Las alegorías son, en el reino del pensamiento, aquello que son las ruinas en el reino de las cosas.
Walter Benjamin, El origen del drama barroco alemán
Al margen de una tradición historiográfica de orientación ilustrada, que había entendido la modernidad como la historia de una experiencia polarizada hacia la construcción de un modelo de razón, capaz de asegurar un progresivo domino del hombre sobre el mundo, escenario éste de la aventura humana y lugar de representación de su destino e historia, Walter Benjamin había hecho notar ya en los años veinte el interés crítico que tenía la experiencia barroca cara a una comprensión de la genealogía de lo moderno, inscrito ahora no tanto en la perspectiva de la poderosa y optimista razón ilustrada, sino en la experiencia del Trauerspiel o drama barroco. En el origen mismo de la experiencia moderna emerge esa forma del arte que es el Trauerspiel y cuyo alcance no es otro que el de representar la experiencia de una época incapaz de establecer un sistema seguro y cierto, un saber verdadero sobre sí misma. Y es esta dificultad, que acompaña a la primera experiencia moderna, para darse un nombre, la que constituye la dimensión dramática de la misma, y la que alimenta un doloroso escepticismo. La duda recorre por igual todas las formas del conocimiento, teorético o moral, multiplicando así la línea de sombra que atraviesa el nacimiento del mundo moderno. Tanto Blumenberg como Starobinski han observado el interés por recorrer esta línea, a fin de evitar las simplificaciones más frecuentes y optimistas por parte de cierta tradición. La modernidad nace como dificultad, como experiencia dramática –los románticos habían una y otra vez subrayado la importancia excepcional de Shakespeare para la comprensión de la misma y Schopenhauer había hecho lo mismo respecto de Calderón–, como tensión de luces y sombras, como voluntad de representación. En esa línea incierta del saber se construye un mundo de ficciones y simulaciones perfectas, regidas por la actitud dolorosa de quien se sitúa en el umbral de la duda, y apenas se atreve a ensayar más allá de aquélla los breves caminos del imaginario.
Pero si, por una parte, la experiencia moderna se configura ya en su origen como experiencia dramática, por otra, se ve atravesada y regida por un poderoso Kunstwollen, una inquietante y eficaz voluntad artística que decidirá la organización misma de la cultura. Como Riegl y Panofsky señalaron en su día, es esta voluntad artística la que mejor expresa la actualidad del Barroco para nuestros días. En la medida en que el hombre contemporáneo abdica de ciertas ilusiones epistemológicas y recorre la línea de sombra del escepticismo, se ve obligado a derivar una parte importante de su experiencia hacia esta nueva forma de representación tan próxima de las formas barrocas.
Esta recuperación del Barroco como la de una época en la que todo fluye, se diluye en un universo infinito e inconmensurable, en la que naufraga la medieval razón teológica, arruinada por un descentramiento que da a cada ser su trayectoria y revela la imposibilidad de establecer un orden del mundo, es lo que nos ayuda y acerca a una comprensión de nuestra propia época. Una nueva línea de sombra recorre y atraviesa la experiencia de la cultura contemporánea, exiliada de un mito desde el que era posible soñar nuevos paraísos. Le acompaña un severo y por qué no dramático escepticismo, para el que no es posible la restauración de un orden de transparencias en el que los nombres tenían la eficacia de abrir y nombrar las cosas, dándosenos éstas en su realidad. Lo nuestro es más bien el Umweg benjaminiano, el rodeo, el camino oblicuo, la alegoría. Si la experiencia se ordena de acuerdo a una lógica de fragmentos y ruinas, que no pueden recrear su unidad perdida, el discurso sobre la misma necesariamente debe hacerse alegórico. Y si tradicionalmente la estrategia alegórica miraba siempre hacia el tiempo de lo perdido, constituyéndose en la verdad de su ausencia y alimentando la purificación del alma, expuesta a la espera de una historia salutis, la alegoría barroca, al no poderse apoyar sobre organizaciones de sentido claras y distintas, y al ver que el mismo eidos se oscurece, no tiene otra posibilidad que o descender al abismo de la caducidad de la naturaleza o sortear este abismo arrojándose al juego de los infinitos posibles. Estas matemáticas barrocas configuran idealmente ese mundo de formas en el que se pierde el hombre del XVII, sin saber nunca si llegarán un día a constituir la arquitectura de un mundo real. Leibniz –y Deleuze más tarde– caracterizarán ese espléndido momento, que es el Barroco, como el intento de responder a la miseria del mundo con un exceso de principios y formas. Estos se plegarán una y mil veces para dar lugar a la representación lógica de los mundos posibles, más allá de los cuales seguirá abierto el orden de la materia, sometida a un movimiento infinito. Pero, como Leibniz mismo indica, hay que distinguir entre la línea de inflexión de curvatura infinita, que define el mundo como pura virtualidad, y la materia en la que se realiza. Comparable a un gabinete de lectura en el que se refleja la tensión de esos dos mundos, el hombre barroco se pierde –como “viajero eterno e inmóvil”– y hasta olvida aquella frontera que separa lo imaginario de lo real, o lo lógico de lo fáctico. Su extravío le lleva hacia un peregrinaje por el mundo de las formas, nueva naturaleza lógica en la que ya no importa preguntarse por las cosas, sino viajar o soñar como el Segismundo calderoniano o el Teodoro que cierra la Theodicea leibniziana.
