Como el místico
descubre una realidad en extremo huidiza. Pero a diferencia del
místico no se contenta con abstenerse y retraerse al silencio.
En este punto no cabe mayor oposición entre uno y o otro,
y no es casual la escasez de místicos en la época
barroca. En la mística lo expresado se explica
desde el fondo de lo inexpresable. El barroco invierte
los términos de la operación: lo inexpresable adquiere
un significado en la forma, desde lo expresado.
La tensión, la inquietud, incluso el patetismo que observamos
en la obras barrocas, más que apuntar a un afuera,
a un estado real de cosas, se refieren indirectamente a la dificultad
(e imposibilidad) del mismo lenguaje por hacerse total y eficazmente
con esa otra vida almacenada en escondrijos de la que habla Ashbery.
El problema del Barroco es, agravado y multiplicado, el mismo
problema al que se ve abocado el idealismo. Afirma Deleuze que “El
rasgo del Barroco es el pliegue que va hasta el infinito” y “El
Barroco inventa la obra o la operación infinitas. El problema
no es cómo acabar un pliegue, sino cómo continuarlo,
hacer que atraviese el techo, llevarlo hasta el infinito”[4]. Todas
ellas son afirmaciones que, si bien encajan perfectamente con
la metafísica y la poética deleuzeanas,
aplicadas al Barroco resultan de un marcado anacronismo. La dificultad
consiste, precisamente, en cómo acabar un pliegue, o cómo
dar forma acabada a algo que frena nuestra intervención,
o cómo verter a Dios y al mundo en una sola obra, cada
vez.
La obra barroca es una obra ideal: en ella el
principio del movimiento tiene lugar en el concepto
de movimiento. El arte barroco no es, como suele pensarse, un
arte de la movilidad frente al efecto renacentista de permanencia
e inmovilidad [5].
En Las Meninas o en El Éxtasis de Santa
Teresa hay una auténtica parálisis, la voluntad
de contener el movimiento en los límites de la obra, de
hacer palpable y manejable lo inaprensible, de dar una forma
fija a aquel instante o intervalo fugaz que acompaña al
cambio. El movimiento sólo está en la mente del
autor, y la obra, con toda su tensión más o menos
contenida, proyecta el reflejo de esa clausura: es una respuesta
a los dilemas autorreferidos de Descartes, al imposible encaje
entre la res cogitans y la res extensa.
2. Santa Teresa in capella Cornaro
En un apasionado ensayo José Ángel Valente hace
notar la curiosa tergiversación que lleva a cabo
el Barroco sobre la figura de santa Teresa de Jesús, a
través, sobre todo, de la escultura Santa Teresa in
Estasi de Bernini.
Todo el sensoespiritualismo del barroco parece encontrar un
punto de concentración en la representación del éxtasis
(…) La obra entera, la capilla entera crea un espacio
que posibilita el ver y, en cierto modo crea al espectador, la
absoluta interioridad se constituye en absoluta representación:
el éxtasis como representación. Asombroso espacio
de difíciles luces; espacio para el simple contemplador,
para el creyente y para el voyeur.[6]
En realidad, sugiere Valente más adelante, la escultura
de Bernini podría interpretarse como una obra esencialmente
contraria a la mística teresiana. En efecto, en los escritos
de la carmelita abundan las defensas de la contemplación
y la teología negativa. Tanto en sus obras pedagógicas
como en su epistolario santa Teresa da numerosas muestras de
un misticismo poco proclive a la descripción y representación
de los arrebatos del alma y los vuelos del espíritu. [7] En
una de sus cartas incluso ruega a Dios que le prive de tales
estados en público, pero es en su gran tratado Las
Moradas donde tematiza y profundiza en aquella clase de
experiencia llamada por los teólogos catafática
o negativa y que en santa Teresa se traduce en la reivindicación
de una interioridad incomunicable y desnuda. Como recuerda
Valente las “Moradas Séptimas” son las moradas
vacías, el lugar de la no representación. Las visiones,
arrobamientos y otros fenómenos prodigiosos quedan atrás,
en la primeras moradas del castillo interior, como juegos de
principiantes. En la escultura de Bernini no sólo se convierte
en algo público, expuesto aquello que, de acuerdo
con santa Teresa, forma parte esencial de una intimidad intransferible,
sino que en ese trueque hay un intento de aniquilación.
El reduccionismo es completo, “la visión interior –apunta
Valente– se representa para que el espectador pueda
tener, en cuanto tal, acceso a ella. El barroco no podía
resistirse al espectáculo ni la Iglesia a la eficacia
de éste como medio de propagación de la fe. El mysterium
fidei se hace propaganda fidei.”[8]
En 1622 santa Teresa es canonizada, sólo cuarenta años
después de su muerte. Tan rápida canonización
se inscribe en el intento de apropiación (y neutralización)
de la carmelita en el seno de la Iglesia. En 1651 se inaugura
la capilla Cornaro en la iglesia romana de Santa Maria della
Vittoria, y en el centro de la capilla la escultura Santa
Teresa in estasi de Bernini, deslumbrante imagen en el firmamento
barroco. La asociación entre ambos sucesos es más
que plausible. En general, gran parte del arte barroco resulta
inseparable del proceso de profusión e institucionalización
religiosas llevado a cabo por la Iglesia contrarreformista, y
en efecto los artistas se hallan fuertemente condicionados por
las autoridades eclesiales, y sus obras tienen, en muchos casos,
una finalidad apologética y hasta propagandística.