Y es este mundo que se pierde en la infinitud de sus construcciones imaginarias, mundo de ruinas o de fragmentos, el que soporta melancólicamente la experiencia de la unidad perdida o de la transparencia del mundo. Y el objeto deviene alegórico bajo la mirada del hombre barroco. Ante el símbolo como paradoja teológica de la unidad de sensible y suprasensible, está la alegoría como expresión de aquella ausencia y unidad perdida. Todo lo que la historia tiene de intempestivo, de doloroso, de fallido, se plasma en su rostro. Es este tiempo de las cosas el que constituye la materia de la escritura alegórica. Representación del dolor del mundo, el Trauerspiel es el juego de estos dolores inexorablemente enclavados en el tiempo.
Para el Barroco, la finalidad de la naturaleza estaba en la expresión de su propio significado, en la representación que, en tanto que alegórica, nunca puede coincidir con la realización histórica de tal sentido. O hay símbolo, unidad de sensible y suprasensible, o hay alegoría, río–escritura, representación del devenir tiempo de las cosas. En efecto, si con el drama barroco la historia entra en escena, lo hace en cuanto escritura. La palabra “historia” está escrita en la faz de la naturaleza con los caracteres de la caducidad. Y será la alegoría la encargada de representar a aquella forma bajo la forma de ruina. Y bajo esta forma la historia no se plasma como un proceso de vida eterna, sino como el de una decadencia inarrestable. No por otra razón, “las alegorías son en el reino del pensamiento lo que las ruinas en el reino de las cosas”, como el mismo Benjamin afirma.
La alegoría es como el alma inaccesible de las cosas y rige la estrategia discursiva de lo moderno. Tout pour moi devient allégorie, confiesa Baudelaire más allá de toda retórica. La dispersión y fragmentación del sentido se traducen en gusto por el fragmento. Y la alegoría produce justamente la línea de superficie de lo fragmentario. La seducción ejercida por el Barroco no es la de un esteticismo nostálgico en cuyo espejo pudiéramos interpretar algunos de los comportamientos de la cultura contemporánea, sino más bien es el efecto que surge de la relectura de lo moderno para la que la experiencia barroca se constituye en el verdadero drama de la representación. Si el Barroco naturaliza la historia y hace artificio la naturaleza, ahí es donde el orden de la razón no consigue atravesar ni diferenciar el sistema complejo e irreducible de la experiencia, es sabiendo que todo saber se ve en su raíz sometido a la misma dificultad, la del nombrar, de un nombre que nos dé la esencia de las cosas. De ahí, esa fuga y pasión representativas, ese gesto, delirio, invención, de las formas infinitas, laberínticas, retorizadas, de proporciones falsas, efectistas, que, en su conjunto, construyen un sistema otro, en el que –como si de una galería de espejos se tratara– se pierde la mirada sin esperar ningún reconocimiento verosímil.
Es así como en el Barroco se produce la transfiguración de la vida en teatro, del mundo en escenario, de la naturaleza en naturaleza muerta, del pensamiento en alegoría. Las múltiples representaciones del ser afloran en una emblemática de las pasiones y de los movimientos del alma. Los signos hablan de una totalidad abstracta, pero se presentan, como corresponde a su condición dramática y moderna, aislados y concretos, configurando verdaderos laberintos. La pasión barroca por construir, la libido del laberinto deviene escenificación fantasmagórica del drama individual, melancólica alegoría de la muerte. Los espejos de Versalles reflejaban la imagen repetida de la razón y la muerte que, ensalzadas, componen una vanitas en el templo mismo de la representación. “Porque quizá sea eso el Barroco: como el tormento de una finalidad en la profusión”, comenta Barthes.
El laberinto barroco no tiene centro y si la representación del laberinto es inseparable de la idea de salvación, este descentramiento agudiza la desesperanza. Si el espejo se ha roto, ¿cómo sabré yo mismo quién soy? La alegoría moderna multiplica los reflejos del ser; borra el centro del laberinto, destruye sus murallas y bifurca hasta el infinito sus corredores. Acaso nuestra mayor ilusión es creer que los recorremos por primera vez. En el viaje se pierde la perspectiva. Pero las rutas del universo se cierran sobre sí mismas y el hombre barroco, arrastrado por esta corriente infinita, hundido en ella, no puede contemplar serenamente el periplo circular de la vida, su radiante estela. Jamás alcanza una imagen de la plenitud que abarque la oscuridad de la caverna y la luz de las estrellas, la aurora y el ocaso.
El mundo es un eclipse de la conciencia y el laberinto su imitación eterna. Nadie como el hombre barroco se hace consciente de este destino. Y sólo este dramático riesgo hará necesario instituir un principio de verdad que interprete y oriente la experiencia. Es el largo camino que va de los Ejercicios ignacianos a las Meditaciones cartesianas un camino en el que se citarán todas aquellas voluntades que porfían por salvar el alma y hacer luminoso y habitable el mundo.
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