Pero no deja de ser éste un enfoque limitado, al menos
desde un punto de vista teórico, para el análisis
de las obras barrocas.
La escultura de Bernini ilustra por vía (anti)teológica
lo que, referido al movimiento, llamábamos “la voluntad
de hacer palpable y manejable lo inaprensible”. En este
caso “lo inaprensible” puede entenderse como
intimidad e inefabilidad de la experiencia de unión del
alma con Dios. Igualmente Santa Teresa in estasi proyecta
el fracaso de ese intento. El arrobo y la expresión desencajada,
la tensión y crispación en las formas o la oblicuidad
de la composición, lejos de informar sobre la verdadera
naturaleza del éxtasis (el silencio), retrotraen al mismo
acto de representar lo irrepresentable. No es el éxtasis
lo que está en juego en la obra sino la razón desorbitada
enfrentándose con sus propios límites.
3. Leibniz, teólogo barroco
La teología racionalista de Leibniz presenta, por su
ambición e intereses, una clara afinidad con los
objetivos del Barroco. Aunque los temas de que trata coinciden
en muchos casos con los de la Escolástica tardía
su enfoque es sustancialmente distinto. El hecho de que Leibniz
acuñe el término “teodicea” para estudiar
los mismos problemas que ocuparon a los escolásticos indica
un cambio de mentalidad significativo.
La teodicea deja de plantearse como pregunta por el sufrimiento
humano en un contexto religioso, para desplazarse al ámbito
de la razón secular que actúa como juez absoluto
y que ve en el mal un obstáculo para su afirmación.
El misterio del dolor se convierte en el problema del dolor.
Leibniz intenta explicar el sufrimiento mediante argumentos puramente
racionales, hace de él un objeto teórico, algo
pensable, determinable y justificable. En la teodicea no encontramos
una interpelación airada a Dios en la que se cuestione
su proceder por la paradoja de un sufrimiento arbitrario, como
en el caso de Job, ni una queja o lamento por el silencio de
Dios ante un sufrimiento no merecido (Cristo en la cruz), ni
siquiera una teología que busca el entramado racional
de las verdades de la fe (san Agustín, santo Tomás).
En la teodicea “Dios” es el apodo de La Razón.
Leibniz concibe a Dios a imagen del hombre en lugar de concebir
al hombre a imagen de Dios.[9] Si
Dios “permite” el mal y el sufrimiento con fines
superiores o en aras a la armonía universal es porque
la razón, previamente, ha conseguido explicárselos
de forma autónoma, sin apelar realmente a Dios. El reduccionismo
se agrava al tener en cuenta uno de los postulados de la filosofía
racionalista, y que Leibniz asume hasta el final: el que identifica
el orden de la racionalidad con el orden de la entidad. Para
Leibniz, más aún que en Descartes, ser consiste
es ser idea. Y si trasladamos este principio, con todas las salvedades
que cabría hacer, al problema del sufrimiento humano tal
y como es presentado en la teodicea, el resultado es un callejón
sin salida que transcurre en paralelo al que encontrábamos
en la representación del éxtasis. Entre explicar
el sufrimiento a la manera de Leibniz y comprenderlo (y
no digamos experimentarlo) hay verdadero abismo, como el que
media entre la escultura Bernini y el éxtasis de santa
Teresa.
Barcelona,
septiembre de 2006
NOTAS
[1] Mitigar solamente,
puesto que las representaciones negativas de Dios y de la
unión siguen siendo representaciones.
[2] John Ashbery, Autorretrato
en espejo convexo, trad. Javier Marías (Madrid:
Visor, 2006), p. 25.
[4] Gilles Deleuze, El
pliegue, trad. José Vázquez y Umbetina Larraceleta (Barcelona: Paidós,
1989), p.50.
[5]Véase,
por ejemplo, Heinrich Wölflin, Renacimiento y Barroco,
trad. Alberto Corazón (Barcelona: Paidós, 1986),
p.63.
[6] José Ángel
Valente, La piedra y el centro, (Barcelona: Tusquets,
2000), p.56.
[7] La matización
es inevitable. Santa Teresa no es san Juan de la Cruz. La
lectura de Valente, aunque reveladora y sugestiva, ofrece
una imagen de la carmelita muy filtrada en el ascetismo sanjuanista
y, por tanto, sesgada. Junto a la precursora en España
de la teología negativa está esa otra santa
Teresa que describe con extraordinaria plasticidad y pormenor
su vida interior, incluidas sus visiones. El mismo relato
de la transverberación recogido en El libro de
la vida contiene indiscutibles elementos barrocos que
no harían de la escultura de Bernini una obra totalmente
ajena al espíritu teresiano.
[9] Véase,
en este sentido, el magistral estudio de Xavier Zubiri sobre
Leibniz en Los problemas fundamentales de la metafísica
occidental, (Madrid: Alianza, 1995), pp. 151-174.
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